SANTA MISA CON LOS NUEVOS CARDENALES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Domingo 23 de febrero de 2014
«Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos
haga siempre atentos a la voz del Espíritu» (Colecta).
Esta oración del principio de la Misa
indica una actitud fundamental: la escucha del Espíritu Santo, que vivifica la
Iglesia y el alma. Con su fuerza creadora y renovadora, el Espíritu sostiene
siempre la esperanza del Pueblo de Dios en camino a lo largo de la historia, y
sostiene siempre, como Paráclito, el testimonio de los cristianos. En este
momento, todos nosotros, junto con los nuevos cardenales, queremos escuchar la
voz del Espíritu, que habla a través de las Escrituras que han sido
proclamadas.
En la Primera Lectura ha resonado el
llamamiento del Señor a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro
Dios, soy santo» (Lv 19,2). Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed perfectos,
como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Estas palabras nos
interpelan a todos nosotros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen
especialmente a mí y a vosotros, queridos hermanos cardenales, sobre todo a los
que ayer habéis entrado a formar parte del Colegio Cardenalicio. Imitar la
santidad y la perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin
embargo, la Primera Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo
el comportamiento de Dios puede convertirse en la regla de nuestras acciones.
Pero recordemos todos, recordemos que, sin el Espíritu Santo, nuestro esfuerzo
sería vano. La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro,
sino fruto de la docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del
Dios tres veces Santo.
El Levítico dice: «No odiarás de corazón a
tu hermano... No te vengarás, ni guardarás rencor... sino que amarás a tu
prójimo...» (19,17-18). Estas actitudes nacen de la santidad de Dios. Nosotros,
sin embargo, normalmente somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos...;
pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede
purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día. Hacer este
trabajo de conversión, conversión en el corazón, conversión que todos nosotros
–especialmente vosotros cardenales y yo– debemos hacer. ¡Conversión!
También Jesús nos habla en el Evangelio de
la santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo hace mediante algunas
antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y los fariseos y la más
alta justicia del Reino de Dios. La primera antítesis del pasaje de hoy se
refiere a la venganza. «Habéis oído que se os dijo: “Ojo por ojo, diente por
diente”. Pues yo os digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale
la otra» (Mt 5,38-39). No sólo no se ha devolver al otro el mal que nos ha
hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien con largueza.
La segunda antítesis se refiere a los
enemigos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu
enemigo”. Yo, en cambio, os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que
os persiguen” (vv. 43-44). A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los
que no lo merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que
hay en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las
comunidades y en el mundo. Queridos hermanos, Jesús no ha venido para
enseñarnos los buenos modales, las formas de cortesía. Para esto no era
necesario que bajara del cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para
salvarnos, para mostrarnos el camino, el único camino para salir de las arenas
movedizas del pecado, y este camino de santidad es la misericordia, que Él ha
tenido y tiene cada día con nosotros. Ser santos no es un lujo, es necesario
para la salvación del mundo. Esto es lo que el Señor nos pide.
Queridos hermanos cardenales, el Señor
Jesús y la Madre Iglesia nos piden testimoniar con mayor celo y ardor estas
actitudes de santidad. Precisamente en este suplemento de entrega gratuita
consiste la santidad de un cardenal. Por tanto, amemos a quienes nos
contrarían; bendigamos a quien habla mal de nosotros; saludemos con una sonrisa
al que tal vez no lo merece; no pretendamos hacernos valer, contrapongamos más
bien la mansedumbre a la prepotencia; olvidemos las humillaciones recibidas.
Dejémonos guiar siempre por el Espíritu de Cristo, que se sacrificó a sí mismo
en la cruz, para que podamos ser «cauces» por los que fluye su caridad. Esta es
la actitud, este debe ser el comportamiento de un cardenal. El cardenal –lo
digo especialmente a vosotros– entra en la Iglesia de Roma, hermanos, no en una
corte. Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a evitar hábitos y
comportamientos cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas, favoritismos,
preferencias. Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: «Sí, sí; no, no»; que
nuestras actitudes sean las de las Bienaventuranzas, y nuestra senda la de la
santidad. Pidamos nuevamente: «Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga
siempre atentos a la voz del Espíritu».
El Espíritu Santo nos habla hoy por las
palabras de san Pablo: «Sois templo de Dios...; santo es el templo de Dios, que
sois vosotros» (cf. 1 Co 3,16-17). En este templo, que somos nosotros, se
celebra una liturgia existencial: la de la bondad, del perdón, del servicio; en
una palabra, la liturgia del amor. Este templo nuestro resulta como profanado
si descuidamos los deberes para con el prójimo. Cuando en nuestro corazón hay
cabida para el más pequeño de nuestros hermanos, es el mismo Dios quien
encuentra puesto. Cuando a ese hermano se le deja fuera, el que no es bien
recibido es Dios mismo. Un corazón vacío de amor es como una iglesia
desconsagrada, sustraída al servicio divino y destinada a otra cosa.
Queridos hermanos cardenales,
permanezcamos unidos en Cristo y entre nosotros. Os pido vuestra cercanía con
la oración, el consejo, la colaboración. Y todos vosotros, obispos,
presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos, uníos en la invocación al
Espíritu Santo, para que el Colegio de Cardenales tenga cada vez más ardor
pastoral, esté más lleno de santidad, para servir al evangelio y ayudar a la
Iglesia a irradiar el amor de Cristo en el mundo.
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