Audiencias 2005-2013 16129

Miércoles 16 de diciembre de 2009: Juan de Salisbury

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Queridos hermanos y hermanas:


Hoy vamos a conocer la figura de Juan de Salisbury, que pertenecía a una de las escuelas filosóficas y teológicas más importantes del medioevo, la de la catedral de Chartres, en Francia. Como los teólogos de los que he hablado en las semanas pasadas, también él nos ayuda a comprender cómo la fe, en armonía con las justas aspiraciones de la razón, impulsa el pensamiento hacia la verdad revelada, en la que se encuentra el verdadero bien del hombre.

Juan nació en Inglaterra, en Salisbury, entre los años 1100 y 1120. Leyendo sus obras, y sobre todo su rico epistolario, podemos conocer los acontecimientos más importantes de su vida. Durante doce años, de 1136 a 1148, se dedicó a los estudios, frecuentando las escuelas más cualificadas de la época, en las que escuchó las lecciones de maestros famosos. Se dirigió a París y después a Chartres, el ambiente que marcó más su formación y del que asimiló la gran apertura cultural, el interés por los problemas especulativos y el aprecio por la literatura. Como sucedía a menudo en aquel tiempo, los estudiantes más brillantes eran requeridos por prelados y soberanos para ser sus estrechos colaboradores. Esto sucedió también a Juan de Salisbury, que fue presentado por un gran amigo suyo, san Bernardo de Claraval, a Teobaldo, arzobispo de Canterbury —sede primada de Inglaterra—, el cual lo acogió de buen grado en su clero.

Durante once años, de 1150 a 1161, Juan fue secretario y capellán del anciano arzobispo. Con celo infatigable, mientras seguía dedicándose al estudio, llevó a cabo una intensa actividad diplomática, trasladándose en diez ocasiones a Italia, con el objetivo específico de cuidar las relaciones del Reino y de la Iglesia de Inglaterra con el Romano Pontífice. Por lo demás, en esos años el Papa era Adriano iv, un inglés que mantuvo con Juan de Salisbury una íntima amistad. En los años sucesivos a la muerte de Adriano IV, acaecida en 1159, en Inglaterra se creó una situación de grave tensión entre la Iglesia y el Reino. El rey Enrique II pretendía afirmar su autoridad sobre la vida interna de la Iglesia, limitando su libertad. Esta toma de posición suscitó las reacciones de Juan de Salisbury, y sobre todo la valiente resistencia del sucesor de Teobaldo en la cátedra episcopal de Canterbury, santo Tomás Becket, que por este motivo fue desterrado a Francia. Juan de Salisbury lo acompañó y permaneció a su servicio, trabajando siempre por la reconciliación. En 1170, cuando tanto Juan como santo Tomás Becket habían regresado ya a Inglaterra, este último fue atacado y asesinado dentro de su catedral. Murió mártir y el pueblo lo veneró de inmediato como tal. Juan siguió sirviendo fielmente también al sucesor de santo Tomás, hasta que fue elegido obispo de Chartres, donde permaneció desde 1176 hasta 1180, año de su muerte.

De las obras de Juan de Salisbury quiero señalar dos, que se consideran sus obras maestras, designadas elegantemente con los títulos griegos de Metaloghicón (En defensa de la lógica) y el Polycráticus (El hombre de Gobierno). En la primera obra él —con la fina ironía que caracteriza a muchos hombres cultos— rechaza la postura de aquellos que tenían una concepción restrictiva de la cultura, considerada como elocuencia vacía, palabras inútiles. Juan, en cambio, elogia la cultura, la auténtica filosofía, es decir, el encuentro entre pensamiento fuerte y comunicación, palabra eficaz. Escribe: "De hecho, del mismo modo que no sólo es temeraria, sino también ciega la elocuencia que no está iluminada por la razón, así la sabiduría que no utiliza la palabra no sólo es débil, sino también en cierto sentido manca, pues aunque quizás una sabiduría sin palabra puede beneficiar de cara a la propia conciencia, beneficia raramente y poco a la sociedad" (Metaloghicón 1, 1: PL 199, 327). Una enseñanza muy actual. Hoy, la que Juan definía "elocuencia", es decir, la posibilidad de comunicar con instrumentos cada vez más elaborados y difundidos, se ha multiplicado enormemente. Con todo, tanto más urgente sigue siendo la necesidad de comunicar mensajes dotados de "sabiduría", es decir, inspirados en la verdad, en la bondad, en la belleza. Esta es una gran responsabilidad, que interpela de modo especial a las personas que trabajan en el ámbito multiforme y complejo de la cultura, de la comunicación, de los medios de comunicación social. Y este es un espacio en el que se puede anunciar el Evangelio con vigor misionero.

En el Metaloghicón Juan afronta los problemas de la lógica, en su tiempo objeto de gran interés, y se plantea una pregunta fundamental: ¿Qué puede conocer la razón humana? ¿Hasta qué punto puede corresponder a la aspiración que hay en todo hombre, es decir, a la búsqueda de la verdad? Juan de Salisbury adopta una posición moderada, basada en las enseñanzas de algunos tratados de Aristóteles y de Cicerón. Según él, ordinariamente la razón humana alcanza conocimientos que no son indiscutibles, sino probables y opinables. El conocimiento humano —esta es su conclusión— es imperfecto, porque está sujeto a la finitud, al límite del hombre. Sin embargo, el conocimiento crece y se perfecciona gracias a la experiencia y a la elaboración de razonamientos correctos y coherentes, capaces de establecer relaciones entre los conceptos y la realidad, gracias a la discusión, a la confrontación y al saber que se enriquece de generación en generación. Sólo en Dios hay una ciencia perfecta, que se comunica al hombre, al menos parcialmente, por medio de la Revelación acogida en la fe, por lo que la ciencia de la fe, la teología, despliega las potencialidades de la razón y hace avanzar con humildad en el conocimiento de los misterios de Dios.

El creyente y el teólogo, que profundizan en el tesoro de la fe, se abren también a un saber práctico, que guía las acciones cotidianas a las leyes morales y al ejercicio de las virtudes. Escribe Juan de Salisbury: "La clemencia de Dios nos ha concedido su ley, que establece qué cosas nos es útil conocer e indica cuánto nos es lícito saber de Dios y cuánto es justo investigar... De hecho, en esta ley se explicita y se hace manifiesta la voluntad de Dios, a fin de que cada uno de nosotros sepa lo que para él es necesario hacer" (Metaloghicón 4, 41: PL 199, 944-945). Según Juan de Salisbury, existe también una verdad objetiva e inmutable, cuyo origen es Dios, accesible a la razón humana y que atañe a la actuación práctica y social. Se trata de un derecho natural, en el que las leyes humanas y las autoridades políticas y religiosas deben inspirarse, para que puedan promover el bien común. Esta ley natural se caracteriza por una propiedad que Juan llama "equidad", es decir, la atribución a cada persona de sus derechos. De ella descienden preceptos que son legítimos para todos los pueblos, y que en ningún caso pueden ser abrogados. Esta es la tesis central del Polycráticus, el tratado de filosofía y de teología política, en el que Juan de Salisbury reflexiona sobre las condiciones que hacen justa y permitida la acción de los gobernantes.

Mientras otros argumentos afrontados en esta obra están vinculados a las circunstancias históricas en las que fue compuesta, el tema de la relación entre ley natural y ordenamiento jurídico-positivo, mediado por la equidad, hoy sigue siendo de gran importancia. En nuestro tiempo, sobre todo en algunos países, asistimos a una separación preocupante entre la razón, que tiene la tarea de descubrir los valores éticos unidos a la dignidad de la persona humana, y la libertad, que tiene la responsabilidad de acogerlos y promoverlos. Quizás Juan de Salisbury nos recordaría hoy que sólo son conformes a la equidad las leyes que tutelan la sacralidad de la vida humana y rechazan la licitud del aborto, de la eutanasia y de las experimentaciones genéticas irresponsables; las leyes que respetan la dignidad del matrimonio entre un hombre y una mujer, que se inspiran en una correcta laicidad del Estado —laicidad que conlleva siempre la salvaguarda de la libertad religiosa— y que persiguen la subsidiariedad y la solidaridad a nivel nacional e internacional. De lo contrario, acabaría por instaurarse lo que Juan de Salisbury define "tiranía del príncipe" o, como diríamos nosotros, "la dictadura del relativismo": un relativismo que, como recordé hace algunos años, "no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos" (Homilía en la misa "pro eligendo Romano Pontifice": L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 3).

En mi encíclica más reciente, Caritas in veritate, dirigiéndome a los hombres de buena voluntad que trabajan para que la acción social y política nunca se aleje de la verdad objetiva sobre el hombre y sobre su dignidad, escribí: "La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su fuente última no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la verdad ni el amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los pueblos no se funda en una simple deliberación humana, sino que está inscrita en un plan que nos precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente" (). Este plan que nos precede —esta verdad del ser— debemos buscarlo y acogerlo, para que nazca la justicia, pero sólo podemos encontrarlo y acogerlo con un corazón, una voluntad, una razón purificados en la luz de Dios.



Saludos

(En lengua española)

Saludo a los fieles de lengua española provenientes de España y diversos países de Latinoamérica, en particular a los sacerdotes recientemente ordenados de la Congregación de Legionarios de Cristo, a sus familiares y amigos, así como a los miembros del Regnum Christi. A los nuevos presbíteros deseo recordarles que, con ocasión del Año sacerdotal, aprendan de san Juan María Vianney el amor a Cristo y su generoso servicio a la Iglesia. Que vuestra donación sea siempre total, plena y gozosa, sin olvidar nunca la predilección del Señor por vuestras vidas. Saludo también a los miembros de la delegación del Estado de México, a quienes agradezco cordialmente su visita y la iniciativa emprendida de regalar el pesebre y el árbol, que estarán presentes en esta aula durante estas fiestas de Navidad y Año nuevo. Muchas gracias.

(En lengua italiana)

Os saludo con gran afecto, queridos jóvenes, queridos enfermos y queridos recién casados. En este tiempo de Adviento, por boca del profeta Isaías el Señor nos dice: Volveos a mí y seréis salvados (45, 22). Vosotros, queridos chicos y chicas, que provenís de muchos colegios y parroquias de Italia, dejad espacio en vuestro corazón para Jesús que viene, a fin de testimoniar su alegría y su paz. Vosotros, queridos enfermos, acoged al Señor en vuestra vida para hallar descanso y consuelo en el encuentro con él. Y vosotros, queridos recién casados, haced del mensaje de amor de la Navidad la regla de vida de vuestra familia.




Miércoles 23 de diciembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Con la Novena de Navidad que estamos celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación al Nacimiento del Salvador, ya inminente. El deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta de la Navidad nos dé, en medio de la actividad frenética de nuestros días, una serena y profunda alegría para que nos haga tocar con la mano la bondad de nuestro Dios y nos infunda nuevo valor.

Para comprender mejor el significado de la Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en su resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por lo tanto, ser cristianos significa vivir de modo pascual, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo, que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cf.
Rm 6,4).

El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra.

En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del "Sol invictus", el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, el particular e intenso clima espiritual que rodea la Navidad se desarrolló en la Edad Media, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, en la Vita seconda narra que san Francisco "por encima de las demás solemnidades, celebraba con inefable premura el Nacimiento del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiestas al día en que Dios, hecho un niño pequeño, había sido amamantado por un seno humano" (Fonti Francescane, n. 199, p. 492). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación se originó la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Probablemente, para ella san Francisco se inspiró durante su peregrinación a Tierra Santa y en el pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.

En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, dando una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén. La noche de Greccio devolvió a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad y educó al pueblo de Dios a captar su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular enfoque de la Navidad ofreció a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y de amar.

Celano narra que, en aquella noche de Navidad, le fue concedida a san Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio que en el pesebre yacía inmóvil un niño pequeño, que se despertó del sueño precisamente por la cercanía de san Francisco. Y añade: "Esta visión coincidía con los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos que le habían olvidado, y quedó profundamente grabado en su memoria amorosa" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 307). Este cuadro describe con gran precisión todo lo que la fe viva y el amor de san Francisco a la humanidad de Cristo han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios ha llegado a ser verdaderamente el "Emmanuel", el Dios-con-nosotros, del que no nos separa ninguna barrera ni lejanía. En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tú y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.

En ese Niño se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por decir así, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido libremente por el hombre; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el afán de poseer del hombre. En Jesús, Dios asumió esta condición pobre y conmovedora para vencer con el amor y llevarnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es precisamente el de "Hijo", Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, aunque corresponda de manera única a su divinidad, que es la divinidad del "Hijo".

Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de Jesús: "Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón la sencillez que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo san Francisco en Greccio. Así pues, también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cf. Lc 2,20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: "Cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 479).

Este es el deseo que os expreso con afecto a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad a todos!

Saludos

(En lengua española)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes venidos de México, así como a los demás grupos procedentes de España, Puerto Rico y otros países latinoamericanos. Que tengáis una Navidad muy feliz en compañía de vuestros familiares y amigos, rogándoos al mismo tiempo que llevéis a todos la felicitación del Papa para estos días entrañables. Muchas gracias.

(A los fieles de lengua polaca)

Dentro de poco, nos encontraremos una vez más ante el misterio de la noche de la santa Navidad. Juntamente con María y José, adoraremos al divino Niño recostado en el pesebre. A vosotros, aquí presentes, y a vuestros compatriotas deseo de corazón que acojáis con alegría al Hijo de Dios que viene para transformar a cada uno en un hombre nuevo y para conceder el don de la salvación. Que Jesús haga resplandecer vuestra vida con su luz, su amor, su paz y su esperanza. ¡Felices fiestas!

(En legua italiana)

Deseo saludar a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que, a pocos días de la solemnidad de la Navidad, el amor que Dios manifiesta a la humanidad en el nacimiento de Cristo, aumente en vosotros, queridos jóvenes, el deseo de servir generosamente a los hermanos. Que para vosotros, queridos enfermos, sea fuente de consuelo y de serenidad. Y que a vosotros, queridos recién casados, os lleve a consolidar vuestra promesa de amor y fidelidad mutua.




Miércoles 30 de diciembre de 2009: Pedro Lombardo

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Queridos hermanos y hermanas:

En esta última audiencia del año quiero hablaros de Pedro Lombardo, un teólogo que vivió en el siglo XII y gozó de gran fama, porque una de sus obras, titulada Sentencias, fue adoptada como manual de teología durante muchos siglos.

¿Quién era, por tanto, Pedro Lombardo? Aunque las noticias sobre su vida son escasas, podemos reconstruir las líneas esenciales de su biografía. Nació entre los siglos XI y XII cerca de Novara, en el norte de Italia, en un territorio que en otro tiempo pertenecía a los Longobardos; precisamente por eso le pusieron el sobrenombre de "Lombardo". Pertenecía a una familia de escasos recursos, como podemos deducir de la carta de presentación que san Bernardo de Claraval escribió a Gilduino, superior de la abadía de san Víctor en París, para pedirle que hospedara gratis a Pedro, el cual quería ir a esa ciudad para estudiar allí. De hecho, incluso en la Edad Media, no sólo los nobles o los ricos podían estudiar y llegar a ocupar cargos importantes en la vida eclesial y social, sino también personas de origen humilde, como por ejemplo Gregorio VII, el Papa que se enfrentó al emperador Enrique IV, o Mauricio de Sully, el arzobispo de París que mandó construir Notre-Dame y que era hijo de un campesino pobre.

Pedro Lombardo inició sus estudios en Bolonia, luego se trasladó a Reims y, por último, a París. Desde 1140 enseñó en la prestigiosa escuela de Notre-Dame. Estimado y apreciado como teólogo, ocho años después el Papa Eugenio III le encargó que examinara las doctrinas de Gilberto Porretano, que suscitaban muchos debates, porque no parecían del todo ortodoxas. Ordenado sacerdote, fue nombrado obispo de París en 1159, un año antes de su muerte, que aconteció en 1160.

Como todos los maestros de teología de su tiempo, también Pedro escribió discursos y textos en los que comentaba la Sagrada Escritura. Su obra maestra, sin embargo, son los cuatro libros de las Sentencias. Se trata de un texto que nació con vistas a la enseñanza. Según el método teológico utilizado en esos tiempos, era preciso ante todo conocer, estudiar y comentar el pensamiento de los Padres de la Iglesia y de otros escritores a los que se consideraba autorizados. Por eso, Pedro recogió una documentación muy amplia, constituida principalmente por las enseñanzas de los grandes Padres latinos, sobre todo de san Agustín, y abierta a la contribución de teólogos contemporáneos suyos. Utilizó también, entre otras, una obra enciclopédica de teología griega que desde hacía poco tiempo se conocía en Occidente: La fe ortodoxa, compuesta por san Juan Damasceno. El gran mérito de Pedro Lombardo consiste en haber ordenado todo el material, que había recogido y seleccionado con esmero, en un cuadro sistemático y armonioso. De hecho, una de las características de la teología es organizar de modo unitario y ordenado el patrimonio de la fe. Por eso, él distribuyó las sentencias, es decir, las fuentes patrísticas sobre los distintos temas, en cuatro libros. En el primero se trata de Dios y del misterio trinitario; en el segundo, de la obra de la creación, del pecado y de la gracia; en el tercero, del misterio de la Encarnación y de la obra de la Redención, con una amplia exposición sobre las virtudes. El cuarto libro está dedicado a los sacramentos y a las realidades últimas, las de la vida eterna, llamadas Novísimos.La visión de conjunto que se obtiene incluye casi todas las verdades de la fe católica. Esta mirada sintética y la presentación clara, ordenada, esquemática y siempre coherente, explican el éxito extraordinario de las Sentencias de Pedro Lombardo, que permitían a los alumnos un aprendizaje fiable y a los maestros, que las usaban en sus clases, profundizar ampliamente. Un teólogo franciscano, Alejandro de Hales, que vivió una generación después de la de Pedro, introdujo en las Sentencias una subdivisión que hizo más fácil su consulta y su estudio. Incluso los más grandes teólogos del siglo XIII, san Alberto Magno, san Buenaventura de Bagnoregio y santo Tomás de Aquino, iniciaron su actividad académica comentando los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo, enriqueciéndolas con sus reflexiones. El texto de Lombardo fue el libro que se usó en todas las escuelas de teología hasta el siglo XVI.

Deseo destacar que la presentación orgánica de la fe es una exigencia irrenunciable. De hecho, las distintas verdades de la fe se iluminan recíprocamente y, en una visión total y unitaria, se aprecia la armonía del plan de salvación de Dios y la centralidad del misterio de Cristo. Invito a todos los teólogos y a los sacerdotes a tener siempre presente, a ejemplo de Pedro Lombardo, la visión completa de la doctrina cristiana, evitando los peligros actuales de fragmentación y devaluación de las diferentes verdades. El Catecismo de la Iglesia católica, así como el Compendio de dicho Catecismo, nos ofrecen precisamente este cuadro completo de la Revelación cristiana, que es necesario acoger con fe y gratitud. Por eso, quiero animar también a los fieles y a las comunidades cristianas a aprovechar estos instrumentos para conocer y profundizar en el contenido de nuestra fe. Así se nos presentará como una maravillosa sinfonía, que nos habla de Dios y de su amor, y que estimula nuestra firme adhesión y nuestra respuesta activa.

Para tener una idea del interés que sigue suscitando la lectura de las Sentencias de Pedro Lombardo, propongo dos ejemplos. Inspirándose en el comentario de san Agustín al libro del Génesis, Pedro se pregunta el motivo por el cual la creación de la mujer se realizó a partir de la costilla de Adán y no de su cabeza o de sus pies. Y explica: "Dios no estaba formando una dominadora ni una esclava del hombre, sino una compañera suya" (Sentencias 3, 18, 3). Luego, también apoyándose en la enseñanza patrística, añade: "En esta acción está representado el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, como la mujer fue formada de la costilla de Adán mientras este dormía, así la Iglesia nació de los sacramentos que comenzaron a fluir del costado de Cristo que dormía en la cruz, es decir, de la sangre y el agua, con que fuimos redimidos del castigo y purificados de la culpa" (Sentencias 3, 18, 4). Son reflexiones profundas, que siguen siendo válidas hoy que la teología y la espiritualidad del matrimonio cristiano han profundizado mucho en la analogía con la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia.

En otro pasaje de su obra principal, Pedro Lombardo, tratando de los méritos de Cristo, se pregunta: "¿Por qué razón, entonces, [Cristo] quiso sufrir y morir, si sus virtudes eran ya suficientes para obtenerle todos los méritos?". Su respuesta es incisiva y eficaz: "Por ti, no por sí mismo". Luego prosigue con otra pregunta y otra respuesta, que parecen reproducir los debates que se mantenían durante las lecciones de los maestros de teología de la Edad Media: "Y ¿en qué sentido sufrió y murió por mí? Para que su pasión y muerte fueran para ti ejemplo y causa. Ejemplo de virtud y de humildad, causa de gloria y de libertad; ejemplo dado por Dios obediente hasta la muerte, causa de tu liberación y de tu felicidad" (Sentencias 3, 18, 5).

Entre las contribuciones más importantes de Pedro Lombardo a la historia de la teología, quisiera recordar su tratado sobre los sacramentos, de los que dio una definición que podría considerarse definitiva: "Se llama sacramento en sentido propio lo que es signo de la gracia de Dios y forma visible de la gracia invisible, de tal modo que lleva su imagen y es su causa" (4, 1, 4). Con esta definición, Pedro Lombardo capta la esencia de los sacramentos: son causa de la gracia, tienen la capacidad de comunicar realmente la vida divina. Los teólogos sucesivos no abandonarán ya esta visión y utilizarán también la distinción entre elemento material y elemento formal, introducida por el "Maestro de las Sentencias", como se solía llamar a Pedro Lombardo. El elemento material es la realidad sensible y visible; el formal son las palabras pronunciadas por el ministro. Ambos son esenciales para una celebración completa y válida de los sacramentos: la materia, la realidad con la cual el Señor nos toca visiblemente, y la palabra que da el significado espiritual. En el Bautismo, por ejemplo, el elemento material es el agua que se derrama sobre la cabeza del niño, y el elemento formal son las palabras: "Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Lombardo, además, aclaró que sólo los sacramentos transmiten objetivamente la gracia divina y que son siete: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden y Matrimonio (cf. Sentencias 4, 2, 1).

Queridos hermanos y hermanas, es importante reconocer cuán preciosa e indispensable es para todo cristiano la vida sacramental, en la que el Señor, en la comunidad de la Iglesia, a través de esta materia nos toca y nos transforma. Como reza el Catecismo de la Iglesia católica, los sacramentos son "fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo" (
CEC 1116). En este Año sacerdotal, que estamos celebrando, exhorto a los sacerdotes, sobre todo a los ministros que ejercen la cura de almas, a que ellos mismos sean los primeros en tener una intensa vida sacramental, para que luego ayuden a los fieles. La celebración de los sacramentos debe caracterizarse por la dignidad y el decoro, y favorecer el recogimiento personal y la participación comunitaria, el sentido de la presencia de Dios y el celo misionero. Los sacramentos son el gran tesoro de la Iglesia y a cada uno de nosotros corresponde la tarea de celebrarlos con fruto espiritual. En ellos toca nuestra vida un acontecimiento siempre sorprendente: Cristo, a través de signos visibles, sale a nuestro encuentro, nos purifica, nos transforma y nos hace partícipes de su amistad divina.

Queridos amigos, hemos llegado al final de este año y a las puertas del año nuevo. Os deseo que la amistad de nuestro Señor Jesucristo os acompañe cada día del año que está a punto de comenzar. Que esta amistad de Cristo sea nuestra luz y guía, ayudándonos a ser hombres de paz, de su paz. ¡Feliz año a todos!



Saludos

(En castellano)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a afianzar e iluminar la fe mediante una lectura pausada y atenta del mensaje cristiano, como se ofrece en el Catecismo de la Iglesia católica.

(En italiano)

Saludo ahora a los peregrinos de lengua italiana y, en particular, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, augurando a todos que el Año nuevo sea sereno y que se cumplan sus buenos deseos. Queridos jóvenes, especialmente los scouts que habéis venido de Soviore, vivid el nuevo año como un don precioso, comprometiéndoos a construir vuestra vida a la luz de la verdad, que resplandece en la santa cueva de Belén. Vosotros, enfermos, sed anunciadores de las riquezas escondidas en el misterio del dolor, que en Cristo se ha convertido en acontecimiento de redención. Vosotros, queridos recién casados, sabed edificar una familia que sea verdaderamente una pequeña Iglesia, capaz de anunciar siempre con la palabra y con el ejemplo la buena nueva que trajeron los ángeles a los hombres que Dios ama.





Miércoles 13 de enero de 2010: Las Ordenes Mendicantes

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Queridos hermanos y hermanas:

Al inicio del nuevo año miremos la historia del cristianismo, para ver cómo se desarrolla una historia y cómo puede renovarse. En ella podemos ver que los santos, guiados por la luz de Dios, son los auténticos reformadores de la vida de la Iglesia y de la sociedad. Maestros con la palabra y testigos con el ejemplo, saben promover una renovación eclesial estable y profunda, porque ellos mismos están profundamente renovados, están en contacto con la verdadera novedad: la presencia de Dios en el mundo. Esta consoladora realidad, o sea, que en cada generación nacen santos y traen la creatividad de la renovación, acompaña constantemente la historia de la Iglesia en medio de las tristezas y los aspectos negativos de su camino. De hecho, vemos cómo siglo a siglo nacen también las fuerzas de la reforma y de la renovación, porque la novedad de Dios es inexorable y da siempre nueva fuerza para seguir adelante. Así sucedió también en el siglo XIII con el nacimiento y el extraordinario desarrollo de las Órdenes Mendicantes: un modelo de gran renovación en una nueva época histórica. Se las llamó así por su característica de "mendigar", es decir, de recurrir humildemente al apoyo económico de la gente para vivir el voto de pobreza y cumplir su misión evangelizadora. De las Órdenes Mendicantes que surgieron en ese periodo las más conocidas e importantes son los Frailes Menores y los Frailes Predicadores, conocidos como Franciscanos y Dominicos. Se les llama así por el nombre de sus fundadores, san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, respectivamente. Estos dos grandes santos tuvieron la capacidad de leer con inteligencia "los signos de los tiempos", intuyendo los desafíos que debía afrontar la Iglesia de su época.

Un primer desafío era la expansión de varios grupos y movimientos de fieles que, a pesar de estar impulsados por un legítimo deseo de auténtica vida cristiana, se situaban a menudo fuera de la comunión eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica y hermosa que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del monaquismo. En recientes catequesis hablé de la comunidad monástica de Cluny, que había atraído a numerosos jóvenes y, por tanto, fuerzas vitales, como también bienes y riquezas. Así se había desarrollado, lógicamente, en un primer momento, una Iglesia rica en propiedades y también inmóvil. Contra esta Iglesia se contrapuso la idea de que Cristo vino a la tierra pobre y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la Iglesia de los pobres; así el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso a la realidad de la Iglesia empírica. Se trata de los movimientos llamados "pauperísticos" de la Edad Media, los cuales criticaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de los monjes de aquel tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos contrapusieron al ministerio de los obispos una auténtica "jerarquía paralela". Además, para justificar sus propias opciones, difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, como la devaluación y el desprecio del mundo material -la oposición contra la riqueza se convierte rápidamente en oposición contra la realidad material en cuanto tal-, la negación de la voluntad libre y después el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado a Dios. Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia y en Italia, no sólo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia, causado por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero.

Los Franciscanos y los Dominicos, en la estela de sus fundadores, mostraron en cambio que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio como tal, sin separarse de la Iglesia; mostraron que la Iglesia sigue siendo el lugar verdadero, auténtico, del Evangelio y de la Escritura. Más aún, santo Domingo y san Francisco sacaron la fuerza de su testimonio precisamente de su íntima comunión con la Iglesia y con el Papado. Con una elección totalmente original en la historia de la vida consagrada, los miembros de estas Órdenes no sólo renunciaban a la posesión de bienes personales, como hacían los monjes desde la antigüedad, sino que ni siquiera querían que se pusieran a nombre de la comunidad terrenos y bienes inmuebles. Así pretendían dar testimonio de una vida extremadamente sobria, para ser solidarios con los pobres y confiar únicamente en la Providencia, vivir cada día de la Providencia, de la confianza de ponerse en las manos de Dios. Este estilo personal y comunitario de las Órdenes Mendicantes, unido a la total adhesión a las enseñanzas de la Iglesia y a su autoridad, fue muy apreciado por los Pontífices de la época, como Inocencio III y Honorio III, que apoyaron plenamente estas nuevas experiencias eclesiales, reconociendo en ellas la voz del Espíritu. Y no faltaron los frutos: los grupos "pauperísticos" que se habían separado de la Iglesia volvieron a la comunión eclesial o lentamente se redujeron hasta desaparecer. También hoy, a pesar de vivir en una sociedad en la que a menudo prevalece el "tener" sobre el "ser", la gente es muy sensible a los ejemplos de pobreza y solidaridad que dan los creyentes con opciones valientes. En nuestros días tampoco faltan iniciativas similares: los movimientos, que parten realmente de la novedad del Evangelio y lo viven con radicalidad en la actualidad, poniéndose en las manos de Dios, para servir al prójimo. El mundo, como recordaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, escucha de buen grado a los maestros, cuando son también testigos. Esta es una lección que no hay que olvidar nunca en la obra de difusión del Evangelio: ser los primeros en vivir aquello que se anuncia, ser espejo de la caridad divina.

Franciscanos y Dominicos fueron testigos, pero también maestros. De hecho, otra exigencia generalizada en su época era la de la instrucción religiosa. No pocos fieles laicos, que vivían en las ciudades en vías de gran expansión, deseaban practicar una vida cristiana espiritualmente intensa. Por tanto, trataban de profundizar en el conocimiento de la fe y de ser guiados en el arduo pero entusiasmante camino de la santidad. Las Órdenes Mendicantes supieron felizmente salir al encuentro también de esta necesidad: el anuncio del Evangelio en la sencillez y en su profundidad y grandeza era un objetivo, quizás el objetivo principal, de este movimiento. En efecto, se dedicaron con gran celo a la predicación. Eran muy numerosos los fieles —a menudo auténticas multitudes— que se reunían en las iglesias y en lugares al aire libre para escuchar a los predicadores, como san Antonio, por ejemplo. Se trataban temas cercanos a la vida de la gente, sobre todo la práctica de las virtudes teologales y morales, con ejemplos concretos, fácilmente comprensibles. Además, se enseñaban formas para alimentar la vida de oración y la piedad. Por ejemplo, los Franciscanos difundieron mucho la devoción a la humanidad de Cristo, con el compromiso de imitar al Señor. No sorprende entonces que fueran numerosos los fieles, mujeres y hombres, que elegían ser acompañados en el camino cristiano por frailes Franciscanos y Dominicos, directores espirituales y confesores buscados y apreciados. Nacieron así asociaciones de fieles laicos que se inspiraban en la espiritualidad de san Francisco y santo Domingo, adaptada a su estado de vida. Se trata de la Orden Tercera, tanto franciscana como dominicana. En otras palabras, la propuesta de una "santidad laical" conquistó a muchas personas. Como recordó el concilio ecuménico Vaticano II, la llamada a la santidad no está reservada a algunos, sino que es universal (cf. Lumen gentium
LG 40). En todos los estados de vida, según las exigencias de cada uno de ellos, es posible vivir el Evangelio. También hoy cada cristiano debe tender a la "medida alta de la vida cristiana", sea cual sea el estado de vida al que pertenezca.

Así la importancia de las Órdenes Mendicantes creció tanto en la Edad Media que instituciones laicales como las organizaciones de trabajo, las antiguas corporaciones y las propias autoridades civiles, recurrían a menudo a la consulta espiritual de los miembros de estas Órdenes para la redacción de sus reglamentos y, a veces, para solucionar sus conflictos internos y externos. Los Franciscanos y los Dominicos se convirtieron en los animadores espirituales de la ciudad medieval. Con gran intuición, pusieron en marcha una estrategia pastoral adaptada a las transformaciones de la sociedad. Dado que muchas personas se trasladaban del campo a las ciudades, ya no colocaron sus conventos en zonas rurales, sino en las urbanas. Además, para llevar a cabo su actividad en beneficio de las almas, era necesario trasladarse según las exigencias pastorales. Con otra decisión totalmente innovadora, las Órdenes Mendicantes abandonaron el principio de estabilidad, clásico del monaquismo antiguo, para elegir otra forma. Frailes Menores y Predicadores viajaban de un lugar a otro, con fervor misionero. En consecuencia, se dieron una organización distinta respecto a la de la mayor parte de las Órdenes monásticas. En lugar de la tradicional autonomía de la que gozaba cada monasterio, dieron mayor importancia a la Orden en cuanto tal y al superior general, como también a la estructura de las provincias. Así los mendicantes estaban más disponibles para las exigencias de la Iglesia universal. Esta flexibilidad hizo posible el envío de los frailes más adecuados para el desarrollo de misiones específicas, y las Órdenes Mendicantes llegaron al norte de África, a Oriente Medio y al norte de Europa. Con esta flexibilidad se renovó el dinamismo misionero.

Otro gran desafío eran las transformaciones culturales que estaban teniendo lugar en ese periodo. Nuevas cuestiones avivaban el debate en las universidades, que nacieron a finales del siglo xii. Frailes Menores y Predicadores no dudaron en asumir también esta tarea y, como estudiantes y profesores, entraron en las universidades más famosas de su tiempo, erigieron centros de estudio, produjeron textos de gran valor, dieron vida a auténticas escuelas de pensamiento, fueron protagonistas de la teología escolástica en su mejor período e influyeron significativamente en el desarrollo del pensamiento. Los más grandes pensadores, santo Tomás de Aquino y san Buenaventura, eran mendicantes, trabajando precisamente con este dinamismo de la nueva evangelización, que renovó también la valentía del pensamiento, del diálogo entre razón y fe. También hoy hay una "caridad de la verdad y en la verdad", una "caridad intelectual" que ejercer, para iluminar las inteligencias y conjugar la fe con la cultura. El empeño puesto por los Franciscanos y los Dominicos en las universidades medievales es una invitación, queridos fieles, a hacerse presentes en los lugares de elaboración del saber, para proponer, con respeto y convicción, la luz del Evangelio sobre las cuestiones fundamentales que afectan al hombre, su dignidad, su destino eterno. Pensando en el papel de los Franciscanos y de los Dominicos en la Edad Media, en la renovación espiritual que suscitaron, en el soplo de vida nueva que infundieron en el mundo, un monje dijo: "En aquel tiempo el mundo envejecía. Pero en la Iglesia surgieron dos Órdenes, que renovaron su juventud, como la de un águila" (Burchard d'Ursperg, Chronicon).

Queridos hermanos y hermanas, precisamente al inicio de este año invoquemos al Espíritu Santo, eterna juventud de la Iglesia: que él haga que cada uno sienta la urgencia de dar un testimonio coherente y valiente del Evangelio, para que nunca falten santos, que hagan resplandecer a la Iglesia como esposa siempre pura y bella, sin mancha y sin arruga, capaz de atraer irresistiblemente el mundo hacia Cristo, hacia su salvación.

Saludos

Deseo ahora dirigir un llamamiento por la dramática situación en la que se encuentra Haití. Mi pensamiento va, en particular, a la población duramente golpeada, hace pocas horas, por un devastador terremoto, que ha causado graves pérdidas de vidas humanas, gran número de personas sin techo y de desaparecidos, así como ingentes daños materiales. Invito a todos a unirse a mi oración al Señor por las víctimas de esta catástrofe y por aquellos que lloran por su desaparición. Aseguro mi cercanía espiritual a quienes han perdido su casa y a todas las personas probadas de diversas formas por esta grave calamidad, implorando a Dios consuelo y alivio en su sufrimiento. Hago un llamamiento a la generosidad de todos, para que a estos hermanos, que viven un momento de necesidad y de dolor, no falte nuestra solidaridad concreta y el apoyo efectivo de la comunidad internacional. La Iglesia católica se pondrá inmediatamente a la obra a través de sus instituciones caritativas para salir al encuentro de las necesidades más inmediatas de la población

(En castellano)

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular, a los peregrinos de España, México, Uruguay y de otros países latinoamericanos. Deseo a todos que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo os ayude a sentir la urgencia de dar un testimonio coherente y valiente del Evangelio, mostrando con la palabra y el ejemplo de vuestras vidas la belleza del mensaje de Cristo.

(En italiano)

Por último, como siempre, me dirijo a los jóvenes, los enfermos y los recién casados presentes. La liturgia de hoy recuerda a san Hilario, obispo de Poitiers, que vivió en Francia en el siglo IV y fue paladín tenaz de la divinidad de Cristo, defensor de la fe y maestro de verdad. Que su ejemplo os sostenga, queridos jóvenes, en la búsqueda constante y valiente de Cristo; a vosotros, queridos enfermos, os aliente a ofrecer vuestros sufrimientos para que el reino de Dios se difunda en todo el mundo; y a vosotros, queridos recién casados, os ayude a ser testigos del amor de Cristo en la vida familiar.




Audiencias 2005-2013 16129