Balmes Jaime - El criterio - § X: Imposibilidad de sentido común, impropiamente contenida en la imposibilidad moral



Capítulo V: Cuestiones de existencia. -Conocimiento adquirido por el testimonio inmediato de los sentidos

§ I: Necesidad del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos proporcionan el conocimiento de las cosas

Asentados los principios y reglas que deben guiarnos en las cuestiones de posibilidad pasemos ahora a las de existencia, que ofrecen un campo más vasto y más útiles y frecuentes aplicaciones.

De la existencia o no existencia de un ser, o bien de que una cosa es o no es, podemos cerciorarnos de dos maneras: por nosotros mismos o por medio de otros.

El conocimiento de la existencia de las cosas que es adquirido por nosotros mismos, sin intervención ajena, proviene de los sentidos mediata o inmediatamente: o ellos nos presentan el objeto, o de las impresiones que los mismos nos causan pasa el entendimiento a inferir la existencia de lo que no se hace sensible o no lo es. La vista me informa inmediatamente de la existencia de un edificio que tengo presente; pero un trozo de columna, algunos restos de un pavimento, una inscripción u otras señales me hacen conocer que en tal o cual lugar existió un templo romano. En ambos casos debo a los sentidos la noticia; pero en el primero inmediata, en el segundo mediatamente.

Quien careciese de los sentidos tampoco llegaría a conocer la existencia de los seres espirituales, pues, adormecido, el entendimiento, no pudiera adquirir esta noticia ni por la razón ni por la fe, a no ser que Dios le favoreciera por medios extraordinarios, de que ahora no se trata.

A la distinción arriba explicada en nada obstan los sistemas que pueden adoptarse sobre el origen de las ideas, ora se las suponga adquiridas, ora sean tan sólo excitadas por ellos; lo cierto es que nada sabemos, nada pensamos si los sentidos no han estado en acción. Además, hasta les dejaremos a los ideólogos la facultad de imaginar lo que bien les pareciere sobre las funciones intelectuales de un hombre que careciese de todos los sentidos; sin riesgo podemos otorgarles tamaña latitud, supuesto que nadie aclarará jamás lo que en ello habría de verdad, ya que el paciente no sería capaz de comunicar lo que le pasa, ni por palabras ni por señas. Finalmente, aquí se trata de hombres dotados de sentidos, y la experiencia enseña que esos hombres conocen o lo que sienten o por lo que sienten.

§ II: Errores en que incurrimos por ocasión de los sentidos. Su remedio. -Ejemplos

El conocimiento inmediato que los sentidos nos dan de la existencia de una cosa es a veces errado, porque no nos servimos como debemos de estos admirables instrumentos que nos ha concedido el Autor de la Naturaleza. Los objetos corpóreos, obrando sobre el órgano de los sentidos, causan una impresión a nuestra alma; asegurémonos bien de cuál es esta impresión, sepamos hasta qué punto le corresponde la existencia de un objeto; ha aquí las reglas para no errar en estas materias. Algunas explicaciones enseñarán más que los preceptos y teorías.

Veo a larga distancia un objeto que se mueve, y digo: «Allí hay un hombre»; acercándome más descubro que no es así, y que sólo hay un arbusto mecido por el viento. ¿Me ha engañado el sentido de la vista? No; porque la impresión que ella me transmitía era únicamente de un bulto movido, y si yo hubiese atendido bien a la sensación recibida habría notado que no me pintaba un hombre. Cuando, pues, yo he querido hacerle tal, no debo culpar al sentido, sino a mi poca atención, o bien a que, notando alguna semejanza entre el bulto y un hombre visto de lejos, he inferido que aquello debía de serlo en efecto, sin advertir que la semejanza y la realidad son cosas muy diversas.

Teniendo algunos antecedentes de que se dará una batalla o se hostilizará alguna plaza, paréceme que he oído cañonazos, y me quedo con la creencia de que ha comenzado el fuego. Noticias posteriores me hacen saber que no se ha disparado un tiro; ¿quién tiene la culpa de mi error? No mi oído, sino yo. El ruido se oía, en efecto, pero era el de los golpes de un leñador que resonaban en el fondo de un bosque distante; era el de cerrarse alguna puerta, cuyo estrépito retumbaba en el edificio, y sus cercanías; era el de otra cosa cualquiera, que producía un sonido semejante al del estampido de un cañón lejano. ¿Estaba yo bien seguro de que no se hallaba a mis inmediaciones la causa del ruido que me producía la ilusión? ¿Estaba bastante ejercitado para discernir la verdad, atendida la distancia en que debía hacerse el fuego, la dirección del lugar y el viento que a la sazón reinaba? No es, pues, el sentido quien me ha engañado, sino mi ligereza y precipitación. La sensación era tal cual debía ser, pero yo le he hecho decir lo que ella no me decía. Si me hubiese contentado con afirmar que oía ruido parecido al de cañonazos distantes no hubiera inducido al error a otros y a mí mismo.

A uno le presentan un alimento de excelente calidad, y al probarlo dice: «Es malo, intolerable; se conoce que hay tal o cual mezcla» porque, en efecto, su paladar lo experimenta así. ¿Le engañó el sentido? No. Si le pareció amargo no podría suceder de otra manera, atendida la indisposición gástrica que le tiene cubierta la lengua de un humor que lo maleaba todo. Bastábale a este hombre un poco de reflexión para no condenar tan fácilmente o al criado o al revendedor. Cuando el paladar está bien dispuesto, sus sensaciones nos indican las calidades del alimento; en el caso contrario, no.

§ III: Necesidad de emplear en algunos casos más de un sentido para la debida comparación

Conviene notar que para conocer por medio de los sentidos la existencia de un objeto no basta a veces el uso de uno solo, sino que es preciso emplear otros al mismo tiempo o bien atender a las circunstancias que nos pueden prevenir contra la ilusión. Es cierto que el discernir hasta qué punto corresponde la existencia de un objeto a la sensación que recibimos es obra de la comparación, la que es fruto de la experiencia. Un ciego a quien se quitan las cataratas no juzga bien de las distancias, tamaños y figuras, hasta haber adquirido la práctica de ver. Esta adquisición la hacemos sin advertirla desde niños, y así creemos que basta abrir los ojos para juzgar de los objetos tales como son en sí. Una experiencia muy sencilla y frecuente nos convencerá de lo contrario. Un hombre adulto y un niño de tres años están mirando por un vidrio que les ofrece a la vista paisajes, animales, ejércitos; ambos reciben la misma impresión; pero el que sabe bien que no ha salido al campo y se halla en un aposento cerrado no se altera ni por la cercanía de las fieras ni por los desastres del campo de batalla. Lo que le cuesta trabajo es conservar la ilusión; y más de una vez habrá menester distraerse de la realidad y suplir algunos defectos del cuadro o instrumento para sentir placer con la presencia del espectáculo. Pero el niño, que no compara, que sólo atiende a la sensación en todo su aislamiento, se espanta y llora, temiendo que se lo han de comer las fieras o viendo que tan cruelmente se matan los soldados.

Todavía más: experimentamos a cada paso que una perspectiva excelente de la cual no teníamos noticia, vista a la correspondiente distancia, nos causa ilusión, y nos hace tomar por objetos de relieve los que en realidad son planos. La sensación no es errada; pero sí lo es el juicio que por ella formamos. Si advirtiésemos que caben reglas para producir en la retina la misma impresión con un objeto plano que con otro abultado, nos hubiéramos complacido en la habilidad del artista, sin caer en error. Este habría desaparecido mirando el objeto desde puntos diferentes o valiéndonos del tacto.

§ IV: Los sanos de cuerpo y enfermos de espíritu

Los que tratan del buen uso de los sentidos suelen advertir que es preciso cuidar de que alguna indisposición no afecte a los órganos, y así se nos comuniquen sensaciones capaces de engañarnos; esto es, sin duda, muy prudente, pero no tan útil como se cree. Los enfermos raras veces se dedican a estudios serios; y así sus equivocaciones son de poca trascendencia; además, que ellos mismos, o sus allegados, bien pronto notan la alteración del órgano, con lo cual se previene oportunamente el error. Los que necesitan reglas son los que, estando sanos de cuerpo, no lo están de espíritu, y que, preocupalos de un pensamiento, ponen a su disposición y servicio todos sus sentidos, haciéndoles percibir, quizá con la mayor buena fe, todo lo que conviene al apoyo del sistema excogitado. ¿Qué no descubrirá en los cuerpos celestes el astrónomo que maneja el telescopio no con ánimo reposado, y ajeno de parcialidad, sino con vivo deseo de probar una aserción aventurada con sobrada ligereza? ¿Qué no verá con el microscopio el naturalista que se halle en disposición semejante?

A propósito he dicho que estos errores podían padecerse quizás con la mayor buena fe; porque sucede muy a menudo que el hombre se engaña primero a sí mismo antes de engañar a los otros. Dominado por su opinión favorita, ansioso de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los objetos no para saber, sino para vencer; y así acontece que halla en ellos todo lo que quiere. Muchas veces los sentidos no le dicen nada de lo que él pretende; pero le ofrecen algo desemejante: «Esto es -exclama alborozado-; helo aquí, es lo mismo, que yo sospechaba»; y cuando se levanta en su espíritu alguna duda, procura sofocarla, achácala a poca fe en su incontrastable doctrina, se esfuerza en satisfacerse a sí mismo, cerrando los ojos a la luz, para poder engañar a los otros sin verse precisado a mentir.

Basta haber estudiado el corazón del hombre para conocer que estas escenas no son raras y que jugamos con nosotros mismos de una manera lastimosa. ¿Necesitamos una convicción? Pues de un modo u otro trabajemos en formárnosla; al principio la tarea es costosa, pero al fin viene el hábito a robustecer lo débil, se allega, el orgullo para no permitir retroceso, y el que comenzó luchando contra sí mismo con un engaño que no se le ocultaba del todo acaba por ser realmente engañado y se entrega a su parecer con obstinación incorregible.

§ V: Sensaciones reales, pero sin objeto externo. -Explicación de este fenómeno

Además es menester advertir que no siempre sucede que el alucinado atribuya a la sensación más de lo que ella le presenta; una imaginación vivamente poseída de un objeto obra sobre los mismos sentidos, y alterando el curso ordinario de las funciones, hace que realmente se sienta lo que no hay. Para comprender cómo esto se verifica conviene recordar que la sensación no se verifica en el órgano del sentido, sino en el cerebro, por más que la fuerza del hábito nos haga referir la impresión al punto del cual la recibimos. Estando el ojo muy sano nos quedamos completamente ciegos si sufre lesión el nervio óptico; y privada la comunicación de un miembro cualquiera con el cerebro, se extingue el sentido. De esto se infiere que el verdadero receptáculo de todas las sensaciones es el cerebro, y que si en una de sus partes se excita por un acto interno la impresión que suele ser producida por la acción del órgano externo, existirá la sensación sin que haya habido impresión exterior. Es decir, que si al recibir el órgano externo la impresión de un cuerpo la comunica al cerebro, causando en el nervio A la vibración u otra afección B, y por una causa cualquiera, independiente de los cuerpos exteriores, se produce en el mismo órgano A la misma vibración B, experimentaremos idéntica sensación que si el órgano externo fuese afectado en la realidad.

En este punto se hallan de acuerdo la razón y la observación. El alma se informa de los objetos exteriores inmediatamente por los sentidos, pero inmediatamente por el cerebro; cuando éste, pues, recibe tal o cual impresión, no puede ella desentenderse de referirla al lugar de donde suele proceder y al objeto que de ordinario la produce. Si se halla advertida de que la organización está alterada se precaverá contra el error, pero no será dejando de recibir la sensación, sino desconfiando del testimonio de ella. Cuando Pascal, según cuentan, veía un abismo a su lado, bien sabía que en realidad no era así; mas no dejaba de recibir la misma sensación que si hubiese habido tal abismo, y no alcanzaba a vencer la ilusión por más que se esforzase. Este fenómeno se verifica, muy a menudo y no se hace extraño a los que tienen algunas nociones sobre semejantes materias.

§ VI: Maniáticos y ensimismados

Lo que acontece habitualmente en estado de enfermedad cerebral puede suceder muy bien cuando, exaltada la imaginación por una causa cualquiera, se pone actualmente enfermiza con relación a lo que la preocupa. ¿Qué son las manías sino la realización de este fenómeno? Pues entiéndase que las manías están distribuídas en muchas clases y graduaciones; que las hay continuas y por intervalos, extravagantes y arregladas, vulgares y científicas; y que así como Don Quijote convertía los molinos de viento en desaforados gigantes y los rebaños de ovejas y carneros en ejércitos de combatientes, puede también un sabio testarudo descubrir, con la ayuda de sus telescopios, microscopios y demás instrumentos, todo cuanto a su propósito cumpliere.

Los hombres muy pensadores y ensimismados corren gran riesgo de caer en manías sabias, en ilusiones sublimes; que la mísera humanidad, por más que se cubra con diferentes formas, según las varias situaciones de la vida, lleva siempre consigo su patrimonio de flaqueza. Para una débil mujercilla el susurro del viento es un gemido misterioso, la claridad de la luna es la aparición de un finado y el chillido de las aves nocturnas es el grito de las evocaciones del averno para asistir a pavorosas escenas. Desgraciadamente no son sólo las mujeres las que tienen imaginación calenturienta y que toman por realidades los sueños de su fantasía(5).



Capítulo VI

Conocimiento de la existencia de las cosas adquirido mediatamente por los sentidos

§ I: Transición de lo sentido a lo no sentido

Los sentidos nos dan inmediatamente noticias de la existencia de muchos objetos, pero de éstos son todavía en mayor número los que no ejercen acción sobre los órganos materiales o por ser incorpóreos o por no estar en disposición de afectarlos. Sobre lo que nos comunican los sentidos se levanta un tan extenso y elevado edificio de conocimientos de todas clases que, al mirarle, se hace difícil percibir cómo ha podido cimentarse en tan reducida base.

Donde no alcanzan los sentidos llega el entendimiento, conociendo la existencia de objetos insensibles por medio de los sensibles. La lava esparcida sobre un terreno nos hace conocer la existencia pasada de un volcán que no hemos visto; las conchas encontradas en la cumbre de un monte nos recuerdan la elevación de las aguas, indicándonos una catástrofe que no hemos presenciado; ciertos trabajos subterráneos nos muestran que en tiempos anteriores se benefició allí una mina; las ruinas de las antiguas ciudades nos señalan la morada de hombres que no hemos conocido. Así, los sentidos nos presentan un objeto y el entendimiento llega con este medio al conocimiento de otros muy diferentes.

Si bien se observa, este tránsito de lo conocido a lo desconocido, no lo podemos hacer sin que antes tengamos alguna idea más o menos completa, más o menos general del objeto desconocido, y sin que, al propio tiempo sepamos que hay entre los dos alguna dependencia. Así, en los ejemplos aducidos, si bien no conocía aquel volcán determinado, ni las olas que inundaron la montaña, ni a los mineros, ni a los moradores, no obstante todos estos objetos me eran conocidos en general, así como sus relaciones con lo que me ofrecían los sentidos. De la contemplación de la admirable máquina del universo no pasaríamos al conocimiento del Criador si no tuviéramos idea de efectos y causa de orden y de inteligencia. Y sea dicho de paso, esta sola observación basta para desbaratar el sistema de los que no ven en nuestro pensamiento más que sensaciones transformadas.

§ II: Coexistencia y sucesión

La dependencia de los objetas es lo único que puede autorizarnos para inferir de la existencia del uno la del otro, y, por consiguiente, toda la dificultad estriba en conocer esta dependencia. Si la íntima naturaleza de las cosas estuviera patente a nuestros ojos, bastaría fijarla en un ser para conocer, desde luego, todas sus propiedades y relaciones, entre las cuales descubriríamos las que le ligan con otros. Por desgracia no es así, pues en el orden físico, como en el moral, son muy escasas e incompletas las ideas que poseemos sobre los principios constitutivos de los seres. Estos son preciosos secretos velados cuidadosamente por mano del Criador, de la propia suerte que lo más rico y exquisito que abriga la Naturaleza suele ocultarse en los senos más recónditos.

Por esta falta de conocimiento en lo tocante a la esencia de las cosas nos vemos con frecuencia precisados a conjeturar su dependencia por sólo su coexistencia o sucesión, infiriendo que la una depende de la otra porque algunas o muchas veces existen juntas o porque ésta viene en pos de aquélla. Semejante raciocinio, que no siempre puede tacharse de infundado, tiene, sin embargo, el inconveniente de inducirnos con frecuencia al error, pues no es fácil poseer la discreción necesaria para conocer cuando la existencia o la sucesión son un signo de dependencia y cuándo no.

En primer lugar, debe asentarse por indudable que la existencia simultánea de dos seres, ni tampoco su inmediata sucesión, consideradas en sí solas, no prueban que el uno dependa del otro. Una planta venenosa y pestilente se halla tal vez al lado de otra medicinal y aromática; un reptil dañino y horrible se arrastra quizás a poca distancia de la bella e inofensiva mariposa; el asesino, huyendo de la justicia, se oculta en el mismo bosque donde está en acecho un honrado cazador; un airecillo fresco y suave recrea la Naturaleza toda, y algunos momentos después sopla el violento huracán, llevando en sus negras alas tremenda tempestad.

Así es muy arriesgado el juzgar de las relaciones de dos objetos porque se les ha visto unidos alguna vez o sucederse con poco intervalo; este es un sofisma que se comete con demasiada frecuencia, cayéndose por él en infinitos errores. En él se encontrará el origen de tantas predicciones como se hacen sobre las variaciones atmosféricas, que bien pronto la experiencia manifiesta fallidas; de tantas conjeturas sobre manantiales de agua, sobre veneros de metales preciosos, y otras cosas semejantes. Se ha visto algunas veces que, después de tal o cual posición de las nubes, de tal o cual viento, de tal o cual dirección de la niebla de la mañana, llovía, o tronaba, o acontecían otras mudanzas de tiempo; se habrá notado que en el terreno de este o aquel aspecto se encontró, algunas veces agua, que en pos de estas o aquellas vetas se descubrió el precioso mineral; y se ha inferido, desde luego, que había una relación entre los dos fenómenos, y se ha tomado el uno como señal del otro, no advirtiendo que era dable una coincidencia enteramente casual y sin que ellos tuviesen entre sí relación de ninguna clase.

§ III: Dos reglas sobre la coexistencia y la sucesión

La importancia de la materia exige que se establezcan algunas reglas:

1ª. Cuando una experiencia constante y dilatada nos muestra dos objetos existentes a un mismo tiempo, de tal suerte que en presentándose el uno se presenta también el otro, y en faltando el uno falta también el otro, podemos juzgar, sin temor de equivocarnos, que tienen entre sí algún enlace, y, por tanto, de la existencia del uno inferiremos legítimamente la existencia del otro.

2ª. Si dos objetos se suceden indefectiblemente, de suerte que puesto el primero, siempre se haya visto que seguía el segundo, y que al existir éste, siempre se haya notado la procedencia de aquél, podremos deducir con certeza que tienen entre sí alguna dependencia.

Tal vez sería dificil demostrar filosóficamente la verdad de estas aserciones; sin embargo, los que las pongan en duda seguramente no habrán observado que, sin formularlas, las toma por norma el buen sentido de la Humanidad que en muchos casos se acomoda a ellas la ciencia, y que en las más de las investigaciones no tiene el entendimiento de otro guía.

Creo que nadie pondrá dificultad en que las frutas, cuando han adquirido cierto tamaño, figura y color, dan señal de que son sabrosas. ¿Cómo sabe esta relación el rústico que las coge? ¿Cómo de la existencia del color y demás calidades que ve infiere la de otra que no experimenta, la del sabor? Exigidle que os explique la teoría de este enlace, y no sabrá qué responderos; pero objetadle dificultades y empeñaos en persuadirle que se equivoca en la elección, y se reirá de vuestra filosofía, asegurado en su creencia por la simple razón de que «siempre sucede así».

Todo el mundo está convencido de que cierto grado de frío hiela los líquidos y que otro de calor los vuelve al primer estado. Muchos son los que no saben la razón de estos fenómenos, pero nadie duda de la relación entre la congelación y el frío, y la liquidación y el calor. Quizás podrían suscitarse dificultades sobre las explicaciones que en esta parte ofrecen los físicos; pero el linaje humano no aguarda a que en semejantes materias le ilustren los sabios: «Siempre existen juntos estos hechos -dice-; luego entre ellos hay alguna relación que los liga.»

Son infinitas las aplicaciones que podrían hacerse de la regla establecida; pero las anteriores bastan para que cualquiera las encuentre por sí mismo. Sólo diré que la mayor parte de los usos, de la vida están fundados en este principio: la simultánea existencia de dos seres observada por dilatado tiempo autoriza para deducir que existiendo el uno existirá también el otro. Sin dar por segura esta regla, el común de los hombres no podría obrar y los mismos filósofos se encontrarían más embarazados de lo que, tal vez, se figuran. Darían pocos pasos más que el vulgo.

La segunda regla es muy análoga a la primera: se funda en los mismos principios y se aplica a los mismos usos. La constante experiencia manifiesta que el pollo sale de un huevo; nadie, hasta ahora, ha explicado satisfactoriamente cómo del licor encerrado en la cáscara se forma aquel cuerpecito tan admirablemente organizado; y aun cuando la ciencia diese cumplida razón del fenómeno, el vulgo no lo sabría; y, sin embargo, ni éste ni los sabios vacilan en creer que hay una relación de dependencia entre el licor y el polluelo; al ver el pequeño viviente, todos estamos seguros de que le ha precedido aquella masa que a nuestros ojos se presentaba informa y torpe.

La generalidad de los hombres, o mejor diremos todos, ignoran completamente de qué manera la tierra vegetal concurre al desarrollo de las semillas y al crecimiento de las plantas, ni cuál es la causa de que unos terrenos se adapten mejor que otros a determinadas producciones; pero siempre se ha visto así, y esto es suficiente para que se crea que una cosa depende de otra y para que al ver la segunda deduzcamos, sin temor de errar, la existencia de la primera.

§ IV: Observaciones sobre la relación de causalidad. Una regla de los dialécticos

Sin embargo, conviene advertir la diferencia que va de la sucesión observada una sola vez, o repetida muchas. En el primer caso no sólo no arguye causalidad, pero ni aun relación de ninguna clase; en el segundo, no siempre indica dependencia de efecto y causa, pero sí al menos dependencia de una causa común. Si el flujo y reflujo del mar se hubiese observado que coincidía una que otra vez con cierta posición de la luna, no podría inferirse que existía relación entre los dos fenómenos; mas siendo constante la expresada coincidencia, los físicos debieron inferir que si el uno no es causa del otro, al menos tienen ambos una causa común, y que así están ligados en su origen.

A pesar de lo que acabo de decir, tienen mucha razón los dialécticos cuando tachan de sofístico el raciocinio siguiente: post hoc, ergo propter hoc: después de esto, luego por esto. 1º.Porque ellos no hablan de una sucesión constante. 2º. Porque, aun cuando hablaran, esta sucesión puede indicar dependencia de una causa común y no que lo uno sea causa de lo otro.

Si bien se observa, la misma regla a que atendemos en los negocios comunes es más general de lo que a primera vista pudiera parecer: de ella nos servimos en el curso ordinario de las cosas, de la propia suerte que en lo tocante a la Naturaleza. Según el objeto de que se trata, se modifica la aplicación de la regla; en unos casos basta una experiencia de pocas veces, en otros se la exige más repetida; pero, en el fondo, siempre andamos guiados por el mismo principio: dos hechos que siempre se suceden tienen entre sí alguna dependencia: la existencia del uno indicará, pues, la del otro.

§ V: Un ejemplo

Es de noche y veo que en la cima de una montaña se enciende un fuego; a poco rato de arder noto que en la montaña opuesta asoma una luz, brilla por breve tiempo y desaparece. Ésta ha salido después de encendido el fuego en la parte opuesta; pero de aquí no puedo inferir que haya entre los dos hechos relación alguna. Al día siguiente veo otra vez que se enciende el fuego en el mismo lugar y que del mismo modo se presenta la luz. La coincidencia en que ayer no me había parado siquiera ya me llama la atención hoy; pero esto podrá ser una casualidad, y no pienso más en ello. Al otro día acontece lo mismo; crece la sospecha de que sea una señal convenida. Durante un mes se verifica lo propio; la hora es siempre la misma, pero nunca falta la aparición de la luz a poco de arder el fuego; entoces ya no me cabe duda de que un hecho es dependiente del otro o, por lo menos, hay entre ellos alguna relación; y ya no me falta sino averiguar en qué consiste una novedad que no acierto a comprender.

En semejantes casos el secreto para descubrir la verdad y prevenir los juicios infundados consiste en atender a todas las circunstancias del hecho, sin descuidar ninguna, por despreciable que parezca. Así, en el ejemplo anterior, supuesto que a poco de encendido el fuego se presentaba la luz, diríase, a primera vista, que no es necesario pararse en la hora de la noche y ni tampoco en si esta hora variaba o no. Mas en la realidad estas circunstancias eran muy importantes, porque según fuese la hora era más o menos probable que se encendiese fuego y apareciese luz, y siendo siempre la misma era mucho menos probable que los dos hechos tuviesen relación que si hubiera sido variada. Un imprudente que no reparase en nada de eso alarmaría la comarca con las pretendidas señales; no cabría ya duda de que algunos malhechores se ponen de acuerdo, se explicaría sin dificultad el robo que sucedió tal o cual día, se comprendería lo que significaba un tiro que se oyó por aquella parte, y cuando la autoridad tuviera aviso del malvado complot, cuando recayeran ya negras sospechas sobre familias inocentes, he aquí que los exploradores enviados a observar de cerca el misterio podrían volver muy bien riéndose del espanto y del espantador y descifrando el enigma en los términos siguientes: Muy cerca de la cima donde arde el fuego está situada la casa de la familia A que a la hora de acostarse aposta un vigilante en las cercanías porque tiene noticia de que unos leñadores quieren estropear parte del bosque plantado de nuevo. El centinela siente frío y hace muy bien en encender lumbre sin ánimo de espantar a nadie si no es a los malandrínes de segur y cuerda. Como cabalmente aquella es la hora en que suelen acostarse los comarcanos, lo hace también la familia B, que habita en la cumbre de la montaña opuesta. Al sonar el reloj, levanta el dueño los reales de la chimenea, dice a todo el mundo: «Vámonos a dormir», y entretanto, él sale a un terrado al cual dan varias puertas y empuja por la parte de afuera para probar si los muchachos han cerrado bien. Como el buen hombre va a recogerse, lleva en la mano el candil, y heos aquí la luz misteriosa que salía a una misma hora y desaparecía en breve, coincidiendo con el fuego y haciendo casi pasar por ladrones a quienes sólo trataban de guardarse de ladrones.

¿Qué debía hacer en tal caso un buen pensador? Helo aquí. A poco rato de encendido el fuego aparece la luz, y siempre a una misma hora poco más o menos, lo que inclina a creer que será una señal convenida. El país está en paz; con que esto debiera de ser inteligencia de malhechores. Pero cabalmente no es probable que lo sea, porque no es regular que escojan siempre un mismo lugar y tiempo, con riesgo de ser notados y descubiertos. Además que la operación sería muy larga durando un mes, y estos negocios suelen redondearse con un golpe de mano. Por aquellas inmediaciones están las casas A y B, familias de buena reputación, que no se habrán metido a encubridores. Parece, pues, que o ha de ser coincidencia puramente casual, o que si hay seña, debe de ser sobre negocio que no teme los ojos de la justicia. La hora del suceso es precisamente la en que se recogen los vecinos de esta tierra; veamos si esto no será que algunos quehaceres obligan a los unos a encender fuego y a los otros a sacar la luz.

§ VI: Reflexiones sobre el ejemplo anterior

Reflexionando sobre el ejemplo anterior se nota que, a pesar de la ninguna relación de seña ni causa que en sí tenían los dos hechos, no obstante reconocían en cierto modo un mismo origen: el sonar la hora de acostarse. Así se echa de ver que el error no estaba en suponer que había algo de común en ellos, ni en pensar que la coincidencia no era puramente casual, sino en que se apelaba a interpretaciones destituidas de fundamento, se buscaba en la intención concertada de las personas lo que era simple efecto de la identidad de la hora.

Esta observación enseña, por una parte, el tino con que debe procederse en determinar la clase de relación que entre sí tienen dos hechos, simultáneos o sucesivos; pero, por otra, confirma más y más la regla dada de que cuando la simultaneidad o sucesión son constantes arguyen algún vínculo o relación o de los hechos entre sí o de ambos con un tercero.

§ VII: La razón de un acto que parece instintivo

Profundizando más la materia encontraremos que el inferir de la coexistencia o sucesión la relación entre los hechos coexistentes o sucesivos, aunque parezca un acto instintivo y ciego, es la aplicación de un principio que tenemos grabado en el fondo de nuestra alma y del que hacemos continuo uso sin advertirlo siquiera. Este principio es el siguiente: «Donde hay orden, donde hay combinación, hay causa que ordena y combina; el acaso no es nada.» Una que otra coincidencia la podemos mirar como casual; es decir, sin relación; pero siendo muy repetida, ya decimos, sin vacilar: «Aquí hay enlace, hay misterio; no llega a tanto la casualidad.»

Así se verifica que, examinando a fondo el espíritu humano, encontramos en todas partes la mano bondadosa de la Providencia, que se ha complacido en enriquecer nuestro entendimiento y nuestro corazón con inestimables preciosidades(6).



Capítulo VII: La lógica acorde con la claridad

§ I: Sabiduría de la ley que prohíbe los juicios temerarios

La ley cristiana, que prohíbe los juicios temerarios, es no sólo ley de caridad, sino de prudencia y buena lógica. Nada más arriesgado que juzgar de una acción, y sobre todo de la intención, por meras apariencias; el curso ordinario de las cosas lleva tan complicados los sucesos, los hombres se encuentran en situaciones tan varias, obran por tan diferentes motivos, ven los objetivos de maneras tan distintas, que a menudo nos parece un castillo fantástico lo que examinado de cerca y con presencia de las circunstancias, se halla lo más natural, lo más sencillo y arreglado.

§ II: Examen de la máxima «Piensa mal y no errarás»

El mundo cree dar una regla de conducta muy importante diciendo: «Piensa mal y no errarás», y se imagina haber enmendado de esta manera la moral evangélica. «Conviene no ser demasiado cándido -se nos advierte continuamente-; es necesario no fiarse de palabras; los hombres son muy malos; obras son amores y no buenas razones»; como si el Evangelio nos enseñase a ser imprudentes e imbéciles; como si Jesucristo, al encomendarnos que fuésemos sencillos como la paloma, no nos hubiera amonestado al mismo tiempo que fuésemos prudentes como la serpiente; como si no nos hubiera avisado que no creyésemos a todo espíritu; que para conocer el árbol atendiésemos al fruto, y, finalmente, como si a propósito de la malicia de los hombres no leyéramos ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura que el corazón del hombre está inclinado al mal desde su adolescencia.

La máxima perniciosa, que se propone nada menos que asegurar el acierto con la malignidad del juicio, es tan contraria a la caridad cristiana como a la sana razón. En efecto; la experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso dice mayor número de verdades que de mentiras, y que el más malvado hace muchas más acciones buenas o indiferentes que malas. El hombre ama naturalmente la verdad y el bien, y no se aparta de ellos sino cuando las pasiones le arrastran y extravían. Miente el mentiroso en ofreciéndosele alguna ocasión en que, faltando a la verdad, cree favorecer sus intereses o lisonjear su vanidad necia; pero fuera de estos casos, naturalmente, dice la verdad y habla como el resto de los hombres. El ladrón roba, el liviano se desmanda, el pendenciero riñe, cuando se presenta la oportunidad, estimulando la pasión; que si estuviesen abandonadas de continuo a sus malas inclinaciones serían verdaderos monstruos su crimen degeneraría en demencia, y entonces el decoro y buen orden de la sociedad reclamarían imperiosamente que se los apartase del trato de sus semejantes.

Infiérese de estas observaciones que el juzgar mal no teniendo el debido fundamento y el tomar la malignidad por garantía de acierto, es tan irracional como si habiendo en una urna muchísimas bolas blancas y poquísimas negras se dijera que las probabilidades de salir están en favor de las negras.

§ III: Algunas reglas para juzgar de la conducta de los hombres

Caben en esta materia reglas de juiciosa cautela, que nacen de la prudencia de la serpiente y no destruyen la candidez de la paloma.

Regla 1ª

No se debe fiar de la virtud del común de los hombres puesta a prueba muy dura.

La razón es clara: el resistir a tentaciones muy vehementes exige virtud firme y acendrada. Ésta se halla en pocos. La experiencia nos enseña que en semejantes extremos la debilidad humana suele sucumbir, y la Escritura nos previene que quien ama el peligro perecerá en él.

Sabéis que un comerciante honrado se halla en los mayores apuros cuando todo el mundo le considera en posición muy desembarazada. Su honor, el porvenir de su familia están pendientes de una operación poco justa, pero muy beneficiosa. Si se decide a ella todo queda remediado; si se abstiene, el fatal secreto se divulga y la perdición total es inevitable. ¿Qué hará? Si en la operación podéis salir perjudicado, precaveos a tiempo; apartaos de un edificio que si bien en una situación regular no amenazaba ruina, está ahora abatido por un furioso huracán.

Tenéis noticia de que dos personas de amable trato y bella figura han trabado relaciones muy íntimas y frecuentes; ambos son virtuosos, y aun cuando no mediaran otros motivos, el honor debiera bastar a contenerlos en los debidos límites. Si tenéis interés en ello, tomad vuestro partido cun presteza; si no, callad, no juzguéis temerariamente; pero rogad a Dios por ambos, que las oraciones podrán no ser inútiles.

Estáis en el gobierno, los tiempos son malos, la época crítica, los peligros muchos. Uno de vuestros dependientes, encargado de un puesto importante, se halla asediado noche y día por un enemigo que dispone de largas talegas. El dependiente es honrado, según os parece; tiene grandes compromisos por vuestra causa, y, sobre todo, es entusiasta de ciertos principios y los sustenta con mucho acaloramiento. A pesar de todo, será bueno que no perdáis de vista el negocio. Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de vuestro dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil pesos fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las consecuencias fuesen irreparables.

Un amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son sinceros. La amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de los corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le ha de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.

Estáis viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de alta trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus deberes más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El magistrado es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una felonía, y su entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los antecedentes no son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad arrecia, que el motín sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del gabinete el osado demagogo que lleva en una mano el papel que se ha de firmar y en otra el puñal o una pistola amartillada, temed más por la suerte del negocio que por la vida del magistrado. Es probable que no morirá: la entereza no es el heroísmo.

Con los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es lícito y muy prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece cuando el obrar bien exige una disposición de ánimo que la razón, la experiencia y la misma religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además, que para sospechar mal no siempre será menester que el apuro sea tal como se ha pintado. Para el común de los hombres suele bastar mucho menos, y para los decididamente malos, la simple oportunidad equivale a vehemente tentación. Así, no es posible señalar otra regla para discernir los casos, sino que es preciso atender a las circunstancias de la persona que es el objeto del juicio, graduando la probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su adhesión a la virtud.

De estas consideraciones nacen las otras reglas.

Regla 2ª

Para comparar cuál será la conducta de una persona en un caso dado es preciso conocer su inteligencia, su índole, carácter, moralidad, intereses y cuanto pueda influir en su determinación.

El hombre, aunque dotado de libertad de albedrío, no deja de estar sujeto a una muchedumbre de influencias que contribuyen poderosamente a decidirle. El olvido de una sola circunstancia nos puede llevar al error. Así, suponiendo que un hombre está en un compromiso del que le es difícil salir sin faltar a sus deberes, parece a primera vista que en sabiendo cuál es su moralidad y cuáles los obstáculos que a la sazón median para obrar conforme a ella, tenemos datos bastantes para pronosticar sobre el éxito. Pero entonces no llevamos en cuenta una cualidad que influye sobremanera en casos semejantes: la firmeza de carácter. Este olvido podrá hacer muy bien que defraude nuestras esperanzas un hombre virtuoso y las exceda el malo, pues que para sacar airosa la virtud en circunstancias apuradas sirve admirablemente el que obren en su favor pasiones enérgicas. Un alma de temple fuerte y brioso se exalta y cobra nuevo aliento a la vista del peligro; en el cumplimiento del deber se interesa entonces el orgullo, y un corazón que naturalmente se complace en superar obstáculos y arrostrar riesgos se siente más osado y resuelto cuando se halla animado por el grito de la conciencia. El ceder es debilidad; el volver atrás, cobardía; el faltar al deber es manifestar miedo, es someterse a la afrenta. El hombre de intención recta y corazón puro, pero pusilánime, mirará las cosas con ojos muy diferentes. «Hay un deber que cumplir, es verdad; pero trae consigo la muerte de quien lo cumpla y la orfandad de la familia. El mal se hará también de la misma manera, y quizá, quizá, los desastres serán mayores. Es necesario dar al tiempo lo que es suyo; la entereza no ha de convertirse en terquedad; los debetes no han de considerarse en abstracto, es preciso atender todas las circunstancias; las virtudes dejan de serlo si no andan regidas por la prudencia.» El buen hombre ha encontrado por fin lo que buscaba: un parlamentario entre el bien y el mal; el miedo, con su propio traje, no servía para el caso, pero ya se ha vestido de prudencia; la transacción no se hará esperar mucho.

He aquí un ejemplo bien palpable, y por cierto nada imaginario, de que es preciso atender a todas las circunstancias del individuo que se ha de juzgar. Desgraciadamente el conocimiento de los hombres es uno de los estudios más difíciles, y por lo mismo es tarea espinosa el recoger los datos precisos para acertar.

Regla 3ª

Debemos cuidar mucho de despojarnos de nuestras ideas y afecciones y guardarnos de pensar que los demás obrarán como obraríamos nosotros.

La experiencia de cada día nos enseña que el hombre se inclina a juzgar de los demás tomándose por pauta a sí mismo. De aquí han nacido los proverbios «Quien mal no hace, mal no piensa» y «Piensa el ladrón que todos son de su condición». Esta inclinación es uno de los mayores obstáculos para encontrar la verdad en todo lo concerniente a la conducta de los hombres; ella expone con frecuencia al virtuoso a ser presa de los amaños del malvado, y dirige a menudo contra probada honradez, y quizá acendrada virtud, los tiros de la maledicencia.

La reflexión, ayudada por costosos desengaños, cura a veces este defecto, origen de muchos males privados y públicos; pero su raíz está en el entendimiento y corazón del hombre, y es preciso estar siempre alerta si no se quiere que retoñen las ramas.

La razón de este fenómeno no sería difícil explicarla. En la mayor partede sus raciocinios procede el hombre por analogía. «Siempre ha sucedido esto; luego ahora, sucederá también.» «Comúnmente, después de tal hecho sobreviene tal otro; luego lo mismo acontecerá en la actualidad.» De aquí dimana que tan pronto como se ofrece la ocasión de formar juicio apelamos a la comparación; si un ejemplo apoya nuestra manera de opinar, nos afirmamos más en ella, y si la experiencia nos suministra muchos, sin esperar más pruebas, damos la cosa por demostrada. Natural es que necesitando comparaciones las busquemos en los objetos más conocidos y con los cuales nos hallamos más familiarizados; y como en tratándose de juzgar o conjeturar sobre la conducta ajena hemos menester calcular sobre los motivos que influyen en la determinación de la voluntad, atendemos, sin advertirlo siquiera, a lo que solemos hacer nosotros y prestamos a los demás el mismo modo de mirar y apreciar los objetos.

Esta explicación, tan sencilla como fundada, señala cumplidamente la razón de la dificultad que encontramos en despojarnos de nuestras ideas y sentimientos cuando así lo reclama el acierto en los juicios que formamos sobre la conducta de los demás. Quien no está acostumbrado a ver otros usos que los de su país tiene por extraño cuanto de ellos se desvía, y al dejar por primera vez el suelo patrio se sorprende a cada novedad que descubre. Lo propio nos sucede en el asunto de que tratamos: con nadie vivimos más íntimamente que con nosotros mismos, y hasta los menos amigos de concentrarse tienen por necesidad una conciencia muy clara del curso que ordinariamente siguen su entendimiento y voluntad. Preséntase un caso, y no atendiendo a que aquello pasa en el ánimo de los otros, como si dijéramos en tierra extraña, nos sentimos, naturalmente, llevados a pensar que deberá de suceder allí lo mismo, a corta diferencia, que hemos visto en nuestra patria. Y ya que he comenzado comparando, añadiré que así como los que han viajado mucho no se sorprenden por ninguna diversidad de costumbres y adquieren cierto hábito de acomodarse a todo sin extrañeza ni repugnancia, así los que se han dedicado al estudio del corazón y a la observación de los hombres son más diestros en despojarse de su manera de ser y sentir, y se colocan más fácilmente en la situación de los otros, como si dijéramos que cambian de traje y de tenor de vida y adoptan el aire y las maneras de los naturales del nuevo país(7).


Balmes Jaime - El criterio - § X: Imposibilidad de sentido común, impropiamente contenida en la imposibilidad moral