Identidad del sacerdote y función del hábito eclesiástico

 

1.      Continuidad entre antes y después del Concilio en los criterios teológicos que inspiran las normas sobre la disciplina del clero

 

            El magisterio eclesiástico y las normas canónicas de disciplina cleri siempre trataron del hábito eclesiástico en un contexto teológico adecuado, que tiene como presupuesto fundamental el carácter sobrenatural (divino) de la vocación y la misión del presbítero en la Iglesia Católica. El hábito eclesiástico está prescrito en la Iglesia como “signo” exterior de una “cualidad” interior, de una capacidad de “servicio público” que no hay que concebir como prerrogativa humana del presbítero sino como idoneidad que deriva del “carácter” sobrenatural que el sacramento del Orden confiere para siempre al ministro sagrado. Con el hábito eclesiástico el presbítero “profesa” por tanto públicamente su dedicación plena y estable al servicio de Dios y de la comunidad de los hombres en medio de los cuales ejerce su ministerio: servicio que concierne ante todo a los creyentes, que forman el “cuerpo místico” de Cristo, pero se extiende necesariamente a todos los hombres indistintamente, ya que están destinados a formar parte de este según el designio eterno de Dios.

 

            Esta justificación, puramente teológica, de las normas relativas al hábito que el presbítero debe vestir coram populo, es decir en público —delante de la gente y por el bien espiritual de la gente— no se encuentra sólo en los documentos eclesiásticos de la época que precedió el Concilio ecuménico Vaticano II, sino también en los de la época conciliar. No olvidemos, al respecto, los actos de los Papas que convocaron y presidieron el Concilio y que después pusieron en práctica las disposiciones pastorales: bastaría con mencionar las normas severas que sobre el hábito eclesiástico promulgó el beato Juan XXIII para el clero diocesano durante el Sínodo romano del año 1961; las claras directivas teológico-pastorales contenidas en el decreto conciliar Presbyterorum Ordinis sobre la vida y el ministerio de los presbíteros, aprobado por el Concilio y promulgado por Pablo VI[1]; las normas disciplinarias contenidas en el nuevo Codex iuris canonici, que promulgó el beato Juan Pablo II (que pronto va a ser canonizado), que él mismo recordó insistentemente en los años de su pontificado, tanto en los discursos dirigidos al clero como en las disposiciones disciplinarias relativas al personal de los dicasterios pontificios.

 

2.      Ministerio de la Palabra y ministerio de los Sacramentos

 

            Para comprender adecuadamente los motivos teológicos de esta rigurosa conexión entre el “signo” exterior y la “cualidad” interior del ministerio específicamente sacerdotal (se entiende del ministro “ordenado”, ontológicamente superior al del “sacerdocio común” de todos los fieles), es preciso aclarar con rigor qué “profesa” el presbítero, delante de la comunidad de los hombres, cuando se hace reconocer como ministro de Dios en la Iglesia Católica. Se profesa instrumento sacramental en manos de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, único verdadero Maestro y Salvador. Se profesa instrumento, sabiendo, por fe en la divina revelación, que lo es sólo por libre decisión de la providencia divina: sabe que no es absolutamente necesario (sabe que él, junto con cualquier otro apóstol de Cristo, tiene que considerarse “siervo inútil”), pero sabe también que fue elegido “entre los hombres” para una misión cuyo resultado depende enteramente de la gracia, pero que al mismo tiempo requiere de él una “disponibilidad operativa” plena y constante: de esta disponibilidad suya —todo presbítero lo sabe bien— quiere servirse la misericordia de Dios para conferir a los hombres la gracia de la fe y la redención, con vistas a la salvación eterna.

 

            Puede ayudar a comprender mejor esta dialéctica de gracia —la omnipotencia del Amor divino que se sirve de la disponibilidad operativa del sacerdote para hacerle, aun en su constitutiva inadecuación humana, instrumento visible de los misterios de la salvación— una consideración eclesiológica de san Agustín, el gran “doctor de la gracia”, en uno de sus comentarios de las Escrituras que la reforma litúrgica introdujo entre las lecturas patrísticas de la Liturgia de las Horas:

 

                «“Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles [Sal 126, 1]. El Señor es, por tanto, quien construye la casa, es el Señor Jesucristo quien construye su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si él no construye, “en vano se cansan los albañiles”. ¿Quiénes son los que trabajan en esta construcción? Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron, construyeron otros; pero “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Por esto, los apóstoles, y más en concreto Pablo, al ver que algunos se desmoronaban, dice: “Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles…” [Gál 4, 10-11]. Como sabía que él mismo era edificado interiormente por el Señor, por esto se lamentaba por aquellos, por el temor de haber trabajado en ellos inútilmente. Nosotros, por tanto, os hablamos desde el exterior, pero es él quien edifica desde dentro. Nosotros podemos saber cómo escucháis, pero cómo pensáis sólo puede saberlo aquel que ve vuestros pensamientos. Es él quien edifica, quien amonesta, quien amedrenta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a la fe; aunque nosotros cooperamos también con nuestro esfuerzo»[2].

           

            Este texto, si se comprende bien, quita a todo presbítero cualquier pretexto para negar al Señor su disponibilidad operativa: o cerrándose en esos espacios eclesiásticos angostos donde se siente humanamente gratificado, renunciando a salir al encuentro de quien pudiese recurrir a su ministerio; o bien saliendo del espacio cerrado pero evitando que se le reconozca, por temor de sufrir escarnio o injurias de parte de quien ve en él el símbolo de una Iglesia que se quiere eliminar de la vida pública; o vistiendo los hábitos civiles como para dejar a un lado su función eclesial y mostrar que quiere compartir con la gente que ya no busca en Dios la salvación una vida hecha sólo de intereses mundanos. El texto de san Agustín sirve para recordar al presbítero el significado eclesial y el fin sobrenatural de su específica vocación, que debe profesar interiormente con la disponibilidad a vivir la vida de sacrificio, a veces incluso heroico, del vir apostolicus, pero también exteriormente con el hábito que hace que sea reconocible ante los hombres de su ambiente. Es preciso tener siempre presente que el trabajo de los hombres que en la Iglesia se consagraron, con el sacramento del Orden, al servicio de Dios como «humildes obreros en la viña del Señor» (así quiso definirse a sí mismo Benedicto XVI inmediatamente después de la elección al solio pontificio) no es primariamente un trabajo exclusivamente humano (aunque lo requiera la necesidad del testimonio de caridad) como son las “obras de misericordia corporal” y todas las formas de solidaridad y de promoción humana, sino que es principalmente un trabajo cuya eficacia es exclusivamente divina. Es un trabajo que consiste en el anuncio de la Palabra (catequesis) y en el otorgamiento de la gracia santificante (administración de los sacramentos).

 

            El término “catequesis”, si se toma en su acepción eclesial originaria, coincide con el término “kerigma”, que hoy muchos teólogos prefieren, ya que ambos significan el anuncio que hace la Iglesia de la verdad revelada por Cristo. A la luz de cuanto hemos leído en san Agustín, es preferible el término “catequesis”, puesto que sugiere la lógica subordinación de la acción humana a la iniciativa divina; de hecho, la etimología griega de kathekesis (del verbo kathekein, que significa “hacer resonar” o “hacerse eco”) expresa muy bien el verdadero papel de los ministros de la Palabra, quienes transmiten una doctrina que no viene de ellos sino directamente de Dios. Si el único verdadero Maestro, Cristo, subrayó con fuerza el carácter absolutamente sobrenatural de la doctrina salvífica, diciendo «mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16), con más motivo los discípulos del Maestro deberán hablar en nombre de la sabiduría divina y no en nombre de su supuesta sabiduría humana, confiando más en la omnipotencia salvífica del Evangelio que no en su supuesta autoridad humana o su propia eficacia comunicativa. La Iglesia se hace eco, con el anuncio cristiano, de una proclamación de la verdad, de la única verdad que salva, de parte de quien la encarna en sí mismo: Jesucristo, el Verbo de Dios, el revelador del Padre. Jesucristo es aquel que habla con autoridad, porque habla de lo que sabe directamente, en primera persona: es consubstancial al Padre y es el único que puede revelar a los hombres los misterios sobrenaturales a ellos absolutamente inaccesibles. Cristo es el «el testigo fiel» (Ap 1, 5), que transmite fielmente a los hombres lo que el Padre le ha ordenado decir, o sea su naturaleza íntima (el misterio de la Trinidad) y sus designios de salvación (la Encarnación y la Redención en Cristo)[3]. El Vaticano II quiso confirmar solemnemente el carácter substancialmente sobrenatural que debe tener, por voluntad de Cristo mismo, la presencia y la actividad del presbítero en medio de la gente:

 

                «Los presbíteros, por tanto, se deben a todos para comunicarles la verdad del Evangelio que poseen en el Señor. Por tanto, cuando con su conducta ejemplar entre los hombres los llevan a glorificar a Dios, o cuando enseñan la catequesis cristiana, o cuando explican las enseñanzas de la Iglesia, o cuando se dedican a estudiar los problemas actuales a la luz de Cristo, siempre enseñan no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitan insistentemente a todos a la conversión y a la santidad. Pero la predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios, no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio» (Concilio Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, n. 4).

 

            La “profesión de servicio” que el hábito eclesiástico implica no puede menos que referirse a este carácter ministerial sacramental. Con su presencia reconocible en medio de la gente el presbítero anuncia o recuerda el evento salvífico de la Encarnación, la Redención y la institución de la Iglesia como «sacramento universal de salvación» mediante el anuncio del Evangelio y la administración de los sacramentos. Aunque no todos le comprendan y le acepten, el presbítero debe mostrarse como ministro de Dios en la Iglesia, para los fines sobrenaturales para los cuales Cristo quiso la Iglesia. Al presbítero corresponde el deber de mostrarse, en todas sus acciones, por aquello que Dios pensó a la hora de confiar a los Apóstoles las «llaves del Reino». Después, será el Señor mismo, que le ha encomendado la misión y la gracia para realizarla, quien haga que, caso por caso, todos los hombres «destinados a la vida eterna» (cfr. Hch 13, 48) comprendan verdaderamente, si bien con diversidad de modos y grados, la identidad propia del presbítero, que es ser un mediador del amor de Cristo con cada miembro de la Iglesia y con cada persona a la que pueda alcanzar el anuncio cristiano y la gracia del Bautismo.

 

3.      La dignidad del presbítero (conferida por gracia divina) no queda anulada por su indignidad personal (causada por la humana miseria).

 

            De hecho, la conciencia de fe de la Iglesia aconseja la mediación del presbítero, por obra de la gracia, sobre todo en la predicación de la palabra de Dios, la administración de los sacramentos y la guía de la comunidad cristiana, todas acciones que él puede llevar a cabo in persona Christi capitis, puesto que están directamente conexas con los tres ministerios de Cristo —el ministerio profético (munus docendi), el ministerio de santificación (munus sanctificandi) y el ministerio de gobierno (munus regendi)― que por voluntad del Padre y con la obra del Espíritu Santo es el único Maestro de verdad, el Redentor de todos los hombres y el Rey de los reyes. La vocación y la misión del sacerdote están íntimamente caracterizadas por estas acciones, que el sacerdote puede llevar a cabo legítimamente y con verdadera eficacia, no en virtud de sus cualidades personales, sino porque Cristo mismo, una vez cumplido el misterio pascual y en el momento de su retorno al Padre, reveló que quería permanecer eficazmente presente en su Iglesia, hasta el fin de los tiempos, mediante el ministerio sacerdotal, dotado de los oportunos carismas y de la autoridad divina que Él mismo confirió (cfr. Lumen Gentium, n. 28). Dicha autoridad (término que en la Iglesia latina equivale al griego diakonia, en cuanto auctoritas, en el latín de la era tardo-antigua, significaba la capacidad de alimentar y hacer crecer) mantiene toda su fuerza salvífica de verdad en todo cristiano que haya recibido la consagración sacerdotal, sean cuales sean, en los distintos momentos de su vida en medio del Pueblo de Dios, su santidad personal, sus virtudes interiores y su conducta exterior, las obras visibles que podrían haberle procurado una merecida “buena fama”.

 

            Desde el Medievo, con san Pier Damiani, la doctrina teológica y el derecho canónico han tranquilizado a los fieles acerca de la validez de los sacramentos que administran sacerdotes incluso aparentemente indignos. Y lo mismo vale para la trasmisión de la fe católica (que es la fe de la Iglesia, no tanto o no sólo la fe sujetiva del sacerdote), que de por sí siempre es capaz de iluminar las mentes e inflamar los corazones, disponiéndolos a la provechosa participación en la celebración eucarística y la recepción de los sacramentos. En ambos casos —la eficacia de los sacramentos y la eficacia de la doctrina— el mismo Evangelio establece el criterio según el cual el poder sobrenatural de la res sacrae no queda limitada por los defectos personales de aquel que en cada ocasión es el ministro. Baste con recordar las enseñanzas de Jesús cuando dice, respecto a los doctores de la Ley (de quienes había reprobado la hipocresía), que hay que escuchar y poner en práctica sus enseñanzas, aunque de ninguna manera haya que tomar como modelo su mal comportamiento[4]. Ciertamente, es un deber grave y un compromiso fundamental del presbítero conformar cada vez mejor su existencia (la propia vida interior y los actos externos, visibles, que configuran su conducta en medio del Pueblo de Dios) a las exigencias de su misión eclesial y, por esto, también el ministro del sacramento de la Penitencia recurrirá con frecuencia a la gracia de la reconciliación y la purificación: pero nunca la propia indignidad personal (sentida interiormente en la conciencia o denunciada exteriormente por la gente) puede ser el pretexto para renunciar a prestar humildemente su específico servicio. Esta renuncia equivale a “enterrar el talento” que Dios le encomendó en la Iglesia de Cristo, haciendo que sea inoperante el carisma que recibió de Dios con la ordenación sacerdotal. Uno de los modos de enterrar el talento —o sea de revocar en la práctica su disponibilidad al servicio— es justamente la desobediencia a la Iglesia que sabia y santamente ha establecido las normas canónicas relativas al hábito eclesiástico.

Antonio Livi



[1] Véase el texto del decreto Presbyterorum Ordinis editado en 2013 (en italiano, ndt) por Ediciones Cantagalli de Siena con una presentación y un comentario del cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero.

[2] San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 126, 2: Corpus Christianorum Latinorum, vol. 40, p. 1858.

[3] Cfr. Concilio ecuménico Vaticano I, constitución dogmática Dei Filius acerca de la fe católica, 24 de abril de 1970: «Dios, principio y fin de todas las cosas, se puede conocer con certeza a la luz natural de la razón humana a través de las cosas creadas; pues, lo invisible de Dios es perceptible para la inteligencia de la criatura humana a través de sus obras (cfr. Rom 1, 20). Sin embargo, quiso por su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y los decretos de su voluntad al género humano por otra vía, la sobrenatural, según el dicho del Apóstol: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los Profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo” [Heb 1, 1-2]».

[4] Es necesario citar la perícopa evangélica por entero, a fin de comprender mejor su significado en relación a lo que aquí estamos recordando: «Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro Maestro; y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis Padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro: el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se ensalce, será humillado, y el que se humille, será enaltecido. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren» (Mt 23, 1-13).