XXX Domingo del tiempo ordinario-C
Citaciones
Si 35,11-24: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9arcmtbc.htm
2Tm 4,6-8: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ajjdfd.htm
Lc 18,9-14: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9an35wr.htm
También en esta liturgia dominical, la
Palabra de Dios vuelve sobre el tema de la oración, en cómo la recibe Dios. La oración
es la que nos une a Dios, la que nos pone en comunión con Él permitiéndonos
esuchar su voz.
No alcanza con tener una plena confianza en
la benevolencia del Padre y ser perseverantes en la petición sin cansarse
(sobre estos aspectos hemos meditado el domingo pasado), sino que hay otra
característica determinante para rezar de modo que agrade a Dios y que pueda de
verdad cambiar el corazón: la humildad.
Esta virtud es el pasaporte para ser
admitidos en el Reino de Dios. La persona humilde reconoce que Dios es Dios y
él nada. Reconoce que todo cuanto él tiene y hace de bueno es don de Dios, más
que conquista suya. Se reconoce imperfecto, pero deseoso de recorrer el camino
de un progresivo perfeccionamiento, obrado en él por la gracia, y sabe que,
para alcanzar la meta, debe reconocer la propia debilidad, la incapacidad para
superar los obstáculos que se le interpongan, obstáculos que están fuera de él
y también en él. Por eso se dirige a Dios, expresando en su oración toda su
pequeñez.
En el pasaje del evangelio de hoy, el Señor
nos enseña esto por medio de una de las parábolas más conocidas, la del fariseo
y el publicano. Este texto, en realidad, debe considerarse más que una
parábola: es una historia ejemplar y significativa para el cristiano.
El pasaje de Lucas juega no tanto con el
contraste entre los pobres y sus opresores, como sobre la contraposición que existe
entre sujetos de diverso relieve religioso y social: fariseos y publicanos. Los
primeros eran una de las categorías más activas en tiempos de Jesús, muy
estimada e influyente. Los publicanos eran recaudadores de impuestos, que por
su servicio en favor de los romanos estaban mal vistos por el pueblo y
considerados como pecadores públicos e incluso traidores a la patria.
Un fariseo y un publicano son los dos
personajes que Jesús toma como ejemplo, para destacar diversos comportamientos
en las relaciones con Dios.
El fariseo va al templo y se pone adelante,
bien a la vista, y reza de tal manera que, más que un diálogo con Dios, hace un
soliloquio: él está convencido no solamente de estar en regla con las normas de
la ley, sino que hace más de lo estrictamente necesario. En consecuencia, no
tiene nada que pedir al Señor. Su oración no es más que una lista de méritos,
que no adquiere ninguno delante de Dios: solamente subraya la arrogancia del
que ora.
El comportamiento del publicano es de signo
contrario y Jesús lo descibe con evidente aprobación. Él también sube al
templo, pero entra discretamente, se detiene a la distancia, como si no
quisiera profanar el lugar con su presencia, puesto que es consciente de la
propia situación de pecado. No se atreve ni a levantar los ojos al cielo,
porque entiende que no tiene nada que presentar a Dios.
Su humilde conducta y la súplica que dirige a
Dios denotan un corazón lacerado por el dolor de haberlo ofendido, motivo por
el cual implora el perdón divino. Es un perdón que sin duda Dios le da, puesto
que Jesús asegura que el publicano “volvió
a casa justficado, porque cualquiera que se exalta será humillado y el que se
humilla será exaltado” (Lc 18, 14).
Este es el significado completo de la
parábola, cuya enseñanza define las condiciones que debe tener nuestra oración
para que Dios la acepte y la escuche.
Ya en el Antiguo Testamento, como se ve en la
primera lectura, se pedía la humildad como condición necesaria para una oración
eficaz. Dios escucha con particular premura “la
oración del oprimido y no desoye la súplica del huérfano y de la viuda” porque
“la plegaria del pobre llega hasta las
nubes”.
La oración es la energía necesaria para
afrontar la batalla de la fe, de la que habla san Pablo en la segunda carta a
Timoteo. El Apóstol espera que recibirá el premio de su combate; da la
impresión de exaltarse, cuando se ha dicho que es necesario humillarse... Pero
la exaltación del fariseo y el gloriarse de Pablo son bien distintos: el justo
orgullo de Pablo es la complacencia no tanto por los propios actos, sino por lo
que Dios ha obrado en él y por medio de él. Es de Dios, por medio de la
oración, que le ha llegado la fuerza para combatir y de Dios le llegará el
premio de la victoria.