Discursos 2006




Enero de 2006



A LOS AGREGADOS DE LA ANTECÁMARA PONTIFICIA

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Jueves 5 de enero de 2006



Queridos amigos:

Este encuentro tiene lugar en el clima sugestivo del tiempo navideño, al inicio de 2006, y es ocasión muy propicia para expresaros a cada uno mis mejores deseos de un sereno y provechoso año nuevo. Os saludo cordialmente y me alegra recibiros en esta audiencia especial.

Puedo decir que vosotros sois de casa, y os estoy sinceramente agradecido por el servicio de honor que prestáis, no sin sacrificios, porque se requiere una constante disponibilidad, en las audiencias, en las ceremonias y en las recepciones oficiales, cuando el Papa se reúne con jefes de Estado, primeros ministros y embajadores acreditados ante la Santa Sede.

He querido encontrarme con vosotros para deciros que aprecio la solicitud y la cordialidad con que cumplís vuestra singular función. En estos primeros meses de mi pontificado he podido experimentar aún más de cerca y de manera directa el espíritu que os anima a vosotros y a cuantos trabajan en la antecámara pontificia. Conozco también la devoción que sentís por el Sucesor de Pedro, y también os doy las gracias por ello. Que Dios os recompense. Quisiera dirigir un saludo en particular a vuestras amables esposas, que hoy os acompañan, así como a cuantos han querido estar presentes en este encuentro, que bien podríamos llamar de familia.

Vuestro benemérito Colegio, coordinado por el decano, depende de la Prefectura de la Casa pontificia, y tiene siglos de historia. Cambian los tiempos, los usos y las costumbres, pero no cambia el espíritu con que cada uno está llamado a trabajar junto a aquel que la Providencia divina llama a gobernar la Iglesia universal. Puesto que esta casa, la Casa pontificia, es la casa de todos los creyentes, os corresponde también a vosotros, queridos miembros de la Antecámara, hacer que siempre sea acogedora para todos los que vienen a reunirse con el Papa.

Queridos hermanos, vuestro servicio implica también un compromiso asiduo de testimonio de Aquel que es el verdadero Señor y Dueño de la casa: Jesucristo. Esto requiere mantener con él un diálogo constante en la oración, crecer en su amistad e intimidad, dispuestos a testimoniar su amor acogedor a todas las personas con quienes os encontréis. Si realizáis vuestra misión con este espíritu —y estoy seguro de que es así para todos vosotros—, entonces puede convertirse en un apostolado singular, en una ocasión para transmitir con la cortesía y la cordialidad la alegría de ser discípulos de Cristo en cada situación y en todos los momentos de nuestra vida.

Mañana celebraremos la solemnidad de la Epifanía, y mi pensamiento va a María, que presenta al Niño Jesús a los Magos llegados desde lejos para adorarlo. La Virgen sigue presentando a Jesús a la humanidad, de la misma forma que lo hizo con los Magos. Acojámoslo de sus manos: Cristo colma las expectativas más profundas de nuestro corazón y da sentido pleno a todos nuestros proyectos y acciones.

Que él esté presente en las familias y reine por doquier con la fuerza de su amor. La intercesión maternal de María os obtenga experimentar cada día más la comunión profunda con él, comunión que comienza en la tierra y llegará a su plenitud en el cielo, donde, como recuerda san Pablo, seremos "conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ep 2,19). Por mi parte, deseo aseguraros un recuerdo en la oración, para que el Señor os acompañe durante todo el año recién iniciado, bendiga a vuestras familias y haga que vuestras actividades produzcan mucho bien.

Con estos sentimientos, de corazón os imparto una bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a todos vuestros seres queridos.



DURANTE LA VISITA AL BELÉN DE LOS BARRENDEROS DE ROMA

Jueves 5 de enero de 2006



Señor alcalde;
2 señor presidente; señoras y señores;
queridos amigos:

Para encontrar las palabras correctas, he hecho preparar un discurso, porque hablar bien en este momento, aunque el corazón está lleno de alegría, no es tan fácil. Por eso, permitidme que lea, pero con todo el corazón, este discurso.

Todos los años, mientras pudo, el venerado Pontífice Juan Pablo II vino a admirar vuestro belén. También yo, prosiguiendo esta hermosa costumbre, esta tarde he venido de buen grado, con gran alegría, para encontrarme con vosotros y visitar el belén que también este año habéis realizado. Sé que deseabais que el Papa no faltara a esta tradicional cita navideña, y debo deciros que este era también mi deseo. En efecto, quería expresaros personalmente mi gratitud por el trabajo que vosotros, queridos agentes ecológicos, lleváis a cabo asegurando la limpieza y el orden en la vasta zona alrededor de la plaza de San Pedro, frecuentada por numerosos peregrinos y turistas. Y esta limpieza, este orden, no son sólo algo exterior. Son la expresión de un espíritu, de una mentalidad, que manifiesta la belleza interior; la belleza que buscamos y que hace tan acogedora nuestra ciudad, capital del mundo en muchos sentidos.

Vuestro servicio exige dedicación e implica no pocos sacrificios. Vuestro presidente ha hablado de los gestos de caridad que hacéis, que son muy importantes. Por eso, ¡gracias de corazón! Os saludo con afecto y, a través de vosotros, quisiera saludar a todos vuestros compañeros. Dirijo un pensamiento especial al señor alcalde y a las demás autoridades, a los dirigentes, a los responsables de la Empresa municipal para el ambiente (AMA) y a cuantos han querido estar presentes. También expreso mi sincero agradecimiento al que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes.

El motivo de nuestro encuentro es la visita a vuestro belén, el "belén de los barrenderos", el más conocido de Roma, que tiene más de treinta años de historia, habiendo sido ideado y realizado por primera vez en la Navidad de 1972 con la colaboración entusiasta de muchos agentes ecológicos. Sé que cada año se enriquece con nuevos elementos, pero permaneciendo fiel al estilo típico de las casas de Palestina del tiempo de Jesús. Es realmente impresionante, con 95 casas construidas por completo en piedra caliza y dotadas de puertas y ventanas, según el estilo de la época; no faltan ríos, manantiales, acueductos, luces, calles pavimentadas con "adoquines". En suma, un vasto paisaje poblado por cerca de 200 personajes, un conjunto construido con material proveniente de todas las partes del mundo, y especialmente de la columnata de San Pedro, de Belén y de San Giovanni Rotondo. Me ha admirado, y me congratulo con cuantos han trabajado pacientemente en la realización de una obra tan bien estructurada.

La visita al belén, especialmente esta tarde, en la víspera de la solemnidad de la Epifanía, es como ir en peregrinación a Belén, a la cueva santa donde nació el Redentor, y a Jerusalén, a donde llegaron los Magos desde Oriente y encontraron a Jesús, María y José. Detenerse a contemplar estas escenas evangélicas es un estímulo a meditar en el misterio central de nuestra salvación: Dios se hizo hombre por nosotros; nosotros podemos acogerlo en nuestro corazón y experimentar la alegría de su presencia santificadora. Pero no basta detenerse a contemplar; es preciso hacer algo más. Es necesario que Jesús se convierta en el centro de toda nuestra existencia. Sí, es importante que él sea el guía de nuestro camino diario y la meta última y definitiva de nuestra peregrinación terrena.

Al expresaros a vosotros y a vuestras familias mis mejores deseos para el año 2006, recién iniciado, quisiera recordar la hermosa frase de san Agustín que elegí para la Navidad de este año: "Expergiscere, homo: quia pro te Deus factus est homo", "Despiértate, hombre: porque por ti Dios se ha hecho hombre". Queridos amigos, el Señor quiere que estemos vigilantes y atentos, sin dejarnos engañar por las falaces sugestiones de todo lo que es efímero y pasajero. Que os suceda así a todos vosotros, queridos amigos, y el Señor os conceda un año nuevo sereno y fecundo. Acompaño este deseo con la seguridad de mi oración por vosotros y por vuestros seres queridos, a la vez que os bendigo de corazón a todos.

Recemos juntos el "padrenuestro", y después os imparto mi bendición.


A UNA DELEGACIÓN DE LA ALIANZA MUNDIAL DE LAS IGLESIAS REFORMADAS

Sábado 7 de enero de 2006



Queridos amigos:

3 Al comienzo de este nuevo año, os doy la bienvenida a vosotros, líderes de la Alianza mundial de Iglesias reformadas, con ocasión de vuestra visita al Vaticano. Recuerdo con gratitud la presencia de delegaciones de la Alianza mundial tanto en el funeral de mi predecesor el Papa Juan Pablo II como en la inauguración de mi ministerio papal. En estos signos de mutuo respeto y amistad, me complace ver un fruto providencial del diálogo fraterno y la cooperación emprendida durante las últimas cuatro décadas, y una señal de esperanza segura para el futuro.

De hecho, el mes pasado se celebró el cuadragésimo aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II, que promulgó el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo. El diálogo entre católicos y reformados, que se inició poco después, ha dado una contribución importante a la exigente obra de reflexión teológica e investigación histórica indispensable para superar las trágicas divisiones que surgieron entre los cristianos en el siglo XVI. Uno de los frutos del diálogo ha sido mostrar áreas significativas de convergencia entre la comprensión que tienen los reformados de la Iglesia como Creatura Verbi y la comprensión que tenemos los católicos de la Iglesia como sacramento primordial de la manifestación de gracia de Dios en Cristo (cf. Lumen gentium
LG 1). Es un signo alentador que la actual fase de diálogo siga investigando las riquezas y la complementariedad de estos enfoques.

El decreto sobre el ecumenismo afirmó que "el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (n. UR 7). Al comienzo de mi pontificado, expresé mi propia convicción de que "la conversión interior es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo" (Mensaje en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 7), y recordé el ejemplo de mi predecesor el Papa Juan Pablo II, que a menudo habló de la necesidad de una "purificación de la memoria" como medio para abrir nuestro corazón a fin de recibir la verdad plena de Cristo.

Juan Pablo II, especialmente con ocasión del gran jubileo del año 2000, dio un fuerte impulso a este compromiso en la Iglesia católica, y me complace constatar que varias de las Iglesias reformadas, miembros de la Alianza mundial, han emprendido iniciativas similares. Gestos como estos son fundamentales para una relación más profunda, que debe alimentarse en la verdad y el amor.

Queridos hermanos, pido a Dios que este encuentro dé como fruto un compromiso renovado de trabajar por la unidad de todos los cristianos. El camino que tenemos por delante requiere prudencia, humildad, estudio paciente e intercambios. Ojalá lo emprendamos con gran confianza, en la obediencia al Evangelio y con nuestra esperanza firmemente arraigada en la oración de Cristo por su Iglesia, en el amor del Padre y en la fuerza del Espíritu Santo (cf. Unitatis redintegratio UR 24).



A LOS GENTILESHOMBRES DE SU SANTIDAD

Sábado 7 de enero de 2006



Queridos amigos:

Es para mí motivo de gran placer acogeros esta mañana en audiencia especial y saludaros con viva cordialidad. Esta es una ocasión propicia para conocernos mejor y manifestaros mis sentimientos de gratitud por el servicio que prestáis al Sucesor de Pedro. Os veo con ocasión de ceremonias y recepciones oficiales, cuando recibo a jefes de Estado, primeros ministros, embajadores y otras autoridades. Os agradezco sinceramente vuestra colaboración. Hoy no habéis venido acompañando a altas personalidades políticas, sino a vuestras amables esposas como a una reunión de familia. Me alegra acogerlas también a ellas y saludarlas con afecto paternal.

Queridos gentileshombres, vuestro servicio es un servicio de honor, que se inserta en la tradición secular de la Casa pontificia. Ciertamente, hoy en ella todo se ha simplificado mucho, pero, aunque con respecto al pasado hayan cambiado las funciones y los papeles, sigue siendo idéntico el objetivo de quienes trabajan en ella, es decir, servir al Sucesor del apóstol Pedro.

Nos encontramos al final del período navideño, recién comenzado el nuevo año. En este período hemos contemplado constantemente al Salvador, que ha venido a la tierra. Es él quien, en la gran sencillez de la Nochebuena, nos ha traído la riqueza de la comunión con su misma vida divina. Él es la luz que no tiene ocaso, el centro de nuestra existencia, y nosotros, como los pastores de Belén y los Magos, que llegaron de Oriente para adorarlo, después de recogernos en oración ante el belén, volvemos a nuestras actividades diarias, llevando en el corazón la alegría de haber experimentado su presencia. Envueltos en este gran misterio, iniciamos con serenidad y confianza este año nuevo bajo el signo del amor vivificante de Dios.

Desde esta perspectiva, queridos amigos, me complace desearos un fecundo 2006. En la Iglesia toda tarea es importante, cuando se coopera a la realización del reino de Dios. La barca de Pedro, para que pueda avanzar con seguridad, necesita numerosas tareas escondidas que, junto con otras más visibles, contribuyen al desarrollo regular de la navegación. Es indispensable no perder jamás de vista el objetivo común, es decir, la entrega a Cristo y a su obra de salvación.

4 Os encomiendo a vosotros y a vuestras familias a María, la Madre del Salvador, para que os acompañe y os sostenga en todos los momentos de la vida, a la vez que deseo que experimentéis cada vez más la alegría de la presencia de Cristo en vuestra existencia. Y de buen grado os bendigo a todos, asegurándoos un recuerdo especial en la oración.


AL CUERPO DIPLOMÁTICO


ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 9 de enero de 2006



Excelencias,
Señoras y Señores:

Con alegría os recibo a todos en este tradicional encuentro del Papa con el Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Después de la celebración de las grandes fiestas cristianas de la Navidad y de Epifanía, la Iglesia todavía vive de esta alegría: es una gran alegría, porque surge de la presencia del Emmanuel –Dios-con-nosotros–, pero es también una alegría interior, puesto que es vivida en el ámbito doméstico de la Sagrada Familia, cuya historia sencilla y ejemplar la Iglesia recorre en este tiempo con íntima participación; al mismo tiempo, es una alegría que se ha de comunicar, pues la verdadera alegría se debilita y se apaga cuando se la aísla. A todos vosotros, Señoras y Señores Embajadores, a los Pueblos y Gobiernos que dignamente representáis, a vuestras queridas familias y a vuestros distinguidos Colaboradores, expreso mi deseo de alegría cristiana. Que ésta sea la alegría de la fraternidad universal traída por Cristo, una alegría rica de verdaderos valores y abierta a una generosa participación. Que ella os acompañe y aumente cada día del año que acaba de empezar.

Vuestro Decano, Señoras y Señores Embajadores, ha expresado la felicitación del Cuerpo diplomático, interpretando con delicadeza vuestros sentimientos. A él y a vosotros manifiesto mi agradecimiento. Él ha mencionado también algunos de los numerosos y graves problemas que inquietan al mundo de hoy. Éstos son objeto de vuestra solicitud y también de la Santa Sede y de la Iglesia católica en todo el mundo, solidaria de todo sufrimiento, de toda esperanza y de todo esfuerzo que acompaña el camino del hombre. Nos sentimos así unidos en una misión común, que nos sitúa siempre ante nuevos y enormes desafíos. Sin embargo, los afrontamos con confianza, con la voluntad de apoyarnos mutuamente –cada uno según su propio cometido– mirando hacia grandes metas comunes.

He dicho “nuestra misión común”. ¿Y cuál es, sino la de la paz? La Iglesia no hace más que difundir el mensaje de Cristo, que vino –como escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Efesios– a anunciar la paz a los que estaban lejos y a los que estaban cerca (cf. Ep 2,17). Y vosotros, eximios representantes diplomáticos de vuestros Pueblos, según vuestro estatuto tenéis precisamente este noble objetivo: promover relaciones internacionales amistosas, en las que en realidad se sustenta la paz (Convención de Viena sobre las Relaciones Diplomáticas).

La paz –lo constatamos con dolor– en muchas partes del mundo está impedida, herida o amenazada. ¿Cuál es el camino hacia la paz? En el Mensaje que he dirigido para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz de este año he querido afirmar: “Donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz” (n. 3). En la verdad, la paz.

Mirando la situación del mundo de hoy, en el que, junto a funestos escenarios de conflictos bélicos, abiertos o latentes, o sólo aparentemente calmados, se puede apreciar –gracias a Dios– un esfuerzo valiente y tenaz por parte de muchos hombres y de muchas instituciones en favor de la paz, quisiera proponer, como un estímulo fraterno, algunas reflexiones que presento en unos sencillos enunciados.

Primero: el compromiso por la verdad es el alma de la justicia. Quien se compromete por la verdad debe rechazar la ley del más fuerte, que se basa en la mentira y que —en el ámbito nacional e internacional— tantas veces ha provocado tragedias en la historia del hombre. La mentira a menudo se presenta con una apariencia de verdad, pero en realidad siempre es selectiva y tendenciosa, orientada de forma egoísta a instrumentalizar al hombre y, en definitiva, a anularlo. Sistemas políticos del pasado, pero no sólo del pasado, son un amargo ejemplo de ello. En el lado opuesto están la verdad y la veracidad, que llevan al encuentro del otro, a su reconocimiento y al acuerdo. Por su propio resplandor —splendor veritatis—, la verdad no puede dejar de difundirse; y el amor de lo verdadero, por su dinamismo intrínseco, está orientado totalmente a la comprensión imparcial y ecuánime, así como a la participación, no obstante cualquier dificultad.

Vuestra experiencia de diplomáticos confirma que, también en las relaciones internacionales, la búsqueda de la verdad logra individuar las diversidades hasta en los matices más sutiles y sus correspondientes exigencias, y por eso mismo también los límites que se han de respetar y no sobrepasar, en la defensa de todo legítimo interés de las partes. Esta misma búsqueda de la verdad os lleva, al mismo tiempo, a afirmar con fuerza lo que es común, lo que pertenece a la naturaleza misma de las personas, de cada pueblo y de cada cultura, y que debe ser respetado igualmente. Y cuando estos aspectos, distintos y complementarios —la diversidad y la igualdad— son conocidos y reconocidos, entonces los problemas pueden solucionarse y las discordias resolverse según justicia; entonces son posibles acuerdos profundos y duraderos. En cambio, cuando uno de ellos es desconocido o no es tomado en su debida consideración, entonces se produce la incomprensión, el enfrentamiento, la tentación de la violencia y del abuso de poder.

5 Con una evidencia casi ejemplar, estas consideraciones me parecen aplicables en aquel punto neurálgico de la escena mundial que es Tierra Santa. En ella el Estado de Israel tiene que poder subsistir pacíficamente de acuerdo con las normas del derecho internacional; en ella, por igual, el Pueblo palestino ha de poder desarrollar serenamente las propias instituciones democráticas por un futuro libre y próspero.

Estas consideraciones pueden aplicarse de una manera más amplia al contexto mundial actual, en el cual sin duda se ha vislumbrado el peligro de un choque de civilizaciones. El peligro se hace más agudo por el terrorismo organizado, que se extiende ya a escala mundial. Sus causas son numerosas y complejas, además de las ideológicas y políticas, unidas a aberrantes concepciones religiosas. El terrorismo no duda en atacar a personas inermes, sin ninguna distinción, o en imponer chantajes inhumanos, provocando el pánico en poblaciones enteras, para obligar a los responsables políticos a favorecer los planes de los terroristas mismos. Ninguna circunstancia puede justificar esta actividad criminal, que llena de infamia a quien la realiza y que es mucho más deplorable cuando se apoya en una religión, rebajando así la pura verdad de Dios a la medida de la propia ceguera y perversión moral.

El compromiso por la verdad por parte de las diplomacias, sea a nivel bilateral como plurilateral, puede dar una aportación esencial, para que las innegables diversidades que caracterizan a pueblos de diferentes partes del mundo y sus culturas puedan recomponerse no sólo en una coexistencia tolerante, sino en un más alto y más rico proyecto de humanidad. En siglos pasados los intercambios culturales entre judaísmo y helenismo, entre mundo romano, mundo germánico y mundo eslavo, como también entre mundo árabe y mundo europeo, han enriquecido la cultura y favorecido las ciencias y las civilizaciones. Así hoy debería darse de nuevo y en mayor medida, existiendo de hecho unas posibilidades de intercambio y de recíproca comprensión mucho más favorables. Por esto lo que hoy se pide es, ante todo, que se elimine todo obstáculo para el acceso a la información por medio de la prensa y de los modernos medios informáticos, y, además, que se intensifiquen los intercambios de profesores y de estudiantes entre las disciplinas humanísticas de las universidades de las diversas regiones culturales.

El segundo enunciado que quisiera proponer es: el compromiso por la verdad da fundamento y vigor al derecho a la libertad. La grandeza singular del ser humano tiene su última raíz en esto: el hombre puede conocer la verdad. Y el hombre la quiere conocer. Pero la verdad puede alcanzarse sólo en la libertad. Esto es válido para todas las verdades, como se ve en la historia de las ciencias; pero es cierto de manera eminente para las verdades en las que lo que está en juego es el hombre mismo en cuánto tal, las verdades del espíritu: las que conciernen al bien y al mal, las grandes metas y perspectivas de la vida, la relación con Dios. Porque ellas no se pueden alcanzar sin que esto lleve consigo profundas repercusiones en la orientación de la propia vida. Y una vez hechas propias libremente, necesitan además espacios de libertad para poder ser vividas en todas las dimensiones de la vida humana.

Aquí es donde interviene naturalmente la acción de cada Estado, así como la actividad diplomática interestatal. En la evolución actual del derecho internacional se ve con creciente sensibilidad que ningún Gobierno puede desentenderse de la tarea de garantizar a los propios ciudadanos unas condiciones adecuadas de libertad, sin perjudicar por eso mismo la propia credibilidad como interlocutor en las cuestiones internacionales. Y eso es justo: porque en la defensa de los derechos inherentes a la persona en cuanto tal, garantizados internacionalmente, se debe otorgar un valor prioritario al espacio reservado a los derechos a la libertad dentro de cada Estado, sea en la vida pública como en la privada, sea en las relaciones económicas como en las políticas, sea en las relaciones culturales como en las religiosas.

A este propósito es bien conocido, señoras y señores embajadores, cómo la acción de la diplomacia de la Santa Sede está, por su naturaleza, orientada a promover, entre los diversos ámbitos en que debe desarrollarse la libertad, el aspecto de la libertad de religión. Por desgracia, en algunos Estados, incluso entre los que pueden alardear de tradiciones culturales pluriseculares, la libertad, lejos de ser garantizada, es más bien violada gravemente, particularmente respecto a las minorías. A este propósito quisiera sólo recordar lo establecido con gran claridad en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Los derechos fundamentales del hombre son los mismos en todas las latitudes; y entre ellos un lugar preeminente tiene que ser reconocido al derecho a la libertad de religión, porque concierne a la relación humana más importante, la relación con Dios. Quisiera decir a todos los responsables de la vida de las Naciones: ¡si no teméis la verdad, no debéis temer la libertad! La Santa Sede, cuando por doquier pide condiciones de verdadera libertad para la Iglesia católica, las pide igualmente para todos.

Quisiera pasar a un tercer enunciado: el compromiso por la verdad abre el camino al perdón y a la reconciliación. Surge una objeción ante la conexión indispensable entre el compromiso por la verdad y la paz: las diferentes convicciones sobre la verdad dan lugar a tensiones, a incomprensiones, a debates, tanto más fuertes cuanto más profundas son las convicciones mismas. A lo largo de la historia, éstas también han dado lugar a violentas contraposiciones, a conflictos sociales y políticos, e incluso a guerras de religión. Esto es verdad, y no se puede negar; pero esto ha ocurrido siempre por una serie de causas concomitantes, que poco o nada tenían que ver con la verdad y la religión, y siempre porque se quiere sacar provecho de medios realmente irreconciliables con el puro compromiso por la verdad y con el respeto de la libertad requerido por la verdad. Por lo que concierne específicamente a la Iglesia católica, ella condena los graves errores cometidos en el pasado, tanto por parte de sus miembros como de sus instituciones, y no ha dudado en pedir perdón. Lo exige el compromiso por la verdad.

La petición de perdón y el don del perdón, igualmente debido —porque para todos vale la advertencia de Nuestro Señor: “¡el que esté sin pecado, que tire la primera piedra!” (cf.
Jn 8,7) —son elementos indispensables para la paz. La memoria queda purificada, el corazón apaciguado, y se vuelve pura la mirada sobre lo que la verdad exige para desarrollar pensamientos de paz. No puedo dejar de recordar las iluminadoras palabras de Juan Pablo II: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 1 enero 2002). Con humildad y profundo amor, las repito a los responsables de las Naciones, en particular de aquéllas donde las heridas físicas y morales de los conflictos están más vivas y es más apremiante la necesidad de paz. Mi pensamiento se dirige espontáneamente a la tierra donde nació Jesucristo, el Príncipe de la Paz, que tuvo palabras de paz y perdón para todos; pienso en el Líbano, cuya población debe encontrar, también con la ayuda de la solidaridad internacional, su vocación histórica de colaboración sincera y fructuosa entre las comunidades de diferentes credos; pienso igualmente en todo el Oriente Medio, particularmente en Irak, cuna de grandes civilizaciones, enlutado diariamente en estos años por sangrientos actos terroristas. Pienso en África, y sobre todo en los Países de la Región de los Grandes Lagos, donde todavía se sufren las trágicas consecuencias de las guerras fratricidas de los años pasados; pienso en las poblaciones indefensas del Darfur, golpeadas con execrable ferocidad, con peligrosas repercusiones internacionales; y pienso en tantas otras tierras, de diversas partes del mundo, que son teatro de cruentos conflictos.

Entre las grandes tareas de la diplomacia se debe contar indudablemente con la de hacer comprender a todas las partes en conflicto que, si aman la verdad, no pueden dejar de reconocer los errores —y no sólo los de los otros—, ni pueden rechazar el abrirse al perdón, pedido y concedido. El compromiso por la verdad –que ciertamente les interesa– los convoca a la paz, a través del perdón. La sangre derramada no grita venganza, pero sí invoca respeto por la vida y la paz. Ojalá pueda la Peacebuilding Commission, instituida recientemente por la ONU, responder eficazmente a esta exigencia fundamental de la humanidad, con la cooperación llena de buena voluntad por parte de todos.

Señoras y señores embajadores, quisiera proponeros un último enunciado: el compromiso por la paz abre camino a nuevas esperanzas. Es como una conclusión lógica de lo que he tratado de ilustrar hasta ahora. ¡Porque el hombre es capaz de verdad! Lo es tanto sobre los grandes problemas del ser, como sobre los grandes problemas del obrar: en la esfera individual y en las relaciones sociales, en el ámbito de un pueblo como de la humanidad entera. La paz, hacia la que debe y puede llevarla su compromiso, no es sólo el silencio de las armas; es, más bien, una paz que favorece la formación de nuevos dinamismos en las relaciones internacionales, dinamismos que a su vez se transforman en factores de conservación de la paz misma. Y sólo lo son si responden a la verdad del hombre y a su dignidad. Y por esto no se puede hablar de paz allá donde el hombre no tiene ni siquiera lo indispensable para vivir con dignidad. Pienso ahora en las multitudes inmensas de poblaciones que padecen hambre. Aunque no estén en guerra, la suya no se puede llamar paz: más aún, son víctimas inermes de la guerra. Vienen también espontáneamente a mi mente las imágenes sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados —en muchas partes del mundo— acogidos en precarias condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás? Mi pensamiento se dirige también a todos los que, por condiciones de vida indigna, se ven impulsados a emigrar lejos de su País y de sus seres queridos, con la esperanza de una vida más humana. Ni podemos olvidar tampoco la plaga del tráfico de personas, que es una vergüenza para nuestro tiempo.

Muchas personas de buena voluntad, diversas instituciones internacionales y organizaciones no gubernativas, no se han quedado inactivo frente a estas “emergencias humanitarias”, así como frente a otros dramáticos problemas del hombre. Pero se requiere un mayor esfuerzo conjunto de las diplomacias para individuar en la verdad, y superar con valentía y generosidad, los obstáculos que impiden encontrar todavía soluciones eficaces y dignas del hombre. Y la verdad exige que ninguno de los Estados prósperos se sustraiga a las propias responsabilidades y al deber de ayuda, utilizando con mayor generosidad los propios recursos. Se puede afirmar, sobre la base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales, que por circunstancias incontroladas.

6 Señoras y señores embajadores, en la Navidad de Cristo la Iglesia ve cumplida la profecía del Salmista: “Amor y Verdad se han dado cita, Justicia y Paz se abrazan; la Verdad brotará de la tierra, y de los cielos se asomará la Justicia” (Ps 84,11-12). Al comentar estas palabras inspiradas, el gran Padre de la Iglesia Agustín, haciéndose intérprete de la fe de toda la Iglesia, exclama: “La verdad brota de la tierra: Cristo, que ha dicho: Yo soy la Verdad, ha nacido de la Virgen” (Sermo 185).

La Iglesia vive siempre de esta verdad; pero de modo particular se ilumina con ella y se alegra en esta etapa del año litúrgico. Y a la luz de esta verdad mis palabras, dirigidas a vosotros y para vosotros, que representáis aquí a la mayor parte de las Naciones del mundo, quieren ser al mismo tiempo testimonio y augurio: ¡En la verdad, la paz!

¡Con este espíritu, os deseo a todos muy cordialmente un feliz año!



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