MI SECRETO PARA SER FELIZ

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S.E. Mons. Felipe Arizmendi

 

 

Dios me ha regalado la gracia de sentirme feliz, plenamente realiza­do, fecundo, lleno de vida, de serenidad y de paz.

Mientras más avanzan los años, más se consolidan mis decisiones, se afianzan mis valores, crecen mis ilusiones, disfruto la vida, los días se pasan más de prisa y gozo con lo que me rodea.

Puedo decir, con toda humildad y verdad, que el Señor me ha con­cedido ser un hombre feliz y un sacerdote alegre, optimista, dinámico y "dador de vida".

Si esto es verdad, también es verdad que todo se lo debo al amor de Dios. Porque yo no me considero ni muy inteligente ni muy dotado. Soy una persona común y corriente. Lo único que me ha valido es que he procurado dejarme guiar por Dios, aprender de otros y sacar provecho de mis experiencias de vida.

He pasado por situaciones difíciles; he tenido problemas graves, y algunos muy graves; he experimentado el dolor y la cruz; he sufrido li­mitaciones por la salud y por mis incapacidades; se me han atravesado tentaciones diversas; he padecido injusticias, calumnias e incomprensio­nes. Además, sé que debo estar preparado para los tiempos de Getsemaní y de Calvario que el Señor me depare, en cualquier forma que se pudieran presentar.

Pero en medio de todo esto, estoy seguro del amor de Dios; estoy cierto de que no me ha dejado ni me dejará; tengo puesta toda mi confian­za en Él y sé que no me defraudará. Porque Él es bueno y fiel, aunque yo sea débil e infiel.

¿Qué es lo que he hecho para lograr esta experiencia tan bella y tan realista de la vida? ¿Qué es lo que más me ha ayudado? ¿Qué medios me han servido más?

Con frecuencia varias personas me lo preguntan. Cuando no me creen lo años que tengo, siempre me dicen que cómo le hago. Mi res­puesta, desde hace varios años, es la misma. Ahora la comparto, por si a alguien le sirve para su vida.

Mi secreto para ser feliz, lo resumo en cinco puntos:

1. Estar en paz con Dios y con mi conciencia

 

Este es el punto fundamental. En el cimiento de todo: Procurar vivir conforme Dios enseña y hacerle caso a su palabra (cf Mi testamento). Antes de realizar o pensar algo, preguntarme si eso está de acuerdo con lo que El enseña. Tratar de modelar mis criterios y decisiones por lo que El dice y de regir mis deseos por el Evangelio. Y si al hacer algo mi con­ciencia me reprocha, o preveo que me va a reprochar, me exijo evitarlo en la medida de lo posible.

Cuando he logrado esta obediencia a Dios y a su voz interior a mí, que es la conciencia, ¡cuánta armonía, serenidad, paz y tranquilidad ex­perimento! No las cambio por nada. Aunque me consideren tonto e inge­nuo. Aunque me insulten por no "disfrutar la vida", al estilo de otros, en una forma distinta al Evangelio.

Por lo contrario, cuando no vivo este punto, me viene una intranqui­lidad y un desasosiego tal, que con nada se puede calmar o ahogar. Sólo el perdón de Dios en la confesión y rectificar la conducta me devuelven la paz.

Es difícil actuar conforme Dios dice y la conciencia dicta. Pero esta es la base de todo.

2. En cuanto de mí depende, estar en paz con los demás

 

Me ha ayudado muchísimo creerle a Jesús, que nos dice: "Si aman a quienes le amen a ustedes, ¿qué mérito tienen?... Si hacen el bien a quie­nes se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen?... Amen a sus enemigos; hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio; y su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y perversos" (Lc 6,32-35).

Es decir, he procurado que mi vida no dependa de cómo son los de­más conmigo, sino de cómo quiero yo ser con ellos, de cómo Dios es conmigo y de cómo me enseña a ser con los demás.

Si alguien me trata mal, me molesta y me hace daño, procuro no hacerle lo mismo, sino todo lo contrario, empezando por perdonarle de todo corazón, rezar por el o por ella y, tan pronto sea posible, demostrarle atención, bondad y servicio.

Esto es lo más sano y positivo. Esta actitud me hace libre y no de­pendiente de cómo sean conmigo los otros. De esta forma, me convierto en fuente de vida, y no me quedo en lamentos, críticas amargas y des­confianzas.

Cada día me convenzo más de que la única manera de tener y gozar la vida, es darla a los demás (cf Mt 16,25; Lc 9,24; Jn 12,24-25).

3. Ser feliz con mi vocación

 

Me gusta lo que soy. Me satisface lo que hago. Estoy identificado con mi sacerdocio. Mi servicio pastoral me hace sentir realizado y fecun­do. Si volviera a nacer y Dios me siguiera llamando, decidiría, sin dudar un momento, ser sacerdote.

Estoy convencido de la verdad de Jesucristo, y por eso quiero que otros lo conozcan y lo sigan.

Estoy seguro de que las celebraciones litúrgicas son una presencia sacramental del amor de Dios, manifestado en Cristo, y por eso procu­ro realizarlas con devoción, para que los fieles se llenen de la vida de Dios.

Creo que la Iglesia es el instrumento de salvación que nos dejó Je­sucristo (cf LG 1), y por eso la amo, me complace ser miembro de ella, lucho por no desprestigiarla en hechos y palabras, y me quiero entregar a su purificación y santificación.

Ha experimentado la plenitud que se alcanza al consagrarme a servir a mis hermanos hombres y mujeres, y quiero seguir colaborando para su realización integral, para su salvación y liberación.

Agradezco al Señor que me haya elegido para esta vocación, que me haya hecho su amigo y que me haya confiado sus secretos (cf Jn 15,15-16).

4. Trabajar mucho

 

De mi padre y de mi familia aprendí el valor del trabajo constante, responsable y serio.

Nada más negativo que el conformismo, la pereza, la irresponsabili­dad, la "dejación". Este es el camino más seguro para la mediocridad y para la búsqueda de compensaciones.

Hay que dedicarse mucho, ser creativos e inquietos, no esperar a que todos no lo den ya casi hecho, ni contentarse con lo fácil.

Hay que enfrentarse a los problemas y no rehuir lo difícil. Hay que ponerse metas elevadas y los medios pertinentes.

Hay que exigirse más a uno mismo y no contentarse con lo mínimo. No hay que esperar que nos cuiden, ni que nos obliguen, para hacer lo que debemos. Ni estarse fijando si los demás lo hacen o no. Yo sé mis responsabilidades y basta.

No hay que consentirse demasiado. La vida es breve y las necesida­des ingentes. De nada sirve echar culpas a los demás y vivir de lamentos. Hay que aportar propuestas y soluciones. Y si una de estas falla, intentar otra. Así obra el que ama.

En una palabra, hay que desgastar la vida (cf 2 Cor 12,15; Hech 20,18-24.35).

5. Saber descansar

 

Pareciera que esto es secundario y superfluo; sin embargo, también tiene su importancia.

Somos limitados y débiles. A veces quisiéramos seguir trabajando, estudiando o sirviendo, pero las energías no dan para más. Hay que reco­nocer que no podemos hacer todo y que necesitamos tiempos y espacios de descanso.

Saber descansar es un arte y hay mucha gente que no lo sabe hacer. Porque no consiste necesariamente en no hacer nada, sino hacer lo que realmente nos hace recobrar nuevas energías, en el cuerpo y en el es­píritu.

Cada quien tiene su forma de descansar, según sus necesidades per­sonales. Yo descanso retirándome a la soledad (por ejemplo, Santo De­sierto de Tenancingo, o a los montes de Chiltepec), donde leo, estudio, escribo, camino, duermo y hago más oración que en los días ordinarios. Y, de cuando en cuando, cuando podía hacerlo, disfrutando el sol de la playa, pero sin los ajetreos de andar de una parte para otra, ni en fiestas o espectáculos ruidosos.

Contemplar la naturaleza, convivir con la familia y los amigos, ver un buen programa de televisión o una buena película, ir al teatro, leer el periódico o una novela que sea positiva, conocer otros lugares, ha­cer deporte o ejercicio físico, practicar un juego de mesa, etc., son otras tantas formas de descansar, de acuerdo a los gustos, necesidades y re­querimientos de cada uno. Cambiar de actividad es una buena forma de descansar.

Las parrandas, las fiestas y algunos paseos no siempre descansan, sino que producen el efecto contrario.

Por otra parte, el descanso no es tal si antes no se ha cansado uno, trabajando duramente. Descansar sin haberse cansado es un aburrimiento y una pérdida de tiempo.

Finalmente, el descanso no es un valor absoluto. Muchas veces hay que renunciar a él, porque hay urgencias de amor y servicio al prójimo, que no se pueden posponer. En esos casos, hay que olvidarse de sí mismo y atender a quien nos necesita (cf Mc 6,31-34). Ya nos llegará el descan­so eterno (cf Hebr 4,10-11; Apoc 14,13).