
Benedicto XVI Homilias 9108
12108
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, se propone a la veneración de la Iglesia universal cuatro nuevas figuras de santos: Cayetano Errico, María Bernarda Bütler, Alfonsa de la Inmaculada Concepción y Narcisa de Jesús Martillo Morán. La liturgia nos las presenta con la imagen evangélica de los invitados que participan en el banquete revestidos con el traje nupcial. La imagen del banquete se encuentra también en la primera lectura y en otras páginas de la Biblia: es una imagen jubilosa, porque el banquete acompaña la celebración de una boda, la Alianza de amor entre Dios y su pueblo. Hacia esta Alianza los profetas del Antiguo Testamento orientaron constantemente la espera de Israel.
En una época marcada por pruebas de todo tipo, cuando se corría el peligro de que las dificultades desalentaran al pueblo elegido, se elevó la voz tranquilizadora del profeta Isaías: "En este monte, el Señor de los ejércitos —afirma— preparará para todos los pueblos un convite de manjares frescos, (...) de buenos vinos: manjares suculentos, vinos generosos" (Is 25,6). Dios pondrá fin a la tristeza y a la vergüenza de su pueblo, que finalmente podrá vivir feliz en comunión con él. Dios no abandona jamás a su pueblo: por esto el profeta invita al júbilo: "Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve (...); nos regocijamos y nos alegramos por su salvación" (v. Is 25,9).
Si la primera lectura exalta la fidelidad de Dios a su promesa, el Evangelio, con la parábola del banquete nupcial, nos hace reflexionar sobre la respuesta humana. Algunos invitados de la primera hora rechazaron la invitación, porque estaban ocupados en distintos asuntos; otros incluso despreciaron la invitación del rey, provocando un castigo que cayó no sólo sobre ellos, sino sobre toda la ciudad. Sin embargo, el rey no se desanima y envía a sus siervos a buscar a otros comensales para llenar la sala de su banquete. De esta forma, el rechazo de los primeros tiene como efecto que la invitación se extienda a todos, con una predilección especial por los pobres y los desheredados. Es lo que ocurrió en el Misterio pascual: la supremacía del mal ha sido derrotada por la omnipotencia del amor de Dios. El señor resucitado ya puede invitar a todos al banquete del gozo pascual, proporcionando él mismo a los comensales el vestido nupcial, símbolo del don gratuito de la gracia santificante.
Pero a la generosidad de Dios tiene que responder la libre adhesión del hombre. Este es precisamente el camino generoso que recorrieron también quienes hoy veneramos como santos. En el bautismo recibieron el traje nupcial de la gracia divina, lo conservaron puro o lo purificaron y lo volvieron espléndido durante su vida mediante los sacramentos. Ahora participan en el banquete nupcial del cielo. El banquete de la Eucaristía, al que el Señor nos invita cada día y en el que debemos participar con el traje nupcial de su gracia, es una anticipación de la fiesta final del cielo. Si este vestido alguna vez se mancha o se desgarra con el pecado, la bondad de Dios no nos rechaza ni nos abandona a nuestro destino, sino que con el sacramento de la Reconciliación nos ofrece la posibilidad de recuperar en su integridad el traje nupcial necesario para la fiesta.
El ministerio de la Reconciliación es, por tanto, un ministerio siempre actual. A él se dedicó con diligencia, asiduidad y paciencia, sin negarse jamás a ejercerlo y sin escatimar esfuerzos, el sacerdote Cayetano Errico, fundador de la congregación de los Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. De esta forma se inscribe entre las figuras extraordinarias de presbíteros que, incansables, han hecho del confesonario el lugar para dispensar la misericordia de Dios, ayudando a los hombres a encontrarse a sí mismos, a luchar contra el pecado y a avanzar en el camino de la vida espiritual.
La calle y el confesonario fueron los lugares privilegiados de la acción pastoral de este nuevo santo. La calle le permitía encontrarse con personas a las que solía dirigir su habitual invitación: "Dios te quiere, ¿cuándo nos vemos?", y en el confesonario les hacía posible el encuentro con la misericordia del Padre celestial. ¡Cuántas heridas del alma sanó de esta forma! ¡A cuántas personas llevó a reconciliarse con Dios mediante el sacramento del perdón! De este modo, san Cayetano Errico se transformó en un especialista de la "ciencia" del perdón, y se preocupó de enseñarla a sus misioneros, a quienes aconsejaba: "Dios, que no quiere la muerte del pecador, siempre es más misericordioso que sus ministros; por eso, sed lo más misericordiosos que podáis, porque encontraréis misericordia en Dios".
María Bernarda Bütler, que nació en Auw, en el cantón suizo de Argovia, siendo aún muy joven, vivió la experiencia de un amor profundo al Señor. Como dijo, "es casi imposible de explicar a quienes aún no lo han experimentado personalmente". Este amor llevó a Verena Bütler, como se llamaba entonces, a entrar en el monasterio de las capuchinas de María Auxiliadora en Altstätten, donde a los 21 años hizo su profesión religiosa. A los 40 años recibió su vocación misionera y se fue a Ecuador y luego a Colombia. Por su vida y su compromiso en favor del prójimo, el 29 de octubre de 1995 mi venerado predecesor Juan Pablo ii la elevó a los altares como beata.
La Madre María Bernarda, una figura muy recordada y querida, sobre todo en Colombia, entendió a fondo que la fiesta que el Señor ha preparado para todos los pueblos está representada de modo muy particular por la Eucaristía. En ella el mismo Cristo nos recibe como amigos y se nos entrega en la mesa del pan y de la palabra, entrando en íntima comunión con cada uno. Esta es la fuente y el pilar de la espiritualidad de esta nueva santa, así como de su impulso misionero, que la llevó a dejar su patria natal, Suiza, para abrirse a otros horizontes evangelizadores en Ecuador y Colombia. En las serias adversidades que tuvo que afrontar, incluido el exilio, llevó impresa en su corazón la exclamación del salmo que hemos oído hoy: "Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo" (Ps 22,4). De este modo, dócil a la Palabra de Dios, siguiendo el ejemplo de María, hizo como los criados de que nos habla el relato del Evangelio que hemos escuchado: fue por doquier proclamando que el Señor invita a todos a su fiesta. Así hacía partícipes a los demás del amor de Dios al que ella dedicó con fidelidad y gozo toda su vida.
"El Señor eliminará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros" (Is 25,8). Estas palabras del profeta Isaías contienen la promesa que sostuvo a Alfonsa de la Inmaculada Concepción en una vida de extremo sufrimiento físico y espiritual. Esta mujer excepcional, que hoy se ofrece al pueblo de India como su primera santa canonizada, estaba convencida de que su cruz era el verdadero medio para llegar al banquete que el Padre había preparado para ella. Aceptando la invitación a la fiesta de boda y adornándose con el vestido de la gracia de Dios por medio de la oración y el sufrimiento, conformó su vida a la de Cristo y ahora goza del "banquete de manjares suculentos y vinos generosos" del reino de los cielos (cf. Is 25,6). Escribió: "Yo considero que un día sin sufrimientos es un día perdido". Imitémosla llevando nuestras propias cruces para poder gozar juntamente con ella en el paraíso.
La joven laica ecuatoriana Narcisa de Jesús Martillo Morán nos ofrece un ejemplo acabado de respuesta pronta y generosa a la invitación que el Señor nos hace a participar de su amor. Ya desde una edad muy temprana, al recibir el sacramento de la Confirmación, sintió clara en su corazón la llamada a vivir una vida de santidad y de entrega a Dios. Para secundar con docilidad la acción del Espíritu Santo en su alma, buscó siempre el consejo y la guía de buenos y expertos sacerdotes, considerando la dirección espiritual como uno de los medios más eficaces para llegar a la santificación. Santa Narcisa de Jesús nos muestra un camino de perfección cristiana asequible a todos los fieles. A pesar de las abundantes y extraordinarias gracias recibidas, su existencia transcurrió con gran sencillez, dedicada a su trabajo como costurera y a su apostolado como catequista. En su amor apasionado a Jesús, que la llevó a emprender un camino de intensa oración y mortificación, y a identificarse cada vez más con el misterio de la cruz, nos ofrece un testimonio atrayente y un ejemplo acabado de una vida totalmente dedicada a Dios y a los hermanos.
Queridos hermanos y hermanas, agradezcamos al Señor el don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con especial belleza. Jesús nos invita a cada uno a seguirlo, como estos santos, por el camino de la cruz, para recibir luego como herencia la vida eterna que él nos regaló muriendo por nosotros. Que su ejemplo nos aliente; sus enseñanzas nos orienten y animen; y su intercesión nos sostenga en las fatigas cotidianas, para que también nosotros lleguemos un día a compartir con ellos y con todos los santos la alegría del banquete eterno en la Jerusalén celestial.
Que nos obtenga esta gracia sobre todo María, Reina de todos los santos, a la que en este mes de octubre veneramos con particular devoción. Amén.
19108
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo las huellas del siervo de Dios Juan Pablo II, he venido en peregrinación hoy a Pompeya para venerar, junto con vosotros, a la Virgen María, Reina del Santo Rosario. He venido, en particular, para encomendar a la Madre de Dios, en cuyo seno el Verbo se hizo carne, la Asamblea del Sínodo de los obispos que se está celebrando actualmente en el Vaticano, sobre el tema de la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Mi visita coincide también con la Jornada mundial de las misiones: contemplando a María, que acogió en sí al Verbo de Dios y lo dio al mundo, rezaremos en esta misa por cuantos en la Iglesia dedican sus energías al servicio del anuncio del Evangelio a todas las naciones. ¡Gracias, queridos hermanos y hermanas, por vuestra acogida! Os abrazo a todos con afecto paterno y os agradezco las oraciones que desde aquí eleváis incesantemente al cielo por el Sucesor de Pedro y por las necesidades de la Iglesia universal.
Dirijo un cordial saludo, en primer lugar, al arzobispo Carlo Liberati, prelado de Pompeya y delegado pontificio para el santuario, y le agradezco las palabras con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Mi saludo se extiende a las autoridades civiles y militares presentes, de modo especial al representante del Gobierno, al ministro de Bienes culturales y al alcalde de Pompeya, que a mi llegada me dirigió deferentes palabras de bienvenida en nombre de todos los ciudadanos. Saludo a los sacerdotes de la prelatura, a los religiosos y religiosas que prestan su servicio cotidiano en el santuario, entre los cuales me complace mencionar a las Hermanas Dominicas Hijas del Santo Rosario de Pompeya y a los Hermanos de las Escuelas Cristianas; saludo a los voluntarios comprometidos en los diversos servicios y a los celosos apóstoles de la Virgen del Rosario de Pompeya.
Y ¿cómo olvidar, en este momento, a las personas que sufren, a los enfermos, a los ancianos solos, a los jóvenes en dificultad, a los encarcelados, a cuantos viven en duras condiciones de pobreza y malestar social y económico? A todos y a cada uno de ellos quiero asegurarles mi cercanía espiritual, haciéndoles llegar el testimonio de mi afecto. A cada uno de vosotros, queridos fieles y habitantes de esta tierra, y también a vosotros que estáis unidos espiritualmente a esta celebración a través de la radio y la televisión, os encomiendo a María y os invito a confiar siempre en su apoyo materno.
Dejemos ahora que sea ella, nuestra Madre y Maestra, quien nos guíe en la reflexión sobre la Palabra de Dios que hemos escuchado. La primera lectura y el salmo responsorial expresan la alegría del pueblo de Israel por la salvación dada por Dios, salvación que es liberación del mal y esperanza de vida nueva. El oráculo de Sofonías se dirige a Israel, que es designado con los apelativos de "hija de Sión" e "hija de Jerusalén", y se le invita a la alegría: "Alégrate (...). Lanza gritos de gozo (...) Exulta" (So 3,14). Es el mismo saludo que el ángel Gabriel dirige a María, en Nazaret: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1,28). "No temas, Sión" (So 3,16), dice el profeta; "No temas, María" (Lc 1,30), dice el ángel. Y el motivo de la confianza es el mismo: "El Señor, tu Dios, en medio de ti es un salvador poderoso" (So 3,17), dice el profeta; "el Señor está contigo" (Lc 1,28), asegura el ángel a la Virgen.
También el cántico de Isaías concluye así: "Canta y exulta, tú que vives en Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel" (Is 12,6). La presencia del Señor es fuente de gozo, porque donde está él, el mal es vencido, y triunfan la vida y la paz. Quiero subrayar, en particular, la estupenda expresión de Sofonías que, dirigiéndose a Jerusalén, dice: el Señor "te renovará con su amor" (So 3,17). Sí, el amor de Dios tiene este poder: de renovarlo todo, a partir del corazón humano, que es su obra maestra y donde el Espíritu Santo realiza mejor su acción transformadora. Con su gracia, Dios renueva el corazón del hombre perdonando su pecado, lo reconcilia e infunde en él el impulso hacia el bien. Todo esto se manifiesta en la vida de los santos, y aquí lo vemos en particular en la obra apostólica del beato Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya. Y así en esta hora también abrimos nuestro corazón a este amor renovador del hombre y de todas las cosas.
Desde sus inicios, la comunidad cristiana vio en la personificación de Israel y de Jerusalén en una figura femenina una significativa y profética referencia a la Virgen María, a la que se reconoce precisamente como "hija de Sión" y arquetipo del pueblo que "ha encontrado gracia" a los ojos del Señor. Es una interpretación que volvemos a encontrar en el relato evangélico de las bodas de Caná (cf. Jn 2,1-11). El evangelista san Juan pone de relieve simbólicamente que Jesús es el esposo de Israel, del nuevo Israel que somos todos nosotros en la fe, el esposo que vino a traer la gracia de la nueva Alianza, representada por el "vino bueno". Al mismo tiempo, el Evangelio destaca también el papel de María, a la que al principio se la llama "la madre de Jesús", pero a quien después el Hijo mismo llama "mujer". Y esto tiene un significado muy profundo: implica de hecho que Jesús, para maravilla nuestra, antepone al parentesco el vínculo espiritual, según el cual María personifica a la esposa amada del Señor, es decir, al pueblo que él se eligió para irradiar su bendición sobre toda la familia humana.
El símbolo del vino, unido al del banquete, vuelve a proponer el tema de la alegría y de la fiesta. Además, el vino, como las otras imágenes bíblicas de la viña y de la vid, alude metafóricamente al amor: Dios es el viñador, Israel es la viña, una viña que encontrará su realización perfecta en Cristo, del cual nosotros somos los sarmientos; el vino es el fruto, es decir, el amor, porque precisamente el amor es lo que Dios espera de sus hijos. Y oremos al Señor, que concedió a Bartolo Longo la gracia de traer el amor a esta tierra, para que también nuestra vida y nuestro corazón den este fruto de amor y así renueven la tierra.
Al amor exhorta también el apóstol san Pablo en la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos. En esta página encontramos delineado el programa de vida de una comunidad cristiana, cuyos miembros han sido renovados por el amor y se esfuerzan por renovarse continuamente, para discernir siempre la voluntad de Dios y no volver a caer en el conformismo de la mentalidad mundana (cf. Rm 12,1-2). La nueva Pompeya, aun con los límites de toda realidad humana, es un ejemplo de esta nueva civilización, que ha surgido y se ha desarrollado bajo la mirada maternal de María. Y la característica de la civilización cristiana es precisamente la caridad: el amor de Dios que se traduce en amor al prójimo.
Ahora bien, cuando san Pablo escribe a los cristianos de Roma: "Sed diligentes sin flojedad; fervorosos de espíritu, como quien sirve al Señor" (Rm 12,11), nuestro pensamiento se dirige a Bartolo Longo y a las numerosas iniciativas de caridad puestas en marcha por él en favor de los hermanos más necesitados. Impulsado por el amor, fue capaz de proyectar una nueva ciudad, que surgió luego en torno al santuario mariano, casi como irradiación de la luz de su fe y esperanza. Una ciudadela de María y de la caridad, pero no aislada del mundo; no es, como suele decirse, una "catedral en el desierto", sino insertada en el territorio de este valle para rescatarlo y promoverlo. La historia de la Iglesia, gracias a Dios, está llena de experiencias de este tipo, y también hoy se realizan muchas en todas las partes del mundo. Son experiencias de fraternidad, que muestran el rostro de una sociedad diversa, puesta como fermento dentro del contexto civil. La fuerza de la caridad es irresistible: el amor es lo que verdaderamente hace avanzar el mundo.
¿Quién habría podido pensar que aquí, junto a los restos de la antigua Pompeya, surgiría un santuario mariano de alcance mundial? ¿Y tantas obras sociales para traducir el Evangelio en servicio concreto a las personas que atraviesan más dificultades? Donde Dios llega, el desierto florece. También el beato Bartolo Longo, con su conversión personal, dio testimonio de esta fuerza espiritual que transforma al hombre interiormente y lo capacita para hacer grandes cosas según el designio de Dios. Las circunstancias de su crisis espiritual y de su conversión son de grandísima actualidad. En el período de sus estudios universitarios en Nápoles, influenciado por filósofos inmanentistas y positivistas, se había alejado de la fe cristiana convirtiéndose en un anticlerical militante y dándose también a prácticas espiritistas y supersticiosas. Su conversión, con el descubrimiento del verdadero rostro de Dios, contiene un mensaje muy elocuente para nosotros, porque por desgracia estas tendencias no faltan en nuestros días. En este Año paulino me complace subrayar que también Bartolo Longo, como san Pablo, fue transformado de perseguidor en apóstol: apóstol de la fe cristiana, del culto mariano, y en particular del rosario, en el que encontró una síntesis de todo el Evangelio.
Esta ciudad que él volvió a fundar es, por tanto, una demostración histórica de cómo Dios transforma el mundo: colmando nuevamente de caridad el corazón de un hombre y haciendo de él un "motor" de renovación religiosa y social. Pompeya es un ejemplo de cómo la fe puede actuar en la ciudad del hombre, suscitando apóstoles de caridad que se ponen al servicio de los pequeños y de los pobres, y que trabajan para que también a los últimos se les respete su dignidad y encuentren acogida y promoción.
Aquí en Pompeya se entiende que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. Aquí el genuino pueblo cristiano, la gente que afronta la vida con sacrificio cada día, encuentra la fuerza para perseverar en el bien sin ceder a componendas. Aquí, a los pies de María, las familias encuentran o refuerzan la alegría del amor que las mantiene unidas. Así pues, hace exactamente un mes, tuvo lugar oportunamente, en preparación de mi visita, una "peregrinación de las familias para la familia", a fin de encomendar a la Virgen esta célula fundamental de la sociedad. Que la Virgen santísima vele sobre cada familia y sobre todo el pueblo italiano.
Que este santuario y esta ciudad sigan siempre vinculados sobre todo a un don singular de María: la oración del rosario. Cuando, en el célebre cuadro de la Virgen de Pompeya, vemos a la Virgen Madre y al Niño Jesús que entregan los rosarios respectivamente a santa Catalina de Siena y a santo Domingo, comprendemos enseguida que esta oración nos conduce, a través de María, a Jesús, como nos enseñó también el querido Papa Juan Pablo II en la carta Rosarium Virginis Mariae, en la que se refiere explícitamente al beato Bartolo Longo y al carisma de Pompeya. El rosario es una oración contemplativa accesible a todos: grandes y pequeños, laicos y clérigos, cultos y poco instruidos. Es un vínculo espiritual con María para permanecer unidos a Jesús, para configurarse a él, asimilar sus sentimientos y comportarse como él se comportó. El rosario es un "arma" espiritual en la lucha contra el mal, contra toda violencia, por la paz en los corazones, en las familias, en la sociedad y en el mundo.
Queridos hermanos y hermanas, en esta Eucaristía, fuente inagotable de vida y de esperanza, de renovación personal y social, demos gracias a Dios porque en Bartolo Longo nos dio un testigo luminoso de esta verdad evangélica. Y volvamos una vez más nuestro corazón a María con las palabras de la súplica, que dentro de poco rezaremos juntos: "Tú, Madre nuestra, eres nuestra Abogada, nuestra esperanza. Ten piedad de nosotros... Misericordia para todos, oh Madre de misericordia". Amén.
26108
Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
La Palabra del Señor, que se acaba de proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el compendio de toda la Ley divina. El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. Mt 22,34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" (Mt 22,36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento" (Mt 22,37-38).
En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6,4-9 Dt 11,13-21 Nb 15,37-41): la proclamación del amor íntegro y total que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas: corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a Dios. El término mente, diánoia, contiene el elemento racional. Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también del intelecto, que por tanto no debe ser excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al pensamiento de Dios.
Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el doctor de la ley no había pedido: "El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22,39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19,18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: "De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22,40).
La página evangélica sobre la que estamos meditando subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. También la primera Lectura, tomada del libro del Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente en las relaciones entre las personas: tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún "defensor". El autor sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por uno de estos pobres (cf. Ex 22,25-26). En este caso es Dios mismo quien se hace cargo de la situación de este prójimo.
En la segunda Lectura podemos ver una aplicación concreta del mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender que, aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con cariño en su corazón. Por este motivo los señala como "modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya" (1Th 1,7). Por supuesto, no faltan debilidades y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco tiempo, pero el amor todo lo supera, todo lo renueva, todo lo vence: el amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue dócilmente las palabras de Cristo, divino Maestro, transmitidas a través de un fiel discípulo suyo.
"Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san Pablo—, acogiendo la Palabra en medio de grandes pruebas". "Partiendo de vosotros —prosigue el Apóstol—, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes" (1Th 1,6 1Th 1,8). La lección que sacamos de la experiencia de los Tesalonicenses, experiencia que en verdad se realiza en toda auténtica comunidad cristiana, es que el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra divina. Es un amor que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y precisamente así crece el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor. ¡Qué importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la existencia personal y comunitaria!
En esta celebración eucarística, con la que concluyen los trabajos sinodales, advertimos de manera singular el especial vínculo que existe entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio desinteresado a los hermanos. ¡Cuántas veces, durante los días pasados, hemos escuchado experiencias y reflexiones que ponen de relieve la necesidad, hoy cada vez mayor, de escuchar más íntimamente a Dios, de conocer más profundamente su Palabra de salvación, de compartir más sinceramente la fe que se alimenta constantemente en la mesa de la Palabra divina!
Queridos y venerados hermanos, gracias por la contribución que cada uno de vosotros ha dado a la profundización del tema del Sínodo: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". Os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo especial a los señores cardenales presidentes delegados del Sínodo y al secretario general, a quienes agradezco su constante dedicación. Os saludo a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que habéis venido de todos los continentes aportando vuestra enriquecedora experiencia. Cuando regreséis a casa, transmitid a todos el saludo afectuoso del Obispo de Roma. Saludo a los delegados fraternos, a los expertos, a los auditores y a los invitados especiales, a los miembros de la Secretaría general del Sínodo y a los que se han ocupado de las relaciones con la prensa.
Un recuerdo especial va a los obispos de China continental, que no han podido estar representados en esta Asamblea sinodal. Deseo hacerme aquí el intérprete —dando gracias a Dios— de su amor a Cristo, de su comunión con la Iglesia universal y de su fidelidad al Sucesor del apóstol san Pedro. Están presentes en nuestras oraciones, junto con todos los fieles que han sido encomendados a sus cuidados pastorales. Pidamos al "Pastor supremo" de la grey (1P 5,4) que les dé alegría, fuerza y celo apostólico para guiar con sabiduría y clarividencia a la comunidad católica que está en China, tan querida por todos nosotros.
Todos los que hemos participado en los trabajos sinodales llevamos la renovada conciencia de que la tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo. Ahora es necesario que esta experiencia eclesial sea llevada a todas las comunidades; es preciso que se comprenda la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas. Esto exige, en primer lugar, un conocimiento más íntimo de Cristo y una escucha siempre dócil de su Palabra.
En este Año paulino, haciendo nuestras las palabras del Apóstol: "Ay de mí si no predicara el Evangelio" (1Co 9,16), deseo de corazón que en cada comunidad se sienta con una convicción más fuerte este anhelo de san Pablo como vocación al servicio del Evangelio para el mundo. Al inicio de los trabajos sinodales recordé la llamada de Jesús: "La mies es mucha" (Mt 9,37), llamada a la cual nunca debemos cansarnos de responder, a pesar de las dificultades que podamos encontrar. Mucha gente está buscando, a veces incluso sin darse cuenta, el encuentro con Cristo y con su Evangelio; muchos sienten la necesidad de encontrar en él el sentido de su vida. Por tanto, dar un testimonio claro y compartido de una vida según la Palabra de Dios, atestiguada por Jesús, se convierte en un criterio indispensable de verificación de la misión de la Iglesia.
Las lecturas que la liturgia ofrece hoy a nuestra meditación nos recuerdan que la plenitud de la Ley, como la de todas las Escrituras divinas, es el amor. Por eso, quien cree haber comprendido las Escrituras, o por lo menos alguna parte de ellas, sin comprometerse a construir, mediante su inteligencia, el doble amor a Dios y al prójimo, demuestra en realidad que está todavía lejos de haber captado su sentido profundo. Pero, ¿cómo poner en práctica este mandamiento?, ¿cómo vivir el amor a Dios y a los hermanos sin un contacto vivo e intenso con las Sagradas Escrituras?
El concilio Vaticano II afirma que "los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura" (Dei Verbum DV 22) para que las personas, cuando encuentren la verdad, puedan crecer en el amor auténtico. Se trata de un requisito que hoy es indispensable para la evangelización. Y, ya que el encuentro con la Escritura a menudo corre el riesgo de no ser "un hecho" de Iglesia, sino que está expuesto al subjetivismo y a la arbitrariedad, resulta indispensable una promoción pastoral intensa y creíble del conocimiento de la Sagrada Escritura, para anunciar, celebrar y vivir la Palabra en la comunidad cristiana, dialogando con las culturas de nuestro tiempo, poniéndose al servicio de la verdad y no de las ideologías del momento e incrementando el diálogo que Dios quiere tener con todos los hombres (cf. ib., DV 21).
Con esta finalidad es preciso prestar atención especial a la preparación de los pastores, que luego dirigirán la necesaria acción de difundir la práctica bíblica con los subsidios oportunos. Es preciso estimular los esfuerzos que se están llevando a cabo para suscitar el movimiento bíblico entre los laicos, la formación de animadores de grupos, con especial atención hacia los jóvenes. Debe sostenerse el esfuerzo por dar a conocer la fe a través de la Palabra de Dios, también a los "alejados" y especialmente a los que buscan con sinceridad el sentido de la vida.
Se podrían añadir otras muchas reflexiones, pero me limito, por último, a destacar que el lugar privilegiado en el que resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia, como se dijo en el Sínodo, es sin duda la liturgia. En la liturgia se pone de manifiesto que la Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento entregado a los lectores, para que actualicen en su vida la historia de la salvación testimoniada en lo escrito. Existe, por tanto, una relación de recíproca y vital dependencia entre pueblo y Libro: la Biblia es un Libro vivo con el pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta mutua dependencia entre pueblo y Sagrada Escritura se celebra en cada asamblea litúrgica, la cual, gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, ya que es él quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura y se acoge la alianza que Dios renueva con su pueblo. Así pues, Escritura y liturgia convergen en el único fin de llevar al pueblo al diálogo con el Señor y a la obediencia a su voluntad. La Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian las Escrituras regresa a él en forma de respuesta orante, de respuesta vivida, de respuesta que brota del amor (cf. Is 55,10-11).
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que de la escucha renovada de la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, brote una auténtica renovación de la Iglesia universal en todas las comunidades cristianas. Encomendemos los frutos de esta Asamblea sinodal a la intercesión materna de la Virgen María. A ella le encomiendo también la II Asamblea especial del Sínodo para África, que tendrá lugar en Roma en octubre del año próximo. Tengo la intención de ir a Camerún, en el próximo mes de marzo, para entregar a los representantes de las Conferencias episcopales de África el Instrumentum laboris de esa Asamblea sinodal. De allí proseguiré, Dios mediante, hacia Angola para rendir homenaje a una de las Iglesias subsaharianas más antiguas. María santísima, que ofreció su vida como "esclava del Señor" para que todo se cumpliera en conformidad con la divina voluntad (cf. Lc 1,38) y que exhortó a hacer todo lo que dijera Jesús (cf. Jn 2,5), nos enseñe a reconocer en nuestra vida el primado de la Palabra, la única que nos puede dar la salvación. Así sea.
Benedicto XVI Homilias 9108