Teresa III Cartas




Tomo III


Santa Teresa de Jesús



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Varios Señores arzobispos tienen concedidos 360 días de indulgencia a todos los fieles que leyeren u oyeren leer cualquier capítulo o carta de las obras de santa Teresa de Jesús, rogando además por los fines de la Iglesia.

Y asimismo han concedido 180 días tres Señores arzobispos a todos los que rezaren un padre nuestro y avemaría ante cualquier imagen de la Santa.


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Carta del Illmo. Sr. D. Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Osma, del Consejo de su Majestad;

al Reverendísimo Padre Fr. Diego de la Visitación, General de los Carmelitas descalzos.


Reverendísimo padre:

Con gran consuelo mío he leído las epístolas de santa Teresa, que V. P. R.ma quiere dar a la estampa, para pública utilidad de la Iglesia, porque en cada una de ellas se descubre el admirable espíritu de esta virgen prudentísima, a la cual comunicó el Señor tantas luces, para que con ellas después ilustrase, y mejorase a las almas. Y aunque todos sus escritos están llenos de doctrina del cielo; pero como advierten bien los instruidos en la humana erudición, no puede negarse que en las cartas familiares se derrama más el alma, y la condición del autor, y se dibuja con mayor propiedad, y más vivos colores su interior, y exterior, que no en los dilatados discursos, y tratados. Y como quiera que aquello será mejor, y mayor de santa Teresa, en que se descubra a sí misma más, por eso estas cartas, en las cuales tanto manifiesta su celo ardiente, su discreción admirable, su prudencia, y caridad maravillosa, han de ser recibidas de todos con mayor gozo, y no menor fruto, y aprovechamiento.

Verdaderamente cosa alguna de cuantas dijo, de cuantas hizo, de cuantas escribió esta santa, habían de estar ignoradas de los fieles; y así siento mucho el ver algunas firmas de su [VI] nombre, compuestas con las letras de sus escritos; porque faltan aquellas letras a sus cartas, y aquellas cartas, y luces a la Iglesia universal: y más la hemos menester leída enseñando, que venerada firmando.

¿Pues qué otra cosa son las epístolas familiares de los santos, sino unas disimuladas instrucciones, ofrecidas con suavidad a los fieles? ¿Y una elocuente, y persuasiva doctrina, que informa a la humana, y cristiana comunicación entre nosotros mismos? La cual no sólo da luz con su discurso, sino calor, y eficacia para seguir, e imitar lo que primero enseñaron los santos con su ejemplo, y virtudes al obrar.

Y así me parece, que la Santa en sus tratados del Camino de la perfección, de las Moradas, en la explicación del Pater noster, en sus Documentos, y Avisos (que todos son celestiales) nos ha enseñado de la manera que hemos de vivir en orden a Dios, y dirigir nuestros pasos por la vida espiritual. Pero como hemos de vivir en esta exterior unos con otros (de la cual depende tanta parte, y no sé si la mayor de la interior) nos lo enseña en estas epístolas; porque con lo que dice en ellas, nos alumbra de lo que debemos aprender; y con lo que estaba obrando al escribirlas, de lo que debemos obrar.

¿Qué celo no descubre en ellas del bien de las almas? ¿Qué prudencia, y sabiduría en lo místico, moral, y político? ¿Qué eficacia al persuadir?¿Qué claridad al expresarse? ¿Qué gracia, y fuerza secreta al cautivar con la pluma a los que enseña con la erudición?

Muchos santos ha habido en la Iglesia, que como sus maestros universales la han enseñado; muchos, que con sapientísimos tratados la han alumbrado; muchos, que con eficacísimos escritos la han defendido: pero que en ellos, y con ellos hayan tan dulcemente persuadido, arrebatado, y cautivado, ni con mayor suavidad, y actividad vencido las almas, y convencido, no se hallarán fácilmente.

Innumerables virtudes, propiedades, y gracias pueden ponderarse en la Santa; no digo en sus heroicas acciones, costumbres y perfecciones (porque esas aprobadas, y canonizadas por la Iglesia, más piden la imitación, que la alabanza) sino en [VII] sus suavísimos escritos; pero yo lo que admiro más en ellos, es la gracia, dulzura, y consuelo con que nos va llevando a lo mejor; que es tal, que primero nos hallamos cautivos, que vencidos, y aprisionados, que presos.

El camino de la vida interior, es áspero, y desapacible: Arcta est via, quae ducit ad vitam (Mt 7,14); porque se vence la naturaleza a sí misma, y todos son pasos de dolor para la parte inferior, cuantos le ofrece al alma el espíritu; y así hacer dulce, y entretenido este camino, alegre, y gustoso al caminante, no solamente le facilita el viaje, sino que le hace más meritorias las penas con reducirlas a gozos.

Al que alegremente da, ama el Espíritu Santo: Hilarem enim datorem diligit Deus (2Co 9,7). Esto es, ama más que a otros, al que sirve más alegremente que otros. Esta alegría, gusto, y suavidad comunica admirablemente la Santa en sus Obras, adulzando por una parte, y haciendo por otra más meritorias las penas. A todos socorre con sus escritos, y les deja contentos con su dulce modo de enseñar, y persuadir. A Dios, con la mayor caridad del justo; y al justo, con la mayor alegría, y mérito de servir a Dios. Porque tal gracia en lo natural, y tal fuerza en lo sobrenatural, como este admirable espíritu tiene en su pluma, y como allana, y facilita las dificultades del camino de la virtud, no es bastantemente ponderable.

Dicen muy bien los varones místicos, que Dios en las almas que quiere para sí, no destruye la naturaleza, sino que la perficiona, y al natural colérico, lo hace celoso, y dale luego con el espíritu la moderación, y al fiemático, contemplativo, y dale luego con el espíritu la diligencia. Así el natural de santa Teresa, su capacidad, su entendimiento, y discurso, la gracia de su condición, la suavidad de su trato, sin duda alguna fueron grandísimos; y todo esto elevado, y levantado con la gracia sobrenatural. Ilustrada su alma con las luces de Dios, inflamada con su caridad, y alumbrada con su sabiduría, formó al persuadir una gracia eficacísima, y una eficacia suavísima, y fortísima, que lleva, y arrebata las almas a Dios: las lleva con la dulzura de la enseñanza; las arrebata con la fuerza del espíritu. [VIII]

Sólo que al ganar las almas para Dios, y al enamorarlas de la virtud, ¿se olvida la Santa de sí? De ninguna manera. Porque sin hacerlo al intento, al paso que las enamora de Dios, sin sentirlo ellas, las va cautivando, y enamorando de sí.

Ninguno lee los escritos de la Santa, que no busque luego a Dios; y ninguno busca por sus escritos a Dios, que no quede devoto, y enamorado de la Santa. Y esto no sólo creo yo que es gracia particular del estilo, y fuerza maravillosa del espíritu, que secretamente lo anima, sino providencia de Dios. Porque ama tanto a la Santa, que a los que hace perfectos con la imitación de sus virtudes, e ilustra con la luz de sus tratados espirituales, quiere asegurar con la fuerza poderosa de su intercesión.

No he visto hombre devoto de santa Teresa, que no sea espiritual. No he visto hombre espiritual, que si lee sus Obras, no sea devotísimo de santa Teresa. Y no comunican sus escritos sólo un amor racional, interior, y superior, sino también práctico, natural, y sensitivo, y tal, que me hace persuadir (y júzgolo yo por mí mismo), que no habrá alguno que la ame, que no anduviera muy dilatadas provincias (si estuviera en el mundo la Santa) por verla, hablarla, y comunicarla; y pues por no merecerla esta vida, se halla en la eterna coronada, es menester esforzarnos a buscarla donde está.

La religión de V. P. R.ma, santa, penitente, y perfecta, llena de excelentes virtudes, y perfecciones, yo no digo que el celo, la penitencia, el desasimiento, y la austeridad, no se lo deban a su celosísimo, y santísimo padre Elías; pero todo lo que es la caridad, la suavidad, el agrado, el ser tan amados de todos, se lo deben sin duda a su madre santa Teresa. Ella es quien les hizo herederos de su agrado, imitadores de su dulzura, e hijos de su caridad.

Y aunque en esto, y en todo resplandece mucho en sus hijos santa Teresa; porque sus virtudes, letras, religión, y observancia, no pueden bastantemente ponderarse: pero si he de decir lo que mi afecto, y estimación me dicta, sin causar celos a los hijos por las hijas, aunque no sé que excedan las Esposas de Cristo Señor nuestro, sé que las hallo asistidas de algunas [IX] particulares circunstancias, poderosas a imprimir en ellas una viva, y perfecta semejanza de su santa madre; ya porque les valió, y favoreció la misma naturaleza, y al fin es madre la Santa, y no padre, ya sea por haberlas comunicado más; ya por su mayor asistencia con ellas; ya porque a ellas se enderezaron sus instrucciones primero; ya porque el dar hijas a Dios, fue el primer empleo de su espíritu, aunque después le dio tales, y tantos hijos, para mayor perfección de la primera obra, como la Santa reconoce agradecida; ya porque la santidad, que infundió, y comunicó su espíritu en la clausura, y paredes de sus conventos, se refunde, y la participan estas prudentes vírgenes que los habitan; ya sea porque la bebieron el espíritu más cerca, y pudo aquel sello de su alma, grabado con celestiales virtudes, imprimirse con singular eficacia en la materia que tenía más presente. Confieso, que no veo, ni oigo religiosa Carmelita descalza, que en el modo, en la sustancia, en el espíritu, en las acciones, en los discursos, agrado, y caridad, no me parezca una viva imagen de su madre santísima, y perfectísima. Y de la manera que un espejo, lleno de círculos limitados, hace de una imagen infinitas, y muchísimos de un rostro, todos del todo parecidos al primero; así de una santa parece que se han hecho muchas santas, y de una imagen de Dios (que eso son las almas perfectas), muchas imágenes de Dios, parecidas a aquel admirable, y primitivo original, que es la Santa.

Pero es cierto, que me he engañado en decir, que el ser madre pudo influir en la imitación de sus hijas, cuando influyó tan eficazmente la Santa en sus hijos. Porque sin duda alguna, que santa Teresa, aunque fue mujer en la naturaleza; pero en el valor, y en el espíritu, en el celo, y la grandeza de corazón, en la fortaleza del ánimo, y superioridad al concebir, al pensar, al resolver, al ejecutar, al obrar, fue un varón esclarecido.

Y a más de verse esto tan claramente en la admirable reformación, que hizo de entrambos sexos en la antigua, y venerable religión del Carmelo, se reconoce también en estas epístolas; en las cuales todo cuanto escribe, más parece que [X] procede de un pecho magnánimo, grande, varonil, que de una humilde, y descalza religiosa.

Desto se nos ofrece bien a la mano un clarísimo ejemplo, en lo que sucedió con uno de mis antecesores, y se refiere en una destas epístolas, que fue el ilustrísimo señor don Alonso Velázquez, docto, pío, y prudente: Cujus non sum dignus corrigiam calceamentorum ejus solvere. El cual habiendo sido su confesor en Toledo, donde también fue canónigo, le envió a rogar a la Santa, que le enseñase a orar; y esta admirable maestra de espíritu, obedeciendo rendidamente a su confesor, como si en la carta que le escribió le pusiera en la mano la cartilla espiritual, comenzó a enseñarle, y a que conociese las primeras letras, y las juntase, y diese principio a letrear, y leer sueltamente en la vida del espíritu.

Bien me parece a mí, que se admirarían, y alegrarían los ángeles de ver la fuerza, y eficacia de la gracia, mirando a la discípula, enseñando a su maestro; a la hija, a su padre; y a la religiosa, al obispo.

Y para mayor ponderación, veamos a quien enseñaba la Santa este abecedario espiritual. A un obispo, y prelado doctísimo, y piísimo, padre de pobres, consuelo de afligidos, y universal maestro de las almas de su cargo. Al que era tan rígido consigo, que visitaba a pie su obispado, como lo dice la Santa en sus fundaciones. Al que después de haber gobernado la iglesia de Osma, con inimitables virtudes, fue segunda vez presentado, por el gran juicio, y censura del señor rey Felipe segundo, a la metropolitana de Santiago; y habiendo servido algún tiempo con grande espíritu aquella santa iglesia, la dejó con igual luz, y desengaño, que la recibió, y se retiró a morir a la soledad. A obispos, que saben servir, y dejar los obispados, enseña santa Teresa, y les enseña a servirlos, y a dejarlos.

Confieso, que habiendo visto esta carta, me puse a considerar algunas veces, cuál fue mayor, la humildad en el obispo, o la obediencia en la Santa; y si aquel prelado era más grande, teniéndola a sus pies arrodillada, enseñando en Toledo, o estando él arrodillado a los suyos, aprendiendo en Osma; y que [XI] agradaría más a Dios, que el maestro se rindiese a la enseñanza de su discípula, o que la discípula se rindiese a la obediencia de su pastor, y maestro. Todo es mucho, y aquello sería mayor, que se obrase con mayor caridad; pero lo que excede a todo, es la eficacia de la gracia del Espíritu Santo: Qui ubi vult spirat (Jn 3,8). Y nos enseña en este, y en otros ejemplos, y casos, que ni las dignidades, ni las capacidades, ni los entendimientos, ni las experiencias, ni los estudios, ni las letras, ni los sutilísimos discursos, principalmente hacen sabios a los hombres, sino la gracia de Dios por la humildad, la caridad, la oración, el fervor, la devoción, la penitencia, y mortificación, y el trato interior divino, con que santa Teresa obró desde sus primeros años, repitiendo insignes merecimientos.

Esto la hizo maestra universal de espíritu en sus tiempos, y lo será en los venideros. Esto la hizo madre de tan santos hijos, e hijas, que son la luz, y el consuelo de la Iglesia. Esto hizo, que los reyes, los obispos, los maestros grandes de las religiones, los varones mayores de aquel siglo la buscasen, para alumbrarse con su luz, y aprender de su doctrina, y ser humildes discípulos de aquella erudición celestial.

Para mí, padre R.mo, esta carta, entre las demás, me ha sido de grandísimo consuelo; porque la que es verisímil, que no fuese necesaria en mi antecesor, será todo mi remedio. En él la pidió la humildad, y en mí la logrará la necesidad. A él se envió, y a mí me alumbra. Para él era el sobrescrito, y la carta para mí.

La utilidad de los escritos de santa Teresa, no basta a ponderarlos la pluma. Díganlo las almas a quien sacaron de los lazos de la vanidad del mundo. Díganlo los que por la luz comunicativa, que traen consigo, como con vivas centellas, leyéndolas, se han abrasado sus devotos corazones. Díganlo tanto número de hijos, y de hijas, y siervos de Dios, que a ellos les deben primero su conversión, y después su vocación.

El año de 1639, sólo con leer las obras de la Santa, uno de los más doctos herejes de Alemania, a quien ni la fuerza de tan patente verdad, ni las plumas de los más sabios católicos lo pudieron rendir, ni reducir, sólo el leer las Obras desta divina [XII] maestra, que él tomó en las manos, para querer impugnarlas, por el contrario fue dellas tan alumbrado, vencido, convencido, y triunfado, que habiendo quemado públicamente sus libros, y abjurado sus errores, se hizo hijo de la Iglesia. Y escríbelo con las siguientes palabras a su hermano el señor don Duarte de Braganza:

Estando para firmar esta carta, se me acordaron dos cosas, que acontecieron los días pasados en Breme, en el ducado de Witemberg, ciudad muy nombrada en Alemania, de donde salen los mayores herejes que hay aquí. Era rector della, había muchos años, uno destos, que tenía dado en qué entender con sus libros a todos los letrados de estas partes. Oyendo decir mucho de santa Teresa, envió a buscar un libro de su vida, para lo reprobar, y confutar. Escribió tres años sobre ella, quemando en un mes lo que en los otros escribía. Resolviose en fin, que no era posible, sino que aquella santa seguía el verdadero camino de la salvación, y quemó todos los libros. Dejó el oficio, y todo lo demás, y en breve se convirtió el día de la Purificación pasado, en que le vi comulgar con tanta devoción, y lágrimas, que se veía era grande la fe que tenía. Vive como quien se quiere vengar del tiempo perdido. Escribe ahora sobre las epístolas de san Pablo, refutando lo que sobre ellas tenía perversamente escrito. Dicen es grande obra.

¡Oh admirable fuerza de la gracia! ¡Oh espíritu más cortador, y penetrante, que la espada acicalada! ¡Oh maestra celestial que vives en tus escritos! ¡Oh escritos que penetran hasta el alma! Quiso Dios manifestar su poder, y la fuerza de las verdades católicas, y señalar con su dedo, en donde está con su Iglesia. Quiso, que viese el engaño, que habita en el Septentrión; que no la pluma de Agustino, no la de Ambrosio, y Gerónimo, no la de los Naciancenos, y Crisóstomos, y otros santísimos doctores de la Iglesia, sino la de una doncella humilde bastaba (cuando por ella, como por órgano suyo enseña el Espíritu divino) para rendir, y confutar los errores de tanta herética presunción.

Y si los demás escritos de santa Teresa, para llevar a Dios almas, han sido tan eficaces, yo estoy pensando, que lo han de [XIII] ser mucho más estas espirituales epístolas. Porque la misma santa dejó escrito en su vida el provecho interior, que sentía un sacerdote en sí mismo al leer aquello, que le escribía. Y que sólo con pasar por ello los ojos, le templaba, y ahuyentaba muy graves tribulaciones. Y así V. P. R.ma nos consuele con darlas luego a la estampa, porque han de ser para la Iglesia universal de todos los fieles de grandísimo provecho.

A instancia de los padres deste santo convento de V. P. R.ma, y particularmente del padre prior fray Antonio de Sant Ángelo, mi confesor, he escrito sobre cada carta algunas notas, que creo serán más a propósito para entretener los noviciados de los conventos de V. P. R.ma con una no inútil recreación, que no para que se impriman.

Las ocupaciones desta peligrosa dignidad son tales, que apenas me han dejado libres treinta días, y no del todo; antes muy llenos de embarazos inexcusables al pastoral ministerio, para darlos a tan gustoso trabajo; y así servirá la congoja, y la brevedad del tiempo de disculpa a sus descuidos. Guarde Dios a V. P. R.ma. Osma, febrero 15 de 1656.

De V. P. R.ma m. servidor.

Juan, obispo de Osma.


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Carta del P. Fr. Diego de la Presentación,

General de los Descalzos de N.tra S.ra del Carmen, primitiva observancia; al excelentísimo señor don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Osma, del Consejo de S. M.

Jesús, María.


Excelentísimo Señor:

Mandome V. Exc. le enviase las Cartas de nuestra madre santa Teresa, que tenía recogidas; y me las vuelve tan llenas de riquezas del cielo, tan adornadas de conceptos de espíritu, y tan honradoras de la Santa, de sus hijos, y de sus hijas, que incurriera en nota grande de desagradecido, si no significara en ésta mi agradecimiento, y el de toda mi religión a favores tan crecidos.

Mucho debemos a nuestra Santa, por habernos dejado documentos del cielo en todos sus escritos. Mas como en estos de cartas manuales, se mezcla lo precioso de los documentos espirituales entre lo vil de los temporales negocios, a quien divide lo uno de lo otro, y nos da a conocer los tesoros que se esconden entre lo bajo de los negocios humanos, no se le pueden negar estimaciones; pues en eso manifiesta las propiedades, que resplandecen en V. Exc. de la boca de Dios, de quien es atributo: Si separaveris pretiosum a vili, quasi os meum eris (Jr 15,19). Aparta Dios lo precioso de lo vil, dándonos a entender la diferencia que hay entre lo precioso del espíritu, y lo vil de todos los negocios humanos; y descubriendo el espíritu, [XV] que en la corteza de las palabras se encierra, y en las notas, que V. Exc. hace a las Cartas, que miradas con menos atención, parecen de bajo metal, notadas de V. Exc. descubren el tesoro de espíritu, que escondían.

Lenguas hay, que son plumas, porque escriben en el corazón lo que hablan: Lingua mea calamus scribae, velociter scribentis (Ps 44,2). Pero también hay plumas, que son lenguas, pues escribiendo hablan, imprimiendo conceptos altísimos de espíritu en lo superior de las almas. La pluma de V. Exc. habla tan conceptuosamente, que apenas pone rasgo en el papel, que no quebrante el alma; ya moviéndola al dolor de sus culpas; ya deshaciéndola en lo humilde de su nada; ya dividiendo con destreza admirable, no sólo entre el espíritu, y la carne, sino entre el alma, y el espíritu, dándonos a entender la diferencia entre uno, y otro, elevando el espíritu al conocimiento de las mayores altezas de Dios, e inflamando la voluntad, cuando manifiesta las razones que a ello mueven.

Partos del entendimiento suelen llamarse los escritos de los doctos. Estos de V. Exc. son también hijos de su voluntad (que también la voluntad tiene hijos: Transtulit in regnum filii dilectionis suae (Col 1,13), dijo allá el Apóstol. Y si estos escritos, por lo que tienen de conceptuosos, son partos del clarísimo entendimiento, con que Dios ha dotado a V. Exc. por lo que tienen de afectivos, son hijos de su voluntad, y por la que manifiesta tener a nuestra santa, a sus hijos, y a sus hijas: que por este nuevo título lo somos todos de V. Exc. ¿Quién, sino el amor, hubiera puesto en los desvelos, y trabajos de esta obra, a quien ocupan los embarazos del gobierno? ¿Quién, sino el amor, obligara a honrar, y favorecer con tantos hipérboles, a los que reconocemos ser empeños de su voluntad, y no méritos de nuestra humildad? De nuevo forma V. Exc. a nuestra santa, y a sus hijos, y de nuevo nos engendra por su afecto el amor de todos los que leyeren estas notas.

Verdad es, que también V. Exc. se dibuja en estos sus escritos, y por esta parte son también hijos suyos, por ser trabajos de sus manos. Faltábanle a Absalón hijos, y por verse tan hermoso, le pareció agravio de la posteridad, no dejarle [XVI] un retrato siquiera, que declarase su hermosura. Hizo formar una estatua, que muy al vivo le representase. Mas reconociendo, que los que mirasen, y admirasen su perfección, prorrumpirían en admiraciones, y alabanzas, no tanto del original, que representaba, cuanto del artífice que la había fabricado, determinó poner en ella su mano, y aun la llamó: Manus Absalom (2R 18,18). Como si dijera: Si te arrebatare la admiración más la destreza del artífice, que la hermosura de Absalón que representa, advierte, que Absalón no sólo es representado en esta estatua, sino que él mismo puso en ella su mano. Y por ser obra de sus manos, no sólo tiene la perfección de retrato, sino la imitación de su ánimo, explicado por su mano. Cuando no tuviéramos tantos dibujos, y pinturas de las excelentes virtudes de su ánimo de V. Excelencia, bastaba a darlas a conocer la mano destos escritos. Y quien deseare admirar lo atento de su prudencia, lo sublime de su ingenio, lo cuidadoso de su ministerio, lo inflamado de su caridad, mire estas obras, y advierta con atención, que no sólo son líneas que representan lo generoso de su ánimo, sino obras de su mano, que trasladó en ellas su corazón, y que se deben llamar, Manos de Absalón.

Nabucodonosor se fabricó otra estatua en parte más excelente que la de Absalón, no por la perfección del arte, sino por lo más precioso de la materia; pues si aquella era de mármol, esta de Nabuco fue oro finísimo. ¿Quién no reconoce en esta fábrica, compuesta de tantos miembros, y variedad de doctrinas, tropos, y figuras, lo superior de los metales en lo encendido, y finísimo del oro puro de caridad de Dios, y amor de los prójimos, que centellea en estos escritos? ¿Y quién descifrará el enigma, viendo que con ser toda de oro, es también de plata, en lo lúcido, en lo claro, y terso del estilo? ¿Y que siendo toda de oro, no le falta la perfección de los otros metales? Sólo uno he echado menos. Y porque no diga V. Excelencia que no le pongo faltas a esta obra, aunque la he mirado con atención, no he descubierto en toda ella un yerro. También he echado menos los pies de barro, de que se componía no sé qué otra estatua. Y es el caso, que como no han de bastar [XVIII] chinas, ni aun piedras, para derribar, ni deslucir la perfección de esta, ha sido necesario asentar tan bien, como le asienta el pie, fundándose en lo firme de las verdades, que apoya. Y como la otra estatua se había de estar queda, hasta que la piedrecita la derribase, tuvo harto en los pies de barro, para sustentarse poco tiempo. Mas la que ha de durar eternidades, y andar en las manos de todo el mundo, necesita de mayor firmeza en los pies, y aun de mayor ligereza para correr, y para volar. Y así me persuado, que si los pies destos escritos son tan derechos, como lo eran los de aquellos animales de Ezequiel: Pedes eorum, pedes recti (Ecech. 1, vers. 7), por no ladearse, por no torcerse, y por no inclinarse, enderezándose siempre a Dios, y a su servicio; esta misma firmeza, y rectitud le servirá de alas, como a los otros de Ezequiel, de los cuales dijo otra versión: Pedes eorum pennati. La pluma de V. Exc. da pies, y pone a las Cartas de nuestra Santa, y las hace volar, levantando a una el vuelo con ellas. Vuelen, pues, sobre la fama: vuelen sobre el viento, pues vuelan a la eternidad, mereciendo no sólo los aplausos del mundo, y de los sabios dél, que admirarán la erudición, estimarán la prudencia, atenderán a la elocuencia, sino también los sabios del cielo, estimando lo profundo de las sentencias, aprovechándose de lo místico de los conceptos, y de lo provechoso de los afectos. Los hijos de santa Teresa, y yo el menor dellos, no tengo palabras para significar mi agradecimiento. ¿Cómo las tendré, para explicar lo que siento de lo grande, y superior de este convento, en que atiendo lo humano de su dulzura, lo fuerte de su persuasiva, lo sólido de su razonar, y lo superior de su vuelo? Conque levantando la cabeza a lo alto, superior a todo, como la del águila: Facies Aquilae desuper ipsorum quatuor, nos eleva de lo terreno a lo celestial, de lo humano a lo divino, y de lo divino a lo más divino, y profundo de los soberanos misterios. Vuela otra vez esta Obra con alas de águila, y de águila grande, no sólo a los desiertos de nuestra Descalcez; sino a lo poblado, y más poblado del mundo, sin parar, hasta llegar a las manos del rey nuestro señor, a quien las deseo dedicar, para que de las manos de un rey católico, pasen a las del Rey [XVIII] soberano de las eternidades, que ha de premiar a V. Exc. este trabajo, y los demás que abraza por servirle. De este convento de Carmelitas descalzos de Zaragoza. Mayo 29 de 1657.

Excelentísimo Señor.

Su menor capellán de V. Exc., y mayor servidor, Q. S. M. B.

Fr. Diego de la Presentación. [XIX]




Prólogo

a las cartas de nuestra madre Santa Teresa, y a las notas del Illmo. y Excmo. Señor D. Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Osma.


Cumplió la religión el deseo que tenía de sacar a luz algunas cartas de su gloriosa madre, y fundadora santa Teresa, segura que no habían de ser menos estimadas, y fructuosas en la Iglesia, que las demás obras suyas; antes por más breves, y caseras, más útiles, y acomodadas para las almas espirituales, y religiosas. Y aunque su doctrina es tan celestial, que el pretender ilustrarla, es en cierto modo escurecerla; y el quitarle, o añadirle una cláusula, quitarle al cielo una estrella, o añadir a sus luces una sombra: todavía en cartas familiares, y domésticas, no todo se debe franquear a todos; y como en estas de nuestra Santa, los tiempos, las personas, y ocasiones en que se escribieron, no a todos constan, y las materias espirituales que enseñan sean tan sublimes, y delicadas, ha querido el Ilmo., y Excmo. Sr. D. Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Osma, hacer este servicio a la Santa, y a la religión esta honra de meditar algunas notas y advertencias, no para dar más luz a estas cartas, sino para manifestar la mucha que en sí ocultan, templando en una parte los rayos de su doctrina, y aclarando en todas el espíritu, el tiempo, las circunstancias, y personas a quien las escribió nuestra Santa.

Ha cumplido su Ilma. el asunto con tanta felicidad, y decoro, que podemos decir lo que Ausonio, que sólo su lúcido ingenio podía con brevedad tan oportuna haber hecho a las Epístolas (libros breves de Teresa) tan felices como elegantísimas notas.


Brevitate parata.



Scribere, felisque notas mandare libellis.



(Auson. ad Paulum).



Ocupación, en que si tiene ejemplar en el tiempo (pues Marco Tulio hizo otras notas a las Epístolas de un amigo suyo: Reliquis Epistolis tantum faciam, ut notam opponam, etc.) (Cicer. Q. Valer.) ¿no lo tendrá en el mérito, y en el aplauso, que le han de granjear a su Ilma. las notas, que ahora ha escrito? Faltaba esta pluma a la fama de sus doctos, copiosos, y espirituales escritos, y que ellos fuesen el precioso, y rico escritorio, en que el libro de las Epístolas de Teresa tuviese su mayor resguardo, y culto. Entre los despojos que obtuvo Alejandro Magno del rey Darío, según refiere Plutarco, fue un rico escritorio, en que solía el persa guardar, y conservar sus más preciosos olores, y ungüentos; y después de varias consultas, resolvió Alejandro, que no podía tener empleo más digno, que ser custodia de la Ilíada de Homero. Multos ejus, usus aliis demonstrantibus: Hoc optime [XX] inquid, Iliadis Homeri Custodiae dabitur (Plut. in Vit. Alexand.). Docto, copioso, y de todas maneras felicísimo escritor ha sido, y es su Ilma., y sus libros uno como escritorio, en que los olores de la virtud, y de Cristo han perfumado dos mundos; pero hasta que lo fuese de los escritos de la Santa, y con sus notas sirviese como de preciosa caja a sus Epístolas, no parece estaba bien ocupado. Ahora ha coronado su crédito, pues lucir a vista del sol de Teresa, será su mayor elogio.

Muchos pudiéramos referir debidos a su sangre, a sus letras, a sus virtudes, si lo permitiera la modestia de su Ilma.; mas por no dejar del todo a nuestra obligación quejosa, remitiendo al que deseare saber las prendas deste apostólico, y consumadísimo prelado, al Pastor de Nochebuena, en cuyo prólogo (de las impresiones de España) se escriben algunos rasgos de los muchos que solicitan sus méritos, sólo me contentaré con mostrar en su Ilma. verificados los atributos, que Pedro Blesense, autor gravísimo, escribe de un gran prelado, para instrucción de otro también obispo: Erat ad mores compositus, liberalis, affabilis, mansuetus, in consiliis providus, in argumento strenuus, in jubendo discretus, in loquendo modestus, timidus in prosperitate, in adversitate securus, mitis inter discolos, cum his qui oderunt pacem pacificus, effusus in eleemosynis, in zelo temperans, in misericordia servens, in rei familiaris dispensatione, nec anxius, nec supinus, circumspectus ad omnia, illorum quatuor animalium imitator, quae ante et retro, et in circuitu habere oculos providentiae describuntur (Blesens. Ep. Ep 129). Si quieres ver en práctica la idea de un gran prelado, atiende al Ilmo., y Excmo. Sr. D. Juan de Palafox y Mendoza, y en él hallarás todas las obligaciones de una mitra con singular primor ejecutadas.

Nació tan hijo de la virtud, como de la nobleza, pues si por este lado trae su origen de la nobilísima casa de los marqueses de Ariza en Aragón, por el primero pareció haberle formado para su crédito la virtud, según que para todas le dispuso el natural. Era liberal, afable, pacífico, como el que siendo varón había de ser en el coro de todas las prendas consumado. Subió por los grados de sus méritos (que todo lo repentino, como dice Casiodoro, es sospechoso: Omnia subita probantur in cauta) (Casiodor. lib. 1, Ep. 7), a la cumbre de los mayores oficios. En los de fiscal de Guerra y oidor de Indias, fue próvido en los consejos, en las controversias docto, en el mandar advertido, en sus palabras modesto, y en el de limosnero mayor de la señora emperatriz, dispensador prudentísimo. Tantos méritos en medio de su descuido, y silencio daban voces por interés del bien público, deseando que pasase a las mitras, de los estrados, porque sus virtudes eran mucho sol para el siglo. Presentole su majestad (Dios le guarde) para el obispado de la Puebla de los Ángeles, y por no privar a sus consejos de tan aprobado ministro, le encomendó juntamente la visita general de la Nueva-España, y sus tribunales, y la residencia de tres virreyes: ocupaciones, que si suelen embarazar a muchos hombres grandes, su Ilma. les dio feliz complemento, supliendo su talento, y capacidad por muchos. La prudencia, la integridad, la justicia con que en estos, y en el cargo de virrey, que su majestad después le encomendó, se ha portado, no se pueden mejor ponderar, que oyendo la sentencia que el real Consejo de Indias dio en la residencia, que se le tomó, de tantos, y tan embarazosos oficios. Ponderando primero, que estando ya su Ilma. en España, le residenciaban en las Indias, donde la distancia, y la emulación pudieran a menor sol embarazar las luces con sus flechas, la sentencia fue en esta forma:

Vista por Nos los del Consejo real de las Indias la residencia, que por particular comisión de su majestad tomó el licenciado D. Francisco Calderón Romero, oidor de la real Audiencia de Méjico, al Sr. D. Juan de Palafox y Mendoza, obispo de la Puebla de los Ángeles, del Consejo de su majestad, y entonces [XXI] del dicho real de las Indias, que ahora es del real de Aragón, del tiempo que usó los cargos de virrey, gobernador, y capitán general de la Nueva-España, y presidente de la real Audiencia de Méjico, y que la dicha residencia no resultó contra el dicho señor obispo, ni contra ninguno de sus criados, y allegados, cargo, ni culpa alguna, de que poderle hacer, ni hubo demanda, querella, ni capítulo; antes consta haber procedido el dicho Sr. D. Juan de Palafox y Mendoza en el uso, y ejercicio de dichos cargos con la rectitud, limpieza, desinterés, y prudencia, que de tan grande, y atento ministro, y grave prelado se debe esperar, ejecutando en todo las reales Cédulas, y órdenes de su majestad, y procurando el aumento de su real Hacienda, conservación, y quietud de aquellos reinos, buen tratamiento de sus naturales, autoridad de la dicha real Audiencia, y administración de la real justicia, y obrado todo lo que le pareció conveniente, y necesario al bien público, y servicio de Dios nuestro Señor, con celo, amor, y desvelo, que de persona de tanta calidad, puesto, y obligaciones se debía esperar:

«Fallamos: Que la sentencia en la misma residencia por el dicho juez dada, y pronunciada en la dicha ciudad de Méjico a veinte y tres días del mes de marzo pasado deste presente año, en que declaró al dicho Sr. D. Juan de Palafox y Mendoza por bueno, limpio, y recto ministro, y celoso del servicio de Dios, y del rey nuestro señor, y merecedor de que su majestad le premie los servicios que le ha hecho en el uso, y ejercicio de dichos cargos, honrándole con iguales, y mayores puestos: es de confirmar, la confirmamos en todo, y por todo, como en ella se contiene, y declara. Y mandamos, que al dicho señor obispo D. Juan de Palafox y Mendoza, se le vuelvan, y restituyan de gastos de justicia de la dicha real Audiencia los mil, y doscientos y cuarenta y cinco pesos, que el dicho juez hizo que entregase para las costas desta residencia D. Martín de Ribera, que se mostró parte en la ciudad de Méjico por el dicho señor obispo. Y por esta nuestra sentencia definitiva así lo pronunciamos, y mandamos, y lo acordado sin costas».

Esta sentencia (con los señores que la dieron, que se pueden ver en el Memorial por la dignidad eclesiástica de la Puebla, número 76) es el mayor clarín de su fama, el escudo contra la calumnia, y el mostrador más cierto de los méritos, y prendas de su Ilma.

Más dilatado campo pedían las virtudes, que ejercitó como obispo, llevando por norte a Dios, ni se aseguró con la altura, ni receló la caída. Visitó todo su obispado, compuso su cabildo, reformó su clero, mejorole de ministros, diolos espirituales, y doctos a los pueblos, alentó con su ejemplo, y doctrina los monasterios, confirmó más de setenta mil personas en su distrito, dio órdenes a casi todos los religiosos, hizo que lo pareciesen los eclesiásticos, que se respetasen los Cánones sagrados, que se observase en todo el santo Concilio Tridentino; gastando tanto amor con los virtuosos, como mansedumbre con los díscolos: con los mismos que aborrecían la paz siendo pacífico, y procurando que antes que el castigo, los redujese el agrado. Esto, y el haber defendido la inmunidad de la Iglesia, la libertad eclesiástica, sus diezmos, y rentas, y zurcido la túnica de san Pedro, que algunos atendían a rasgarla, tuvo por premio con estas tales persecuciones, y calumnias, con Dios copioso fruto en su paciencia, cumplida satisfacción, y alegría en su alma. Porque como suele su Ilma. decir: A los hombres desdichados no hay que contarles las pendencias, sino, o mirarles a la razón. Que quien con la razón pelea, más pacífico es que el que sin razón calumnia. Mucho le han procurado deslucir plumas de quien no lo esperaba; mas si es bien bienaventurado quien padece por la justicia, su Ilma. lo es: pues por sólo defender la jurisdicción de la Iglesia, por sólo hacer que se cumpla el santo Concilio Tridentino, los Breves apostólicos, las Cédulas reales, tiraron a sorberle las olas. Pero a nadie justifica, o condena la contradicción, sino la causa; quien defiende la justa, aun vencido, [XXII] triunfa; quien patrocina la sinrazón, halla su vencimiento en la vitoria.

La piedad en el obispo es la piedra más preciosa de su báculo. Pudo decir el Blesense, que su Ilma. se derramó todo en limosnas; pues el mismo día que tomó la posesión, dio quince mil pesos para restaurar la obra de su iglesia catedral, sin otras cantidades que después asegundó a las primeras. Fundó seminarios, hospitales, y tantas obras pías, que al paso de su caridad parece que el Señor le multiplicaba las rentas; y no hubo estado, convento, casa, ni persona necesitada, a quien no abrigase el calor de sus limosnas: como hoy lo experimentan sus súbditos en el obispado de Osma, porque creció con él la miseración desde su infancia. No cuidó menos (porque tuvo su providencia tantos ojos, como aquel tiro que pinta Ezequiel tan misterioso) de acudirles en lo espiritual con la doctrina, en que ha sido infatigable su pluma. Ha escrito muchos libros para la común reformación, y aprovechamiento, tan dulces, tan espirituales, tan doctos, que son la más clara recomendación de su espíritu; como los que ha escrito en defensa de su jurisdicción eclesiástica, la idea más cabal de su apostólico celo. Pudiera tener por soborno a la calumnia, por haberle ocasionado tan docta, tan modesta, y tan esforzada defensa. La misma contradicción le canoniza; los mismos que le acusan, le excusan; y los libelos contra su persona, y dignidad, que le reprueban, le aprueban; pues todas sus acciones están tan libres de culpa, que antes (si esta lo es) fuera la mayor el no tenerla. [XXIII]




Advertencias

sobre las notas de las cartas de santa Teresa.

I Para tres cosas se acostumbra hacer notas en los escritos. La primera, para ilustrar al autor. La segunda, para declarar sus discursos. La tercera, para hacer más atento, y advertido al lector.


Teresa III Cartas