Discursos 2005 65

ENCUENTRO CON LOS SEMINARISTAS

Iglesia de San Pantaleón de Colonia

Viernes 19 de agosto de 2005

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
66 queridos seminaristas:

Os saludo a todos con gran afecto, agradeciendo vuestra jovial acogida y, sobre todo, el que hayáis venido a este encuentro desde numerosos países de los cinco continentes: aquí formamos realmente una imagen de la Iglesia católica esparcida por el mundo. Doy gracias ante todo al seminarista, al sacerdote y al obispo que nos han presentado su testimonio personal, y quiero subrayar que me ha impresionado mucho constatar los caminos por los que el Señor ha llevado a estas personas de modo inesperado y contrario a sus proyectos. Gracias de corazón.

Me alegra tener este encuentro con vosotros. He querido que ?como ya se ha dicho? en el programa de estos días en Colonia hubiera un encuentro especial con los jóvenes seminaristas, para resaltar en toda su importancia la dimensión vocacional que desempeña un papel cada vez mayor en las Jornadas mundiales de la juventud. Me parece que la lluvia que está cayendo del cielo es también como una bendición. Sois seminaristas, es decir, jóvenes que con vistas a una importante misión en la Iglesia, se encuentran en un tiempo fuerte de búsqueda de una relación personal con Cristo y del encuentro con él. Esto es el seminario: más que un lugar, es un tiempo significativo en la vida de un discípulo de Jesús. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras del lema de esta vigésima Jornada mundial ?"Hemos venido a adorarlo"? y todo el impresionante relato de la búsqueda de los Magos y de su encuentro con Cristo. Cada uno a su modo ?pensemos en los tres testimonios que hemos escuchado? es como ellos una persona que ve una estrella, se pone en camino, experimenta también la oscuridad y, bajo la guía de Dios, puede llegar a la meta. Este pasaje evangélico sobre la búsqueda de los Magos y su encuentro con Cristo tiene un valor singular para vosotros, queridos seminaristas, precisamente porque estáis realizando un proceso de discernimiento ?y este es un verdadero camino? y comprobación de la llamada al sacerdocio. Sobre esto quisiera detenerme a reflexionar con vosotros.

¿Por qué los Magos fueron a Belén desde países lejanos? La respuesta está en relación con el misterio de la "estrella" que vieron "salir" y que identificaron como la estrella del "Rey de los judíos", es decir, como la señal del nacimiento del Mesías (cf.
Mt 2,2). Por tanto, su viaje fue motivado por una fuerte esperanza, que luego tuvo en la estrella su confirmación y guía hacia el "Rey de los judíos", hacia la realeza de Dios mismo. Porque este es el sentido de nuestro camino: servir a la realeza de Dios en el mundo. Los Magos partieron porque tenían un deseo grande que los indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella. Como si aquel viaje hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumplía. Queridos amigos, este es el misterio de la llamada, de la vocación; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. El seminarista vive la belleza de la llamada en el momento que podríamos definir de "enamoramiento". Su corazón, henchido de asombro, le hace decir en la oración: Señor, ¿por qué precisamente a mí? Pero el amor no tiene un "porqué", es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo.

El seminario es un tiempo destinado a la formación y al discernimiento. La formación, como bien sabéis, tiene varias dimensiones que convergen en la unidad de la persona: comprende el ámbito humano, espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es el de dar a conocer íntimamente a aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su rostro. Por esto es necesario un estudio profundo de la sagrada Escritura como también de la fe y de la vida de la Iglesia, en la cual la Escritura permanece como palabra viva. Todo esto debe enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el contexto de la vida humana de hoy. Este estudio, a veces, puede parecer pesado, pero constituye una parte insustituible de nuestro encuentro con Cristo y de nuestra llamada a anunciarlo.
Todo contribuye a desarrollar una personalidad coherente y equilibrada, capaz de asumir válidamente la misión presbiteral y llevarla a cabo después responsablemente. El papel de los formadores es decisivo: la calidad del presbiterio en una Iglesia particular depende en buena parte de la del seminario y, por tanto, de la calidad de los responsables de la formación.

Queridos seminaristas, precisamente por eso rezamos hoy con viva gratitud por todos vuestros superiores, profesores y educadores, que sentimos espiritualmente presentes en este encuentro. Pidamos a Dios que desempeñen lo mejor posible la tarea tan importante que se les ha confiado. El seminario es un tiempo de camino, de búsqueda, pero sobre todo de descubrimiento de Cristo. En efecto, sólo si hace una experiencia personal de Cristo, el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto su vocación. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más lo encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo. Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida, y que en el seminario pasa, como una estación llena de promesas, su "primavera".

Al llegar a Belén, los Magos, como dice la Escritura, "entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2,11). He aquí por fin el momento tan esperado: el encuentro con Jesús. "Entraron en la casa": esta casa representa en cierto modo la Iglesia. Para encontrar al Salvador hay que entrar en la casa, que es la Iglesia. Durante el tiempo del seminario se produce una maduración particularmente significativa en la conciencia del joven seminarista: ya no ve a la Iglesia "desde fuera", sino que la siente, por decirlo así, "en su interior", como "su casa", porque es casa de Cristo, donde "habita" María, su madre. Y es precisamente la Madre quien le muestra a Jesús, su Hijo, quien se lo presenta; en cierto modo se lo hace ver, tocar, tomar en sus brazos. María le enseña a contemplarlo con los ojos del corazón y a vivir de él. En todos los momentos de la vida en el seminario se puede experimentar esta amorosa presencia de la Virgen, que introduce a cada uno al encuentro con Cristo en el silencio de la meditación, en la oración y en la fraternidad. María ayuda a encontrar al Señor sobre todo en la celebración eucarística, cuando en la Palabra y en el Pan consagrado se hace nuestro alimento espiritual cotidiano.

"Y cayendo de rodillas lo adoraron (...); le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra" (Mt 2,11-12). Con esto culmina todo el itinerario: el encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho hombre. ¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos la fe de Simón Pedro y de los Apóstoles, la fe de Pablo y de todos los santos, en particular de los santos seminaristas y sacerdotes que han marcado los dos mil años de historia de la Iglesia? El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su voluntad. "Cristo es todo para nosotros", decía san Ambrosio; y san Benito exhortaba a no anteponer nada al amor de Cristo. Que Cristo sea todo para vosotros.
Especialmente vosotros, queridos seminaristas, ofrecedle a él lo más precioso que tenéis, como sugería el venerado Juan Pablo II en su Mensaje para esta Jornada mundial: el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo (cf. n. 4).

El seminario es un tiempo de preparación para la misión. Los Magos "se marcharon a su tierra", y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey de los judíos. También vosotros, después del largo y necesario itinerario formativo del seminario, seréis enviados para ser los ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus.En el viaje de retorno, los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación, dudas... ¡ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con el recuerdo constante de Cristo, de su rostro santo, de su amor inefable. ¡Queridos seminaristas! Si Dios quiere, también vosotros un día, consagrados por el Espíritu Santo, iniciaréis vuestra misión. Recordad siempre las palabras de Jesús: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Si permanecéis cerca de Cristo, con Cristo y en Cristo, daréis mucho fruto, como prometió. No lo habéis elegido vosotros a él ?como acabamos de escuchar en los testimonios?, sino que él os ha elegido a vosotros (cf. Jn 15,16). ¡He aquí el secreto de vuestra vocación y de vuestra misión!
67 Está guardado en el corazón inmaculado de María, que vela con amor materno sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a ella con confianza. A todos os aseguro mi afecto y mi oración cotidiana, y os bendigo de corazón.


ENCUENTRO ECUMÉNICO

Arzobispado de Colonia

Viernes 19 de agosto de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

Después de una jornada llena de compromisos permitidme que me dirija a vosotros sentado. Esto no significa que quiera hablar "ex cathedra". También os pido disculpas por el retraso. Por desgracia las Vísperas han durado más de lo previsto y el tráfico ha sido más lento de lo que se podía imaginar. Ahora deseo expresar mi alegría porque, con ocasión de esta visita a Alemania, puedo encontrarme con vosotros, representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, y saludaros cordialmente.

Procediendo yo mismo de este país, conozco bien la penosa situación que la ruptura de la unidad en la profesión de la fe ha implicado para muchas personas y familias. Este es un motivo más por el que, tras mi elección como Obispo de Roma, como Sucesor del apóstol Pedro, manifesté el firme propósito de asumir como una prioridad de mi pontificado el restablecimiento de la unidad de los cristianos, plena y visible. Con ello he querido conscientemente seguir las huellas de mis dos grandes Predecesores: Pablo VI, que hace ya más de cuarenta años firmó el decreto conciliar sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, y Juan Pablo II, que después hizo de este documento el criterio inspirador de su acción. En el diálogo ecuménico, Alemania tiene, sin duda, un lugar de particular importancia. En efecto, no es sólo el país donde tuvo origen la Reforma; también es uno de los países en los que surgió el movimiento ecuménico del siglo XX. A causa de los flujos migratorios del siglo pasado, también cristianos de las Iglesias ortodoxas y de las antiguas Iglesias del Oriente han encontrado en este país una nueva patria. Esto ha favorecido indudablemente la confrontación y el intercambio, de forma que ahora existe entre nosotros un diálogo con tres interlocutores. Nos alegramos todos al constatar que el diálogo, con el pasar del tiempo, ha suscitado un redescubrimiento de la hermandad y ha creado entre los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales un clima más abierto y confiado. Mi venerado Predecesor, en su encíclica Ut unum sint (1995), indicó precisamente en esto un fruto particularmente significativo del diálogo (cf. nn. UUS 41 s; UUS 64).

Creo que no se debe dar por descontado que nos consideramos realmente hermanos, que nos amamos, que nos sentimos todos testigos de Jesucristo. Esta fraternidad, a mi entender, es en sí misma un fruto muy importante del diálogo, del que debemos alegrarnos y que debemos seguir promoviendo y practicando.

La fraternidad entre los cristianos no es simplemente un vago sentimiento y tampoco nace de una forma de indiferencia con respecto a la verdad. Como usted, ilustre obispo, acaba de decir, se basa en la realidad sobrenatural de un único bautismo, que nos inserta a todos en el único Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12,13 Ga 3,28 Col 2,12). Juntos confesamos a Jesucristo como Dios y Señor; juntos lo reconocemos como único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1Tm 2,5), subrayando nuestra común pertenencia a él (cf. Unitatis redintegratio UR 22 Ut unum sint, UUS 42). A partir de este fundamento esencial del bautismo, que es una realidad procedente de Cristo, una realidad en el ser y luego en el profesar, en el creer y en el actuar, el diálogo ha dado sus frutos y seguirá haciéndolo. Quisiera mencionar la revisión, auspiciada por el Papa Juan Pablo II durante su primera visita a Alemania, de las condenas recíprocas.

Pienso con un poco de nostalgia en esa primera visita. Yo pude estar presente cuando estábamos juntos en Maguncia en un círculo relativamente pequeño y auténticamente fraterno. Se plantearon algunas preguntas y el Papa elaboró una gran visión teológica, en la que destacaba la reciprocidad. De ese coloquio surgió la comisión episcopal, es decir, eclesial, bajo la responsabilidad de la Iglesia, que con la ayuda de los teólogos llevó al importante resultado de la "Declaración común sobre la doctrina de la justificación", de 1999, y a un acuerdo sobre cuestiones fundamentales que habían sido objeto de controversias desde el siglo XVI.

Además, hay que reconocer con gratitud los resultados obtenidos en las diversas tomas de posición comunes sobre asuntos importantes, como las cuestiones fundamentales sobre la defensa de la vida y la promoción de la justicia y la paz. Soy consciente de que muchos cristianos en Alemania, y no sólo aquí, se esperan más pasos concretos de acercamiento, y también yo los espero. En efecto, el mandamiento del Señor, pero también la hora presente, impone continuar de modo convencido el diálogo en todos los niveles de la vida de la Iglesia. Obviamente, este debe desarrollarse con sinceridad y realismo, con paciencia y perseverancia, con plena fidelidad al dictamen de la conciencia, con la certeza de que es el Señor quien dona la unidad, que no somos nosotros quienes la creamos, sino que es él quien la concede, pero que nosotros debemos salir a su encuentro.

No pretendo desarrollar aquí un programa de temas inmediatos de diálogo; esto es tarea de los teólogos en colaboración con los obispos: los teólogos con su conocimiento del problema, y los obispos con su conocimiento de la situación concreta de las Iglesias en nuestro país y en el mundo. Permitidme solamente una observación: se dice que ahora, después de la aclaración relativa a la doctrina de la justificación, la elaboración de las cuestiones eclesiológicas y de las cuestiones relativas al ministerio es el obstáculo principal que hay que superar. Es verdad, pero debo confesar que a mí no me gusta esa terminología y, desde cierto punto de vista, esta delimitación del problema, pues parece que ahora deberíamos discutir sobre las instituciones y no sobre la palabra de Dios, como si tuviéramos que poner en el centro a nuestras instituciones y hacer una guerra por ellas.

68 Creo que de este modo el problema eclesiológico, así como el del ministerio, no se afrontan correctamente. La cuestión verdadera es la presencia de la Palabra en el mundo. La Iglesia primitiva, en el siglo II, tomó tres decisiones: ante todo establecer el canon, subrayando así la soberanía de la Palabra y explicando que no sólo el Antiguo Testamento es "hai grafai", sino que, juntamente con él, el Nuevo Testamento constituye una sola Escritura y de este modo es para nosotros nuestro verdadero soberano. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia formuló la sucesión apostólica, el ministerio episcopal, consciente de que la Palabra y el testigo van juntos, es decir, que la Palabra está viva y presente sólo gracias al testigo y, por decirlo así, recibe de él su interpretación, y que recíprocamente el testigo sólo es tal si da testimonio de la Palabra. Y, por último, la Iglesia añadió un tercer elemento: la "regula fidei", como clave de interpretación.

Creo que esta compenetración mutua es objeto de divergencias entre nosotros, aunque nos unen cosas fundamentales. Por tanto, cuando hablamos de eclesiología y de ministerio, deberíamos hablar preferentemente de este entrelazamiento de Palabra, testigo y regla de fe, y considerarlo como cuestión eclesiológica, y por eso, a la vez, también como cuestión de la palabra de Dios, de su soberanía y de su humildad, puesto que el Señor confía su Palabra a los testigos y les encomienda su interpretación, pero que debe regirse siempre por la "regula fidei" y por la seriedad de la Palabra. Perdonadme que haya expresado aquí una opinión personal, pero me parecía oportuno hacerlo.

También las grandes cuestiones éticas que plantea nuestro tiempo constituyen una prioridad urgente en el diálogo ecuménico; en este campo, los hombres de hoy en búsqueda, esperan con razón una respuesta común de los cristianos, que, gracias a Dios, en muchos casos casi se ha encontrado.
Existen tantas declaraciones comunes de la Conferencia episcopal alemana y de la Iglesia evangélica en Alemania, que no podemos por menos de sentirnos agradecidos. Pero, por desgracia, no siempre sucede esto. A causa de las contradicciones en este campo, el testimonio evangélico y la orientación ética que debemos a los fieles y a la sociedad pierden fuerza, asumiendo muchas veces características vagas, y descuidando así nuestro deber de dar a nuestro tiempo el testimonio necesario. Nuestras divisiones contrastan con la voluntad de Jesús y nos desautorizan ante los hombres. Creo que deberíamos esforzarnos con renovada energía y gran empeño por dar un testimonio común en el ámbito de estos grandes desafíos éticos de nuestro tiempo.

Y ahora preguntémonos: ¿qué significa restablecer la unidad de todos los cristianos? Todos sabemos que existen numerosos modelos de unidad y vosotros sabéis también que la Iglesia católica pretende lograr la plena unidad visible de los discípulos de Jesucristo, tal como la definió el concilio ecuménico Vaticano II en varios de sus documentos (cf. Lumen gentium
LG 8 LG 13; Unitatis redintegratio UR 2 UR 4, etc.). Según nuestra convicción, dicha unidad existe en la Iglesia católica sin posibilidad de que se pierda (cf. Unitatis redintegratio UR 4); en efecto, la Iglesia no ha desaparecido totalmente del mundo. Por otra parte, esta unidad no significa lo que se podría llamar ecumenismo de regreso, es decir, renegar y rechazar la propia historia de fe. ¡De ninguna manera! No significa uniformidad en todas las expresiones de la teología y la espiritualidad, en las formas litúrgicas y en la disciplina. Unidad en la multiplicidad y multiplicidad en la unidad. En la homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, el pasado 29 de junio, subrayé que la plena unidad y la verdadera catolicidad, en el sentido originario de la palabra, van juntas. Una condición necesaria para que esta coexistencia tenga lugar es que el compromiso por la unidad se purifique y se renueve continuamente, crezca y madure. El diálogo puede contribuir a lograr este objetivo. El diálogo es más que un intercambio de ideas, más que una empresa académica: es un intercambio de dones (cf. Ut unum sint UUS 28), en el que las Iglesias y las comunidades eclesiales pueden poner a disposición su propio tesoro (cf. Lumen gentium LG 8 LG 15; Unitatis redintegratio UR 3 UR 14 s; Ut unum sint UUS 10-14).

Precisamente, gracias a este compromiso, el camino puede continuar paso a paso hasta que, como dice la carta a los Efesios, finalmente "lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud" (Ep 4,13). Es obvio que un diálogo como este sólo puede llevarse a cabo en un contexto de espiritualidad sincera y coherente. No podemos "hacer" la unidad sólo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo. Por tanto, el ecumenismo espiritual, es decir, la oración, la conversión y la santidad de vida, son el corazón del encuentro y del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio UR 8 Ut unum sint, UUS 15 s, UUS 21 etc.). También se podría decir que la mejor forma de ecumenismo consiste en vivir según el Evangelio.

También yo deseo recordar, en este contexto, al gran pionero de la unidad, el hermano Roger Schutz, asesinado de modo tan trágico. Yo lo conocía personalmente desde hace mucho tiempo y mantenía una cordial relación de amistad con él. Con frecuencia me visitaba y, como ya dije en Roma, el día en que fue asesinado recibí una carta suya que me ha conmovido mucho porque en ella subrayaba su adhesión a mi camino y me anunciaba que quería venir a encontrarse conmigo. Ahora nos visita desde lo alto y nos habla. Creo que deberíamos escucharlo, escuchar desde dentro su ecumenismo vivido espiritualmente y dejarnos llevar por su testimonio hacia un ecumenismo interiorizado y espiritualizado.

Veo con especial optimismo el hecho de que hoy se está desarrollando una especie de "red", de conexión espiritual entre católicos y cristianos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales: cada uno se compromete en la oración, en la revisión de la vida, en la purificación de la memoria, en la apertura a la caridad. El padre del ecumenismo espiritual, Paul Couturier, habló a este respecto de un "claustro invisible", que acoge en su recinto a estas almas apasionadas de Cristo y de su Iglesia. Estoy convencido de que, si un número creciente de personas se une en su interior a la oración del Señor "para que todos sean uno" (Jn 17,21), dicha plegaria en el nombre de Jesús no caerá en el vacío (cf. Jn 14,13 Jn 15,7 Jn 15,16). Con la ayuda que viene de lo alto, encontraremos soluciones practicables en las diversas cuestiones aún abiertas y, al final, el deseo de unidad será colmado cuando y como él quiera. Os invito a todos a recorrer conmigo este camino, conscientes de que estar juntos en camino es un tipo de unidad. Demos gracias a Dios por esto y pidámosle que siga guiándonos a todos.


ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE COMUNIDADES MUSULMANAS

Arzobispado di Colonia

Sábado 20 de agosto de 2005

Queridos amigos musulmanes:

69 Es para mí motivo de gran alegría acogeros y dirigiros mi cordial saludo. Como sabéis, estoy aquí, en Colonia, para encontrarme con los jóvenes venidos de todas las partes de Europa y del mundo. Los jóvenes son el futuro de la humanidad y la esperanza de las naciones. Mi querido predecesor, el Papa Juan Pablo II, dijo un día a los jóvenes musulmanes reunidos en el estadio de Casablanca, en Marruecos: "Los jóvenes pueden construir un porvenir mejor si colocan en primer lugar su fe en Dios y si se empeñan en edificar con sabiduría y confianza un mundo nuevo según el plan de Dios" (Discurso, 19 de agosto de 1985, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de septiembre de 1985, p. 14). Desde esta perspectiva me dirijo a vosotros, queridos y estimados amigos musulmanes, para compartir con vosotros mis esperanzas y haceros partícipes de mis preocupaciones, en estos momentos particularmente difíciles de la historia de nuestro tiempo.

Estoy seguro de interpretar también vuestro pensamiento al subrayar, entre las preocupaciones, la que nace de la constatación del difundido fenómeno del terrorismo. Sé que muchos de vosotros habéis rechazado con firmeza, y también públicamente, en particular cualquier conexión de vuestra fe con el terrorismo y lo habéis condenado claramente. Os doy las gracias por esto, pues así se fomenta un clima de confianza, muy necesario. Continúan cometiéndose en varias partes del mundo actos terroristas, que arrojan a las personas en el llanto y la desesperación. Los que idean y programan estos atentados demuestran querer envenenar nuestras relaciones y destruir la confianza, recurriendo a todos los medios, incluso a la religión, para oponerse a los esfuerzos de convivencia pacífica y serena. Gracias a Dios, estamos de acuerdo en que el terrorismo, de cualquier origen que sea, es una opción perversa y cruel, que desdeña el derecho sacrosanto a la vida y corroe los fundamentos mismos de toda convivencia civil. Si juntos conseguimos extirpar de los corazones el sentimiento de rencor, contrastar toda forma de intolerancia y oponernos a cada manifestación de violencia, frenaremos la oleada de fanatismo cruel, que pone en peligro la vida de tantas personas, obstaculizando el progreso de la paz en el mundo. La tarea es ardua, pero no imposible. En efecto, el creyente -y todos nosotros, como cristianos y musulmanes, somos creyentes- sabe que puede contar, no obstante su propia fragilidad, con la fuerza espiritual de la oración.

Queridos amigos, estoy profundamente convencido de que hemos de afirmar, sin ceder a las presiones negativas del entorno, los valores del respeto recíproco, de la solidaridad y de la paz. La vida de cada ser humano es sagrada, tanto para los cristianos como para los musulmanes. Tenemos un gran campo de acción en el que hemos de sentirnos unidos al servicio de los valores morales fundamentales. La dignidad de la persona y la defensa de los derechos que de tal dignidad se derivan deben ser el objetivo de todo proyecto social y de todo esfuerzo por llevarlo a cabo. Este es un mensaje confirmado de manera inconfundible por la voz suave pero clara de la conciencia. Un mensaje que se ha de escuchar y hacer escuchar: si cesara su eco en los corazones, el mundo estaría expuesto a las tinieblas de una nueva barbarie. Sólo se puede encontrar una base de entendimiento reconociendo la centralidad de la persona, superando eventuales contraposiciones culturales y neutralizando la fuerza destructora de las ideologías.

En el encuentro que tuve en abril con los delegados de las Iglesias y comunidades eclesiales y con representantes de diversas tradiciones religiosas, dije: "Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones, para buscar el verdadero bien de cada persona y de la sociedad entera" (Discurso, 25 de abril de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 2). La experiencia del pasado nos enseña que el respeto mutuo y la comprensión, por desgracia, no siempre han caracterizado las relaciones entre cristianos y musulmanes. Cuántas páginas de historia dedicadas a las batallas y las guerras emprendidas invocando, de una parte y de otra, el nombre de Dios, como si combatir al enemigo y matar al adversario pudiera agradarle. El recuerdo de estos tristes acontecimientos debería llenarnos de vergüenza, sabiendo bien cuántas atrocidades se han cometido en nombre de la religión. Las lecciones del pasado han de servirnos para evitar caer en los mismos errores. Nosotros queremos buscar las vías de la reconciliación y aprender a vivir respetando cada uno la identidad del otro. La defensa de la libertad religiosa, en este sentido, es un imperativo constante, y el respeto de las minorías una señal indiscutible de verdadera civilización.

A este propósito, siempre es oportuno recordar lo que los padres del concilio Vaticano II dijeron sobre las relaciones con los musulmanes. "La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse por entero, como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica se refiere de buen grado (...). Si bien en el transcurso de los siglos han surgido no pocas disensiones y enemistades entre cristianos y musulmanes, el santo Sínodo exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, ejerzan sinceramente la comprensión mutua, defiendan y promuevan juntos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres" (Nostra aetate
NAE 3). Estas palabras del concilio Vaticano II son para nosotros la "carta magna" del diálogo con vosotros, queridos amigos musulmanes, y me alegra que nos hayáis hablado con el mismo espíritu y hayáis confirmado estas intenciones.

Vosotros, estimados amigos, representáis a algunas comunidades musulmanas en este país en que nací, estudié y pasé buena parte de mi vida. Precisamente por eso deseaba encontrarme con vosotros. Guiáis a los creyentes del islam y los educáis en la fe musulmana. La enseñanza es el medio por el que se comunican ideas y convicciones. La palabra es el camino real en la educación de la mente. Tenéis, por tanto, una gran responsabilidad en la formación de las nuevas generaciones. Constato con gratitud el espíritu con que cultiváis esta responsabilidad. Juntos, cristianos y musulmanes, hemos de afrontar los numerosos desafíos que nuestro tiempo nos plantea. No hay espacio para la apatía y el desinterés, y menos aún para la parcialidad y el sectarismo. No podemos ceder al miedo ni al pesimismo. Debemos más bien fomentar el optimismo y la esperanza. El diálogo interreligioso e intercultural entre cristianos y musulmanes no puede reducirse a una opción temporánea. En efecto, es una necesidad vital, de la cual depende en gran parte nuestro futuro. Los jóvenes, procedentes de tantas partes del mundo, están aquí, en Colonia, como testigos vivos de solidaridad, de hermandad y de amor. Os deseo de todo corazón, queridos y estimados amigos musulmanes, que el Dios misericordioso y compasivo os proteja, os bendiga y os ilumine siempre. El Dios de la paz conforte nuestros corazones, alimente nuestra esperanza y guíe nuestros pasos por los caminos del mundo.

¡Gracias!


VIGILIA CON LOS JÓVENES

Colonia - Explanada de Marienfeld

Sábado 20 de agosto de 2005

Queridos jóvenes:

En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos llegado al momento que san Mateo describe así en su evangelio: "Entraron en la casa (sobre la que se había detenido la estrella), vieron al niño con María, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2,11). El camino exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación del mundo. Eran de esas personas que "tienen hambre y sed de justicia" (Mt 5,6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su servicio.

70 Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se postran ante una criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes -el rey al que habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la familia no le quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el que se postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos.
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf.
Mt 26,53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia- sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios.

Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro, incienso y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que este es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.

Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios, que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.

De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: "Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo.

Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?

Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica la violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios. Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de Belén. "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn 14,9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado, se ha manifestado el verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos han precedido. Entonces iremos por el camino justo.

Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado, sino que creemos y nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos lo dijo: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o los actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios, mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el futuro de todas las partes de la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia.

"Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2,11). Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12,24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe.

Amén.



Discursos 2005 65