Balmes Jaime - El criterio - § XVII: La influencia del orgullo es peor para los negocios que la de la vanidad

§ XVII: La influencia del orgullo es peor para los negocios que la de la vanidad

Este defecto, aunque más ridículo que el orgullo, no tiene, sin embargo, tantos inconvenientes para la práctica. Como es una complacencia en la alabanza más bien que un sentimiento fuerte de superioridad, no ejerce sobre el entendimiento un influjo tan maléfico. Estos hombres son, por lo común, de un carácter flojo, como lo manifiesta la misma debilidad con que se dejan arrastrar por su inclinación. Así es que no suelen desechar, como los orgullosos, el consejo ajeno, y aun muchas, veces se adelantan a pedirle. No son tan altivos que no quieran recibir nada de nadie, y además se reservan el derecho de explotar después el negocio para formar su pomito de olor de vanagloria en que se puedan deleitar. ¿Es poco, por ventura, si el asunto sale bien, el gusto de referir todo lo que pensó el que le condujo, y la sagacidad con que conoció las dificultades, y el tino con que procedió para vencerlas, y la prudencia con que tomó consejo de personas entendidas, y lo mucho que el aconsejado ilustró el juicio del consejero? No deja de haber en esto una mina abundante, que a su debido tiempo será explotada cual conviene.

§ XVIII: Cotejo entre el orgullo y la vanidad

El orgullo tiene más malicia, la vanidad más flaqueza; el orgullo irrita, la vanidad inspira compasión; el orgullo concentra, la vanidad disipa; el orgullo sugiere quizá grandes crímenes, la vanidad ridículas miserias; el orgullo está acompañado de un fuerte sentimiento de superioridad e independencia, la vanidad se aviene con la desconfianza de sí mismo, hasta con la humillación; el orgullo tiende los resortes del alma, la vanidad los afloja; el orgullo es violento, la vanidad es blanda; el orgullo quiere la gloria, pero con cierta dignidad, con cierto predominio, con altivez, sin degradarse; la vanidad la quiere también, pero con lánguida pasión, con abandono, con molicie; podría llamarse la afeminación del orgullo. Así, la vanidad es más propia de las mujeres, el orgullo de los hombres, y, por la misma razón, la infancia tiene más vanidad que orgullo, y éste no suele desarrollarse sino en la edad adulta.

Si bien es verdad que en teoría estos dos vicios se distinguen por las cualidades expresadas, no siempre se encuentran en la práctica con señales tan características. Lo más común es hallarse mezclados en el corazón humano, teniendo cada cual no sólo sus épocas, sino sus días, sus horas, sus momentos. No hay una línea divisoria que separe perfectamente los dos colores; hay una gradación de matices, hay irregularidad en los rasgos, hay ondas, aguas, que sólo descubre quien está acostumbrado a desenvolver y contemplar los complicados y delicados pliegues del humano corazón. Y aun si bien se mira, el orgullo y la vanidad son una misma cosa con distintas formas; es un mismo fondo que ofrece diversos cambiantes, según el modo con que le da la luz. Este fondo es la exageración del amor propio, el culto de sí mismo. El ídolo está cubierto con tupido velo o se presenta a los adoradores con faz atractiva y risueña; mas por esto no varía; es el hombre que se ha levantado a sí propio un altar en su corazón y se tributa incienso y desea que se lo tributen los demás.

§ XIX: Cuán general es dicha pasión

Puede asegurarse, sin temor a errar, que esta es la pasión más general, aparte las almas privilegiadas, sumergidas en la purísima llama de un amor celeste. La soberbia ciega al ignorante como al sabio, al pobre como al rico, al débil como al poderoso, al desventurado como al infeliz, a la infancia como a la vejez; domina al libertino, no perdona al austero; campea en el gran mundo y penetra en el retiro de los claustros; rebosa en el semblante de la altiva señora que reina en los salones por la nobleza de su linaje, por sus talentos y hermosura, pero se trasluce también en la tímida palabra de la humilde religiosa que, salida de familia obscura, se ha encerrado en el monasterio, desconocida de los hombres, sin más porvenir en la tierra que una sepultura ignorada.

Encuéntranse personas exentas de liviandad, de codicia, de envidia, de odio, de espíritu de venganza; pero libre de esa exageración del amor propio que, según es su forma, se llama orgullo o vanidad, no se halla casi nadie, bien podría decirse que nadie. El sabio se complace en la narración de los prodigios de su saber, el ignorante se saborea en sus necedades, el valiente cuenta sus hazañas, el galán sus aventuras; el avariento ensalza sus talentos económicos, el pródigo su generosidad; el ligero pondera su viveza, el tardío su aplomo; el libertino se envanece por sus desórdenes y el austero se deleita en que su semblante muestre a los hombres la mortificación y el ayuno.

Este es, sin duda, el defecto más general; esta es la pasión más insaciable cuando se le da rienda suelta, la más insidiosa, más sagaz para sobreponerse cuando se la intenta sujetar. Si se la domina un tanto a fuerza de elevación de ideas, de seriedad de espíritu y firmeza de carácter, bien pronto trabaja por explotar sus nobles cualidades, dirigiendo el ánimo hacia la contemplación de ellas; y si se la resiste con el arma verdaderamente poderosa y única eficaz, que es la humildad cristiana, a esta misma procura envanecerla, poniéndole asechanzas para hacerla perecer. Es un reptil que si le arrojamos de nuestro pecho se arrastra y enrosca a nuestros pies, y cuando pisamos un extremo de su flexible cuerpo, se vuelve y nos hiere con emponzoñada picadura.

§ XX: Necesidad de una lucha continua

Siendo ésta una de las miserias de la flaca humanidad, preciso es resignarse a luchar con ella toda la vida; pero es necesario tener siempre fija la vista sobre el mal, limitarle al menor círculo posible; y ya que no sea dado a nuestra debilidad remediarlo del todo, al menos no dejarle que progrese, evitar que cause los estragos que acostumbra. El hombre que en este punto sabe dominarse a sí mismo tiene mucho adelantado para conducirse bien; posee una cualidad rara que luego producirá sus buenos resultados, perfeccionando y madurando el juicio, haciendo adelantar en el conocimiento de las cosas y de los hombres y adquiriendo esa misma alabanza que tanto más se merece cuanto menos se busca.

Removido el óbice, es más fádil entrar en el buen camino; y libre la vista de esa tiniebla que la ofusca, no es tan peligroso extraviarse.

§ XXI: No es sólo la soberbia lo que nos induce a error al proponernos un fin

Para proponerse acertadamente un fin es necesario prender perfectamente la posición del que le ha de alcanzar. Y aquí repetiré lo que llevo indicado más arriba, y es que son muchos los hombres que marchan a la ventura, ya sea no fijándose en un fin bien determinado, ya no calculando la relación que éste tiene con los medios de que se puede disponer. En la vida privada como en la pública es tarea harto difícil el comprender bien la posición propia; el hombre se forma mil ilusiones, que le hacen equivocar sobre el alcance de sus fuerzas y la oportunidad de desplegarlas. Sucede con mucha frecuencia que la vanidad las exagera; pero como el corazón humano es un abismo de contradicciones, tampoco, es raro el ver que la pusilanimidad las disminuye más de lo justo. Los hombres levantan con demasiada facilidad encumbradas torres de Babel, con la insensata esperanza de que la cima podrá tocar al cielo; pero también les acontece desistir, pusilánimes, hasta de la construcción de una modesta vivienda. Verdaderos niños que ora creen poder tocar el cielo con la mano en subiendo a una colina, ora toman por estrellas que brillan a inmensa distancia, en lo más elevado del firmamento, bajas y pasajeras exhalaciones de la atmósfera sublunar. Quizá se atreven a más de lo que pueden; pero, a veces, no pueden porque no se atreven.

¿Cuál será en estos casos el verdadero criterio? Pregunta a que es difícil contestar y sobre la cual sólo caben reflexiones muy vagas. El primer obstáculo que se encuentra es que el hombre se conoce poco a sí mismo, y entonces, ¿cómo sabrá lo que puede y lo que no puede? Se dirá que con la experiencia, es cierto; pero el mal está en que esa experiencia es larga y que a veces da su fruto cuando la vida toca a su término.

No digo que ese criterio sea imposible, muy al contrario; en varias partes de esta misma obra indico los medios para adquirirle. Señalo la dificultad, pero no afirmo la imposibilidad: la dificultad debe inspirarnos diligencia, mas no producirnos abatimiento.

§ XXII: Desarrollo de fuerzas latentes

Hay en el espíritu humano muchas fuerzas que permanecen en estado de latentes hasta que la ocasión las despierta y aviva; el que las posee no lo sospecha siquiera; quizá baja al sepulcro sin haber tenido conciencia de aquel precioso tesoro, sin que un rayo de luz reflejara en aquel diamante que hubiera podido embellecer la más esplendente diadema.

¡Cuántas veces una escena, una lectura, una palabra, una indicación remueve el fondo del alma y hace brotar de ella inspiraciones misteriosas! Fría, endurecida, inerte ahora, y un momento después surge de ella un raudal de fuego que nadie sospechara oculto en sus entrañas. ¿Qué ha sucedido? Se ha removido un pequeño obstáculo que impedía la comunicación con el aire libre, se ha presentado a la masa eléctrica un punto atrayente y el fluido se ha comunicado y dilatado con la celeridad del pensamiento.

El espíritu se desenvuelve con el trato, con la lectura, con los viajes, con la presencia de grandes espectáculos, no tanto por lo que recibe de fuera como por lo que descubre dentro de sí. ¿Qué le importa el haber olvidado lo visto u oído o leído si se mantiene viva la facultad que el afortunado encuentro le revelara? El fuego prendió, arde sin extinguirse, poco importa que se haya perdido la tea.

Las facultades intelectuales y morales se excitan también como las pasiones. A veces un corazón inexperto duerme tranquilamente el sueño de la inocencia; sus pensamientos son puros como los de un ángel, sus ilusiones cándidas como el copo de nieve que cubre de blanquísima alfombra la dilatada llanura; pasó un instante, se ha corrido un velo misterioso: el mundo de la inocencia y de la calma desapareció y el horizonte se ha convertido en un mar de fuego y de borrascas. ¿Qué ha sucedido? Ha mediado una lectura, una conversación imprudente, la presencia de un objeto seductor. He aquí la historia del despertar de muchas facultades del alma. Criada para estar unida con el cuerpo con lazo incomprensible y para ponerse en relación con sus semejantes, tiene como ligadas algunas de sus facultades hasta que una impresión exterior viene a desenvolverlas.

Si supiéramos de qué disposiciones nos ha dotado el Autor de la Naturaleza, no sería difícil ponerlas en acción, ofreciéndoles el objeto que más se les adapta y que por lo mismo las excita y desarrolla; pero como al encontrarse el hombre engolfado en la carrera de la vida ya le es muchas veces imposible volver atrás, deshaciendo todo el camino que la educación y la profesión escogida o impuesta le han hecho andar, es necesario que acepte las cosas tal como son, aprovechándose de lo bueno y evitando lo malo en lo que le sea posible.

§ XXIII: Al proponernos un fin debemos guardarnos de la presunción y de la excesiva desconfianza

Sea cual fuere su carrera, su posición en la sociedad, sus talentos, inclinaciones e índole, nunca el hombre debe prescindir de emplear su razón, ya sea para prefijarse con acierto el fin, ya para echar mano de los medios más a propósito para llegar a él.

El fin ha de ser proporcionado a los medios, y éstos son las fuerzas intelectuales, morales o físicas y demás recursos de que se puede disponer. Proponerse un blanco fuera del alcance es gastar inútilmente las fuerzas, así como es desperdiciarlas, exponiéndolas a disminuirse, por falta de ejercicio, el no aspirar a lo que la razón y la experiencia dicen que se puede llegar.

§ XXIV: La pereza

Si bien es cierto que la prudencia aconseja ser más bien desconfiado que presuntuoso, y que por lo mismo no conviene entregarse con facilidad a empresas arduas, también importa no olvidar que la resistencia a las sugestiones del orgullo o de la vanidad puede muy bien explotarla la pereza.

La soberbia es, sin duda, un mal consejero no sólo por el objeto a que nos conduce, sino también por la dificultad que hay en guardarse de sus insidiosos amaños; pero es seguro que poco falta si no encuentra en la pereza una digna competidora. El hombre ama las riquezas, la gloria, los placeres, pero también ama mucho el no hacer nada; esto es para él un verdadero goce, al que sacrifica a menudo su reputación y bienestar. Dios conocía bien la naturaleza humana cuando la castigó con el trabajo; el comer el pan con el sudor de su rostro es para el hombre pena continua y frecuentemente muy dura.

§ XXV: Una ventaja de la pereza sobre las demás pasiones

La pereza, es decir, la pasión de la inacción, tiene para triunfar una ventaja sobre las demás pasiones y es el que no exige nada; su objeto es de una pura negación. Para conquistar un alto puesto es preciso mucha actividad, constancia, esfuerzos; para granjearse brillante nombradía es necesario presentar títulos que la merezcan, y éstos no se adquieren sin largas y penosas fatigas; para acumular riquezas es indispensable atinada combinación y perseverante trabajo; hasta los placeres más muelles no se disfrutan si no se anda en busca de ellos y no se emplean los medios conducentes. Todas las pasiones para el logro de su objeto exigen algo; sólo la pereza no exige nada. Mejor la contentáis sentado que en pie, mejor echado que sentado, mejor soñoliento que bien despierto. Parece ser la tendencia a la misma nada; la nada es, al menos, su solo límite; cuanto más se acerca a ella el perezoso, en su modo de ser, mejor está.

§ XXVI: Origen de la pereza

El origen de la pereza se halla en nuestra misma organización y en el modo con que se ejercen nuestras funciones. En todo acto hay un gasto de fuerza, hay, pues, un principio de cansancio y, por consiguiente, de sufrimiento. Cuando la pérdida es insignificante y sólo ha transcurrido el tiempo necesario para desplegar la acción de los órganos o miembros no hay sufrimiento todavía y hasta puede sentirse placer; más bien pronto la pérdida se hace sensible y el cansancio empieza. Por esta causa no hay perezoso que no emprenda repetidas veces y con gusto algunos trabajos, y quizá por la misma razón también los más vivos no son los más laboriosos. La intensidad con que ponen en ejercicio sus fuerzas debe de excitar en ellos más pronto que en otros la sensación de cansancio, por cuyo motivo se acostumbrarán más fácilmente a mirar el trabajo con aversión.

§ XXVII: Pereza del espíritu

Como el ejercicio de las facultades intelectuales y morales necesita la concomitancia de ciertas funciones orgánicas, la pereza tiene lugar en los actos del espíritu como en los del cuerpo. No es el espíritu quien se cansa, sino los órganos corporales que le sirven, pero el resultado viene a ser el mismo. Así es que hay a veces una pereza de pensar y aun de querer tan poderosa como la de hacer cualquier trabajo corpóreo. Y es de notar que estas dos clases de pereza no siempre son simultáneas, pudiendo existir la una sin la otra. La experiencia atestigua que la fatiga puramente corporal o del sistema muscular no siempre produce postración intelectual y moral, y no es raro estar sumamente fatigado de cuerpo y sentir muy activas las facultades del espíritu. Al contrario, después de largos e intensos trabajos mentales, a veces se experimenta un verdadero placer en ejercitar las fuerzas físicas cuando las intelectuales han llegado ya a un estado de completa postración. Estos fenómenos no son difíciles de explicar si se advierte que las alteraciones del sistema muscular distan mucho de guardar proporción con las del sistema nervioso.

§ XXVIII: Razones que confirman lo dicho sobre el origen de la pereza

En prueba de que la pereza es un instinto de precaución contra el sufrimiento que nace del ejercicio de las facultades se puede observar: Primero, que cuando este ejercicio produce placer no sólo no hay repugnancia a la acción, sino que hay inclinación hacia ella. Segundo, que la repugnancia al trabajo es más poderosa antes de empezarle, porque entonces es necesario un fuerzo para poner en acción los órganos o miembros. Tercero, que la repugnancia es nula cuando, desplegado ya el movimiento, no ha transcurrido aún el tiempo suficiente para hacer sentir el cansancio que nace del quebranto de las fuerzas. Cuarto, que la repugnancia renace y se aumenta a medida que este quebranto se verifica. Quinto, que los más vivos adolecen más de este mal porque experimentan antes el sufrimiento. Sexto, que los de índole versátil y ligera suelen tener el mismo defecto por la sencilla razón de que a más del esfuerzo que exige el trabajo han menester otro para sujetarse a sí mismos, venciendo su propensión a variar de objeto.

§ XXIX: La inconstancia: su naturaleza y origen

La inconstancia, que en apariencia no es más que un exceso de actividad, pues que nos lleva continuamente a ocuparnos de cosas diferentes, no es más que la pereza bajo un velo hipócrita. El inconstante substituye un trabajo a otro porque así se evita la molestia que experimenta con la necesidad de sujetar su atención y acción a un objeto determinado. Así es que todos los perezosos suelen ser grandes proyectistas, porque el excogitar proyectos es cosa que ofrece campo a vastas divagaciones que no exigen esfuerzo para sujetar el espíritu; también suelen ser amigos de emprender muchas cosas, sucesiva o simultáneamente, siempre con el bien entendido de no llevar a cabo ninguna.

§ XXX: Pruebas y aplicaciones

Vemos a cada paso hombres cuyos intereses y deberes reclaman ciertos trabajos no más pesados que los que ellos mismos se imponen, y, no obstante, dejan aquéllas por éstos, sacrificando a su gusto el interés y el deber. Han de despachar un expediente y le dejan intacto, a pesar de que no habían de emplear en él ni la mitad del tiempo que han gastado en correspondencias insignificantes.

Han de avistarse con una persona para tratar un negocio, no lo hacen y andan más camino y consumen más tiempo y más palabras hablando de cosas indiferentes. Han de acudir a una reunión donde se han de ventilar asuntos de intereses, no ignoran lo que se ha de tratar y no habrían de hacer gran esfuerzo, para enterarse de lo que ocurra y dar con acierto su dictamen, pues no importa: aquellas horas reclamadas por sus intereses las consumirán quizá disputando de política, de guerra, de ciencias, de literatura, de cualquier cosa con tal que no sea aquello a que están obligados. El pasear, el hablar, el disputar son, sin duda, ejercicio de facultades del espíritu y del cuerpo, y, no obstante, en el mundo abundan los amigos de pasear, los habladores y disputadores y escasean los verdaderamente laboriosos. Y esto ¿por qué? Porque el pasear y hablar y disputar son compatibles con la inconsciencia, no exigen esfuerzo, consienten variedad continua, llevan consigo naturales alternativas de trabajo descanso enteramente sujetas a la voluntad y al capricho.

§ XXXI: El justo medio entre dichos extremos

Evitar la pusilanimidad sin fomentar la presunción, sostener y alentar la actividad sin inspirar la vanidad, hacer sentir al espíritu sus fuerzas sin cegarle con el orgullo; he aquí una tarea difícil en la dirección de los hombres y más todavía en la dirección de sí mismo. Esto es lo que el Evangelio enseña esto es lo que la razón aplaude y admira. Entre dichos escollos debemos caminar siempre no con la esperanza de no dar jamás en ninguno de ellos, pero sí con la mira, con el deseo y la esperanza también de no estrellarnos hasta el punto de perecer.

La virtud es difícil, mas no imposible; el hombre no la alcanza aquí en la tierra sin mezcla de muchas debilidades que la deslustran, pero no carece de los medios suficientes para poseerla y perfeccionarla. La razón es un monarca condenado a luchar de continuo con las pasiones sublevadas, pero Dios la ha provisto de lo necesario para pelear y vencer. Lucha terrible, lucha penosa, lucha llena de azares y peligros; mas, por lo mismo, tanto más digna de ser ansiada por las almas generosas.

En vano se intenta en nuestro siglo proclamar la omnipotencia de las pasiones y lo irresistible de su fuerza para triunfar de la razón; el alma humana, sublime destello de la divinidad, no ha sido abandonada por su Hacedor. No hay fuerzas que basten a apagar la antorcha de la moral ni en el individuo ni en la sociedad; en el individuo sobreviene a todos los crímenes, en la sociedad resplandece aun después de los mayores trastornos; en el individuo culpable reclama sus derechos con la voz del remordimiento, en la sociedad por medio de elocuentes protestas y de ejemplos heroicos.

§ XXXII: La moral es la mejor guía del entendimiento práctico

La mejor guía del entendimiento práctico es la moral. En el gobierno de las naciones la política pequeña es la política de los intereses bastardos, de las intrigas, de la corrupción; la política grande es la política de la conveniencia pública, de la razón, del derecho. En la vida privada la conducta pequeña es la de los manejos innobles, de las miras mezquinas, del vicio; la conducta grande es la que inspiran la generosidad y la virtud.

Lo recto y lo útil a veces parecen andar separados, pero no suelen estarlo sino por un corto trecho; llevan caminos opuestos en apariencia, y, sin embargo, el punto a que se dirigen es el mismo. Dios quiere por estos medios probar la fortaleza del hombre, y el premio de la constancia no siempre se hace esperar todo en la otra vida. Que si esto sucede una que otra vez, ¿es acaso ligera recompensa el descender al sepulcro con el alma tranquila, sin remordimiento, y con el corazón embriagado de esperanza?

No lo dudemos: el arte de gobernar no es más que la razón y la moral aplicadas al gobierno de las naciones; el arte de conducirse bien en la vida privada no es más que el Evangelio en práctica.

Ni la sociedad ni el individuo olvidan impunemente los eternos principios de la moral; cuando lo intentan por el aliciente del interés, tarde o temprano se pierden, perecen, en sus propias combinaciones. El interés que se erigiera en ídolo se convierte en víctima. La experiencia de todos los días es una prueba de esta verdad, en la historia de todos los tiempos la vemos escrita con caracteres de sangre.

§ XXXIII: La armonía del universo defendida con el castigo

No hay falta sin castigo; el universo está sujeto a una ley de armonía; quien la perturba sufre. Al abuso de nuestras facultades físicas sucede el dolor, a los extravíos del espíritu siguen el pesar y el remordimiento. Quien busca con excesivo afán la gloria se atrae la burla; quien intenta exaltarse sobre los demás con orgullo destemplado, provoca contra sí la indignación, la resistencia, el insulto, las humillaciones. El perezoso goza en su inacción, pero bien pronto su desidia disminuye sus recursos y la precisión de atender a sus necesidades le obliga a un exceso de actividad y de trabajo. El pródigo disipa sus riquezas en los placeres y en la ostentación, pero no tarda en encontrar un vengador de sus desvaríos en la pobreza andrajosa y hambrienta que le impone, en vez de goce, privaciones; en vez de lujosa ostentación, escasez vergonzosa. El avaro acumula tesoros temiendo la pobreza, y en medio de sus riquezas sufre los rigores de esa misma pobreza que tanto le espanta; él se condena a sí mismo, a todos ellos con su alimento limitado y grosero, su traje sucio y raído, su habitación pequeña, incómoda y desaseada. No aventura nada por no perder nada; desconfía hasta de las personas que más le aman; en el silencio y tinieblas de la noche visita sus arcas enterradas en lugares misteriosos para asegurarse que el tesoro está allí y aumentarle todavía más, y entre tanto le acecha uno de sus sirvientes o vecinos, y el tesoro con tanto afán acumulado, con tanta precaución escondido, desaparece.

En el trato, en la literatura, en las artes, el excesivo deseo de agradar produce desagrado; el afán por ofrecer cosas demasiado exquisitas fastidia; lo ridículo está junto a lo sublime; lo delicado no dista de lo empalagoso; el prurito de ofrecer cuadros simétricos suele conducir a contrastes disparatados.

En el gobierno de la sociedad el abuso del poder acarrea su ruina; el abuso de la libertad da origen a la esclavitud. El pueblo que quiere extender demasiado sus fronteras suele verse más estrechado de lo que exigen las naturales; el conquistador que se empeña en acumular coronas sobre su cabeza acaba por perderlas todas; quien no se satisface con el dominio de vastos imperios va a consumirse en una roca solitaria en la inmensidad del Océano. De los que ambicionan el poder supremo, la mayor parte encuentra la proscripción o el cadalso. Codician el alcázar de un monarca y pierden el hogar doméstico; sueñan en un trono y encuentran un patíbulo.

§ XXXIV: Observaciones sobre las ventajas y desventajas de la virtud en los negocios

Dios no ha dejado indefensas sus leyes: a todas las ha escudado con el justo castigo; castigo que por lo común se experimenta ya en esta vida. Por esta razón los cálculos basados sobre el interés en oposición con la moral están muy expuestos a salir fallidos, enredándose la inmoralidad con sus propios lazos. Mas no se crea que con esto quiera yo negar que el hombre virtuoso se halle muchas veces en posición sumamente desventajosa para competir con un adversario inmoral. No desconozco que en un caso dado tiene más probabilidad de alcanzar un fin el que puede emplear cualquier medio por no reparar en ninguno, como le sucede al hombre malo, y que no dejará de ser un obstáculo gravísimo el tener que valerse de muy pocos medios o quizá solamente de uno, como le acontece al virtuoso, a causa de que los inmorales son para él como si no existiesen, pero si bien esto es verdad considerando un negocio aislado, no lo es menos que, andando el tiempo, los inconvenientes de la virtud se compensan con las ventajas, así como las ventajas del vicio se compensan con los inconvenientes, y que, en último resultado, un hombre verdaderamente recto llegará a lograr el fruto de su rectitud alcanzando el fin que discretamente se proponga, y que el inmoral expiará tarde o temprano sus iniquidades, encontrando la perdición en la extremidad de sus malos y tortuosos caminos.

§ XXXV: Defensa de la virtud contra una inculpación injusta

Los hombres virtuosos y desgraciados tienen cierta propensión a señalar sus virtudes como el origen de sus desgracias, pues que a esto los inclinan de consuno el deseo de ostentar su virtud y el de ocultar sus imprudencias, que imprudencias muy grandes se cometen también con la intención más recta y más pura. La virtud no es responsable de los males acarreados por nuestra imprevisión o ligereza, pero el hombre suele achacárselos a ella con demasiada facilidad. «Mi buena fe me ha perdido», exclama el hombre honrado víctima de una impostura, cuando lo que le ha perdido no es su buena fe, sino su torpe confianza en quien le ofrecía demasiados motivos para prudentes sospechas. ¿Acaso los malos no son también con mucha frecuencia víctimas de otras malos y los pérfidos de otros pérfidos? La virtud nos enseña el camino que debemos seguir, mas no se encarga de descubrirnos todos los lazos que en él podemos encontrar; esto es obra de la penetración, de la previsión, del buen juicio, es decir, de un entendimiento claro y atinado. Con estas dotes no está reñida la virtud, mas no siempre las lleva por compañeras. Como fiel amiga de la humanidad, se alberga sin repugnancia en el corazón de toda clase de hombres, ora brille en ellos esplendente y puro el sol de la inteligencia, ora esté obscurecido con espesa niebla.

§ XXXVI: Defensa de la sabiduría contra una inculpación infundada

Creen algunos que los grandes talentos y el mucho saber propenden de suyo al mal; esto es una especie de blasfemia contra la bondad del Criador. ¿La virtud necesita acaso las tinieblas? Los conocimientos y virtudes de la criatura, ¿no emanan acaso de un mismo origen, del piélago de luz y santidad, que es Dios? Si la elevación de la inteligencia condujese al mal, la maldad de los seres estaría en proporción con su altura; ¿adivináis la consecuencia?, ¿por qué no sacarla? La sabiduría infinita sería la maldad infinita, y heos aquí en el error de los maniqueos, encontrando en la extremidad de la escala de los seres un principio malo. Pero ¿qué digo?, peor fuera este error que el de Manes, pues que en él no se podría admitir un principio bueno. El genio del mal presidiría sin rival, enteramente solo, a los destinos del mundo; el rey del Averno debiera colocar su trono de negra lava en las esplendentes regiones del empíreo.

No, no debe el hombre huir de la luz por temor de caer en el mal; la verdad no teme la luz, y el bien moral es una gran verdad. Cuanto más ilustrado esté el entendimiento mejor conocerá la inefable belleza de la virtud y, conociéndola mejor, tendrá menos dificultades en practicarla. Rara vez hay mucha elevación en las ideas sin que de ella participen los sentimientos, y los sentimientos elevados o nacen de la misma virtud o son una disposición muy a propósito para alcanzarla.

Hasta hay en favor del talento y del saber una razón fundada en la naturaleza de las facultades del alma. Nadie ignora que, por lo común, el mucho desarrollo de la una es con algún perjuicio de la otra; por consiguiente, cuando en el hombre se desenvuelvan de una manera particular las facultades superiores, menguarán en su fuerza las pasiones groseras, origen de los vicios.

La historia del espíritu humano confirma esta verdad: generalmente hablando, los hombres de entendimiento muy elevado no han sido perversos, muchos se han distinguido por sus eminentes virtudes, otros han sido débiles como hombres, mas no malvados, y si uno que otro ha llegado a este extremo debe mirarse como excepción, no como regla.

¿Sabéis por qué un malvado de gran talento compromete, por decirlo así, la reputación de los demás, prestando ocasión a que de algunos casos particulares se saquen deducciones generales? Porque en un malvado de gran talento todos piensan, de un malvado necio nadie se acuerda; porque forman un vivo contraste la iniquidad y el gran saber, y este contraste hace más notable el extremo feo, por la misma razón que se repara más en la relajación de un sacerdote que en la de un seglar. Nadie nota una mancha más en un cristal muy sucio, pero en otro muy limpio y brillante se presenta, desde luego, a los ojos el más pequeño lunar.

§ XXXVII: Las pasiones son buenos instrumentos, pero malos consejeros

Ya vimos (Cap. XIX) cuán pernicioso era el influjo de las pasiones para impedirnos el conocimiento de la verdad, aun la especulativa; pero lo que allí se dijo en general tiene muchísima más aplicación en refiriéndose a la práctica. Cuando tratamos de ejecutar alguna cosa, las pasiones son a veces un auxiliar excelente; mas para prepararla en nuestro entendimiento son consejeros muy peligrosos.

El hombre sin pasiones sería frío, tendría algo de inerte, por carecer de uno de los principias más poderosos de acción que Dios ha concedido a la humana naturaleza; pero, en cambio, el hombre dominado por las pasiones es ciego y se abalanza a los objetos a la manera de los brutos.

Examinando atentamente el modo de obrar de nuestras facultades se echa de ver que la razón es a propósito para dirigir y las pasiones para ejecutar, y así es que aquélla atiende no sólo a lo presente, sino también a lo pasado y a lo venidero cuando éstas miran el objeto sólo por lo que es en el momento actual y por el modo con que nos afecta. Y es que la razón, como verdadera directora, se hace cargo de todo lo que puede dañar o favorecer no sólo ahora, sino también en el porvenir; pero las pasiones, como encargadas únicamente de ejecutar, sólo se cuidan del instante y de la impresión actuales. La razón no se para sólo en el placer, sino en la utilidad, en la moralidad, en el decoro; las pasiones prescinden del decoro, de la moralidad, de la utilidad, de todo lo que no sea la impresión agradable o ingrata que en el acto se experimenta.


Balmes Jaime - El criterio - § XVII: La influencia del orgullo es peor para los negocios que la de la vanidad