«La sociedad técnica ha multiplicado las ocasiones de placer, pero tiene dificultades para engendrar alegría. Porque la alegría procede de otro lugar: es espiritual. Ocurre a menudo que, no faltando el dinero, las comodidades, la higiene o la seguridad material, el destino de muchas personas sigue siendo desgraciadamente el hastío, la melancolía o la tristeza... Puede hablarse de la tristeza de los no creyentes, cuando el espíritu humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto orientado instintivamente hacia Él como hacia su bien supremo y único, se queda sin conocerlo claramente, sin amarlo, y en consecuencia sin experimentar la alegría que aportan el conocimiento de Dios, aunque sea imperfecto, y la certeza de mantener con Él un lazo que ni siquiera la muerte podría romper» (Pablo VI, Exhortación Gaudete in Domino, GD, sobre la alegría cristiana, 9 de mayo de 1975). El conocimiento y el amor de Dios dilatan el corazón del hombre y pueden conducirlo hasta el extremo de entregar con gozo su propia vida para la salvación de sus hermanos, como nos lo muestra el ejemplo de san Justo de Bretenières.