
Audiencias 2005-2013 25042
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Plaza de San Pedro
Queridos hermanos y hermanas:
En la anterior catequesis mostré cómo la Iglesia, desde los inicios de su camino, tuvo que afrontar situaciones imprevistas, nuevas cuestiones y emergencias, a las que trató de dar respuesta a la luz de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Hoy quiero reflexionar sobre otra de estas cuestiones: un problema serio que la primera comunidad cristiana de Jerusalén tuvo que afrontar y resolver, como nos narra san Lucas en el capítulo sexto de los Hechos de los Apóstoles, acerca de la pastoral de la caridad en favor de las personas solas y necesitadas de asistencia y ayuda. La cuestión no es secundaria para la Iglesia y corría el peligro de crear divisiones en su seno. De hecho, el número de los discípulos iba aumentando, pero los de lengua griega comenzaban a quejarse contra los de lengua hebrea porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas (cf. Ac 6,1). Ante esta urgencia, que afectaba a un aspecto fundamental en la vida de la comunidad, es decir, a la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos, y la justicia, los Apóstoles convocan a todo el grupo de los discípulos. En este momento de emergencia pastoral resalta el discernimiento llevado a cabo por los Apóstoles. Se encuentran ante la exigencia primaria de anunciar la Palabra de Dios según el mandato del Señor, pero —aunque esa sea la exigencia primaria de la Iglesia— consideran con igual seriedad el deber de la caridad y la justicia, es decir, el deber de asistir a las viudas, a los pobres, proveer con amor a las situaciones de necesidad en que se hallan los hermanos y las hermanas, para responder al mandato de Jesús: amaos los unos a los otros como yo os he amado (cf. Jn 15,12 Jn 15,17). Por consiguiente, las dos realidades que deben vivir en la Iglesia —el anuncio de la Palabra, el primado de Dios, y la caridad concreta, la justicia— están creando dificultad y se debe encontrar una solución, para que ambas puedan tener su lugar, su relación necesaria. La reflexión de los Apóstoles es muy clara. Como hemos escuchado, dicen: «No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios para ocuparnos del servicio de las mesas. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y les encargaremos esta tarea. Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra» (Ac 6,2-4).
Destacan dos cosas: en primer lugar, desde ese momento existe en la Iglesia un ministerio de la caridad. La Iglesia no sólo debe anunciar la Palabra, sino también realizar la Palabra, que es caridad y verdad. Y, en segundo lugar, estos hombres no sólo deben gozar de buena fama, sino que además deben ser hombres llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, no pueden ser sólo organizadores que saben «actuar», sino que deben «actuar» con espíritu de fe a la luz de Dios, con sabiduría en el corazón; y, por lo tanto, también su función —aunque sea sobre todo práctica— es una función espiritual. La caridad y la justicia no son únicamente acciones sociales, sino que son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo. Así pues, podemos decir que los Apóstoles afrontan esta situación con gran responsabilidad, tomando una decisión: se elige a siete hombres de buena fama, los Apóstoles oran para pedir la fuerza del Espíritu Santo y luego les imponen las manos para que se dediquen de modo especial a esta diaconía de la caridad. Así, en la vida de la Iglesia, en los primeros pasos que da, se refleja, en cierta manera, lo que había acontecido durante la vida pública de Jesús, en casa de Marta y María, en Betania. Marta andaba muy afanada con el servicio de la hospitalidad que se debía ofrecer a Jesús y a sus discípulos; María, en cambio, se dedica a la escucha de la Palabra del Señor (cf. Lc 10,38-42). En ambos casos, no se contraponen los momentos de la oración y de la escucha de Dios con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad. La amonestación de Jesús: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; sólo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada» (Lc 10,41-42), así como la reflexión de los Apóstoles: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra» (Ac 6,4), muestran la prioridad que debemos dar a Dios. No quiero entrar ahora en la interpretación de este pasaje de Marta y María. En cualquier caso, no se debe condenar la actividad en favor del prójimo, de los demás, sino que se debe subrayar que debe estar penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación. Por otra parte, san Agustín dice que esta realidad de María es una visión de nuestra situación en el cielo; por tanto, en la tierra nunca podemos tenerla completamente, sino sólo debe estar presente como anticipación en toda nuestra actividad. Debe estar presente también la contemplación de Dios. No debemos perdernos en el activismo puro, sino siempre también dejarnos penetrar en nuestra actividad por la luz de la Palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio al otro, que no tiene necesidad de muchas cosas —ciertamente, le hacen falta las cosas necesarias—, sino que tiene necesidad sobre todo del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.
San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta así a sus fieles y también a nosotros: «Tratemos, por tanto, de tener también nosotros lo que no se nos puede quitar, prestando a la Palabra del Señor una atención diligente, no distraída: sucede a veces que las semillas de la Palabra celestial, si se las siembra en el camino, desaparecen. Que te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: esta es la obra más grande, la más perfecta». Y añade que «ni siquiera la solicitud del ministerio debe distraer del conocimiento de la Palabra celestial», de la oración (Expositio Evangelii secundum Lucam, VII, 85: pl 15, 1720). Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre oración y acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos. San Bernando, que es un modelo de armonía entre contemplación y laboriosidad, en el libro De consideratione, dirigido al Papa Inocencio II para hacerle algunas reflexiones sobre su ministerio, insiste precisamente en la importancia del recogimiento interior, de la oración para defenderse de los peligros de una actividad excesiva, cualquiera que sea la condición en que se encuentre y la tarea que esté realizando. San Bernardo afirma que demasiadas ocupaciones, una vida frenética, a menudo acaban por endurecer el corazón y hacer sufrir el espíritu (cf. II, 3).
Es una valiosa amonestación para nosotros hoy, acostumbrados a valorarlo todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo —sin duda se crea un verdadero ministerio—, del empeño en las actividades diarias, que es preciso realizar con responsabilidad y esmero, pero también nuestra necesidad de Dios, de su guía, de su luz, que nos dan fuerza y esperanza. Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo que, al final, deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que se reza antes de cualquier actividad y dice así: «Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur», «Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar tenga en ti su inicio y su fin». Cada paso de nuestra vida, cada acción, también de la Iglesia, se debe hacer ante Dios, a la luz de su Palabra.
En la catequesis del miércoles pasado subrayé la oración unánime de la primera comunidad cristiana ante la prueba y cómo, precisamente en la oración, en la meditación sobre la Sagrada Escritura pudo comprender los acontecimientos que estaban sucediendo. Cuando la oración se alimenta de la Palabra de Dios, podemos ver la realidad con nuevos ojos, con los ojos de la fe, y el Señor, que habla a la mente y al corazón, da nueva luz al camino en todo momento y en toda situación. Nosotros creemos en la fuerza de la Palabra de Dios y de la oración. Incluso la dificultad que estaba viviendo la Iglesia ante el problema del servicio a los pobres, ante la cuestión de la caridad, se supera en la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo. Los Apóstoles no se limitan a ratificar la elección de Esteban y de los demás hombres, sino que, «después de orar, les impusieron las manos» (Ac 6,6). El evangelista recordará de nuevo estos gestos con ocasión de la elección de Pablo y Bernabé, donde leemos: «Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los enviaron» (Ac 13,3). Esto confirma de nuevo que el servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. Ambas realidades deben ir juntas.
Con el gesto de la imposición de las manos los Apóstoles confieren un ministerio particular a siete hombres, para que se les dé la gracia correspondiente. Es importante que se subraye la oración —«después de orar», dicen— porque pone de relieve precisamente la dimensión espiritual del gesto; no se trata simplemente de conferir un encargo como sucede en una organización social, sino que es un evento eclesial en el que el Espíritu Santo se apropia de siete hombres escogidos por la Iglesia, consagrándolos en la Verdad, que es Jesucristo: él es el protagonista silencioso, presente en la imposición de las manos para que los elegidos sean transformados por su fuerza y santificados para afrontar los desafíos pastorales. El relieve que se da a la oración nos recuerda además que sólo de la relación íntima con Dios, cultivada cada día, nace la respuesta a la elección del Señor y se encomienda cualquier ministerio en la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, el problema pastoral que impulsó a los Apóstoles a elegir y a imponer las manos sobre siete hombres encargados del servicio de la caridad, para dedicarse ellos a la oración y al anuncio de la Palabra, nos indica también a nosotros el primado de la oración y de la Palabra de Dios, que luego produce también la acción pastoral. Para los pastores, esta es la primera y más valiosa forma de servicio al rebaño que se les ha confiado. Si los pulmones de la oración y de la Palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el peligro de asfixiarnos en medio de los mil afanes de cada día: la oración es la respiración del alma y de la vida. Hay otra valiosa observación que quiero subrayar: en la relación con Dios, en la escucha de su Palabra, en el diálogo con él, incluso cuando nos encontramos en el silencio de una iglesia o de nuestra habitación, estamos unidos en el Señor a tantos hermanos y hermanas en la fe, como un conjunto de instrumentos que, aun con su individualidad, elevan a Dios una única gran sinfonía de intercesión, de acción de gracias y de alabanza. Gracias.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Guatemala, Venezuela y otros países latinoamericanos. Invito a todos a participar en la apasionante tarea de edificar la Iglesia de Cristo en todas sus facetas, no solamente con buena voluntad, sino santificando con la oración cada uno de los pasos de nuestro hacer. Muchas gracias.
En italiano:
Saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, entrad en la escuela de Cristo para aprender a seguir fielmente sus huellas. Vosotros, queridos enfermos, acoged con fe vuestras pruebas y vividlas en unión a las de Cristo. A vosotros, queridos recién casados, os deseo que seáis servidores generosos del Evangelio de la vida.
20512
Plaza de San Pedro
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y comunitaria, la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura abren a la escucha de Dios que nos habla e infunden luz para comprender el presente. Hoy quiero hablar del testimonio y de la oración del primer mártir de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la caridad con los necesitados. En el momento de su martirio, narrado por los Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, una vez más, la fecunda relación entre la Palabra de Dios y la oración.
Esteban es llevado al tribunal, ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber declarado que «Jesús... destruirá este lugar, [el templo], y cambiará las tradiciones que nos dio Moisés» (Ac 6,14). Durante su vida pública, Jesús efectivamente anunció la destrucción del templo de Jerusalén: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Sin embargo, como anota el evangelista san Juan, «él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron en la Escritura y en la Palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,21-22).
El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de los Apóstoles, se desarrolla precisamente sobre esta profecía de Jesús, el cual es el nuevo templo, inaugura el nuevo culto y sustituye, con la ofrenda que hace de sí mismo en la cruz, lo sacrificios antiguos. Esteban quiere demostrar que es infundada la acusación que se le hace de cambiar la ley de Moisés e ilustra su visión de la historia de la salvación, de la alianza entre Dios y el hombre. Así, relee toda la narración bíblica, itinerario contenido en la Sagrada Escritura, para mostrar que conduce al «lugar» de la presencia definitiva de Dios, que es Jesucristo, en particular su pasión, muerte y resurrección. En esta perspectiva Esteban lee también el hecho de que es discípulo de Jesús, siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la Sagrada Escritura le permite de este modo comprender su misión, su vida, su presente. En esto lo guía la luz del Espíritu Santo, su relación íntima con el Señor, hasta el punto de que los miembros del Sanedrín vieron su rostro «como el de un ángel» (Ac 6,15). Ese signo de asistencia divina remite al rostro resplandeciente de Moisés cuando bajó el monte Sinaí después de haberse encontrado con Dios (cf. Ex 34,29-35 2Co 3,7-8).
En su discurso, Esteban parte de la llamada de Abrahán, peregrino hacia la tierra indicada por Dios y que tuvo en posesión sólo a nivel de promesa; pasa luego a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado por Dios, para llegar a Moisés, que se transforma en instrumento de Dios para liberar a su pueblo, pero también encuentra en varias ocasiones el rechazo de su propia gente. En estos acontecimientos narrados por la Sagrada Escritura, de la que Esteban muestra que está en religiosa escucha, emerge siempre Dios, que no se cansa de salir al encuentro del hombre a pesar de hallar a menudo una oposición obstinada. Y esto en el pasado, en el presente y en el futuro. Por consiguiente, en todo el Antiguo Testamento él ve la prefiguración de la vida de Jesús mismo, el Hijo de Dios hecho carne, que —como los antiguos Padres— afronta obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a David y a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (Is 66,1-2): «Mi trono es el cielo; la tierra, el estrado de mis pies. ¿Qué casa me vais a construir o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano todo esto?» (Ac 7,49-50). En su meditación sobre la acción de Dios en la historia de la salvación, evidenciando la perenne tentación de rechazar a Dios y su acción, afirma que Jesús es el Justo anunciado por los profetas; en él Dios mismo se hizo presente de modo único y definitivo: Jesús es el «lugar» del verdadero culto. Esteban no niega la importancia del templo durante cierto tiempo, pero subraya que «Dios no habita en edificios construidos por manos humanas» (Ac 7,48). El nuevo verdadero templo, en el que Dios habita, es su Hijo, que asumió la carne humana; es la humanidad de Cristo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión sobre el templo «no construido por manos humanas» se encuentra también en la teología de san Pablo y de la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que él asumió para ofrecerse a sí mismo como víctima sacrificial a fin de expiar los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; en él Dios y el hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús toma sobre sí todo el pecado de la humanidad para llevarlo en el amor de Dios y para «quemarlo» en este amor. Acercarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, quiere decir entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el verdadero templo.
La vida y el discurso de Esteban improvisamente se interrumpen con la lapidación, pero precisamente su martirio es la realización de su vida y de su mensaje: llega a ser uno con Cristo. Así su meditación sobre la acción de Dios en la historia, sobre la Palabra divina que en Jesús encontró su plena realización, se transforma en una participación en la oración misma de la cruz. En efecto, antes de morir exclama: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Ac 7,59), apropiándose las palabras del Salmo 31 (Ps 31,6) y recalcando la última expresión de Jesús en el Calvario: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46); y, por último, como Jesús, exclama con fuerte voz ante los que lo estaban apedreando: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Ac 7,60). Notemos que, aunque por una parte la oración de Esteban recoge la de Jesús, el destinatario es distinto, porque la invocación se dirige al Señor mismo, es decir, a Jesús, a quien contempla glorificado a la derecha del Padre: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Ac 7,56).
Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos ofrece algunas indicaciones para nuestra oración y para nuestra vida. Podemos preguntarnos: ¿De dónde sacó este primer mártir cristiano la fortaleza para afrontar a sus perseguidores y llegar hasta el don de sí mismo? La respuesta es sencilla: de su relación con Dios, de su comunión con Cristo, de su meditación sobre la historia de la salvación, de ver la acción de Dios, que en Jesucristo llegó al culmen. También nuestra oración debe alimentarse de la escucha de la Palabra de Dios, en la comunión con Jesús y su Iglesia.
Un segundo elemento: san Esteban ve anunciada, en la historia de la relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús. Él —el Hijo de Dios— es el templo «no construido con manos humanas» en el que la presencia de Dios Padre se ha hecho tan cercana que ha entrado en nuestra carne humana para llevarnos a Dios, para abrirnos las puertas del cielo. Nuestra oración, por consiguiente, debe ser contemplación de Jesús a la derecha de Dios, de Jesús como Señor de nuestra existencia diaria, de mi existencia diaria. En él, bajo la guía del Espíritu Santo, también nosotros podemos dirigirnos a Dios, tomar contacto real con Dios, con la confianza y el abandono de los hijos que se dirigen a un Padre que los ama de modo infinito. Gracias.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Venezuela, Perú, Argentina, Chile y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dirigir nuestra plegaria confiada a Dios Padre que nos ha revelado su amor infinito en Jesús. Muchas gracias.
9052
Plaza de San Pedro
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero reflexionar sobre el último episodio de la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su liberación por la intervención prodigiosa del ángel del Señor, en la víspera de su proceso en Jerusalén (cf. Ac 12,1-17).
El relato está marcado, una vez más, por la oración de la Iglesia. De hecho, san Lucas escribe: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Ac 12,5). Y, después de salir milagrosamente de la cárcel, con ocasión de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se afirma que «había muchos reunidos en oración» (Ac 12,12). Entre estas dos importantes anotaciones que explican la actitud de la comunidad cristiana frente al peligro y a la persecución, se narra la detención y la liberación de Pedro, que comprende toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una liberación inimaginable e inesperada, enviando a su ángel.
El relato alude a los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía. Como sucedió en aquel acontecimiento fundamental, también aquí realiza la acción principal el ángel del Señor que libera a Pedro. Y las acciones mismas del Apóstol —al que se le pide que se levante de prisa, que se ponga el cinturón y que se envuelva en el manto— reproducen las del pueblo elegido en la noche de la liberación por intervención de Dios, cuando fue invitado a comer deprisa el cordero con la cintura ceñida, las sandalias en los pies y un bastón en la mano, listo para salir del país (cf. Ex 12,11). Así Pedro puede exclamar: «Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes» (Ac 12,11). Pero el ángel no sólo recuerda al de la liberación de Israel de Egipto, sino también al de la Resurrección de Cristo. De hecho, los Hechos de los Apóstoles narran: «De repente se presentó el ángel del Señor y se iluminó la celda. Tocando a Pedro en el costado, lo despertó» (Ac 12,7). La luz que llena la celda de la prisión, la acción misma de despertar al Apóstol, remiten a la luz liberadora de la Pascua del Señor que vence las tinieblas de la noche y del mal. Por último, la invitación: «Envuélvete en el manto y sígueme» (Ac 12,8), hace resonar en el corazón las palabras de la llamada inicial de Jesús (cf. Mc 1,17), repetida después de la Resurrección junto al lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro: «Sígueme» (Jn 21,19 Jn 21,22). Es una invitación apremiante al seguimiento: sólo saliendo de sí mismos para ponerse en camino con el Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.
Quiero subrayar también otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel: de hecho, notamos que, mientras la comunidad cristiana ora con insistencia por él, Pedro «estaba durmiendo» (Ac 12,6). En una situación tan crítica y de serio peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que en cambio denota tranquilidad y confianza; se fía de Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos, y se abandona totalmente en las manos del Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, solidaria con los demás, plenamente confiada en Dios, que nos conoce en lo más íntimo y cuida de nosotros de manera que —dice Jesús— «hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo» (Mt 10,30-31). Pedro vive la noche de la prisión y de la liberación de la cárcel como un momento de su seguimiento del Señor, que vence las tinieblas de la noche y libra de la esclavitud de las cadenas y del peligro de muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios pasos descritos esmeradamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa la primera y la segunda guardia, hasta el portón de hierro que daba a la ciudad, el cual se abre solo ante ellos (cf. Ac 12,10). Pedro y el ángel del Señor avanzan juntos un tramo del camino hasta que, vuelto en sí, el Apóstol se da cuenta de que el Señor lo ha liberado realmente y, después de reflexionar, se dirige a la casa de María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos se hallan reunidos en oración; una vez más la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es ponerse en manos de Dios, intensificar la relación con él.
Aquí me parece útil recordar otra situación no fácil que vivió la comunidad cristiana de los orígenes. Nos habla de ella Santiago en su Carta. Es una comunidad en crisis, en dificultad, no tanto por las persecuciones, cuanto porque en su seno existen celos y disputas (cf. St Jc 3,14-16). Y el Apóstol se pregunta el porqué de esta situación. Encuentra dos motivos principales: el primero es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus deseos de placer, de su egoísmo (cf. St Jc 4,1-2); el segundo es la falta de oración —«no pedís» (Jc 4,2)— o la presencia de una oración que no se puede definir como tal –«pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones» (Jc 4,3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si la comunidad unida hablara con Dios, si orara realmente de modo asiduo y unánime. Incluso hablar sobre Dios, de hecho, corre el riesgo de perder su fuerza interior y el testimonio se desvirtúa si no están animados, sostenidos y acompañados por la oración, por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Una advertencia importante también para nosotros y para nuestras comunidades, sea para las pequeñas, como la familia, sea para las más grandes, como la parroquia, la diócesis o la Iglesia entera. Y me hace pensar que oraban en esta comunidad de Santiago, pero oraban mal, sólo por sus propias pasiones. Debemos aprender siempre de nuevo a orar bien, orar realmente, orientarse hacia Dios y no hacia el propio bien.
La comunidad, en cambio, que acompaña a Pedro mientras se halla en la cárcel, es una comunidad que ora verdaderamente, durante toda la noche, unida. Y es una alegría incontenible la que invade el corazón de todos cuando el Apóstol llama inesperadamente a la puerta. Son la alegría y el asombro ante la acción de Dios que escucha. Así, la Iglesia eleva su oración por Pedro; y a la Iglesia vuelve él para narrar «cómo el Señor lo sacó de la cárcel» (Ac 12,17). En aquella Iglesia en la que está puesto como roca (cf. Mt 16,18), Pedro narra su «Pascua» de liberación: experimenta que en seguir a Jesús está la verdadera libertad, que nos envuelve la luz deslumbrante de la Resurrección y por esto se puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y «realmente el Señor ha mandado a su ángel para librarlo de las manos de Herodes» (cf. Ac 12,11). El martirio que sufrirá después en Roma lo unirá definitivamente a Cristo, que le había dicho: cuando seas viejo, otro te llevará adonde no quieras, para indicar con qué muerte iba a dar gloria a Dios (cf. Jn 21,18-19).
Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro narrado por san Lucas nos dice que la Iglesia, cada uno de nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero lo que nos sostiene es la vigilancia incesante de la oración. También yo, desde el primer momento de mi elección a Sucesor de san Pedro, siempre me he sentido sostenido por vuestra oración, por la oración de la Iglesia, sobre todo en los momentos más difíciles. Lo agradezco de corazón. Con la oración constante y confiada el Señor nos libra de las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la serenidad del corazón para afrontar las dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición y la persecución. El episodio de Pedro muestra esta fuerza de la oración. Y el Apóstol, aunque esté en cadenas, se siente tranquilo, con la certeza de que nunca está solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca de él; más aún, sabe que «la fuerza de Cristo se manifiesta plenamente en la debilidad» (2Co 12,9). La oración constante y unánime es un instrumento valioso también para superar las pruebas que puedan surgir en el camino de la vida, porque estar unidos a Dios es lo que nos permite estar también profundamente unidos los unos a los otros. Gracias.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Costa Rica, Perú, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a experimentar cómo la oración constante y de la comunidad unida es un precioso instrumento para superar las dificultades que surgen en el camino de la vida, porque cuando estamos profundamente unidos a Dios, estamos también unidos a los hermanos. Muchas gracias.
16052
Plaza de San Pedro
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quiero comenzar a hablar de la oración en las Cartas de san Pablo, el Apóstol de los gentiles. Ante todo, quiero notar cómo no es casualidad que sus Cartas comiencen y concluyan con expresiones de oración: al inicio, acción de gracias y alabanza; y, al final, deseo de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la que está dirigida la carta. Entre la fórmula de apertura: «Doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo» (Rm 1,8), y el deseo final: «La gracia del Señor Jesús esté con vosotros» (1Co 16,23), se desarrollan los contenidos de las Cartas del Apóstol. La oración de san Pablo se manifiesta en una gran riqueza de formas que van de la acción de gracias a la bendición, de la alabanza a la petición y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra cómo la oración implica y penetra todas las situaciones de la vida, tanto las personales como las de las comunidades a las que se dirige.
Un primer elemento que el Apóstol quiere hacernos comprender es que la oración no se debe ver como una simple obra buena realizada por nosotros con respecto de Dios, una acción nuestra. Es ante todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la Carta a los Romanos escribe: «Del mismo modo el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Y sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: «No sabemos orar como conviene». Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Sólo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice: precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.
En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no sólo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que «no sabemos orar como conviene» (Rm 8,26). Y el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestra oración a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo obra del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres vinculados a las realidades materiales en hombres espirituales. En la Primera Carta a los Corintios dice: «Nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu» (1Co 2,12-13). Al habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios (cf. Rm 8,26).
Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del Espíritu del Hijo de Dios, en el que hemos sido hecho hijos. San Pablo habla del Espíritu de Cristo (cf. Rm 8,9) y no sólo del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su Espíritu es también Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, se hizo ya muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios e Hijo del hombre, el Espíritu de Dios también se hace espíritu humano y nos toca; podemos entrar en la comunión del Espíritu. Es como si dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo, que vivió, fue crucificado, murió y resucitó. El Apóstol recuerda que «nadie puede decir “Jesús es Señor”, sino por el Espíritu Santo» (1Co 12,3). Así pues, el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que «ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros» (cf. Ga 2,20). En sus Catequesis sobre los sacramentos, san Ambrosio, reflexionando sobre la Eucaristía, afirma: «Quien se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo» (5, 3, 17: pl 16, 450).
Y ahora quiero poner de relieve tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando dejamos actuar en nosotros, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro obrar.
Ante todo, con la oración animada por el Espíritu somos capaces de abandonar y superar cualquier forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de los hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro ser en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la situación descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino el mal que no queremos (cf. Rm 7,19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, por las circunstancias de nuestro ser a causa del pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal. El Apóstol quiere darnos a entender que no es en primer lugar nuestra voluntad lo que nos libra de estas condiciones, y tampoco la Ley, sino el Espíritu Santo. Y dado que «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3,17), con la oración experimentamos la libertad que nos ha dado el Espíritu: una libertad auténtica, que es libertad del mal y del pecado para el bien y para la vida, para Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de optar por el mal, sino con el «fruto del Espíritu que es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22). Esta es la verdadera libertad: poder seguir realmente el deseo del bien, de la verdadera alegría, de la comunión con Dios, y no ser oprimido por las circunstancias que nos llevan a otras direcciones.
Una segunda consecuencia que se verifica en nuestra vida cuando dejamos actuar en nosotros al Espíritu de Cristo es que la relación misma con Dios se hace tan profunda que no la altera ninguna realidad o situación. Entonces comprendemos que con la oración no somos liberados de las pruebas o de los sufrimientos, sino que podemos vivirlos en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cf. Rm 8,17). Muchas veces, en nuestra oración, pedimos a Dios que nos libre del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Sin embargo, a menudo tenemos la impresión de que no nos escucha y entonces corremos el peligro de desalentarnos y de no perseverar. En realidad, no hay grito humano que Dios no escuche, y precisamente en la oración constante y fiel comprendemos con san Pablo que «los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rm 8,18). La oración no nos libra de la prueba y de los sufrimientos; más aún —dice san Pablo— nosotros «gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8,23); él dice que la oración no nos libra del sufrimiento, pero la oración nos permite vivirlo y afrontarlo con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, el cual —según la Carta a los Hebreos — «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (He 5,7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas, no fue la liberación de los sufrimientos, de la cruz, de la muerte, sino que fue una escucha mucho más grande, una respuesta mucho más profunda; a través de la cruz y la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva también a nosotros a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, en la plena esperanza, en la confianza en Dios que responde como respondió al Hijo.
Y, en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de toda la creación, que, «expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Esto significa que la oración, sostenida por el Espíritu de Cristo que habla en lo más íntimo de nosotros mismos, no permanece nunca cerrada en sí misma, nunca es sólo oración por mí, sino que se abre a compartir los sufrimientos de nuestro tiempo, de los demás. Se transforma en intercesión por los demás, y así en mi liberación, en canal de esperanza para toda la creación, en expresión de aquel amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que se nos ha dado (cf. Rm 5,5). Y precisamente este es un signo de una verdadera oración, que no acaba en nosotros mismos, sino que se abre a los demás, y así me libera, así ayuda a la redención del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración debemos abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, el cual ruega en nosotros con gemidos inefables, para llevarnos a adherirnos a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El Espíritu de Cristo se convierte en la fuerza de nuestra oración «débil», en la luz de nuestra oración «apagada», en el fuego de nuestra oración «árida», dándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir afrontando las pruebas de la existencia, con la certeza de que no estamos solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación «que gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Gracias.
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Saludo cordialmente a los grupos de lengua española, en particular al de la Institución Teresiana, en el centenario de su fundación y fiel servicio a la Iglesia, así como a los provenientes de España, México, Costa Rica, Guatemala, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor, que su Espíritu sea nuestra fuerza para afrontar las pruebas con la esperanza de estar radicados en Dios. Muchas gracias.
Plaza de San Pedro
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