
Benedicto XVI Homilias 25111
25111
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo el ejemplo de Jesús, que en la víspera de su pasión oró al Padre por sus discípulos «para que todos sean uno» (Jn 17,21), los cristianos siguen invocando incesantemente de Dios el don de la unidad. Esta petición se hace más intensa durante la Semana de oración que hoy concluye, cuando las Iglesias y comunidades eclesiales meditan y rezan juntas por la unidad de todos los cristianos. Este año el tema ofrecido a nuestra meditación ha sido propuesto por las comunidades cristianas de Jerusalén, a las que quiero expresar mi vivo agradecimiento, acompañado por la seguridad del afecto y de la oración tanto por mi parte como por parte de toda la Iglesia. Los cristianos de la ciudad santa nos invitan a renovar y reforzar nuestro compromiso por el restablecimiento de la unidad plena meditando sobre el modelo de vida de los primeros discípulos de Cristo reunidos en Jerusalén, los cuales —como leemos en los Hechos de los Apóstoles— «perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Ac 2,42). Este es el retrato de la primera comunidad, nacida en Jerusalén el mismo día de Pentecostés, suscitada por la predicación que el apóstol san Pedro, lleno del Espíritu Santo, dirige a todos aquellos que habían llegado a la ciudad santa para la fiesta. Una comunidad no cerrada en sí misma, sino, desde su nacimiento, católica, universal, capaz de abrazar a gentes de lenguas y culturas distintas, como nos atestigua el mismo libro de los Hechos de los Apóstoles. Una comunidad no fundada sobre un pacto entre sus miembros, ni surgida simplemente de compartir un proyecto o un ideal, sino de la comunión profunda con Dios, que se reveló en su Hijo, del encuentro con Cristo muerto y resucitado.
En un breve sumario, que concluye el capítulo iniciado con la narración de la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, el evangelista san Lucas presenta de modo sintético la vida de esta primera comunidad: quienes habían acogido la palabra predicada por san Pedro y habían sido bautizados, escuchaban la Palabra de Dios, transmitida por los Apóstoles; estaban juntos de buen grado, haciéndose cargo de los servicios necesarios y compartiendo libre y generosamente los bienes materiales; celebraban el sacrificio de Cristo en la cruz, su misterio de muerte y resurrección, en la Eucaristía, repitiendo el gesto del partir el pan; alababan y daban gracias continuamente al Señor, invocando su ayuda en las dificultades. Esta descripción, sin embargo, no es simplemente un recuerdo del pasado ni tampoco la presentación de un ejemplo a imitar o de una meta ideal por alcanzar. Es más bien la afirmación de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Es un testimonio, lleno de confianza, de que el Espíritu Santo, uniendo a todos en Cristo, es el principio de la unidad de la Iglesia y hace que los fieles creyentes sean uno.
La enseñanza de los Apóstoles, la comunión fraterna, el partir el pan y la oración son las formas concretas de vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén reunida por la acción del Espíritu Santo, pero al mismo tiempo constituyen los rasgos esenciales de todas las comunidades cristianas, de todo tiempo y de todo lugar. En otras palabras, podríamos decir que representan también las dimensiones fundamentales de la unidad del Cuerpo visible de la Iglesia.
Debemos reconocer que, en el curso de las últimas décadas, el movimiento ecuménico, «surgido con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio UR 1), ha dado significativos pasos adelante, que han permitido alcanzar convergencias alentadoras y consensos sobre diversos puntos, desarrollando entre las Iglesias y las comunidades eclesiales relaciones de estima y respeto recíproco, así como de colaboración concreta frente a los desafíos del mundo contemporáneo. Con todo, sabemos bien que aún estamos lejos de la unidad por la que Cristo oró, y que encontramos reflejada en el retrato de la primera comunidad de Jerusalén. La unidad a la que Cristo, mediante su Espíritu, llama a la Iglesia no se realiza sólo en el plano de las estructuras organizativas, sino que se configura, en un nivel mucho más profundo, como unidad expresada «en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios» (ib., UR 2). La búsqueda del restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos, por tanto, no puede reducirse a un reconocimiento de las diferencias recíprocas y a la consecución de una convivencia pacífica: lo que anhelamos es la unidad por la que Cristo mismo oró y que por su naturaleza se manifiesta en la comunión de la fe, de los sacramentos, del ministerio. El camino hacia esta unidad se debe percibir como imperativo moral, respuesta a una llamada precisa del Señor. Por eso es necesario vencer la tentación de la resignación y del pesimismo, que es falta de confianza en el poder del Espíritu Santo. Nuestro deber es proseguir con pasión el camino hacia esta meta con un diálogo serio y riguroso para profundizar en el patrimonio teológico, litúrgico y espiritual común; con el conocimiento recíproco; con la formación ecuménica de las nuevas generaciones y, sobre todo, con la conversión del corazón y con la oración. De hecho, como declaró el concilio Vaticano ii, el «santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo, supera las fuerzas y las capacidades humanas» y, por ello, nuestra esperanza debe ponerse en primer lugar «en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre por nosotros y en el poder del Espíritu Santo» (ib., UR 24).
En este camino de búsqueda de la unidad plena visible entre todos los cristianos nos acompaña y nos sostiene el apóstol san Pablo, de quien hoy celebramos solemnemente la fiesta de la Conversión. Antes de que se le apareciera Cristo resucitado en el camino de Damasco diciéndole: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Ac 9,5), era uno de los más encarnizados adversarios de las primeras comunidades cristianas. El evangelista san Lucas describe a Saulo entre aquellos que aprobaron la muerte de Esteban, en los días en que estalló una violenta persecución contra los cristianos de Jerusalén (cf. Ac 8,1). Saulo partió de la ciudad santa para extender la persecución de los cristianos hasta Siria y, después de su conversión, volvió allí para ser presentado a los Apóstoles por Bernabé, el cual se hizo garante de la autenticidad de su encuentro con el Señor. Desde entonces san Pablo fue admitido, no sólo como miembro de la Iglesia, sino también como predicador del Evangelio junto con los demás Apóstoles, habiendo recibido, como ellos, la manifestación del Señor resucitado y la llamada especial a ser «instrumento elegido» para llevar su nombre a los pueblos (cf. Ac 9,15). En sus largos viajes misioneros, san Pablo, peregrinando por ciudades y regiones diversas, no olvidó nunca el vínculo de comunión con la Iglesia de Jerusalén. La colecta en favor de los cristianos de esa comunidad, los cuales, muy pronto, tuvieron necesidad de ayuda (cf. 1Co 16,1), ocupó un lugar importante entre las preocupaciones de san Pablo, que la consideraba no sólo una obra de caridad, sino el signo y la garantía de la unidad y de la comunión entre las Iglesias fundadas por él y la primitiva comunidad de la ciudad santa, un signo de la unidad de la única Iglesia de Cristo.
En este clima de intensa oración, dirijo mi cordial saludo a todos los presentes: al cardenal Francesco Monterisi, arcipreste de esta basílica, al cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a los demás cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, al abad y a los monjes benedictinos de esta antigua comunidad, a los religiosos y las religiosas, a los laicos que representan a toda la comunidad diocesana de Roma. De modo especial quiero saludar a los hermanos y hermanas de las demás Iglesias y comunidades eclesiales aquí representadas esta tarde. Entre ellos me es particularmente grato dirigir mi saludo a los miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales ortodoxas, cuya reunión tiene lugar aquí en Roma en estos días. Encomendamos al Señor el éxito de vuestro encuentro, para que pueda representar un paso adelante hacia la unidad tan deseada.
Quiero dirigir un saludo particular también a los representantes de la Iglesia evangélica luterana alemana, que han llegado a Roma encabezados por el obispo de la Iglesia de Baviera.
Queridos hermanos y hermanas, confiando en la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, invocamos, por tanto, el don de la unidad. Unidos a María, que el día de Pentecostés estaba presente en el Cenáculo junto a los Apóstoles, nos dirigimos a Dios, fuente de todo bien, para que se renueve para nosotros hoy el milagro de Pentecostés y, guiados por el Espíritu Santo, todos los cristianos restablezcan la unidad plena en Cristo. Amén.
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Queridos hermanos y hermanas:
En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2,22). En esta escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. He 10,5-7). Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2,32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc 2,32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación.
Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad revelationem gentium!» (Lc 2,32). En la actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el Esperado.
La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (Exhort. apost. postsinodal Vita consecrata VC 1). Por esto, el venerable Juan Pablo ii eligió la fiesta de hoy para celebrar la Jornada anual de la vida consagrada. En este contexto, dirijo un saludo cordial y agradecido a monseñor João Braz de Aviz, que hace poco nombré prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, así como al secretario y a sus colaboradores. Saludo con afecto a los superiores generales presentes y a todas las personas consagradas.
Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.
El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como «filocalia», amor por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., VC 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. «La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es, ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., VC 15).
En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive... La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia» (ib., VC 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante.
En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. «”Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro buscaré, Señor (Ps 26,8)… La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14,8)… La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina» (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I).
Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de la lectio divina, puesto que la vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte en "exégesis" viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica» (Verbum Domini 83 ).
Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza, «esplendor de la verdad». Sabed orientar con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del Evangelio».
En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima Virgen María:
Oh María, Madre de la Iglesia,
te encomiendo
toda la vida consagrada,
a fin de que tú le alcances
la plenitud de la luz divina:
que viva en la escucha
de la Palabra de Dios,
en la humildad del seguimiento
de Jesús, tu hijo y nuestro Señor,
en la acogida
de la visita del Espíritu Santo,
en la alegría cotidiana del Magníficat,
para que la Iglesia sea edificada
por la santidad de vida
de estos hijos e hijas tuyos,
en el mandamiento del amor. Amén.
50211
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo con afecto a estos cinco hermanos presbíteros que dentro de poco recibirán la ordenación episcopal: monseñor Savio Hon Tai-Fai, monseñor Marcello Bartolucci, monseñor Celso Morga Iruzubieta, monseñor Antonio Guido Filipazzi y monseñor Edgar Peña Parra. Deseo expresarles mi gratitud y la de la Iglesia por el servicio que han prestado hasta ahora con generosidad y entrega, y formular la invitación a acompañarles con la oración en el ministerio al que están llamados en la Curia romana y en las representaciones pontificias como sucesores de los Apóstoles, para que el Espíritu Santo los ilumine y los guíe siempre en la mies del Señor.
«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). Estas palabras del Evangelio de la misa de hoy nos tocan especialmente de cerca en esta hora. Es la hora de la misión: queridos amigos, el Señor os envía a vosotros a su mies. Debéis cooperar en la tarea de la que habla el profeta Isaías en la primera lectura: «El Señor me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados» (Is 61,1). Este es el trabajo para la mies en el campo de Dios, en el campo de la historia humana: llevar a los hombres la luz de la verdad, liberarlos de la pobreza de verdad, que es la verdadera tristeza y la verdadera pobreza del hombre. Llevarles la buena noticia que no es sólo palabra, sino también acontecimiento: Dios, él mismo, ha venido a nosotros. Nos toma de la mano, nos lleva hacia lo alto, hacia sí mismo, y así cura el corazón desgarrado. Damos gracias al Señor porque manda obreros a la mies de la historia del mundo. Le damos gracias porque os manda a vosotros, porque habéis dicho sí y porque en esta hora pronunciaréis nuevamente vuestro «sí» a ser obreros del Señor para los hombres.
«La mies es abundante» también hoy, precisamente hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso donde se lo niega. Precisamente en esta hora el trabajo en el campo de Dios es muy urgente y precisamente en esta hora sentimos de modo especialmente doloroso la verdad de las palabras de Jesús: «Son pocos los obreros». Al mismo tiempo el Señor nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede enviar sólo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta de nuestra oración. Nosotros podemos cooperar a la venida de los obreros, pero sólo podemos hacerlo cooperando con Dios. Así esta hora del agradecimiento porque se realiza un envío a la misión es también especialmente la hora de la oración: Señor, envía obreros a tu mies. Abre los corazones a tu llamada. No permitas que nuestra súplica sea vana.
La liturgia del día de hoy nos da, por tanto, dos definiciones de vuestra misión de obispos, de sacerdotes de Jesucristo: ser obreros en la mies de la historia del mundo con la tarea de curar abriendo las puertas del mundo al señorío de Dios, a fin de que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. Y nuestro ministerio se describe como cooperación a la misión de Jesucristo, como participación en el don del Espíritu Santo, que se le dio a él en cuanto Mesías, el Hijo ungido de Dios. La Carta a los Hebreos —la segunda lectura— completa esto a partir de la imagen del sumo sacerdote Melquisedec, que remite misteriosamente a Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, el Rey de paz y de justicia.
Pero quiero decir unas palabras sobre cómo poner en práctica esta gran tarea, sobre lo que exige concretamente de nosotros. Para la Semana de oración por la unidad de los cristianos, este año las comunidades cristianas de Jerusalén habían elegido un pasaje de los Hechos de los Apóstoles, en el que san Lucas quiere ilustrar de modo normativo cuáles son los elementos fundamentales de la existencia cristiana en la comunión de la Iglesia de Jesucristo. Se expresa así: «Perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Ac 2,42). En estos cuatro elementos básicos del ser de la Iglesia está descrita a la vez también la tarea esencial de sus pastores. Los cuatro elementos están unidos mediante la expresión «perseveraban» —«erant perseverantes»—: la Biblia latina traduce así la expresión griega p??s?a?te???: la perseverancia, la asiduidad, pertenece a la esencia del ser cristianos y es fundamental para la tarea de los pastores, de los obreros en la mies del Señor. El pastor no debe ser una caña que se dobla según sopla el viento, un siervo del espíritu del tiempo. El ser intrépido, la valentía de oponerse a las corrientes del momento pertenece de modo esencial a la tarea del pastor. No debe ser una caña, sino —según la imagen del primer salmo— debe ser como un árbol que tiene raíces profundas en las cuales permanece firme y bien fundamentado. Lo cual no tiene nada que ver con la rigidez o la inflexibilidad. Sólo donde hay estabilidad hay también crecimiento. El cardenal Newman, cuyo camino estuvo marcado por tres conversiones, dice que vivir es transformarse. Sin embargo, sus tres conversiones y las transformaciones acontecidas en ellas son un único camino coherente: el camino de la obediencia hacia la verdad, hacia Dios; el camino de la verdadera continuidad que precisamente así hace progresar.
«Perseverar en la enseñanza de los Apóstoles»: la fe tiene un contenido concreto. No es una espiritualidad indeterminada, una sensación indefinible para la trascendencia. Dios ha actuado y precisamente él ha hablado. Realmente ha hecho algo y realmente ha dicho algo. Ciertamente, la fe es, en primer lugar, confiarse a Dios, una relación viva con él. Pero el Dios al cual nos confiamos tiene un rostro y nos ha dado su Palabra. Podemos contar con la estabilidad de su Palabra. La Iglesia antigua resumió el núcleo esencial de la enseñanza de los Apóstoles en la llamada Regula fidei, que, substancialmente, es idéntica a las profesiones de fe. Este es el fundamento seguro, sobre el cual nos basamos también hoy los cristianos. Es la base segura sobre la cual podemos construir la casa de nuestra fe, de nuestra vida (cf. Mt 7,24 ss). Y de nuevo, la estabilidad y el carácter definitivo de lo que creemos no significan rigidez. San Juan de la Cruz comparó el mundo de la fe a una mina en la cual descubrimos siempre nuevos tesoros, tesoros en los cuales se desarrolla la única fe, la profesión del Dios que se manifiesta en Cristo. Como pastores de la Iglesia vivimos de esta fe y así también podemos anunciarla como la buena noticia que hace que estemos seguros del amor de Dios y de que él nos ama.
El segundo pilar de la existencia eclesial, san Lucas lo llama ???????a: communio.Después del concilio Vaticano II, este término se ha convertido en una palabra central de la teología y del anuncio, porque en él, de hecho, se expresan todas las dimensiones del ser cristianos y de la vida eclesial. Lo que san Lucas quiere expresar exactamente con esta palabra en este texto, no lo sabemos. Por tanto, podemos tranquilamente comprenderla basándonos en el contexto global del Nuevo Testamento y de la Tradición apostólica. Una primera gran definición de communio la da san Juan al comienzo de su primera carta: Lo que hemos visto y oído, lo que palparon nuestras manos, os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros. Y nuestra communio es comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1Jn 1,1-4). Dios se ha hecho para nosotros visible y tangible y así ha creado una comunión real con él mismo. Entramos en esa comunión a través del creer y el vivir juntamente con quienes lo han palpado. Con ellos y a través de ellos, nosotros mismos de algún modo lo vemos, y palpamos al Dios que se ha hecho cercano. Así la dimensión horizontal y la vertical están aquí inseparablemente enlazadas una con otra. Al estar en comunión con los Apóstoles, al estar en su fe, nosotros mismos estamos en contacto con el Dios vivo. Queridos amigos, para esto sirve el ministerio de los obispos: que esta cadena de la comunión no se interrumpa. Esta es la esencia de la sucesión apostólica: conservar la comunión con aquellos que han encontrado al Señor de modo visible y tangible y así tener abierto el cielo, la presencia de Dios entre nosotros. Sólo mediante la comunión con los sucesores de los Apóstoles estamos también en contacto con el Dios encarnado. Pero vale igualmente lo contrario: sólo gracias a la comunión con Dios, sólo gracias a la comunión con Jesucristo esta cadena de los testigos permanece unida. Nunca somos obispos solos, nos dice el Vaticano II, sino siempre y solamente en el colegio de los obispos. Este, además, no puede encerrarse en el tiempo de la propia generación. A la colegialidad pertenece el entrelazado de todas las generaciones, la Iglesia viva de todos los tiempos. Vosotros, queridos hermanos, tenéis la misión de conservar esta comunión católica. Sabéis que el Señor encomendó a san Pedro y a sus sucesores que estuvieran en el centro de esa comunión, que fueran los garantes del estar en la totalidad de la comunión apostólica y de su fe. Ofreced vuestra ayuda para que permanezca vivo el gozo por la gran unidad de la Iglesia, por la comunión de todos los lugares y todos los tiempos, por la comunión de la fe que abraza el cielo y la tierra. Vivid la communio, y vivid con el corazón, día tras día, su centro más profundo en ese momento sagrado, en el cual el Señor mismo se dona en la santa Comunión.
Con esto hemos llegado al elemento fundamental sucesivo de la existencia eclesial, mencionado por san Lucas: la fracción del pan. La mirada del Evangelista, en este punto, vuelve atrás, a los discípulos de Emaús, que reconocieron al Señor por el gesto de partir el pan. Y desde allí la mirada vuelve todavía más atrás, a la hora de la última Cena, en la cual Jesús, al partir el pan, se distribuyó a sí mismo, se hizo pan por nosotros y anticipó su muerte y su resurrección. Partir el pan, la santa Eucaristía, es el centro de la Iglesia y debe ser el centro de nuestro ser cristianos y de nuestra vida sacerdotal. El Señor se nos da. Cristo resucitado entra en mi interior y quiere transformarme para hacerme entrar en una profunda comunión con él. Así me abre también a todos los demás: nosotros, siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, dice san Pablo (cf. 1Co 10,17). Tratemos de celebrar la Eucaristía con una entrega, un fervor cada vez más profundo; tratemos de organizar nuestros días según su medida; tratemos de dejarnos plasmar por ella. Partir el pan: así se expresa asimismo el compartir, el transmitir nuestro amor a los demás. La dimensión social, el compartir no es un apéndice moral que se añade a la Eucaristía, sino que es parte de ella. Esto resulta claramente del versículo que en los Hechos de los Apóstoles sigue al que acabamos de citar: «Los creyentes… tenían todo en común», dice san Lucas (Lc 2,44). Prestemos atención a que la fe se exprese siempre en el amor y en la justicia de unos con otros y que nuestra práctica social se inspire en la fe; que la fe se viva en el amor.
Como último pilar de la existencia eclesial, san Lucas menciona «las oraciones». Habla en plural: oraciones. ¿Qué quiere decir con esto? Probablemente piensa en la participación de la primera comunidad de Jerusalén en las oraciones en el templo, en los ordenamientos comunes de la oración. Así se pone de relieve algo importante. La oración, por una parte, debe ser muy personal, un unirme en lo más profundo a Dios. Debe ser mi lucha con él, mi búsqueda de él, mi agradecimiento a él y mi alegría en él. Sin embargo, nunca es solamente algo privado de mi «yo» individual, que no atañe a los demás. Esencialmente, orar es también un orar en el «nosotros» de los hijos de Dios. Sólo en este «nosotros» somos hijos de nuestro Padre, a quien el Señor nos ha enseñado a orar. Sólo este «nosotros» nos abre el acceso al Padre. Por una parte, nuestra oración debe ser cada vez más personal, tocar y penetrar cada vez más profundamente el núcleo de nuestro «yo». Por otra, debe alimentarse siempre de la comunión de los orantes, de la unidad del Cuerpo de Cristo, para plasmarme verdaderamente a partir del amor de Dios. Así orar, en última instancia, no es una actividad entre otras, una parte de mi tiempo. Orar es la respuesta al imperativo que está al inicio del Canon en la celebración eucarística: Sursum corda: levantemos el corazón. Se trata de elevar mi existencia hacia la altura de Dios. En san Gregorio Magno se encuentra una hermosa palabra al respecto. Recuerda que Jesús llama a Juan el Bautista una «lámpara que ardía y brillaba» (Jn 5,35) y sigue: «ardiente por el deseo celestial, brillante por la palabra. Por tanto, a fin de que se conserve la veracidad del anuncio, se debe conservar la altura de la vida» (Hom. en Ez. 1, 11: 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente hoy es tan esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, sólo la podemos encontrar si en la oración nos dejamos atraer continuamente por él hacia su altura.
Duc in altum (Lc 5,4): Rema mar adentro y echad vuestras redes para la pesca. Esto lo dijo Jesús a Pedro y a sus compañeros cuando los llamó a convertirse en «pescadores de hombres». Duc in altum: el Papa Juan Pablo II, en sus últimos años, retomó con fuerza esta palabra y la proclamó en voz alta a los discípulos del Señor de hoy. Duc in altum os dice a vosotros el Señor en esta hora, queridos amigos. Habéis sido llamados a tareas que conciernen a la Iglesia universal. Estáis llamados a echar la red del Evangelio en el mar agitado de este tiempo para obtener la adhesión de los hombres a Cristo; para sacarlos, por así decir, de las aguas salinas de la muerte y de la oscuridad en la cual la luz del cielo no penetra. Debéis llevarlos a la tierra de la vida, en la comunión con Jesucristo.
En un pasaje del primer libro de su obra sobre la santísima Trinidad, san Hilario de Poitiers prorrumpe improvisamente en una oración: Por esto rezo «para que tú hinches las velas desplegadas de nuestra fe y de nuestra profesión con el soplo de tu Espíritu y me impulse hacia adelante en la travesía de mi anuncio» (I 37 CCL 62, 35s). Sí, por esto rezamos en esta hora por vosotros, queridos amigos. Por tanto, desplegad las velas de vuestras almas, las velas de la fe, de la esperanza, del amor, a fin de que el Espíritu Santo pueda hincharlas y concederos un viaje bendito como pescadores de hombres en el océano de nuestro tiempo. Amén.
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Benedicto XVI Homilias 25111