Discursos 2011 148


VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN

18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011

CEREMONIA DE DESPEDIDA


Aeropuerto internacional "Cardenal Bernardin Gantin" de Cotonú

Domingo 20 de noviembre de 2011

[Vídeo]




Señor Presidente,
149 Eminencias y excelencias,
Autoridades presentes y queridos amigos

Mi viaje apostólico en tierra africana termina. Doy gracias a Dios por estos días que he estado con ustedes con alegría y cordialidad. Gracias, señor Presidente, por sus corteses palabras y por tantos esfuerzos por hacer agradable mi estancia. También quiero dar gracias a las diversa autoridades en este país y a todos los voluntarios que han contribuido generosamente al éxito en estos días. No olvido a toda la población beninesa, que me ha recibido con calor y entusiasmo. Mi gratitud se extiende también a los miembros de la Iglesia católica, a los Presidentes de las Conferencias Episcopales nacionales y regionales que han venido hasta aquí y, por supuesto, y muy especialmente, a los obispos de Benín.

Quise volver a visitar de nuevo el continente africano, por el que tengo una especial estima y afecto, pues estoy íntimamente convencido de que es una tierra de esperanza. Ya lo he dicho en muchas otras ocasiones. Aquí se encuentran valores auténticos, capaces de aleccionar a todo el mundo, y que reclaman ser extendidos con la ayuda de Dios y la determinación de los africanos. La Exhortación apostólica postsinodal Africae munus puede ayudar mucho a eso, pues abre perspectivas pastorales y suscitará iniciativas interesantes. Se la confío al conjunto de los fieles africanos, que sabrán estudiarla con atención y traducirla en acciones concretas en su vida diaria. El cardenal Gantin, ese eminente beninés, cuyo prestigio ha sido reconocida hasta el punto de que este aeropuerto lleva su nombre, participó conmigo en muchos sínodos, aportando una contribución esencial y apreciada. Que él acompañe la aplicación de este documento.

Durante esta visita, he podido encontrarme con varios componentes de la sociedad de Benín, y los miembros de la Iglesia. Estos numerosos encuentros, tan diferentes en su naturaleza, dan testimonio de la posibilidad de una coexistencia armoniosa en el seno de la nación, y entre Iglesia y el Estado. La buena voluntad y el respeto mutuo no sólo ayudan al diálogo, sino que son esenciales para construir la unidad entre las personas, los grupos étnicos y los pueblos. El término Fraternidad es también la primera de las tres palabras de vuestro lema nacional. Vivir juntos fraternamente, no obstante las legítimas diferencias, no es una utopía. ¿Por qué un país africano no podría indicar al resto del mundo el camino a tomar para vivir una fraternidad auténtica en la justicia, fundada en la grandeza de la familia y del trabajo? Que los africanos vivan reconciliados en la paz y la justicia. Estos son los deseos que expreso con confianza y esperanza antes de salir de Benín y el continente africano.

Señor Presidente, renuevo mi más sincero agradecimiento, que hago extensivo a todos sus conciudadanos, a los obispos de Benín y a todos los fieles de su país. Deseo también animar a todo el continente a ser cada vez más sal de la tierra y luz del mundo. Que por la intercesión de Nuestra Señora de África, Dios les bendiga a todos.

ac? mawu t?n ni k?n do benin to ? bi ji

[trad. del fon: ¡Dios bendiga a Benín!]




A LOS MIEMBROS DE LA CÁRITAS ITALIANA


EN EL 40 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN


Basílica de San Pedro

Jueves 24 de noviembre de 2011




Venerados hermanos;
150 queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os acojo con ocasión del 40º aniversario de la institución de la Cáritas italiana. Os saludo con afecto, uniéndome a la acción de gracias de todo el Episcopado italiano por vuestro valioso servicio. Saludo cordialmente al cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia episcopal italiana, agradeciéndole las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo a monseñor Giuseppe Merisi, presidente de la Cáritas, a los obispos encargados de las diversas Conferencias episcopales regionales, para el servicio de la caridad, al director de la Cáritas italiana, a los directores de las Cáritas diocesanas y a todos sus colaboradores.

Habéis venido a la tumba de Pedro para confirmar vuestra fe y retomar impulso en vuestra misión. El siervo de Dios Pablo VI, en el primer encuentro nacional con la Cáritas, en 1972, afirmó: «Por encima de este cometido puramente material de vuestra actividad debe resaltar su prevalente función pedagógica» (28 de septiembre de 1972: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de octubre de 1972, p. 9). En efecto, a vosotros se os ha confiado una importante tarea educativa con respecto a las comunidades, a las familias y a la sociedad civil en la que la Iglesia está llamada ser luz (cf. Flp
Ph 2,15). Se trata de asumir la responsabilidad de educar en la vida buena del Evangelio, que es tal sólo si se comprende de manera orgánica el testimonio de la caridad. Las palabras del apóstol san Pablo iluminan esta perspectiva: «Pues nosotros mantenemos la esperanza de la justicia por el Espíritu y desde la fe; porque en Cristo nada valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por el amor» (Ga 5,5-6). Este es el distintivo cristiano: la fe que actúa en la caridad. Cada uno de vosotros está llamado a dar su contribución para que el amor con el que Dios nos ama desde siempre y para siempre se convierta en actividad de la vida, en fuerza de servicio y en conciencia de la responsabilidad. «Porque nos apremia el amor de Cristo» (2Co 5,14), escribe san Pablo. Esta es la perspectiva que debéis hacer cada vez más presente en las Iglesias particulares en las que actuáis.

Queridos amigos, jamás desistáis de este compromiso educativo, aun cuando el camino sea difícil y parezca que el esfuerzo no da resultados. Vividlo con fidelidad a la Iglesia y con respeto a la identidad de vuestras instituciones, utilizando los instrumentos que la historia os ha dado y los que la «creatividad de la caridad» —como decía el beato Juan Pablo II— os sugiera en el futuro. Durante los cuatro decenios pasados habéis podido profundizar, experimentar y actuar un método de trabajo basado en tres aspectos relacionados entre sí y sinérgicos: escuchar, observar, discernir, poniéndolo al servicio de vuestra misión: la animación caritativa dentro de las comunidades y en los territorios. Se trata de un estilo que hace posible actuar pastoralmente, pero también perseguir un diálogo profundo y provechoso con los diversos ámbitos de la vida eclesial, con las asociaciones, con los movimientos y con el variado mundo del voluntariado organizado.

Ciertamente, escuchar para conocer, pero también para hacerse prójimo, para sostener a las comunidades cristianas en la ayuda a quien necesita sentir el calor de Dios a través de las manos abiertas y disponibles de los discípulos de Jesús. Es importante que las personas que sufren puedan sentir el calor de Dios y puedan sentirlo a través de nuestras manos y nuestro corazón abierto. De este modo, las Cáritas deben ser «centinelas» (cf. Is Is 21,11-12), capaces de comprender y hacer comprender, de anticipar y prevenir, de sostener y proponer soluciones en la línea segura del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia. El individualismo de nuestros días, la presunta suficiencia de la técnica y el relativismo que influye en todos, exigen suscitar en personas y comunidades formas más elevadas de escucha, capacidad de apertura de la mirada y del corazón a las necesidades y los recursos, hacia formas comunitarias de discernimiento sobre el modo de ser y de situarse en un mundo en profunda transformación.

Releyendo las páginas del Evangelio, nos quedamos maravillados ante los gestos de Jesús: gestos que transmiten la Gracia, que educan en la fe y el seguimiento; gestos de curación y acogida, de misericordia y esperanza, de futuro y compasión; gestos que inician o perfeccionan una llamada a seguirlo y desembocan en el reconocimiento del Señor como única razón del presente y del futuro. La modalidad de los gestos y de los signos es connatural a la función pedagógica de la Cáritas. En efecto, a través de los signos concretos habláis, evangelizáis y educáis. Una obra de caridad habla de Dios, anuncia una esperanza, induce a plantearse interrogantes. Deseo que cultivéis del mejor modo posible la calidad de las obras que habéis sabido crear. Haced que hablen, por decirlo así, preocupándoos sobre todo por la motivación interior que las anima y por la calidad del testimonio que dan. Son obras que nacen de la fe. Son obras de Iglesia, expresión de la atención hacia quien más sufre. Son acciones pedagógicas, porque ayudan a los más pobres a crecer en su dignidad, a las comunidades cristianas a caminar en el seguimiento de Cristo, y a la sociedad civil a asumir conscientemente sus propias obligaciones. Recordemos lo que enseña el concilio Vaticano II: «Es preciso satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia» (Apostolicam actuositatem AA 8). El servicio humilde y concreto que presta la Iglesia no quiere sustituir ni mucho menos adormecer la conciencia colectiva y civil. La apoya con espíritu de sincera colaboración, con la debida autonomía y con plena conciencia de la subsidiariedad.

Desde el comienzo de vuestro camino pastoral se os ha asignado, como compromiso prioritario, el esfuerzo por desarrollar una amplia presencia en el territorio, sobre todo a través de las Cáritas diocesanas y parroquiales. Es el objetivo que hay que perseguir también en el presente. Estoy seguro de que los pastores sabrán sosteneros y orientaros, sobre todo ayudando a las comunidades a comprender las características propias de la animación pastoral que la Cáritas lleva a la vida de cada Iglesia particular, y estoy seguro de que escucharéis a vuestros pastores y seguiréis sus indicaciones.

La atención al territorio y a su animación suscita, además, la capacidad de leer la evolución de la vida de las personas que viven en él, sus dificultades y preocupaciones, pero también las oportunidades y perspectivas. La caridad requiere apertura de la mente, amplitud de miras, intuición y previsión, y un «corazón que ve» (cf. Deus caritas est ). Responder a las necesidades no sólo significa dar pan al hambriento, sino también dejarse interpelar por las causas por las que tiene hambre, con la mirada de Jesús, que sabía ver la realidad profunda de las personas que se acercaban a él. Precisamente en esta perspectiva el tiempo actual interpela vuestro modo de ser animadores y agentes de caridad. El pensamiento no puede menos de ir también al vasto mundo de la inmigración. A menudo las calamidades naturales y las guerras crean situaciones de emergencia. La crisis económica global es un ulterior signo de los tiempos, que exige la valentía de la fraternidad. La brecha entre el norte y el sur del mundo, y la herida a la dignidad humana de tantas personas, exigen una caridad que se ensanche en círculos concéntricos desde los pequeños hacia los grandes sistemas económicos. El malestar creciente, el debilitamiento de las familias y la incertidumbre de la condición juvenil indican el riesgo de una disminución de la esperanza. La humanidad no sólo necesita bienhechores, sino también personas humildes y concretas que, como Jesús, sepan estar al lado de los hermanos, compartiendo algo de su sufrimiento. En una palabra, la humanidad busca signos de esperanza. Nuestra fuente de esperanza está en el Señor. Y por este motivo es necesaria la Cáritas; no para delegarle el servicio de caridad, sino para que sea un signo de la caridad de Cristo, un signo que dé esperanza. Queridos amigos, ayudad a toda la Iglesia a hacer visible el amor de Dios. Vivid la gratuidad y ayudad a vivirla. Recordad a todos la esencialidad del amor que se hace servicio. Acompañad a los hermanos más débiles. Animad a las comunidad cristianas. Decid al mundo la palabra del amor que viene de Dios. Buscad la caridad como síntesis de todos los carismas del Espíritu (cf. 1Co 14,1).

Que vuestra guía sea la santísima Virgen María, quien, en su visita a Isabel, llevó el don sublime de Jesús en la humildad del servicio (cf. Lc Lc 1,39-43). Os acompaño con la oración y de buen grado os imparto la bendición apostólica, extendiéndola a cuantos encontráis diariamente en vuestras múltiples actividades. Gracias.




A LA ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS


Sala Clementina

Viernes 25 de noviembre de 2011




151 Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con todos vosotros, miembros y consultores del Consejo pontificio para los laicos, reunidos para la XXV asamblea plenaria. Saludo en particular al cardenal Stanislaw Rylko y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como a monseñor Josef Clemens, secretario. Dirijo a todos una cordial bienvenida, de modo especial a los fieles laicos, mujeres y hombres, que componen el dicasterio. Durante el período transcurrido desde la última asamblea plenaria os habéis comprometido en varias iniciativas, ya mencionadas por su eminencia. Yo también quiero recordar el Congreso para los fieles laicos de Asia y la Jornada mundial de la juventud de Madrid. Fueron momentos muy intensos de fe y de vida eclesial, importantes también desde la perspectiva de los grandes acontecimientos eclesiales que celebraremos el año próximo: la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización y la apertura del Año de la fe.

El Congreso para los laicos de Asia se organizó el año pasado en Seúl, con la ayuda de la Iglesia que está en Corea, sobre el tema «Anunciar a Jesucristo en Asia hoy». En el vastísimo continente asiático se encuentran pueblos, culturas y religiones diversos, de origen antiguo, pero el anuncio cristiano sólo ha llegado hasta ahora a una pequeña minoría, que a menudo —como ha dicho usted, eminencia— vive la fe en un contexto difícil, a veces de verdadera persecución. El congreso brindó a los fieles laicos, a las asociaciones, a los movimientos y a las nuevas comunidades que actúan en Asia, la ocasión de reforzar el compromiso y la valentía de la misión. Estos hermanos nuestros testimonian de modo admirable su adhesión a Cristo, dejando entrever que en Asia, gracias a su fe, se están abriendo para la Iglesia del tercer milenio amplios escenarios de evangelización. Aprecio que el Consejo pontificio para los laicos esté organizando un Congreso análogo para los laicos de África, que se celebrará el año próximo en Camerún. Esos encuentros continentales son muy valiosos para dar impulso a la obra de evangelización, para fortalecer la unidad y para consolidar cada vez más los vínculos entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal.

Quiero, asimismo, llamar vuestra atención sobre la última Jornada mundial de la juventud celebrada en Madrid. El tema, como sabemos, era la fe: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col
Col 2,7). Y en verdad pude contemplar una multitud inmensa de jóvenes, que acudieron con entusiasmo de todo el mundo para encontrarse con el Señor y vivir la fraternidad universal. Una extraordinaria cascada de luz, de alegría y de esperanza iluminó Madrid, y no sólo Madrid, sino también la vieja Europa y el mundo entero, proponiendo nuevamente de modo claro la actualidad de la búsqueda de Dios. Nadie pudo permanecer indiferente, nadie pudo pensar que la cuestión de Dios sea irrelevante para el hombre de hoy. Los jóvenes de todo el mundo esperan con ilusión poder celebrar las Jornadas mundiales dedicadas a ellos y sé que ya estáis trabajando con vistas a la cita en Río de Janeiro en 2013.

Al respecto, me parece particularmente importante haber querido afrontar este año, en la asamblea plenaria, el tema de Dios: «La cuestión de Dios hoy». Nunca deberíamos cansarnos de volver a proponer esa pregunta, de «recomenzar desde Dios», para devolver al hombre la totalidad de sus dimensiones, su plena dignidad. De hecho, una mentalidad que se ha ido difundiendo en nuestro tiempo, renunciando a cualquier referencia a lo trascendente, se ha mostrado incapaz de comprender y preservar lo humano. La difusión de esta mentalidad ha generado la crisis que vivimos hoy, que es crisis de significado y de valores, antes que crisis económica y social. El hombre que busca vivir sólo de forma positivista, en lo calculable y en lo mensurable, al final queda sofocado. En este marco, la cuestión de Dios es, en cierto sentido, «la cuestión de las cuestiones». Nos remite a las preguntas fundamentales del hombre, a las aspiraciones a la verdad, la felicidad y a la libertad ínsitas en su corazón, que tienden a realizarse. El hombre que despierta en sí mismo la pregunta sobre Dios se abre a la esperanza, a una esperanza fiable, por la que vale la pena afrontar el cansancio del camino en el presente (cf. Spe salvi ).

Pero, ¿cómo despertar la pregunta sobre Dios, para que sea la cuestión fundamental? Queridos amigos, si es verdad que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona» (Deus caritas est ), la cuestión sobre Dios se despierta en el encuentro con quien tiene el don de la fe, con quien tiene una relación vital con el Señor. A Dios se lo conoce a través de hombres y mujeres que lo conocen: el camino hacia él pasa, de modo concreto, a través de quien ya lo ha encontrado. Aquí es particularmente importante vuestro papel de fieles laicos. Como afirma la Christifideles laici, esta es vuestra vocación específica: en la misión de la Iglesia «los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su “índole secular”, que los compromete, con modos propios e insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal» (n. 36). Estáis llamados a dar un testimonio transparente de la importancia de la cuestión de Dios en todos los campos del pensamiento y de la acción. En la familia, en el trabajo, así como en la pólítica y en la economía, el hombre contemporáneo necesita ver con sus propios ojos y palpar con sus propias manos que con Dios o sin Dios todo cambia.

Pero el desafío de una mentalidad cerrada a lo trascendente obliga también a los propios cristianos a volver de modo más decidido a la centralidad de Dios. A veces nos hemos esforzado para que la presencia de los cristianos en el ámbito social, en la política o en la economía resultara más incisiva, y tal vez no nos hemos preocupado igualmente por la solidez de su fe, como si fuera un dato adquirido una vez para siempre. En realidad, los cristianos no habitan un planeta lejano, inmune de las «enfermedades» del mundo, sino que comparten las turbaciones, la desorientación y las dificultades de su tiempo. Por eso, no es menos urgente volver a proponer la cuestión de Dios también en el mismo tejido eclesial. ¡Cuántas veces, a pesar de declararse cristianos, de hecho Dios no es el punto de referencia central en el modo de pensar y de actuar, en las opciones fundamentales de la vida. La primera respuesta al gran desafío de nuestro tiempo es, por lo tanto, la profunda conversión de nuestro corazón, para que el Bautismo que nos ha hecho luz del mundo y sal de la tierra pueda realmente transformarnos.

Queridos amigos, la misión de la Iglesia necesita la aportación de todos y cada uno de sus miembros, especialmente de los fieles laicos. En los ambientes de vida en donde el Señor os ha llamado, sed testigos valientes del Dios de Jesucristo, viviendo vuestro Bautismo. Por esto os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de todos los pueblos, y de corazón os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica. Gracias.






AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 26 de noviembre de 2011




152 Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto en el Señor y, a través de vosotros, a los obispos de Estados Unidos que durante el próximo año realizarán su visita ad limina Apostolorum.

Nuestros encuentros son los primeros desde mi visita pastoral de 2008 a vuestro país, que pretendía animar a los católicos de Estados Unidos con motivo del escándalo y la desorientación causados por la crisis desencadenada por los abusos sexuales en las últimas décadas. Quise reconocer personalmente el sufrimiento infligido a las víctimas y los esfuerzos honrados llevados a cabo para garantizar la incolumidad de nuestros niños y para afrontar de modo adecuado y transparente las acusaciones cuando se presentan. Espero que los sinceros esfuerzos de la Iglesia para afrontar esta realidad ayuden a toda la comunidad a reconocer las causas, el verdadero alcance y las devastadoras consecuencias del abuso sexual, y a responder con eficacia a esta plaga que afecta a la sociedad en todos los niveles. Por el mismo motivo, así como la Iglesia se atiene justamente a parámetros precisos a este respecto, todas las demás instituciones, sin excepción, deberían atenerse a los mismos criterios.

Un segundo objetivo, igualmente importante, de mi visita pastoral fue exhortar a la Iglesia en Estados Unidos a reconocer, a la luz de un panorama religioso y social que está cambiando de modo dramático, la urgencia y las exigencias de una nueva evangelización. En continuidad con este objetivo, en los próximos meses deseo presentar para vuestra consideración algunas reflexiones que confío resulten útiles para el discernimiento que estáis llamados a actuar en vuestra misión de guiar a la Iglesia en el futuro que Cristo nos está preparando.

Muchos de vosotros me habéis comunicado la preocupación por los graves desafíos a un testimonio cristiano coherente planteados por una sociedad cada vez más secularizada. Sin embargo, considero significativo que haya también un mayor sentido de preocupación por parte de muchos hombres y mujeres, independientemente de sus opiniones religiosas o políticas, por el futuro de nuestras sociedades democráticas. Observan un desplome preocupante de los fundamentos intelectuales, culturales y morales de la vida social, y un creciente sentido de desconcierto e inseguridad, especialmente entre los jóvenes, frente a los grandes cambios sociales. A pesar de los intentos de acallar la voz de la Iglesia en la vida pública, muchas personas de buena voluntad siguen dirigiendo hacia ella su mirada para encontrar sabiduría, discernimiento y sana guía al afrontar esta crisis de vasto alcance. El momento actual puede, por tanto, verse, en términos positivos, como un estímulo a poner en práctica la dimensión profética de vuestro ministerio episcopal pronunciándoos, con humildad pero también con insistencia, en defensa de la verdad moral, y ofreciendo una palabra de esperanza, capaz de abrir los corazones y las mentes a la verdad que nos hace libres.

Al mismo tiempo, no se puede subestimar la gravedad de los desafíos que la Iglesia en Estados Unidos, bajo vuestra guía, está llamada a afrontar en el futuro próximo. Los obstáculos para la fe y la práctica cristiana puestos por una cultura secularizada también influyen negativamente en la vida de los creyentes, llevando a veces a aquella «serena atrición» por parte de la Iglesia que habéis comentado conmigo durante mi visita pastoral. Inmersos en esta cultura, los creyentes a diario están turbados por las objeciones, por las cuestiones inquietantes y por el cinismo de una sociedad que parece haber perdido sus raíces, por un mundo en el que el amor a Dios se ha enfriado en numerosos corazones.

La evangelización, por consiguiente, se presenta no sólo como una tarea que es preciso realizar ad extra. Nosotros mismos somos los primeros en necesitar reevangelización. Como en todas las crisis espirituales, tanto individuales como comunitarias, sabemos que la respuesta definitiva sólo puede brotar de una autoevaluación rigurosa, crítica y constante, y de una conversión a la luz de la verdad de Cristo. Sólo a través de esta renovación interior podremos discernir y afrontar las necesidades espirituales de nuestra época con la verdad eterna del Evangelio.

Aquí no puedo menos de expresar mi aprecio por el progreso real que los obispos estadounidenses han logrado, individualmente y como Conferencia, al afrontar esas cuestiones y al cooperar para elaborar una visión pastoral común, cuyos frutos se pueden ver, por ejemplo, en vuestros documentos recientes sobre la ciudadanía de los fieles y sobre la institución del matrimonio. La importancia de estas expresiones autorizadas de vuestra solicitud común por la autenticidad de la vida y del testimonio de la Iglesia en vuestro país debería ser evidente a todos.

En estos días, la Iglesia en Estados Unidos está concluyendo la traducción revisada del Misal Romano. Agradezco vuestros esfuerzos por garantizar que esta nueva traducción inspire una catequesis permanente que ponga de relieve la naturaleza auténtica de la liturgia y, sobre todo, el valor único del sacrificio salvífico de Cristo para la redención del mundo. Un débil sentido del significado y de la importancia del culto cristiano sólo puede llevar a un débil sentido de la vocación específica y esencial del laicado a impregnar el orden temporal de espíritu evangélico. Estados Unidos tiene una sana tradición de respeto al domingo. Esta herencia se debe consolidar como exhortación al servicio del reino de Dios y a la renovación del tejido social según su verdad inmutable.

Al final, en cualquier caso, la renovación del testimonio del Evangelio que da la Iglesia en vuestro país está vinculada de modo esencial al restablecimiento de una visión común y de un sentido de misión por parte de toda la comunidad católica. Sé que esta es una preocupación que lleváis en vuestro corazón, como lo reflejan vuestros esfuerzos encaminados a estimular la comunicación, el debate y el testimonio coherente en todos los niveles de la vida de vuestras Iglesias locales. Pienso en particular en la importancia de las universidades católicas y en los signos de un renovado sentido de su misión eclesial, como lo atestiguan los debates con motivo del décimo aniversario de la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae e iniciativas como el simposio que tuvo lugar recientemente en la Catholic University of America sobre las tareas intelectuales de la nueva evangelización. Los jóvenes tienen derecho a escuchar con claridad la enseñanza de la Iglesia y, más importante aún, sentirse estimulados por la coherencia y la belleza del mensaje cristiano, para que a su vez puedan infundir en sus coetáneos un amor profundo a Cristo y a su Iglesia.

Queridos hermanos en el episcopado, soy consciente de los numerosos problemas, urgentes y a veces aparentemente insolubles que afrontáis a diario en el ejercicio de vuestro ministerio. Con la confianza que brota de la fe y con gran afecto, os ofrezco estas palabras de aliento y os encomiendo de buen grado a vosotros, a los sacerdotes, los religiosos y los laicos de vuestras diócesis, a la intercesión de María Inmaculada, patrona de Estados Unidos. A todos os imparto mi bendición apostólica, como prenda de sabiduría, fuerza y paz en el Señor.




A LOS PARTICIPANTES EN LA XXVI CONFERENCIA INTERNACIONAL


ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO


PARA LA PASTORAL DE LA SALUD


Sala Clementina

153
Sábado 26 de noviembre de 2011




Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Es motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de la XXVI Conferencia internacional, organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud y que ha querido reflexionar sobre el tema: «La pastoral sanitaria al servicio de la vida a la luz del magisterio del beato Juan Pablo II». Me complace saludar a los obispos encargados de la pastoral de la salud, que se han reunido por primera vez ante la tumba del apóstol Pedro para verificar los modos de una acción colegial en este ámbito tan delicado e importante de la misión de la Iglesia. Expreso mi gratitud al dicasterio por su valioso servicio, comenzando por su presidente, monseñor Zygmunt Zimowski, al que agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido, con las que ha ilustrado también los trabajos y las iniciativas de estos días. Saludo asimismo al secretario y al subsecretario, ambos recién nombrados, a los oficiales y al personal, así como a los relatores y a los expertos, a los responsables de los institutos de salud, a los agentes sanitarios, a todos los presentes y a cuantos han colaborado en la realización de la Conferencia.

Estoy seguro de que vuestras reflexiones han contribuido a profundizar el «Evangelio de la vida», valiosa herencia del magisterio del beato Juan Pablo II. En 1985, instituyó este Consejo pontificio para dar testimonio concreto de él en el vasto y articulado ámbito de la salud; hace ahora veinte años, estableció la celebración de la Jornada mundial del enfermo; y, por último, constituyó la Fundación «El Buen Samaritano», como instrumento de una nueva acción caritativa dirigida a los enfermos más pobres en muchos países. Y hago un llamamiento a un renovado compromiso para sostener esta Fundación.

En los largos e intensos años de su pontificado, el beato Juan Pablo II proclamó que el servicio a la persona enferma en el cuerpo y en el espíritu constituye un compromiso constante de atención y evangelización para toda la comunidad eclesial, según el mandato de Jesús a los Doce de curar a los enfermos (cf. Lc
Lc 9,2). En particular, en la carta apostólica Salvifici doloris, del 11 de febrero de 1984, mi venerado predecesor afirma: «El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo» (n. 2). El misterio del dolor parece ofuscar el rostro de Dios, convirtiéndolo casi en un extraño o, incluso, indicándolo como responsable del sufrimiento humano, pero los ojos de la fe son capaces de ver en profundidad este misterio. Dios se encarnó, se hizo cercano al hombre, incluso en sus situaciones más difíciles; no eliminó el sufrimiento, pero en el Crucificado resucitado, en el Hijo de Dios que padeció hasta la muerte y una muerte de cruz, revela que su amor desciende incluso al abismo más profundo del hombre para darle esperanza. El Crucificado ha resucitado, la muerte ha sido iluminada por la mañana de Pascua: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). En el Hijo «entregado» para la salvación de la humanidad, la verdad del amor se prueba, en cierto sentido, mediante la verdad del sufrimiento; y la Iglesia, nacida del misterio de la redención en la cruz de Cristo, «está obligada a buscar el encuentro con el hombre de modo particular en el camino de su sufrimiento. En ese encuentro el hombre “se convierte en el camino de la Iglesia”, y es este uno de los caminos más importantes» (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 3).

Queridos amigos, el servicio de acompañamiento, de cercanía y de cuidado de los hermanos enfermos, solos, a menudo probados por heridas no sólo físicas sino también espirituales y morales, os sitúa en una posición privilegiada para testimoniar la acción salvífica de Dios, su amor al hombre y al mundo, que abraza también las situaciones más dolorosas y terribles. El rostro del Salvador moribundo en la cruz, del Hijo consustancial con el Padre que sufre como hombre por nosotros (cf. ib., 17), nos enseña a custodiar y a promover la vida, en cualquier estadio y en cualquier condición que se encuentre, reconociendo la dignidad y el valor de cada ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn Gn 1,26-27) y llamado a la vida eterna.

Esta visión del dolor y del sufrimiento, iluminada por la muerte y la resurrección de Cristo, nos fue testimoniada por el lento calvario que marcó los últimos años de vida del beato Juan Pablo II, al cual se pueden aplicar las palabras de san Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). La fe firme y segura sostuvo su debilidad física, haciendo de su enfermedad, vivida por amor a Dios, a la Iglesia y al mundo, una participación concreta en el camino de Cristo hasta el Calvario.

La sequela Christi no dispensó al beato Juan Pablo II de llevar su propia cruz cada día hasta el final, para ser como su único Maestro y Señor, que desde la cruz se convirtió en punto de atracción y de salvación para la humanidad (cf. Jn Jn 12,32 Jn 19,37) y manifestó su gloria (cf. Mc Mc 15,39). En la homilía de la santa misa de beatificación de mi venerado predecesor recordé que «el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una “roca”, como Cristo lo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo» (Homilía, 1 de mayo de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de mayo de 2011, p. 7).

Queridos amigos, atesorando el testamento vivido por el beato Juan Pablo II en carne propia, os deseo que también vosotros, en el ejercicio del ministerio pastoral y en la actividad profesional, descubráis en el árbol glorioso de la cruz de Cristo «el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida» (Evangelium vitae EV 50). En el servicio que prestáis en los diversos ámbitos de la pastoral de la salud, experimentad que «sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama» (Deus caritas est ).

154 Os encomiendo a cada uno de vosotros, a los enfermos, a las familias y a todos los agentes sanitarios a la protección materna de María, y de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica.




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