HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Jueves Santo, 17 de abril de 2014
Ungidos con óleo de alegría
Queridos hermanos en el
sacerdocio. En el Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el
extremo (cf. Jn 13, 1), hacemos memoria del día feliz de la
Institución del sacerdocio y del de nuestra propia ordenación sacerdotal. El
Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a
recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal.
La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para
todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote
para ser ungido y al que es enviado para ungir.
Ungidos con óleo de alegría para
ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del
Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea
plena” (Jn 15,11). Me gusta pensar la alegría contemplando a
Nuestra Señora: María, la “madre del Evangelio viviente, es manantial de
alegría para los pequeños” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288), y
creo que no exageramos si decimos que el sacerdote es una persona muy pequeña:
la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio nos
relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de
los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si
Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye
pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen
Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote
dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda
insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él
miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde esa
pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡Alegría en nuestra pequeñez!
Encuentro tres rasgos
significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge (no
que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y presuntuosos), es una
alegría incorruptible y es una alegría misionera que
irradia y atrae a todos, comenzando al revés: por los más lejanos.
Una alegría que nos unge. Es decir: penetró en lo
íntimo de nuestro corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente. Los
signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene
la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la
imposición de manos, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los
ornamentos sagrados, la participación inmediata en la primera Consagración… La
gracia nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote.
Ungidos hasta los huesos… y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco
de esa unción.
Una alegría incorruptible. La integridad del Don,
a la que nadie puede quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría:
una alegría incorruptible, que el Señor prometió, que nadie nos la podrá quitar
(cf. Jn 16,22). Puede estar adormecida o taponada por el
pecado o por las preocupaciones de la vida pero, en el fondo, permanece intacta
como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser
renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo
que atices el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis
manos (cf. 2 Tm 1,6).
Una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero
compartir y recalcar especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima
relación con el santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría
eminentemente misionera. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios:
para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar
y evangelizar.
Y como es una alegría que sólo
fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño (también en el silencio de la
oración, el pastor que adora al Padre está en medio de sus ovejitas) es una
“alegría custodiada” por ese mismo rebaño. Incluso en los momentos de tristeza,
en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce,
esos momentos apáticos y aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida
sacerdotal (y por los que también yo he pasado), aun en esos momentos el pueblo
de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de protegerte, de abrazarte,
de ayudarte a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.
“Alegría custodiada” por el
rebaño y custodiada también por tres hermanas que la rodean, la cuidan, la
defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.
La alegría sacerdotal es una
alegría que se hermana a la pobreza. El sacerdote es pobre en alegría meramente humana
¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás,
la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la
tiene que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en
agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial
los sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen
en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por
tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de
Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). El sacerdote
que pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en
su interior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de
ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que
te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién
eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno
que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo, el óleo se
vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone
despojo de sí, entraña pobreza.
La alegría sacerdotal es una
alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el
sentido de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la gracia lo seamos) ya
que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a la única
Esposa, a la Iglesia. Aquí es clave la fecundidad. Los hijos espirituales que
el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y
ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que
comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que socorre… son esa
“Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única amada y serle
renovadamente fiel. Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote
pastorea en su parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo
alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo
lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el
Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).
La alegría sacerdotal es una
alegría que se hermana a la obediencia. Obediencia a la Iglesia en
la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la
obediencia: la parroquia a la que se me envía, las licencias ministeriales, la
tarea particular… sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda
paternidad. Pero también la obediencia a la Iglesia en el servicio: disponibilidad
y prontitud para servir a todos, siempre y de la mejor manera, a imagen de
“Nuestra Señora de la prontitud” (cf. Lc1,39: meta spoudes),
que acude a servir a su prima y está atenta a la cocina de Caná, donde falta el
vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas
abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de
bondad para los enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la catequesis
de los pequeños de primera comunión… Donde el pueblo de Dios tiene un deseo o
una necesidad, allí está el sacerdote que sabe oír (ob-audire) y siente
un mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa
necesidad o a alentar esos buenos deseos con caridad creativa.
El que es llamado sea consciente
de que existe en este mundo una alegría genuina y plena: la de ser sacado del
pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y
consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de
todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos
como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar a muchos a su ministerio para
estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su
pueblo.
En este Jueves sacerdotal le pido
al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que
enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con
prontitud a su llamado.
En este Jueves sacerdotal le pido
al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los recién ordenados,
que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios,
que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo,
la primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados–, por vez
primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te
vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos, poniéndote la cabeza para que
los bendigas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus
enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de hacerlo
todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti.
En este Jueves sacerdotal le pido
al Señor Jesús que confirme la alegría sacerdotal de los que ya tienen varios
años de ministerio. Esa alegría que, sin abandonar los ojos, se sitúa en las
espaldas de los que soportan el peso del ministerio, esos curas que ya le han
tomado el pulso al trabajo, reagrupan sus fuerzas y se rearman: “cambian el
aire”, como dicen los deportistas. Cuida Señor la profundidad y sabia madurez
de la alegría de los curas adultos. Que sepan rezar como Nehemías: “la alegría
del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).
Por fin, en este Jueves
sacerdotal, pido al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes
ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia
de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo.
Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el
gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan, Señor, la alegría de pasar la
antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar,
sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no defrauda.
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