Belleza en el Arte Sacro
La larga y
fecunda tradición del arte cristiano se presenta como un camino ininterrumpido
de anuncio de la Fe. No se trata solamente del feliz resultado del encuentro entre
arte y Cristianismo, sino de una nueva dimensión del arte, impensable sin el Cristianismo:
con el Cristianismo nació el arte, tanto es así que el arte cristiano es, más
profundamente, arte “crístico”, arte cristocéntrico, arte que nace de Cristo y
para Cristo.
Jesucristo
es el Verbum Dei hecho carne y se manifiesta
como Imago Dei; en Él Verbum e Imago están unificados, Él es Palabra que se ve, Imagen que habla. En
cierto sentido, con la Natividad ya se impone la necesidad de un modo nuevo de
mostrar al narrar el Verbo hecho Carne.
Jesucristo, Verbum
Dei e Imago Dei, nos revela al
Padre hablando y actuando, y nos proporciona también la sintaxis ejemplar de un
arte nuevo capaz de transmitir la Buena Nueva.
El Cristianismo
traduce el sistema narrativo propio de las parábolas de Jesús en la pintura, que
según la tradición tiene su iniciador en San Lucas, el primer retratista de
María (así como según la tradición, Nicodemo es el primer escultor del Crucifijo).
La pintura sacra cristiana traduce en imagen el sistema narrativo evangélico.
En efecto,
el proprium de la tradición pictórica
cristiana es el carácter narrativo: la pintura cristiana no consiste en representaciones
icásticas, en ideogramas de palabras o conceptos, sino en un lenguaje narrativo, en el cual las
imágenes se construyen con una gramática y una sintaxis interna, según la lógica
de un discurso que se desenvuelve en el tiempo.
Precisamente
por esta característica típica, vinculada a la Encarnación del Verbum Dei, e impregnada del carácter narrativo
de las parábolas evangélicas, la pintura cristiana se pudo convertir en Biblia Pauperum. El principio de la
figuración y la narración, intrínsecamente vinculadas a la Encarnación, se
declinó según sensibilidades distintas, según las diversas culturas, pero sigue
siendo inevitable para poder hablar de Jesucristo.
Por su
característica íntimamente cristocéntrica, la pintura cristiana es arte para la
liturgia: muestra la Palabra, ayuda a contemplar la Palabra, puesto que está
dotada de una inmovilidad narrativa, de un carácter narrativo estable.
Y precisamente
por esta capacidad de narrar mediante la estabilidad de las imágenes, la pintura
se ofrece como ayuda para la contemplación; como dijo Benedicto XVI: «hay
expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia Dios, la Belleza
suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él, en la
oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la fe» (Audiencia general, 31 de agosto de 2011).
El arte
cristiano es de por sí, pues, anuncio de la Fe, al estar íntima y enteramente sostenido
por la Fe en Jesucristo, sin la cual no existiría.
Por esto Juan Pablo II —en su Discurso a los participantes en el Congreso Nacional Italiano de Arte
Sacro el 27 de abril de 1981— afirmaba: «El arte religioso, en este sentido,
es un gran libro abierto, una invitación a creer para comprender ».
Las obras de arte cristiano, nacidas de la fe
y destinadas al culto, han buscado y realizado la belleza, dando lugar a obras
grandiosas, usando asimismo materiales preciosos. El elemento material es sólo
un aspecto funcional a la finalidad de la alabanza y la oración; por ejemplo,
el oro, que se usa tan a menudo en el arte sacro (no sólo occidental), elegido
por su luminosidad, por su permanencia, por su maleabilidad. Nada es demasiado precioso
para alabar la inmensa Belleza de Dios. La sacralidad impone la separación de
las cosas vulgares. La belleza de los objetos sagrados cristianos radica en la
belleza del Cenáculo, ese lugar en la segunda planta, preparado y equipado. La Vulgata usa el término “stratum”, traducido por la historia del
arte con decoraciones y tapices, como por ejemplo en el Cenáculo de Leonardo, donde los decorados aluden a las virtudes que
decoran el alma.
En efecto, estudiando la historia de la
belleza descubrimos que la belleza siempre estuvo vinculada a la santidad, a las
virtudes, a las perfecciones divinas, y que la imagen de la historia del arte
sacro como compromiso con la riqueza es fruto de un planteamiento historiográfico
generalizado y equivocado, que tiene su origen en una ideología no cristiana y en
algunos casos incluso anticristiana.
En toda la tradición católica la belleza
posee tal valor ontológico que se cuenta entre los trascendentales, o sea entre
las características que todos los seres poseen, precisamente porque son y en la
medida en que son. Se trata de perfecciones que se pueden atribuir fundamentalmente
a lo verdadero, lo bueno, lo bello. Toda realidad, al participar del ser, participa
de estas perfecciones ontológicas, que tienen en Dios creador su causa primera.
Dios es, en efecto, sumamente verdadero, sumamente bueno, sumamente bello y toda
la realidad es de alguna manera verdadera, buena y bella precisamente porque
Dios la crea. Se trata de una teoría metafísica, de larga y sólida tradición.
Aunque los trascendentales no constituyan
materia de Magisterio (puesto que son de ámbito metafísico, por tanto filosófico,
es decir accesible con la razón que todos los hombres poseen), el Magisterio y en
particular los documentos del Concilio Vaticano II hacen referencia a ellos constantemente.
Lo verdadero, lo bueno, lo bello en cuanto características de Dios y de forma
derivada de todos los seres, constituyen una especie de terreno fecundo o de marco
temático al cual la reflexión sobre la Revelación hace referencia constantemente,
implícita o explícitamente. El Papa Francisco en la Audiencia a los representantes de los medios de comunicación el 16 de
marzo de 2013 afirmó: «la Iglesia existe precisamente para comunicar esto: la
Verdad, la Bondad y la Belleza “en persona”. Debería quedar muy claro que todos
estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos, sino a comunicar esta
tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza».
En la Cristiandad la belleza está
eminentemente vinculada a la Santidad, puesto que es primariamente en Dios y sólo
de modo derivado en las cosas. Dios es Suma Belleza y origen de toda belleza.
Asimismo, la belleza artística está fundamentalmente
vinculada a la santidad. Encontramos una importante huella, argumentada de modo
muy claro, en el Discurso acerca de las
imágenes sagradas y profanas que escribió el cardenal Gabriele Paleotti en
1582, un texto muy importante para la teoría y la historia del arte sacro (y no
sólo sacro), en el cual se reconoce al arte el blasón de la nobleza cristiana:
«está también la nobleza cristiana, más sublime y honorada de las otras, exactamente
como la ley del Evangelio que nos enseñó nuestro Salvador es con mucho más
perfecta que todas las demás pertenecientes a los siglos anteriores (Summa, 1.2 q.91 a.5). Consideramos que esta
nobleza se debe justamente atribuir al arte de dar forma a las imágenes»[1].
Observamos, por otra parte, que esta posición
es afín a lo que afirma Juan Damasceno en el primer discurso de Defensa de las imágenes sagradas, citando
a Gregorio de Niza y concordando con él, es decir, que la divina belleza no
resplandece según una bella forma si esta no se conforma primero y se contempla
después a través de la beatitud de la virtud[2].
Por tanto, la belleza artística, y especialmente
la belleza de las imágenes sagradas, está vinculada al ejercicio de la virtud,
a la nobleza del alma, a la santidad.
Por tanto, belleza, carácter figurativo y carácter
narrativo son los principios fundamentales del arte sacro cristiano y, al
ser universales[3],
se pueden declinar según los diversos lenguajes de las culturas, manteniendo siempre
en el centro a Jesucristo, porque como dijo el Papa Francisco en su primera Homilía, durante la Santa Misa con los
Cardenales el 14 de marzo de 2013: «Cuando no se confiesa a Jesucristo, se
confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio».
[1] G. Paleotti, Discorso intorno alle immagini sacre e profane (1582), L.E.V., Roma 2002, pag. 33.
[2] Giovanni Damasceno, Difesa delle immagini sacre, a cura di v. Fazzo, Città Nuova, Roma 1997, I, 50-51.
[3] Cfr. R. Papa, Discorsi sull’arte sacra, con intr. del card. A. Cañizares Llovera, Cantagalli, Siena 2012.