Benedicto XVI Homilias 26108

SANTA MISA POR LOS CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS EN EL ÚLTIMO AÑO

Basílica Vaticana, Lunes 3 de noviembre de 2008

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Al día siguiente de la Conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, nos hemos reunido hoy, según una hermosa tradición, para celebrar el sacrificio eucarístico en sufragio de nuestros hermanos cardenales y obispos que han abandonado este mundo durante el último año. Nuestra oración está animada y confortada por el misterio de la comunión de los santos, misterio que en estos días hemos contemplado nuevamente con el fin de comprenderlo, acogerlo y vivirlo cada vez más intensamente.

En esta comunión recordamos con gran afecto a los señores cardenales Stephen Fumio Hamao, Alfons Maria Stickler, Aloísio Lorscheider, Peter Poreku Dery, Adolfo Antonio Suárez Rivera, Ernesto Corripio Ahumada, Alfonso López Trujillo, Bernardin Gantin, Antonio Innocenti y Antonio José González Zumárraga. Creemos y sentimos que están vivos en el Dios de los vivos. Y con ellos recordamos también a cada uno de los arzobispos y obispos que en los últimos doce meses han pasado de este mundo a la casa del Padre. Queremos orar por todos, dejándonos iluminar la mente y el corazón por la Palabra de Dios que acabamos de escuchar.

La primera lectura —un pasaje del libro de la Sabiduría (
Sg 4,7-15)— nos ha recordado que la verdadera ancianidad venerable no es sólo la edad avanzada, sino la sabiduría y una existencia pura, sin malicia. Y si el Señor llama a sí a un justo antes de tiempo, es porque sobre él tiene un plan de predilección que nosotros no conocemos: la muerte prematura de una persona a la que amamos es una invitación a no limitarnos a vivir de modo mediocre, sino a tender lo antes posible hacia la plenitud de la vida. En el texto de la Sabiduría hay una vena paradójica que encontramos también en el pasaje evangélico (cf. Mt 11,25-30).

En ambas lecturas hay un contraste entre lo que aparece a la mirada superficial de los hombres y lo que, en cambio, ven los ojos de Dios. El mundo considera afortunado a quien vive muchos años, pero Dios no mira la edad, sino la rectitud del corazón. El mundo da crédito a los "sabios" y a los "doctos", mientras que Dios siente predilección por los "pequeños". La enseñanza general que se deriva de esto es que hay dos dimensiones de la realidad: una más profunda, verdadera y eterna; y la otra, marcada por la finitud, la provisionalidad y la apariencia.

Ahora bien, es importante subrayar que estas dos dimensiones no se siguen en simple sucesión temporal, como si la vida verdadera comenzara sólo después de la muerte. En realidad, la vida verdadera, la vida eterna, comienza ya en este mundo, aun dentro de la precariedad de las circunstancias de la historia; la vida eterna comienza en la medida en que nos abrimos al misterio de Dios y lo acogemos en medio de nosotros. Dios es el Señor de la vida y en él "vivimos, nos movemos y existimos" (Ac 17,28), como dijo san Pablo en el Areópago de Atenas.

Dios es la verdadera sabiduría que no envejece, es la riqueza auténtica que no se marchita, es la felicidad a la que aspira en profundidad el corazón de todo hombre. Esta verdad, que recorre los Libros sapienciales y vuelve a aparecer en el Nuevo Testamento, se cumple en la existencia y en la enseñanza de Jesús. En la perspectiva de la sabiduría evangélica, la muerte misma es portadora de una enseñanza saludable, porque obliga a mirar cara a cara la realidad, impulsa a reconocer la caducidad de lo que parece grande y fuerte a los ojos del mundo. Ante la muerte pierde interés todo motivo de orgullo humano y, en cambio, resalta lo que vale de verdad. Todo acaba, todos en este mundo estamos de paso. Sólo Dios tiene vida en sí mismo; él es la vida. Nuestra vida es participada, dada "ab alio"; por eso un hombre sólo puede llegar a la vida eterna a causa de la relación particular que el Creador le ha dado consigo. Pero Dios, viendo que el hombre se había alejado de él, dio un paso más, creó una nueva relación entre él y nosotros, de la que habla la segunda lectura de la liturgia de hoy. Él, Cristo, "dio su vida por nosotros" (1Jn 3,16).

Si Dios —escribe san Juan— nos ha amado gratuitamente, también nosotros podemos y, por tanto, debemos dejarnos implicar en este movimiento oblativo, haciendo de nosotros mismos un don gratuito para los demás. De esta forma conocemos a Dios como él nos conoce; de esta forma habitamos en él como él ha querido habitar en nosotros, y pasamos de la muerte a la vida (cf. 1Jn 3,14) como Jesucristo, que venció a la muerte con su resurrección, gracias al poder glorioso del amor del Padre celestial.

Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de vida y de esperanza nos conforta profundamente ante el misterio de la muerte, de modo especial cuando afecta a las personas que más queremos. El Señor nos asegura hoy que nuestros hermanos difuntos, por quienes oramos especialmente en esta santa misa, han pasado de la muerte a la vida porque eligieron a Cristo, acogieron su yugo suave (cf. Mt 11,29) y se consagraron al servicio de los hermanos. Por eso, aun cuando deban expiar su parte de pena debida a la fragilidad humana —que a todos nos marca, ayudándonos a ser humildes—, la fidelidad a Cristo les permite entrar en la libertad de los hijos de Dios.

Así pues, si nos ha entristecido separarnos de ellos, y nos duele su ausencia, la fe nos conforta íntimamente al pensar que, como sucedió al Señor Jesús, y siempre gracias a él, la muerte ya no tiene poder sobre ellos (cf. Rm 6,9). Pasando, en esta vida, a través del Corazón misericordioso de Cristo, han entrado "en un lugar de descanso" (Sg 4,7). Y ahora nos complace pensar en ellos en compañía de los santos, finalmente liberados de las amarguras de esta vida, y sentimos también nosotros el deseo de unirnos un día a tan feliz compañía.

En el salmo responsorial hemos repetido estas consoladoras palabras: "Dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa del Señor a lo largo de los días" (Ps 23,6). Sí, esperamos que el buen Pastor haya acogido a estos hermanos nuestros, por quienes celebramos el sacrificio divino, al ocaso de su jornada terrena y los haya introducido en su intimidad bienaventurada. El aceite bendecido —del que se habla en el Salmo (v. Ps 23,5)— se puso tres veces sobre su cabeza y una vez sobre sus manos; el cáliz (ib. Ps 23,5) glorioso de Jesús sacerdote también fue su cáliz, que alzaron día tras día, alabando el nombre del Señor. Ahora han llegado a las praderas del cielo, donde los signos dejan paso a la realidad.

Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestra oración común y elevémosla al Padre de toda bondad y misericordia para que, por intercesión de María santísima, el encuentro con el fuego de su amor purifique pronto a estos amigos nuestros ya difuntos de toda imperfección y los transforme para alabanza de su gloria. Y oremos para que nosotros, peregrinos en la tierra, mantengamos siempre orientados los ojos y el corazón hacia la meta última a la que aspiramos, la casa del Padre, el cielo. Así sea.



CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL I DOMINGO DE ADVIENTO

Basílica de San Pedro, Sábado 29 de noviembre de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Con esta liturgia vespertina iniciamos el itinerario de un nuevo año litúrgico, entrando en el primero de los tiempos que lo componen: el Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, el apóstol san Pablo usa precisamente esta palabra: "venida", que en griego se dice parusia y en latín adventus (
1Th 5,23). Según la traducción común de este texto, san Pablo exhorta a los cristianos de Tesalónica a ser irreprensibles "hasta la venida" del Señor. Pero el texto original dice: "en la venida" (en te parusia), como si la venida del Señor no fuera un punto futuro del tiempo, sino un lugar espiritual en el que debemos caminar en el presente, durante la espera, y dentro del cual precisamente debemos conservarnos irreprensibles en todas las dimensiones personales.

En efecto, es precisamente esto lo que vivimos en la liturgia: al celebrar los tiempos litúrgicos, actualizamos de tal modo el misterio —en este caso la venida del Señor— que, por decirlo así, podemos "caminar en ella" hacia su plena realización, hasta el fin de los tiempos, pero aprovechando ya su virtud santificadora, dado que los últimos tiempos ya han comenzado con la muerte y la resurrección de Cristo.

La palabra que resume este estado particular, en el que se espera algo que debe manifestarse, pero que al mismo tiempo se vislumbra y se gusta por anticipado, es "esperanza". El Adviento es, por excelencia, el tiempo espiritual de la esperanza, y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza para ella y para el mundo. Todo el organismo espiritual del Cuerpo místico asume, por decirlo así, el "color" de la esperanza. Todo el pueblo de Dios se pone de nuevo en camino atraído por este misterio: nuestro Dios es "el Dios que viene" y nos invita a salir a su encuentro.

¿De qué modo? Ante todo en la forma universal de la esperanza y la espera que es la oración, la cual encuentra su expresión eminente en los Salmos, palabras humanas en las que Dios mismo puso y pone continuamente la invocación de su venida en los labios y en el corazón de los creyentes. Por eso, reflexionemos unos momentos sobre los dos Salmos que acabamos de rezar y que son consecutivos también en el Libro bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía.

"Señor, te estoy llamando, ven de prisa; escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Ps 141,1-2). Así comienza el primer salmo de las primeras Vísperas de la primera semana del Salterio: palabras que al inicio del Adviento adquieren un nuevo "color", porque el Espíritu Santo siempre las hace resonar nuevamente en nosotros, en la Iglesia que está en camino entre el tiempo de Dios y el tiempo de los hombres.

"Señor, (...) ven de prisa" (v. Ps 141,1). Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero también es el grito de la Iglesia en medio de las múltiples asechanzas que la rodean, que amenazan su santidad, la integridad irreprensible de la que habla el apóstol san Pablo y que, en cambio, debe conservarse hasta la venida del Señor. Y en esta invocación resuena también el grito de todos los justos, de todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, de placeres que ofenden la dignidad humana y la condición de los pobres.

Al inicio del Adviento la liturgia de la Iglesia hace suyo de nuevo este grito, y lo eleva a Dios "como incienso" (v. Ps 141,2). En efecto, el ofrecimiento vespertino del incienso es símbolo de la oración que elevan los corazones dirigidos a Dios, al Altísimo, así como "el alzar de las manos como ofrenda de la tarde" (v. Ps 141,2). En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como acontecía también en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo, que es al mismo tiempo Sacrificio y Sacerdote de la Alianza nueva y eterna. En el grito del Cuerpo místico reconocemos la voz misma de su Cabeza: el Hijo de Dios, que tomó sobre sí nuestras pruebas y nuestras tentaciones, para darnos la gracia de su victoria.

Esta identificación de Cristo con el salmista es particularmente evidente en el segundo Salmo (142). Aquí, cada palabra, cada invocación hace pensar en Jesús, en su pasión, de modo especial en su oración al Padre en Getsemaní. En su primera venida, con la encarnación, el Hijo de Dios quiso compartir plenamente nuestra condición humana. Naturalmente, no compartió el pecado, pero por nuestra salvación sufrió todas sus consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la Iglesia revive cada vez la gracia de esta compasión, de esta "venida" del Hijo de Dios en la angustia humana hasta tocar fondo.

Así, el grito de esperanza del Adviento expresa, desde el inicio y del modo más fuerte, toda la gravedad de nuestro estado, nuestra extrema necesidad de salvación. Es como decir: esperamos al Señor no como una hermosa decoración para un mundo ya salvado, sino como único camino de liberación de un peligro mortal. Y nosotros sabemos que él mismo, el Liberador, tuvo que sufrir y morir para hacernos salir de esta prisión (cf. v. Ps 142,8).

En pocas palabras, estos dos Salmos nos previenen de cualquier tentación de evasión y de fuga de la realidad; nos preservan de una falsa esperanza, que tal vez quisiera entrar en el Adviento e ir hacia la Navidad olvidando nuestra dramática existencia personal y colectiva. En efecto, una esperanza fiable, no engañosa, no puede menos de ser una esperanza "pascual", como nos recuerda cada sábado por la tarde el cántico de la carta a los Filipenses, con el que alabamos a Cristo encarnado, crucificado, resucitado y Señor universal.

A él dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón, en unión espiritual con la Virgen María, Nuestra Señora del Adviento. Pongamos nuestra mano en la suya y entremos con alegría en este nuevo tiempo de gracia que Dios regala a su Iglesia, para el bien de toda la humanidad. Como María, y con su ayuda materna, seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo, para que el Dios de la paz nos santifique plenamente, y la Iglesia se convierta en signo e instrumento de esperanza para todos los hombres.

Amén.


VISITA PASTORAL A LA BASÍLICA DE SAN LORENZO EXTRAMUROS

CON OCASIÓN DEL 1750° ANIVERSARIO DEL MARTIRIO DEL SANTO DIÁCONO


I Domingo de Adviento, 30 de noviembre de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Con este primer domingo de Adviento entramos en el tiempo de cuatro semanas con que inicia un nuevo año litúrgico y que nos prepara inmediatamente para la fiesta de la Navidad, memoria de la encarnación de Cristo en la historia. Pero el mensaje espiritual de Adviento es más profundo y ya nos proyecta hacia la vuelta gloriosa del Señor, al final de nuestra historia. Adventus es palabra latina que podría traducirse por "llegada", "venida", "presencia". En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico que indicaba la llegada de un funcionario, en particular la visita de reyes o emperadores a las provincias, pero también podía utilizarse para la aparición de una divinidad, que salía de su morada oculta y así manifestaba su poder divino: su presencia se celebraba solemnemente en el culto.

Los cristianos, al adoptar el término "Adviento", quisieron expresar la relación especial que los unía a Cristo crucificado y resucitado. Él es el Rey que, al entrar en esta pobre provincia llamada tierra, nos ha hecho el don de su visita y, después de su resurrección y ascensión al cielo, ha querido permanecer siempre con nosotros: percibimos su misteriosa presencia en la asamblea litúrgica.

En efecto, al celebrar la Eucaristía, proclamamos que él no se ha retirado del mundo y no nos ha dejado solos, y, aunque no lo podamos ver y tocar como sucede con las realidades materiales y sensibles, siempre está con nosotros y entre nosotros; más aún, está en nosotros, porque puede atraer a sí y comunicar su vida a todo creyente que le abra el corazón. Por tanto, Adviento significa hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva; y, al mismo tiempo, significa reconocer que Cristo presente en medio de nosotros se hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia, que celebra su misterio.

Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, alimentada por la escucha de la Palabra de Dios, debería ayudarnos a ver el mundo de una manera diversa, a interpretar cada uno de los acontecimientos de la vida y de la historia como palabras que Dios nos dirige, como signos de su amor que nos garantizan su cercanía en todas las situaciones; en particular, esta certeza debería prepararnos para acogerlo cuando "de nuevo venga con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin", como repetiremos dentro de poco en el Credo.En esta perspectiva, el Adviento es para todos los cristianos un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo privilegiado de escucha y de reflexión, con tal de que se dejen guiar por la liturgia, que invita a salir al encuentro del Señor que viene.

"¡Ven, Señor Jesús!": esta ferviente invocación de la comunidad cristiana de los orígenes debe ser también, queridos amigos, nuestra aspiración constante, la aspiración de la Iglesia de todas las épocas, que anhela y se prepara para el encuentro con su Señor. "¡Ven hoy, Señor!"; ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia. ¡Ven, Señor! rezamos precisamente en estas semanas. "Señor, ¡que brille tu rostro y nos salve!": hemos rezado así, hace unos instantes, con las palabras del salmo responsorial. Y el profeta Isaías, en la primera lectura, nos ha revelado que el rostro de nuestro Salvador es el de un padre tierno y misericordioso, que cuida de nosotros en todas las circunstancias, porque somos obra de sus manos: "Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es "Nuestro redentor"" (
Is 63,16).

Nuestro Dios es un padre dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos y a acoger a los que confían en su misericordia (cf. Is 64,4). Nos habíamos alejado de él a causa del pecado, cayendo bajo el dominio de la muerte, pero él ha tenido piedad de nosotros y por su iniciativa, sin ningún mérito de nuestra parte, decidió salir a nuestro encuentro, enviando a su Hijo único como nuestro Redentor. Ante un misterio de amor tan grande brota espontáneamente nuestro agradecimiento, y nuestra invocación se hace más confiada: "Muéstranos, Señor, hoy, en nuestro tiempo, en todas las partes del mundo, tu misericordia; haz que sintamos tu presencia y danos tu salvación" (cf. Aleluya).

Queridos hermanos y hermanas, el pensamiento de la presencia de Cristo y de su venida cierta al final de los tiempos es muy significativo en vuestra basílica, junto al monumental cementerio del Verano, donde descansan, en espera de la resurrección, muchos de nuestros queridos difuntos. ¡Cuántas veces, en este templo, se celebran liturgias fúnebres! ¡Cuántas veces resuenan, llenas de consuelo, las palabras de la liturgia: "En Cristo, tu Hijo, nuestro salvador, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección, y aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad"! (cf. Prefacio de difuntos, I).

Pero vuestra monumental basílica, que nos lleva a pensar en la primitiva, que el emperador Constantino mandó construir y que después se transformó hasta asumir su fisonomía actual, habla sobre todo del glorioso martirio de san Lorenzo, archidiácono del Papa san Sixto II y su fiduciario en la administración de los bienes de la comunidad. Hoy he venido a celebrar la santa Eucaristía para unirme a vosotros al rendirle homenaje en una circunstancia muy singular, con ocasión del Año jubilar laurentino, proclamado para conmemorar el 1750° aniversario del nacimiento al cielo del santo diácono.

La historia nos confirma cuán glorioso es el nombre de este santo, ante cuyo sepulcro estamos reunidos. Su solicitud por los pobres, el generoso servicio que prestó a la Iglesia de Roma en el ámbito de la ayuda y de la caridad, y su fidelidad al Papa, que lo impulsó a querer seguirlo en la suprema prueba del martirio y el testimonio heroico de la sangre, que dio sólo pocos días después, son hechos universalmente conocidos.

San León Magno, en una hermosa homilía, comenta así el atroz martirio de este "ilustre héroe": "Las llamas no pudieron vencer la caridad de Cristo; y el fuego que lo quemaba por fuera era más débil del que ardía dentro de él". Y añade: "El Señor quiso exaltar hasta tal punto su nombre glorioso en todo el mundo que, desde Oriente hasta Occidente, en el resplandor vivísimo de la luz irradiada por los más grandes diáconos, la misma gloria que recibió Jerusalén por Esteban tocó también a Roma por los méritos de Lorenzo" (Homilía 85, 4: PL 54, 486).

Este año se conmemora el 50° aniversario de la muerte del siervo de Dios Papa Pío XII y esto nos trae a la memoria un acontecimiento particularmente dramático en la historia plurisecular de vuestra basílica, que tuvo lugar durante la segunda guerra mundial, cuando, exactamente el 19 de julio de 1943, un violento bombardeo causó gravísimos daños al edificio y a todo el barrio, sembrando muerte y destrucción. Jamás podrá borrarse de la memoria de la historia el gesto generoso realizado en aquella ocasión por mi venerado predecesor, que corrió inmediatamente a socorrer y consolar a la población duramente afectada, entre los escombros aún humeantes.

Además, no olvido que esta misma basílica conserva las urnas de otras dos grandes personalidades; en efecto, en el hipogeo están expuestos a la veneración de los fieles los restos mortales del beato Pío IX, mientras que en el atrio se halla la tumba de Alcide De Gasperi, guía sabio y equilibrado de Italia en los difíciles años de la reconstrucción posbélica y, al mismo tiempo, insigne estadista capaz de mirar a Europa con una amplia visión cristiana.

Mientras nos hallamos reunidos aquí en oración, me complace saludaros con afecto a todos vosotros, en particular al cardenal vicario, al monseñor vicegerente, que es también abad comendatario de la basílica, al obispo auxiliar del sector norte y a vuestro párroco, padre Bruno Mustacchio, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración litúrgica.

Saludo al ministro general de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos y a los hermanos de la comunidad que prestan su servicio con celo y dedicación, acogiendo a los numerosos peregrinos, ayudando con caridad a los pobres y testimoniando la esperanza en Cristo resucitado a quienes van a visitar el cementerio del Verano. Os aseguro mi aprecio y, sobre todo, mi recuerdo en la oración.
Saludo, asimismo, a los diversos grupos comprometidos en la animación de la catequesis, de la liturgia y de la caridad; a los miembros de los dos coros polifónicos; y a la Tercera Orden Franciscana local y regional. También me ha complacido saber que desde hace algunos años se encuentra aquí el "laboratorio misionero diocesano" para formar a las comunidades parroquiales en la conciencia misionera, y me uno de buen grado a vosotros deseando que esta iniciativa de nuestra diócesis contribuya a suscitar una valiente acción pastoral misionera, que lleve el anuncio del amor misericordioso de Dios a todos los rincones de Roma, implicando principalmente a los jóvenes y a las familias.

Por último, extiendo mi saludo a los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y en dificultades. Los recuerdo a todos y cada uno en esta santa misa.

Queridos hermanos y hermanas, en este inicio del Adviento, el mejor mensaje que recibimos de san Lorenzo es el de la santidad. Nos repite que la santidad, es decir, el salir al encuentro de Cristo que viene continuamente a visitarnos, no pasa de moda; más aún, con el paso del tiempo resplandece de modo luminoso y manifiesta la perenne tensión del hombre hacia Dios. Por tanto, que esta celebración jubilar sea para vuestra comunidad parroquial ocasión para renovar vuestra adhesión a Cristo, para profundizar aún más vuestro sentido de pertenencia a su Cuerpo místico, que es la Iglesia, y para vivir un compromiso constante de evangelización a través de la caridad. Que san Lorenzo, testigo heroico de Cristo crucificado y resucitado, sea para cada uno ejemplo de dócil adhesión a la voluntad divina, a fin de que, como el apóstol san Pablo recordaba a los Corintios, también nosotros vivamos de modo que seamos "irreprensibles" en el día del Señor (cf. 1Co 1,7-9).

Prepararnos para la venida de Cristo es también la exhortación que nos dirige el evangelio de hoy: "¡Velad!", nos dice Jesús en la breve parábola del dueño de casa que se va de viaje y no se sabe cuándo volverá (cf. Mc 13,33-37). Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que él amó, conformar la propia vida a la suya. Velar implica pasar cada instante de nuestro tiempo en el horizonte de su amor, sin dejarse abatir por las dificultades inevitables y los problemas diarios. Así hizo san Lorenzo y así debemos hacer nosotros. Pidamos al Señor que nos conceda su gracia, para que el Adviento sea para todos un estímulo a caminar en esta dirección. Que nos guíen y nos acompañen con su intercesión María, la humilde Virgen de Nazaret, elegida por Dios para ser la Madre del Redentor; san Andrés, cuya fiesta celebramos hoy; y san Lorenzo, ejemplo de intrépida fidelidad cristiana hasta el martirio. Amén.




MISA DE NOCHEBUENA - SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

Basílica Vaticana, 25 de diciembre de 2008

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Queridos hermanos y hermanas

«¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra?». Así canta Israel en uno de sus Salmos (
Ps 113,5 [112],5s), en el que exalta al mismo tiempo la grandeza de Dios y su benévola cercanía a los hombres. Dios reside en lo alto, pero se inclina hacia abajo... Dios es inmensamente grande e inconmensurablemente por encima de nosotros. Esta es la primera experiencia del hombre. La distancia parece infinita. El Creador del universo, el que guía todo, está muy lejos de nosotros: así parece inicialmente. Pero luego viene la experiencia sorprendente: Aquél que no tiene igual, que «se eleva en su trono», mira hacia abajo, se inclina hacia abajo. Él nos ve y me ve. Este mirar hacia abajo es más que una mirada desde lo alto. El mirar de Dios es un obrar. El hecho que Él me ve, me mira, me transforma a mí y al mundo que me rodea. Así, el Salmo prosigue inmediatamente: «Levanta del polvo al desvalido...». Con su mirar hacia abajo, Él me levanta, me toma benévolamente de la mano y me ayuda a subir, precisamente yo, de abajo hacia arriba. «Dios se inclina». Esta es una palabra profética. En la noche de Belén, esta palabra ha adquirido un sentido completamente nuevo. El inclinarse de Dios ha asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. Él se inclina: viene abajo, precisamente Él, como un niño, incluso hasta la miseria del establo, símbolo toda necesidad y estado de abandono de los hombres. Dios baja realmente. Se hace un niño y pone en la condición de dependencia total propia de un ser humano recién nacido. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo. En el antiguo Testamento el templo fue considerado algo así como el escabel de Dios; el arca sagrada como el lugar en que Él, de modo misterioso, estaba presente entre los hombres. Así se sabía que sobre el templo, ocultamente, estaba la nube de la gloria de Dios. Ahora, está sobre el establo. Dios está en la nube de la miseria de un niño sin posada: qué nube impenetrable y, no obstante, nube de la gloria. En efecto, ¿de qué otro modo podría aparecer más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? La nube del ocultación, de la pobreza del niño totalmente necesitado de amor, es al mismo tiempo la nube de la gloria. Porque nada puede ser más sublime, más grande, que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que se hace dependiente. La gloria del verdadero Dios se hace visible cuando se abren los ojos del corazón ante del establo de Belén.

El relato de la Natividad según San Lucas, que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, nos dice que Dios, en primer lugar, ha levantado un poco el velo que lo ocultaba ante personas de muy baja condición, ante personas que en la gran sociedad eran más bien despreciadas: ante los pastores que velaban sus rebaños en los campos de las cercanías de Belén. Lucas nos dice que estas personas «velaban». Podemos sentirnos así atraídos de nuevo por un motivo central del mensaje de Jesús, en el que, repetidamente y con urgencia creciente hasta el Huerto de los Olivos, aparece la invitación a la vigilancia, a permanecer despiertos para percibir llegada de Dios y estar preparados para ella. Por tanto, también aquí la palabra significa quizás algo más que el simple estar materialmente despiertos durante la noche. Fueron realmente personas en alerta, en las que estaba vivo el sentido de Dios y de su cercanía. Personas que estaban a la espera de Dios y que no se resignaban a su aparente lejanía de su vida cotidiana. A un corazón vigilante se le puede dirigir el mensaje de la gran alegría: en esta noche os ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante es capaz de creer en el mensaje. Sólo el corazón vigilante puede infundir el ánimo de encaminarse para encontrar a Dios en las condiciones de un niño en el establo. Roguemos en esta hora al Señor que nos ayude también a nosotros a convertirnos en personas vigilantes.

San Lucas nos cuenta, además, que los pastores mismos estaban «envueltos» en la gloria de Dios, en la nube de luz, que se encontraron en el íntimo resplandor de esta gloria. Envueltos por la nube santa escucharon el canto de alabanza de los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». Y, ¿quiénes son estos hombres de su benevolencia sino los pequeños, los vigilantes, los que están a la espera, que esperan en la bondad de Dios y lo buscan mirando hacia Él desde lejos?

En los Padres de la Iglesia se puede encontrar un comentario sorprendente sobre el canto con el que los ángeles saludan al Redentor. Hasta aquel momento –dicen los Padres– los ángeles conocían a Dios en la grandeza del universo, en la lógica y la belleza del cosmos que provienen de Él y que lo reflejan. Habían escuchado, por decirlo así, el canto de alabanza callado de la creación y lo habían transformado en música del cielo. Pero ahora había ocurrido algo nuevo, incluso sobrecogedor para ellos. Aquél de quien habla el universo, el Dios que sustenta todo y lo tiene en su mano, Él mismo había entrado en la historia de los hombres, se había hecho uno que actúa y que sufre en la historia. De la gozosa turbación suscitada por este acontecimiento inconcebible, de esta segunda y nueva manera en que Dios ha manifestado –dicen los Padres– surgió un canto nuevo, una estrofa que el Evangelio de Navidad ha conservado para nosotros: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». Tal vez podemos decir que, según la estructura de la poesía judía, este doble versículo, en sus dos partes, dice en el fondo lo mismo, pero desde un punto de vista diferente. La gloria de Dios está en lo más alto de los cielos, pero esta altura de Dios se encuentra ahora en el establo: lo que era bajo se ha hecho sublime. Su gloria está en la tierra, es la gloria de la humildad y del amor. Y también: la gloria de Dios es la paz. Donde está Él, allí hay paz. Él está donde los hombres no pretenden hacer autónomamente de la tierra el paraíso, sirviéndose para ello de la violencia. Él está con las personas del corazón vigilante; con los humildes y con los que corresponden a su elevación, a la elevación de la humildad y el amor. A estos da su paz, porque por medio de ellos entre la paz en este mundo.

El teólogo medieval Guillermo de S. Thierry dijo una vez: Dios ha visto que su grandeza –a partir de Adán– provocaba resistencia; que el hombre se siente limitado en su ser él mismo y amenazado en su libertad. Por lo tanto, Dios ha elegido una nueva vía. Se ha hecho un niño. Se ha hecho dependiente y débil, necesitado de nuestro amor. Ahora –dice ese Dios que se ha hecho niño– ya no podéis tener miedo de mí, ya sólo podéis amarme.

Con estos pensamientos nos acercamos en esta noche al Niño de Belén, a ese Dios que ha querido hacerse niño por nosotros. En cada niño hay un reverbero del niño de Belén. Cada niño reclama nuestro amor. Pensemos por tanto en esta noche de modo particular también en aquellos niños a los que se les niega el amor de los padres. A los niños de la calle que no tienen el don de un hogar doméstico. A los niños que son utilizados brutalmente como soldados y convertidos en instrumentos de violencia, en lugar de poder ser portadores de reconciliación y de paz. A los niños heridos en lo más profundo del alma por medio de la industria de la pornografía y todas las otras formas abominables de abuso. El Niño de Belén es un nuevo llamamiento que se nos dirige a hacer todo lo posible con el fin de que termine la tribulación de estos niños; a hacer todo lo posible para que la luz de Belén toque el corazón de los hombres. Solamente a través de la conversión de los corazones, solamente por un cambio en lo íntimo del hombre se puede superar la causa de todo este mal, se puede vencer el poder del maligno. Sólo si los hombres cambian, cambia el mundo y, para cambiar, los hombres necesitan la luz que viene de Dios, de esa luz que de modo tan inesperado ha entrado en nuestra noche.

Y hablando del Niño de Belén pensemos también en el pueblo que lleva el nombre de Belén; pensemos en aquel país en el que Jesús ha vivido y que tanto ha amado. Y roguemos para que allí se haga la paz. Que cesen el odio y la violencia. Que se abra el camino de la comprensión recíproca, se produzca una apertura de los corazones que abra las fronteras. Qué venga la paz que cantaron los ángeles en aquella noche.

En el Salmo 96 [95] Israel, y con él la Iglesia, alaban la grandeza de Dios que se manifiesta en la creación. Todas las criaturas están llamadas a unirse a este canto de alabanza, y en él se encuentra también una invitación: «Aclamen los árboles del bosque delante del Señor, que ya llega», (Ps 96,12s.). La Iglesia lee también este Salmo como una profecía y, a la vez, como una tarea. La venida de Dios en Belén fue silenciosa. Solamente los pastores que velaban fueron envueltos por unos momentos en el esplendor luminoso de su llegada y pudieron escuchar una parte de aquel canto nuevo nacido de la maravilla y de la alegría de los ángeles por la llegada de Dios. Este venir silencioso de la gloria de Dios continúa a través de los siglos. Donde hay fe, donde su palabra se anuncia y se escucha, Dios reúne a los hombres y se entrega a ellos en su Cuerpo, los transforma en su Cuerpo. Él «viene». Y, así, el corazón de los hombres se despierta. El canto nuevo de los ángeles se convierte en canto de los hombres que, a lo largo de los siglos y de manera siempre nueva, cantan la llegada de Dios como niño y, se alegran desde lo más profundo de su ser. Y los árboles del bosque van hacia Él y exultan. El árbol en Plaza de san Pedro habla de Él, quiere transmitir su esplendor y decir: Sí, Él ha venido y los árboles del bosque lo aclaman. Los árboles en las ciudades y en las casas deberían ser algo más que una costumbre festiva: ellos señalan a Aquél que es la razón de nuestra alegría, al Dios que viene, el Dios que por nosotros se ha hecho niño. El canto de alabanza, en lo más profundo, habla en fin de Aquél que es el árbol de la vida mismo reencontrado. En la fe en Él recibimos la vida. En el sacramento de la Eucaristía Él se nos da, da una vida que llega hasta la eternidad. En estos momentos nosotros nos sumamos al canto de alabanza de la creación, y nuestra alabanza es al mismo tiempo una plegaria: Sí, Señor, haz vernos algo del esplendor de tu gloria. Y da la paz en la tierra. Haznos hombres y mujeres de tu paz. Amén.




Benedicto XVI Homilias 26108