Audiencias 2005-2013 20311

Miércoles 2 de marzo de 2011 - San Francisco de Sales

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Queridos hermanos y hermanas:

«Dios es el Dios del corazón humano» (Tratado del amor de Dios, I, XV): en estas palabras aparentemente sencillas captamos la huella de la espiritualidad de un gran maestro, del que quiero hablaros hoy, san Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia. Nació en 1567 en una región francesa fronteriza. Era hijo del señor de Boisy, una antigua y noble familia de Saboya. Vivió a caballo entre dos siglos, el XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia lo absoluto propia de las corrientes místicas. Su formación fue muy esmerada; en París hizo los estudios superiores, dedicándose también a la teología; y en la Universidad de Padua, los estudios de derecho, como deseaba su padre, que concluyó de forma brillante con el doctorado en utroque iure, derecho canónico y derecho civil. En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento de san Agustín y de santo Tomás de Aquino, tuvo una profunda crisis que lo indujo a interrogarse sobre su salvación eterna y sobre la predestinación de Dios con respecto a sí mismo, sufriendo como verdadero drama espiritual las principales cuestiones teológicas de su tiempo. Oraba intensamente, pero la duda lo atormentó de tal manera que durante varias semanas casi no logró comer ni dormir bien. En el culmen de la prueba, fue a la iglesia de los dominicos en París y, abriendo su corazón, rezó de esta manera: «Cualquier cosa que suceda, Señor, tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para mí...; tú que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré, Señor (...), te amaré aquí, oh Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre tu alabanza... ¡Oh Señor Jesús, tu serás siempre mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos!» (I Proc. Canon., vol. I, art. 4). A sus veinte años Francisco encontró la paz en la realidad radical y liberadora del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo: yo sencillamente lo amo, independientemente de lo que me dé o no me dé. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación —sobre la que se discutía en ese tiempo— se resolvió, porque él no buscaba más de lo que podía recibir de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a su bondad. Este fue el secreto de su vida, que se reflejará en su obra más importante: el Tratado del amor de Dios.

Venciendo la resistencia de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor y, el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió en obispo de Ginebra, en un período en el que la ciudad era el bastión del calvinismo, tanto que la sede episcopal se encontraba «en exilio» en Annecy. Pastor de una diócesis pobre y atormentada, en un enclave de montaña del que conocía bien tanto la dureza como la belleza, escribió: «[A Dios] lo encontré lleno de dulzura y ternura entre nuestras más altas y ásperas montañas, donde muchas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con toda verdad y sinceridad; el corzo y el rebeco corrían de aquí para allá entre los hielos espantosos para anunciar sus alabanzas», (Carta a la madre de Chantal, octubre de 1606, en Oeuvres, ed. Mackey, t. XIII, p. 223). Y, sin embargo, fue inmensa la influencia de su vida y de su enseñanza en la Europa de la época y de los siglos siguientes. Es apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido en hacer realidad los ideales del concilio de Trento; implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más la eficacia de la relación personal y de la caridad, más allá del necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de tareas sociales de mediación y reconciliación. Pero san Francisco de Sales es, sobre todo, un director de almas: el encuentro con una mujer joven, la señora de Charmoisy, lo impulsó a escribir uno de los libros más leídos de la edad moderna, la Introducción a la vida devota. De su profunda comunión espiritual con una personalidad excepcional, santa Juana Francisca de Chantal, nació una nueva familia religiosa, la Orden de la Visitación, caracterizada —como quiso el santo— por una consagración total a Dios vivida en la sencillez y la humildad, en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias: «...quiero que mis Hijas —escribió— no tengan otro ideal que el de glorificar [a nuestro Señor] con su humildad» (Carta a mons. de Marquemond, junio de 1615). Murió en 1622, a los cincuenta y cinco años, tras una existencia marcada por la dureza de los tiempos y por los trabajos apostólicos.

La vida de san Francisco de Sales fue relativamente breve, pero de gran intensidad. La figura de este santo produce una impresión de extraña plenitud, demostrada con la serenidad de su búsqueda intelectual, pero también en la riqueza de sus afectos, en la «dulzura» de sus enseñanzas que han ejercido gran influencia en la conciencia cristiana. De la palabra «humanidad» encarnó distintas acepciones que, hoy como ayer, puede asumir este término: cultura y cortesía, libertad y ternura, nobleza y solidaridad. En su aspecto tenía algo de la majestad del paisaje en que vivió, conservando también su sencillez y su naturaleza. Las antiguas palabras y las imágenes con las que se expresaba resuenan inesperadamente, también en el oído del hombre de hoy, como una lengua nativa y familiar.

A Filotea, destinataria ideal de su Introducción a la vida devota (1607), san Francisco de Sales dirige una invitación que en su época pudo parecer revolucionaria. Es la invitación a ser completamente de Dios, viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado. «Mi intención es la de instruir a aquellos que viven en la ciudad, en el estado conyugal, en la corte...» (Prefacio a la Introducción a la vida devota). El documento con el que el Papa Pío IX, más de dos siglos después, lo proclamó doctor de la Iglesia insiste en esta ampliación de la llamada a la perfección, a la santidad. En él se dice: «[la verdadera piedad] ha penetrado hasta el trono de los reyes, en la tienda de los jefes de los ejércitos, en el tribunal de los jueces, en las oficinas, en las tiendas e incluso en las cabañas de los pastores» (breve Dives in misericordia,
DM 16 Dives in misericordia, 16 de noviembre de 1877). Así nacía la llamada a los laicos, el interés por la consagración de las cosas temporales y por la santificación de lo cotidiano, en los que insistirán el concilio Vaticano II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el ideal de una humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción en el mundo y oración, entre condición secular y búsqueda de la perfección, con la ayuda de la gracia de Dios que impregna lo humano y, sin destruirlo, lo purifica, elevándolo a las alturas divinas. A Teótimo, el cristiano adulto, espiritualmente maduro, al que dirige unos años más tarde su Tratado del amor de Dios (1616), san Francisco de Sales ofrece una lección más compleja. Esta lección supone, al inicio, una precisa visión del ser humano, una antropología: la «razón» del hombre, más aún, el «alma racional», se presenta allí como una arquitectura armónica, un templo, articulado en varios espacios, alrededor de un centro, que él llama, junto con los grandes místicos, «cima», «punta» del espíritu, o «fondo» del alma. Es el punto en el que la razón, recorridos todos sus grados, «cierra los ojos» y el conocimiento se funde con el amor (cf. libro I, cap. XII). Que el amor, en su dimensión teologal, divina, sea la razón de ser de todas las cosas, en una escala ascendente que no parece conocer fracturas o abismos, san Francisco de Sales lo resumió en una famosa frase: «El hombre es la perfección del universo; el espíritu es la perfección del hombre; el amor es la del espíritu; y la caridad es la perfección del amor» (ib., libro X, cap. I).

En un tiempo de intenso florecimiento místico, el Tratado del amor de Dios es una verdadera summa, y a la vez una fascinante obra literaria. Su descripción del itinerario hacia Dios parte del reconocimiento de la «inclinación natural» (ib., libro I, cap. XVI), inscrita en el corazón del hombre, aunque pecador, a amar a Dios sobre todas las cosas. Según el modelo de la Sagrada Escritura, san Francisco de Sales habla de la unión entre Dios y el hombre desarrollando una serie de imágenes de relación interpersonal. Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene características maternas y de nodriza, es el sol del que incluso la noche es misteriosa revelación. Ese Dios atrae hacia sí al hombre con vínculos de amor, es decir, de verdadera libertad: «Ya que el amor no tiene forzados ni esclavos, sino que reduce todas las cosas bajo la propia obediencia con una fuerza tan deliciosa que, si nada es tan fuerte como el amor, nada es tan amable como su fuerza» (ib., libro I, cap. VI). En el Tratado de nuestro santo encontramos una meditación profunda sobre la voluntad humana y la descripción de su fluir, pasar, morir, para vivir (cf. ib., libro IX, cap. XIII) en el completo abandono no sólo a la voluntad de Dios, sino también a lo que a él le complace, a su «bon plaisir», a su beneplácito (cf. ib., libro IX, cap. I). En la cumbre de la unión con Dios, además de los arrebatos del éxtasis contemplativo, se coloca ese fluir de la caridad concreta, que está atenta a todas las necesidades de los demás y que él llama «éxtasis de la vida y de las obras» (ib., libro VII, cap. VI).

Leyendo el libro sobre el amor de Dios, y más aún las numerosas cartas de dirección y de amistad espiritual, se nota bien qué gran conocedor del corazón humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana de Chantal escribe: «Esta es la regla de nuestra obediencia, que os escribo con letras mayúsculas: hacer todo por amor, nada por la fuerza, amar más la obediencia que temer la desobediencia. Os dejo el espíritu de libertad, ya no el que excluye la obediencia, pues esta es la libertad del mundo; sino el que excluye la violencia, el ansia y el escrúpulo» (Carta del 14 de octubre de 1604). No por nada, en el origen de muchos de los caminos de la pedagogía y de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos precisamente las huellas de este maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni el heroico «caminito» de santa Teresa de Lisieux.

Queridos hermanos y hermanas, en un tiempo como el nuestro que busca la libertad, incluso con violencia e inquietud, no se debe perder la actualidad de este gran maestro de espiritualidad y de paz, que lega a sus discípulos el «espíritu de libertad», la verdadera, como culmen de una enseñanza fascinante y completa sobre la realidad del amor.

San Francisco de Sales es un testigo ejemplar del humanismo cristiano. Con su estilo familiar, con parábolas que tienen a menudo el batir de alas de la poesía, recuerda que el hombre lleva inscrita en lo más profundo de su ser la nostalgia de Dios y que sólo en él encuentra la verdadera alegría y su realización más plena.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Sales, sepáis encontrar la libertad verdadera en el amor incondicional a Dios, nuestra verdadera alegría y nuestra plena realización.



Sala Pablo VI

Miércoles 9 de marzo de 2011 - Miércoles de Ceniza

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, marcados por el austero símbolo de la Ceniza, entramos en el tiempo de Cuaresma, comenzando un itinerario espiritual que nos prepara para celebrar dignamente los misterios pascuales. La ceniza bendita impuesta sobre nuestra cabeza es un signo que nos recuerda nuestra condición de criaturas, nos invita a la penitencia y a intensificar el compromiso de conversión para seguir cada vez más al Señor.

La Cuaresma es un camino, es acompañar a Jesús que sube a Jerusalén, lugar del cumplimiento de su misterio de pasión, muerte y resurrección; nos recuerda que la vida cristiana es un «camino» por recorrer, que no consiste tanto en una ley que debemos observar, sino en la persona misma de Cristo, a quien hemos de encontrar, acoger y seguir. De hecho Jesús nos dice: : «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (
Lc 9,23). O sea, nos dice que para llegar con él a la luz y a la alegría de la resurrección, a la victoria de la vida, del amor, del bien, también nosotros debemos tomar la cruz de cada día, como nos exhorta una hermosa página de la Imitación de Cristo: «Toma, pues, tu cruz y sigue a Jesús; así entrarás en la vida eterna. Te ha precedido él mismo, llevando su cruz (cf. Jn 19,17) y ha muerto por ti, para que también tú llevaras tu cruz y desearas ser también tú crucificado. Pues si mueres con él, vivirás con él y como él. Si lo acompañas en el sufrimiento, lo acompañarás también en la gloria» (L. 2, c. 12, n. 2). En la santa misa del Primer Domingo de Cuaresma rezaremos: «Al celebrar un año más la santa Cuaresma, signo sacramental de nuestra conversión, concédenos, Dios todopoderoso, avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en plenitud» (Colecta). Es una invocación que dirigimos a Dios porque sabemos que sólo él puede convertir nuestro corazón. Y es sobre todo en la liturgia, en la participación en los santos misterios, donde somos impulsados a recorrer este camino con el Señor; es entrar en la escuela de Jesús, recorrer los acontecimientos que nos trajeron la salvación, pero no como una simple conmemoración, como un recuerdo de hechos pasados. En las acciones litúrgicas Cristo se hace presente a través de la obra del Espíritu Santo; esos acontecimientos salvíficos se hacen actuales. Hay una palabra clave que aparece con frecuencia en la liturgia para indicar esto: la palabra «hoy»; y se ha de entender en sentido originario y concreto, no metafórico. Hoy Dios revela su ley y a nosotros se nos da escoger hoy entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte (cf. Dt 30,19); hoy «está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15); hoy Cristo ha muerto en el Calvario y ha resucitado de entre los muertos; ha subido al cielo y está sentado a la derecha del Padre; hoy se nos ha dado el Espíritu Santo; hoy es tiempo favorable. Participar en la liturgia significa, entonces, sumergir la propia vida en el misterio de Cristo, en su presencia permanente, recorrer un camino en el que entramos en su muerte y resurrección para tener la vida.

En los domingos de Cuaresma, y de modo muy particular en este año litúrgico del ciclo A, se nos introduce a vivir un itinerario bautismal, casi a volver a recorrer el camino de los catecúmenos, de quienes se preparan a recibir el Bautismo, para reavivar en nosotros este don y para hacer que nuestra vida recupere las exigencias y los compromisos de este sacramento, que está en la base de nuestra vida cristiana. En el Mensaje que envié para esta Cuaresma recordé el nexo particular que une el tiempo de Cuaresma al Bautismo. Desde siempre la Iglesia asocia la Vigilia pascual a la celebración del Bautismo, paso a paso: en él se realiza el gran misterio por el que el hombre, muerto al pecado, se hace partícipe de la vida nueva en Cristo resucitado y recibe el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (cf. Rm 8,11). Las lecturas que escucharemos en los próximos domingos y a las que os invito a prestar especial atención, están tomadas precisamente de la antigua tradición que acompañaba al catecúmeno en el descubrimiento del Bautismo: son el gran anuncio de lo que Dios realiza en este sacramento, una estupenda catequesis bautismal dirigida a cada uno de nosotros. El Primer Domingo, llamado domingo de la Tentación, porque presenta las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a renovar nuestra decisión definitiva por Dios y a afrontar con valentía la lucha que nos espera para permanecerle fieles. Siempre existe de nuevo esta necesidad de decisión, de resistir al mal, de seguir a Jesús. En este Domingo la Iglesia, después de oír el testimonio de los padrinos y de los catequistas, celebra la elección de quienes son admitidos a los sacramentos pascuales. El Segundo Domingo se denomina de Abraham y de la Transfiguración. El Bautismo es el sacramento de la fe y de la filiación divina; como Abraham, padre de los creyentes, también a nosotros se nos invita a partir, a salir de nuestra tierra, a abandonar las seguridades que nos hemos construido, para poner nuestra confianza en Dios; la meta se vislumbra en la transfiguración de Cristo, el Hijo amado, en el que nosotros nos convertimos en «hijos de Dios». En los domingos sucesivos se presenta el Bautismo con las imágenes del agua, de la luz y de la vida. El Tercer Domingo nos presenta la figura de la Samaritana (cf. Jn 4,5-42). Como Israel en el Éxodo, también nosotros en el Bautismo hemos recibido el agua que salva; Jesús, como dice a la Samaritana, tiene agua de vida, que apaga toda sed; y esta agua es su mismo Espíritu. La Iglesia en este domingo celebra el primer escrutinio de los catecúmenos y durante la semana les entrega el Símbolo: la Profesión de la fe, el Credo. El Cuarto Domingo nos hace meditar en la experiencia del «ciego de nacimiento» (cf. Jn 9,1-41). En el Bautismo somos liberados de las tinieblas del mal y recibimos la luz de Cristo para vivir como hijos de la luz. También nosotros debemos aprender a ver la presencia de Dios en el rostro de Cristo y así la luz. En el camino de los catecúmenos se celebra el segundo escrutinio. Por último, el Quinto Domingo nos presenta la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11,1-45). En el Bautismo pasamos de la muerte a la vida y nos hicimos capaces de agradar a Dios, de hacer morir al hombre viejo para vivir del Espíritu del Resucitado. Para los catecúmenos se celebra el tercer escrutinio y durante la semana se les entrega la oración del Señor: el Padre nuestro.

Este itinerario que estamos invitados a recorrer en la Cuaresma se caracteriza, en la tradición de la Iglesia, por algunas prácticas: el ayuno, la limosna y la oración. El ayuno significa la abstinencia de alimentos, pero comprende también otras formas de privación para una vida más sobria. Todo esto, sin embargo, no es aún la realidad plena del ayuno: es el signo externo de una realidad interior, de nuestro compromiso, con la ayuda de Dios, de abstenernos del mal y de vivir del Evangelio. No ayuna de verdad quien no sabe alimentarse de la Palabra de Dios.

El ayuno, en la tradición cristiana, está estrechamente unido a la limosna. San León Magno enseñaba en uno de sus discursos sobre la Cuaresma: «Lo que cada cristiano está obligado a hacer en todo tiempo, debe practicarlo ahora con más solicitud y devoción, para que se cumpla la norma apostólica del ayuno cuaresmal, que consiste en la abstinencia no sólo de los alimentos, sino también y sobre todo de los pecados. A estos necesarios y santos ayunos, por lo demás, ninguna obra se puede asociar más útilmente que la limosna, la cual, bajo el nombre único de “misericordia” abarca muchas obras buenas. Es inmenso el campo de las obras de misericordia. No sólo los ricos y acaudalados pueden beneficiar a los demás con la limosna, sino también los de condición modesta y pobre. Así, aunque sean desiguales en sus bienes, todos pueden ser iguales en los sentimientos de piedad del alma» (Discurso 6 sobre la Cuaresma, 2: PL 54, 286). San Gregorio Magno, en su Regla Pastoral, recordaba que el ayuno se hace santo gracias a las virtudes que lo acompañan, sobre todo a la caridad, a todo gesto de generosidad, que da a los pobres y necesitados el fruto de una privación nuestra (cf. 19, 10-11).

La Cuaresma, además, es un tiempo privilegiado para la oración. San Agustín dice que el ayuno y la limosna son «las dos alas de la oración», que le permiten tomar más fácilmente su impulso y llegar hasta Dios. Afirma: «De este modo nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con ayuno y limosna, con templanza y perdón de las ofensas, dando cosas buenas y no devolviendo las malas, alejándose del mal y haciendo el bien, busca la paz y la consigue. Con las alas de estas virtudes nuestra oración vuela segura y más fácilmente es llevada hasta el cielo, adonde Cristo nuestra paz nos ha precedido» (Sermón 206, 3 sobre la Cuaresma: PL38, 1042). La Iglesia sabe que, por nuestra debilidad, resulta difícil hacer silencio para ponerse en presencia de Dios, y tomar conciencia de nuestra condición de criaturas que dependen de él y de pecadores necesitados de su amor; por eso, en Cuaresma, invita a una oración más fiel e intensa y a una prolongada meditación sobre la Palabra de Dios. San Juan Crisóstomo exhorta: «Embellece tu casa con la modestia y la humildad mediante la práctica de la oración. Haz espléndida tu habitación con la luz de la justicia; adorna sus paredes con las obras buenas como con una capa de oro puro y, en lugar de las paredes y de las piedras preciosas, coloca la fe y la magnanimidad sobrenatural, poniendo sobre cada cosa, en lo más alto, la oración como adorno de todo el conjunto. Así preparas para el Señor una digna morada; así lo acoges en un espléndido palacio. Él te concederá transformar tu alma en templo de su presencia» (Homilía 6sobre la oración: PG 64,466).

Queridos amigos, en este camino cuaresmal estemos atentos a captar la invitación de Cristo a seguirlo de modo más decidido y coherente, renovando la gracia y los compromisos de nuestro Bautismo, para abandonar el hombre viejo que hay en nosotros y revestirnos de Cristo, para llegar renovados a la Pascua y poder decir con san Pablo «ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). ¡Feliz camino cuaresmal a todos vosotros! ¡Gracias!



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Chile y otros países latinoamericanos. Queridos amigos, en este camino cuaresmal, os invito a acoger la invitación de Cristo a seguirlo de un modo más decidido y coherente, renovando la gracia y los compromisos bautismales, para que revistiéndoos de Cristo, podáis llegar renovados a la Pascua y decir con san Pablo “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Deseo a todos un santa Cuaresma.



Plaza de San Pedro

Miércoles 23 de marzo de 2011 - San Lorenzo de Brindis

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Queridos hermanos y hermanas:

Recuerdo aún con alegría la acogida festiva que me reservaron en 2008 en Brindis, la ciudad donde nació, en 1559, un insigne doctor de la Iglesia, san Lorenzo de Brindis, nombre que Giulio Cesare Rossi asumió al entrar en la Orden de los capuchinos. Desde la infancia se sintió atraído por la familia de san Francisco de Asís. De hecho, huérfano de padre a los siete años, fue encomendado por su madre a los cuidados de los frailes conventuales de su ciudad. Algunos años después, sin embargo, se trasladó con su madre a Venecia, y precisamente en el Véneto conoció a los capuchinos, quienes en aquel tiempo se habían puesto generosamente al servicio de toda la Iglesia para incrementar la gran reforma espiritual impulsada por el concilio de Trento. En 1575 Lorenzo, con la profesión religiosa, se convirtió en fraile capuchino y en 1582 fue ordenado sacerdote. Ya durante los estudios eclesiásticos mostró las eminentes cualidades intelectuales de las que estaba dotado. Aprendió fácilmente las lenguas antiguas, como el griego, el hebreo y el siriaco, y las modernas, como el francés y el alemán, que se añadían al conocimiento de la lengua italiana y de la latina, que en esa época se hablaba con fluidez entre los eclesiásticos y los hombres de cultura.

Gracias al dominio de tantos idiomas Lorenzo pudo realizar un intenso apostolado entre diversas clases de personas. Predicador eficaz, conocía de modo tan profundo no sólo la Biblia, pero también la literatura rabínica, que los propios rabinos se quedaban asombrados y admirados, y le manifestaban estima y respeto. Teólogo versado en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia, era capaz de ilustrar de modo ejemplar la doctrina católica también a los cristianos que habían adherido a la Reforma, sobre todo en Alemania. Con su exposición clara y serena, mostraba el fundamento bíblico y patrístico de todos los artículos de fe puestos en discusión por Martín Lutero. Entre ellos el primado de san Pedro y de sus sucesores, el origen divino del episcopado, la justificación como transformación interior del hombre y la necesidad de las buenas obras para la salvación. El éxito alcanzado por Lorenzo nos ayuda a comprender que también hoy, al proseguir con gran esperanza el diálogo ecuménico, la confrontación con la Sagrada Escritura, leída en la Tradición de la Iglesia, constituye un elemento irrenunciable y de fundamental importancia, como recordé en la exhortación apostólica Verbum Domini (n. 46).

Incluso los fieles más sencillos, no dotados de gran cultura, se beneficiaron de la palabra convincente de Lorenzo, que se dirigía a la gente humilde para exhortar a todos a la coherencia de la propia vida con la fe profesada. Esto fue un gran mérito de los capuchinos y de otras Órdenes religiosas, que en los siglos XVI y XVII, contribuyeron a la renovación de la vida cristiana penetrando a fondo en la sociedad con su testimonio de vida y su enseñanza. También hoy la nueva evangelización necesita apóstoles bien preparados, celosos y valientes, para que la luz y la belleza del Evangelio prevalezcan sobre las orientaciones culturales del relativismo ético y de la indiferencia religiosa, y transformen los distintos modos de pensar y de actuar en un auténtico humanismo cristiano. Es sorprendente que san Lorenzo de Brindis haya podido llevar a cabo ininterrumpidamente esta actividad de apreciado e infatigable predicador en muchas ciudades de Italia y en distintos países, aunque desempeñara otros cargos gravosos y de gran responsabilidad. De hecho, en el seno de la Orden de los capuchinos fue profesor de teología, maestro de novicios, varias veces ministro provincial y definidor general y, por último, ministro general de 1602 a 1605.

En medio de tantos trabajos, Lorenzo cultivó una vida espiritual de fervor excepcional, dedicando mucho tiempo a la oración y de modo especial a la celebración de la santa misa, que a menudo prolongaba durante horas, absorto y conmovido en el memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor. En la escuela de los santos, todo presbítero, como se subrayó en repetidas ocasiones durante el reciente Año sacerdotal, solamente puede evitar el peligro del activismo, es decir, de actuar olvidando las motivaciones profundas del ministerio, si cuida su propia vida interior. Hablando a los sacerdotes y a los seminaristas en la catedral de Brindis, ciudad natal de san Lorenzo, recordé que «los momentos de oración son los más importantes de la vida del sacerdote, los momentos en que actúa con más eficacia la gracia divina, dando fecundidad a su ministerio. Orar es el primer servicio que es preciso prestar a la comunidad. Por eso, los momentos de oración deben tener una verdadera prioridad en nuestra vida. (...) Si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada tampoco a los demás. Por eso, Dios es la primera prioridad. Siempre debemos reservar el tiempo necesario para estar en comunión de oración con nuestro Señor» (Discurso del 15 de junio de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de junio de 2008, p. 13). Por lo demás, con el ardor inconfundible de su estilo, Lorenzo exhorta a todos, no sólo a los sacerdotes, a cultivar la vida de oración porque por medio de ella nosotros hablamos a Dios y Dios nos habla a nosotros: «¡Oh, si tuviésemos en cuenta esta realidad! —exclama—, es decir, que Dios está verdaderamente presente en nosotros cuando le hablamos orando; que escucha de verdad nuestra oración, aunque nosotros sólo recemos con el corazón y con la mente; y que no sólo está presente y nos escucha; más aún, puede y desea contestar de buen grado y con el máximo placer a nuestras preguntas».

Otro rasgo que caracteriza la obra de este hijo de san Francisco es su trabajo en favor de la paz. Tanto los Sumos Pontífices como los príncipes católicos le confiaron en varias ocasiones importantes misiones diplomáticas para dirimir controversias y fomentar la concordia entre los Estados europeos, amenazados en aquel tiempo por el Imperio otomano. La autoridad moral de que gozaba lo convertía en consejero buscado y escuchado. Hoy, como en los tiempos de san Lorenzo, el mundo tiene necesidad paz, tiene necesidad de hombres y mujeres pacíficos y pacificadores. Todos los que creen en Dios deben ser siempre fuentes y artífices de paz. Precisamente con ocasión de una de estas misiones diplomáticas Lorenzo terminó su vida terrena, en 1619, en Lisboa, donde había ido para encontrarse con el rey de España, Felipe III, a fin de defender la causa de sus súbditos napolitanos maltratados por las autoridades locales.

Fue canonizado en 1881 y, por su vigorosa e intensa actividad, por su amplia y armoniosa ciencia, mereció el título de Doctor apostolicus, «Doctor apostólico», que le otorgó el beato Papa Juan XXIII en 1959, con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento. Ese reconocimiento se le concedió a Lorenzo de Brindis también porque fue autor de numerosas obras de exégesis bíblica, de teología y de escritos destinados a la predicación. En esas obras ofrece una presentación sistemática de la historia de la salvación, centrada en el misterio de la Encarnación, la mayor manifestación del amor divino a los hombres. Además, siendo un mariólogo de gran valor, autor de una colección de sermones sobre la Virgen titulada «Mariale», pone de relieve el papel único de la Virgen María, de la que afirma con claridad la Inmaculada Concepción y la cooperación en la obra de la redención realizada en Cristo.

Con fina sensibilidad teológica, Lorenzo de Brindis también puso de relieve la acción del Espíritu Santo en la vida del creyente. Nos recuerda que, con sus dones, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad nos ilumina y ayuda en nuestro compromiso de vivir con alegría el mensaje del Evangelio. «El Espíritu Santo —escribe san Lorenzo— hace dulce el yugo de la ley divina y ligero su peso, de manera que guardemos los mandamientos de Dios con gran facilidad, incluso de buen grado».

Quiero completar esta breve presentación de la vida y de la doctrina de san Lorenzo de Brindis, destacando que toda su actividad se inspiró en un gran amor a la Sagrada Escritura, que se sabía ampliamente de memoria, y en la convicción de que la escucha y la acogida de la Palabra de Dios produce una transformación interior que nos lleva a la santidad. «La Palabra del Señor —afirma— es luz para la inteligencia y fuego para la voluntad, a fin de que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Para el hombre interior, que por medio de la gracia vive del Espíritu de Dios, es pan y agua, pero pan más dulce que la miel y agua mejor que el vino y la leche. (...) Es un martillo contra un corazón duramente obstinado en los vicios. Es una espada contra la carne, el mundo y el demonio, para destruir todo pecado». San Lorenzo de Brindis nos enseña a amar la Sagrada Escritura, a crecer en la familiaridad con ella, a cultivar diariamente la relación de amistad con el Señor en la oración, para que todas nuestras acciones, todas nuestras actividades tengan en él su comienzo y su realización. Esta es la fuente a la que es preciso acudir para que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y capaz de conducir a los hombres de nuestro tiempo hasta Dios.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Ecuador, Perú, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que, siguiendo el ejemplo de San Lorenzo de Brindis, escuchéis y acojáis la Palabra de Dios, para que os dejéis transformar interiormente y, así, cada una de vuestras acciones tenga al Señor como su inicio y tienda a él como a su fin. Muchas gracias.



Plaza de San Pedro

Miércoles 30 de marzo de 2011 - San Alfonso María de Ligorio


Audiencias 2005-2013 20311