XXXII Domingo del Tiempo Ordinario – Año C

Citaciones:

2M 7,1-42:               http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abzlgg.htm 

2Th 2,13-3,5:           http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9aubiue.htm

Lc 20,27-40:            http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9bjzpyt.htm  

Hace pocos días hemos recordado a nuestros difuntos, y hoy la Palabra de Dios nos dice algo más acerca de la muerte y de la vida eterna. Además, se aproxima el fin del año litúrgico, por lo cual la Iglesia nos pide meditar sobre las realidades últimas de la historia de la salvación, ya que aún nos quedan dos domingos del nuevo año e, identificando el año litúrgico con nuestra vida, vemos la necesidad espiritual de afirmar nuestra fe en la vida eterna.

El hombre contemporáneo vive su cotidianeidad en una vida a menudo frenética, por lo cual fácilmente olvida la dimensión futura de su existencia. De aquí la urgente necesidad de meditar sobre el fin de la felicidad última, más allá del término de la miseria humana.

Creer en la vida eterna y en la resurrección de los muertos no es un acto de fe sin valor para la vida presente, en cuanto justamente la fe ayuda a comprender la alta dignidad del hombre y su destino eterno; redimensiona la preocupación por los bienes terrenos y presenta en sus justas proporciones las diversas realidades, respetando la jerarquía de los valores.

La resurrección de los muertos es una de las verdades fundamentales de nuestra fe, que proclamamos solemnemente cada vez que rezamos el Credo: “espero la resurrección de los muertos y la vida eterna”.

Este es una tema que ya era conocido en el Antiguo Testamento, como nos lo transmite la primera lectura, que presenta el relato del martirio de los siete hermanos macabeos y de su madre; es una lectura que, por su vivacidad y su carácter dramático, ha tenido una fuerte influencia en muchos de los primeros mártires ceristianos.

De ella surge la certeza de la resurrección y, al mismo tiempo, la seguridad de que también los que han hecho el mal resucitarán, pero no para la vida sino para recibir el justo castigo de su injusticia y su maldad.

Los siete hermanos manifiestan su heroica fortaleza enfrentando el martirio con la plena convicción de la fe, que alienta la esperanza de resucitar a una nueva vida.

Es realmente conmovedor su testimnio y, de modo particular, la del segundo de ellos, que responde al tirano con la certeza de que “el Rey del universo... nos resucitará a una vida nueva y eterna”. Aún más sincera y explícita es la convicción del tercer hermano, que afirma: “del Cielo he recibido estos miembros... de él espero tenerlos nuevamente”. Es también clara la fe en la resurrección del cuarto hermano: “es preferible morir a mano de los hombres, cuando se tiene la esperanza de Dios de que por Él seremos nuevamente resucitados”.

Pero la palabra definitiva sobre la resurrección la encontramos en el pasaje evangélico, en el cual Jesús supera tanto la idea que tenían los fariseos –concebían la resurrección como un retomar y continuar la vida presente- como la de los saduceos, que la negaban por completo.

Los saduceos, aun siendo adversarios teológicos de los fariseos, se unen con ellos para tenderle una trampa a Jesús y le plantean una pregunta, amparada en la ley del levirato, que mandaba a un judío casarse con la vida del hermano muerto, si este no hubiera tenido hijos. El caso límite que le proponen a Jesús es el de una mujer casada sucesivamente con siete hermanos: en la resurrección, ¿de cuál de ellos será considerada esposa?

En su respuesta, Jesús distingue claramente la vida en este mundo y en el otro: los hijos de este mundo toman mujer y marido. Esto sucede, podemos decir, porque saben que morirán y entonces se preocupan de dejar una descendencia, según el mandato dado por Dios desde los orígenes.

Los hijos del otro mundo no pueden morir, puesto que viven en el mundo de Dios, es decir, en el mundo del espíritu y, por tanto, en una situación diferente de la terrena, también por lo que se refiere al matrimonio. Ellos gozan de la filiación de Dios, participan de su misma vida. Comparten plenamente la comunión con Él, porque Dios es el Dios de los vivos.

San Pablo nos exhorta a esta misma esperanza, en la segunda lectura, en la cual pronuncia una hermosa oración fundada en el certeza de que “Dios nos ha amado y nos ha dado, por su gracia, un consuelo eterno y una buena esperanza”.

Pablo no se desanima frente a las dificultades que ha encontrado en la predicación del Evangelio, de parte de “hombres corruptos y malvados”, porque es consciente de que el Señor es fiel y pone en Él toda esperanza.

En defintiva, si se nos ha prometido la resurrección de los muertos, Él, primicia de los resucitados, nos acompañará en nuestro caminar terreno para poder gozar después con él la gloria de la vida nueva.