Discursos 2008 48

48 La madre Teresa de Calcuta se esforzaba de modo particular por recoger a los pobres y a los abandonados, para que al menos en el momento de la muerte pudieran experimentar, en el abrazo de las hermanas y de los hermanos, el calor del Padre.

Pero la comunidad cristiana, con sus vínculos particulares de comunión sobrenatural, no es la única que está comprometida en acompañar y celebrar en sus miembros el misterio del dolor y de la muerte y el alba de la nueva vida. En realidad, toda la sociedad, a través de sus instituciones sanitarias y civiles, está llamada a respetar la vida y la dignidad del enfermo grave y del moribundo.

Aun conscientes de que "no es la ciencia la que redime al hombre" (Spe salvi ), toda la sociedad y en particular los sectores relacionados con la ciencia médica deben expresar la solidaridad del amor, la salvaguardia y el respeto de la vida humana en todos los momentos de su desarrollo terreno, sobre todo cuando se encuentra en situación de enfermedad o en su fase terminal.

Más en concreto, se trata de asegurar a toda persona que lo necesite el apoyo necesario por medio de terapias e intervenciones médicas adecuadas, realizadas y gestionadas según los criterios de la proporcionalidad médica, teniendo siempre en cuenta el deber moral de suministrar (el médico) y de acoger (el paciente) los medios de conservación de la vida que, en la situación concreta, se consideren "ordinarios".

Al contrario, por lo que se refiere a las terapias especialmente arriesgadas o que prudentemente puedan considerarse "extraordinarias", recurrir a ellas es moralmente lícito, aunque facultativo. Además, es necesario asegurar siempre a cada persona los cuidados necesarios y debidos, así como el apoyo a las familias más probadas por la enfermedad de uno de sus miembros, sobre todo si es grave o prolongada.

En el campo de la reglamentación laboral normalmente se reconocen los derechos específicos de los familiares en el momento de un nacimiento. Del mismo modo, y especialmente en ciertas circunstancias, deberían reconocerse unos derechos parecidos a los parientes próximos en el momento de la enfermedad terminal de un familiar. Una sociedad solidaria y humanitaria no puede menos de tener en cuenta las difíciles condiciones de las familias que, en ocasiones durante largos períodos, deben cargar con el peso de la asistencia a domicilio de enfermos graves no autosuficientes. Un respeto mayor de la vida humana individual pasa inevitablemente por la solidaridad concreta de todos y de cada uno, constituyendo uno de los desafíos más urgentes de nuestro tiempo.

Como recordé en la encíclica Spe salvi, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la com-pasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» ().

En una sociedad compleja, fuertemente influenciada por las dinámicas de la productividad y por las exigencias de la economía, las personas frágiles y las familias más pobres corren el riesgo de no ser capaces de afrontar los momentos de dificultad económica y/o de enfermedad. En las grandes ciudades hay cada vez más personas ancianas y solas, incluso en los momentos de enfermedad grave y de cercanía de la muerte. En estas situaciones es fuerte la tentación de recurrir a la eutanasia, sobre todo cuando se insinúa una visión utilitarista en relación con la persona. A este respecto, aprovecho la ocasión para reafirmar, una vez más, la firme y constante condena ética de toda forma de eutanasia directa, según la enseñanza plurisecular de la Iglesia.

El esfuerzo conjunto de la sociedad civil y de la comunidad de los creyentes debe orientarse a que todos puedan no sólo vivir de forma digna y responsable, sino también atravesar el momento de la prueba y de la muerte en la mejor condición de fraternidad y solidaridad, incluso cuando la muerte se produce en una familia pobre o en el lecho de un hospital. La Iglesia, con sus instituciones ya activas y con nuevas iniciativas, está llamada a dar el testimonio de la caridad operante, especialmente en las situaciones críticas de personas no autosuficientes y privadas de apoyos familiares, y en los casos de enfermos graves que necesitan cuidados paliativos, así como una adecuada asistencia religiosa.

Por una parte, la movilización espiritual de las comunidades parroquiales y diocesanas, y por otra, la creación o potenciación de las instituciones dependientes de la Iglesia, podrán animar y sensibilizar a todo el ambiente social, para que a todo hombre que sufre, y de modo especial a quien se acerca al momento de la muerte, se le brinden y testimonien la solidaridad y la caridad.

La sociedad, por su parte, debe asegurar el debido apoyo a las familias que quieren atender en casa, durante períodos a veces largos, a enfermos que sufren patologías degenerativas (tumorales, neurodegenerativas, etc.) o que necesitan una asistencia particularmente comprometedora. De manera especial, se necesita la colaboración de todas las fuerzas vivas y responsables de la sociedad en favor de las instituciones de asistencia específica que requieren personal numeroso y especializado así como equipos muy caros. La sinergia entre la Iglesia y las instituciones puede ser especialmente importante en estos campos, para asegurar la ayuda necesaria a la vida humana en el momento de la fragilidad.

49 A la vez que deseo que en este congreso internacional, celebrado en concomitancia con el Jubileo de las apariciones de Lourdes, se puedan sugerir nuevas propuestas para aliviar la situación de quienes tienen que afrontar las formas terminales de la enfermedad, os exhorto a continuar vuestro benemérito compromiso al servicio de la vida en cada una de sus fases.

Con estos sentimientos, os aseguro mi oración para apoyar vuestro trabajo y os acompaño con una bendición apostólica especial.


A LOS OBISPOS DE EL SALVADOR EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 28 de febrero de 2008



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con gran alegría os recibo en este día en el que, con motivo de vuestra visita Ad limina, habéis venido hasta las tumbas de los Apóstoles para reforzar los lazos de comunión de vuestras respectivas Iglesias Particulares con la Sede Apostólica. Mi dicha es aún mayor porque ésta es la primera vez que tengo la oportunidad de encontrarme con vosotros como Sucesor de Pedro. Agradezco a Mons. Fernando Sáez Lacalle, Arzobispo de San Salvador y Presidente de la Conferencia Episcopal, las atentas palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. A través de vosotros, envío un saludo especial a vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos, que con generosidad e infatigable esfuerzo viven y anuncian la Buena Nueva de la Redención que Cristo nos ha traído, verdadera y única esperanza para todas las gentes.

En su mayoría, el pueblo salvadoreño se caracteriza por tener una fe viva y un profundo sentimiento religioso. El Evangelio, llevado allí por los primeros misioneros y predicado también con fervor por pastores llenos de amor de Dios, como Mons. Óscar Arnulfo Romero, ha arraigado ampliamente en esa hermosa tierra, dando frutos abundantes de vida cristiana y de santidad. Una vez más, queridos Hermanos Obispos, se ha hecho realidad la capacidad transformadora del mensaje de salvación, que la Iglesia está llamada a anunciar, porque ciertamente «la Palabra de Dios no está encadenada» (2Tm 2,9) y es viva y eficaz (cf. He 4,12).

2. Como Pastores de la Iglesia, vuestros corazones se conmueven al contemplar las graves necesidades del pueblo que os ha sido encomendado, y al que queréis servir con amor y dedicación. A causa de la situación de pobreza muchos se ven obligados a emigrar en busca de mejores condiciones de vida, lo cual provoca a menudo consecuencias negativas para la estabilidad del matrimonio y de la familia. Sé también de los esfuerzos que estáis haciendo para promover la reconciliación y la paz en vuestro País, y superar así dolorosos acontecimientos del pasado.

Al mismo tiempo, habéis dedicado una carta pastoral en 2005 al problema de la violencia, considerado como el más grave en vuestra Nación. Al analizar sus causas, reconocéis que el incremento de la violencia es consecuencia inmediata de otras lacras sociales más profundas, como la pobreza, la falta de educación, la progresiva pérdida de aquellos valores que han forjado desde siempre el alma salvadoreña y la disgregación familiar. En efecto, la familia es un bien indispensable para la Iglesia y la sociedad, así como un factor básico para construir la paz (cf. Mensaje Jornada Mundial de la Paz 2008, n. 3). Por eso, sentís la necesidad de revitalizar y fortalecer en todas las Diócesis una adecuada y eficaz pastoral familiar, que ofrezca a los jóvenes una sólida formación espiritual y afectiva, que les ayude a descubrir la belleza del plan de Dios sobre el amor humano, y les permita vivir con coherencia los auténticos valores del matrimonio y de la familia, como la ternura y el respeto mutuo, el dominio de sí, la entrega total y la fidelidad constante.

3. Frente a la pobreza de tantas personas, se siente como una necesidad ineludible la de mejorar las estructuras y condiciones económicas que permitan a todos llevar una vida digna. Pero no se ha de olvidar que el hombre no es un simple producto de las condiciones materiales o sociales en que vive. Necesita más, aspira a más de lo que la ciencia o cualquier iniciativa humana puede dar. Hay en él una inmensa sed de Dios. Sí, queridos Hermanos Obispos, los hombres anhelan a Dios en lo más íntimo de su corazón, y Él es el único que puede apagar su sed de plenitud y de vida, porque sólo Él nos puede dar la certeza de un amor incondicionado, de un amor más fuerte que la muerte (cf. Spe salvi ). «El hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza» (ibíd., ).

Por ello es preciso impulsar un ambicioso y audaz esfuerzo de evangelización en vuestras comunidades diocesanas, orientado a facilitar en todos los fieles ese encuentro íntimo con Cristo vivo que está a la base y en el origen del ser cristiano (cf. Deus caritas est ). Una pastoral, por tanto, que esté centrada «en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (Novo millennio ineunte NM 29). Hay que ayudar a los fieles laicos a que descubran cada vez más la riqueza espiritual de su bautismo, por el cual están «llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium LG 40), y que iluminará su compromiso de dar testimonio de Cristo en medio de la sociedad humana (cf. Gaudium et spes GS 43). Para cumplir esta altísima vocación necesitan estar bien enraizados en una intensa vida de oración, escuchar asidua y humildemente la Palabra de Dios y participar frecuentemente en los sacramentos, así como adquirir un fuerte sentido de pertenencia eclesial y una sólida formación doctrinal, especialmente en cuanto se refiere a la doctrina social de la Iglesia, donde encontrarán criterios y orientaciones claras para poder iluminar cristianamente la sociedad en la que viven.

4. En vuestra solicitud pastoral, los sacerdotes han de ocupar un lugar muy especial. Con ellos os unen lazos estrechísimos en virtud del Sacramento del Orden que han recibido y de la participación en la misma misión evangelizadora. Ellos merecen vuestros mejores desvelos y vuestra cercanía a cada uno, conociendo su situación personal, atendiéndolos en todas sus necesidades espirituales y materiales y animándoles a proseguir con gozo su camino de santidad sacerdotal. Imitad en esto el ejemplo de Jesús, que consideraba amigos suyos a quienes estaban con Él (cf. Jn 15,15).

50 Como fundamento y principio visible de unidad en vuestras Iglesias particulares (cf. Lumen gentium LG 23) os aliento a ser promotores y modelos de comunión en el propio presbiterio, encareciendo a vivir la concordia y la unión de todos los sacerdotes entre sí y en torno a su Obispo, como manifestación de vuestro afecto de padre y hermano, sin dejar de corregir las situaciones irregulares cuando sea necesario.

El amor y la fidelidad del sacerdote a su vocación será la mejor y más eficaz pastoral vocacional, así como un ejemplo y estímulo para vuestros seminaristas, que son el corazón de vuestras Diócesis, y en los que tenéis que volcar vuestros mejores recursos y energías (cf. Optatam totius OT 5), porque son esperanza para vuestras Iglesias.

Seguid también con atención la vida y el quehacer de los Institutos religiosos, estimando y promoviendo en vuestras comunidades diocesanas la vocación y misión específicas de la vida consagrada (cf. Lumen gentium LG 44), y alentándolos a colaborar en la actividad pastoral diocesana para enriquecer, «con su presencia y su ministerio, la comunión eclesial» (Exhort. ap. Pastores gregis, 50).

5. Si bien los desafíos que tenéis ante vosotros son enormes y parecen superiores a vuestras fuerzas y capacidades, sabéis que podéis acudir con confianza al Señor, para quien nada hay imposible (cf. Lc 1,37), y abrir vuestro corazón al impulso de la gracia divina. En ese contacto constante con Jesús, el Buen Pastor, en la oración, madurarán los mejores proyectos pastorales para vuestras comunidades y seréis verdaderamente ministros de esperanza para todos vuestros hermanos (cf. Pastores gregis ), pues Él es quien hace fecundo vuestro ministerio episcopal, que, a su vez, ha de ser un reflejo auténtico de vuestra caridad pastoral, a imagen de Aquel que vino «no a ser servido, sino a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45).

6. Queridos Hermanos, al final de nuestro encuentro os agradezco de nuevo vuestra entrega generosa a la Iglesia y os acompaño con mi oración, para que en todos vuestros retos pastorales os llenen de esperanza y de ánimo las palabras del Señor Jesús: «he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Os estrecho en mi corazón con un abrazo de paz, en el que incluyo a los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos de vuestras Iglesias locales. Sobre cada uno de vosotros y de vuestros fieles diocesanos imploro la constante protección de la Virgen María Reina de la Paz, Patrona de El Salvador, a la vez que os imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.


A LA SEÑORA MARY ANN GLENDON, NUEVA EMBAJADORA DE ESTADOS UNIDOS ANTE LA SANTA SEDE

Viernes 29 de febrero de 2008



Excelencia:

Me complace aceptar las cartas que la acreditan como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria de Estados Unidos de América y expresarle mis mejores deseos al asumir sus nuevas responsabilidades al servicio de su país. Confío en que el conocimiento y la experiencia logrados en su cualificada colaboración con la Santa Sede le puedan servir en el cumplimiento de sus deberes y enriquezcan la actividad de la comunidad diplomática a la que usted ahora pertenece. También le doy las gracias por el cordial saludo que me ha transmitido de parte del presidente George W. Bush, en representación del pueblo estadounidense, mientras me preparo para mi visita pastoral a Estados Unidos en abril.

Desde el alba de la República, como usted ha observado, Estados Unidos ha sido una nación que valora el papel de las creencias religiosas para garantizar un orden democrático vibrante y éticamente sano. El ejemplo de su nación que reúne a personas de buena voluntad independientemente de la raza, la nacionalidad o el credo, en una visión compartida y en una búsqueda disciplinada del bien común, ha estimulado a muchas naciones más jóvenes en sus esfuerzos por crear un orden social armonioso, libre y justo. Esta tarea de conciliar unidad y diversidad, de perfilar un objetivo común y de hacer acopio de la energía moral necesaria para alcanzarlo, se ha convertido hoy en una tarea urgente para toda la familia humana, cada vez más consciente de su interdependencia y de la necesidad de una solidaridad efectiva para hacer frente a los desafíos mundiales y construir un futuro de paz para las futuras generaciones.

La experiencia del siglo pasado, con su pesado patrimonio de guerra y de violencia, que culminó en el exterminio planificado de pueblos enteros, puso de manifiesto que el futuro de la humanidad no puede depender del mero compromiso político. Más bien, debe ser el fruto de un consenso más profundo basado en el reconocimiento de verdades universales, arraigadas en una reflexión razonada sobre los postulados de nuestra humanidad común (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2008, n. 13).

La Declaración universal de derechos humanos, cuyo sexagésimo aniversario celebramos este año, fue el resultado del convencimiento mundial de que un orden global justo sólo puede basarse en el reconocimiento y en la defensa de la dignidad y de los derechos inviolables de cada hombre y cada mujer. Este reconocimiento, a su vez, debe motivar toda decisión que afecte al futuro de la familia humana y a todos sus miembros. Confío en que su país, basado en la verdad evidente de que el Creador ha dotado a cada ser humano de ciertos derechos inalienables, siga encontrando en los principios de la ley moral común, consagrados en sus documentos fundacionales, una guía segura para ejercer su liderazgo en la comunidad internacional.

51 La edificación de una cultura jurídica mundial inspirada por los más altos ideales de justicia, solidaridad y paz exige un compromiso decidido, esperanza y generosidad de parte de cada nueva generación (cf. Spe salvi ). Aprecio su referencia a los significativos esfuerzos realizados por Estados Unidos a fin de elaborar métodos creativos para aliviar los graves problemas que deben afrontar muchas naciones y pueblos en el mundo. La edificación de un futuro más seguro para la familia humana significa ante todo y sobre todo trabajar por el desarrollo integral de los pueblos, especialmente mediante adecuadas medidas de asistencia sanitaria, la eliminación de pandemias como el sida, oportunidades educativas más amplias para los jóvenes, la promoción de la mujer, y poniendo freno a la corrupción y a la militarización que desvían recursos valiosos de muchos de nuestros hermanos y hermanas en los países más pobres.

El progreso de la familia humana no sólo se ve amenazado por la plaga del terrorismo internacional, sino también por atentados contra la paz como la aceleración de la carrera de armamentos o las continuas tensiones en Oriente Próximo. Aprovecho la ocasión para expresar mi esperanza de que negociaciones pacientes y transparentes lleven a la reducción y la eliminación de las armas nucleares y de que la reciente Conferencia de Annapolis sea la primera de una serie de iniciativas con miras a una paz duradera en la región.

La resolución de estos y otros problemas semejantes exige confianza y compromiso en la labor de organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas, que por su naturaleza pueden promover el diálogo y el entendimiento auténtico, conciliar opiniones divergentes y desarrollar políticas y estrategias multilaterales capaces de responder a los numerosos retos de nuestro mundo complejo, que cambia tan rápidamente. No puedo dejar de observar con gratitud la importancia que Estados Unidos ha atribuido al diálogo entre las religiones y las culturas como una fuerza que contribuye de forma eficaz a promover la paz. La Santa Sede está convencida del gran potencial espiritual de ese diálogo, en particular para la promoción de la no violencia y el rechazo de las ideologías que manipulan y desfiguran la religión con miras a objetivos políticos, y justifican la violencia en nombre de Dios.

El aprecio histórico del pueblo estadounidense por el papel de la religión para forjar el debate público y para iluminar la dimensión moral intrínseca en las cuestiones sociales -un papel contestado a veces en nombre de una comprensión limitada de la vida política y del debate público- se refleja en los esfuerzos de muchos de sus compatriotas y líderes gubernamentales para asegurar la protección legal del don divino de la vida desde su concepción hasta su muerte natural y salvaguardar la institución del matrimonio, reconocido como unión estable entre un hombre y una mujer, así como de la familia.

Señora embajadora, al emprender ahora sus elevadas responsabilidades al servicio de su país, le renuevo mis mejores deseos de éxito en su misión. Puede contar siempre con las oficinas de la Santa Sede para asistirla y apoyarla en el cumplimiento de sus responsabilidades. Imploro de corazón para usted, para su familia y para el querido pueblo estadounidense las bendiciones divinas de sabiduría, fortaleza y paz.


A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO "COR UNUM"

Viernes 29 de febrero de 2008

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo pontificio "Cor unum". Dirijo mi cordial saludo a cada uno de los participantes en este encuentro. En particular, saludo al cardenal Paul Josef Cordes, al que agradezco sus amables palabras, al monseñor secretario y a todos los miembros y oficiales del Consejo pontifico "Cor unum".

El tema sobre el que estáis reflexionando durante estos días —"Las cualidades humanas y espirituales de quienes trabajan en la actividad caritativa de la Iglesia"— toca un elemento importante de la vida eclesial. En efecto, se trata de quienes prestan en el pueblo de Dios un servicio indispensable, la diaconía de la caridad. Y precisamente al tema de la caridad quise dedicar mi primera encíclica, Deus caritas est.

52 Por tanto, aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar mi agradecimiento en particular a los que, de diversos modos, trabajan en el sector caritativo, manifestando con sus intervenciones que la Iglesia se hace presente, de manera concreta, entre quienes se encuentran en situaciones de dificultad y sufrimiento. Los pastores tienen la responsabilidad global y última de esta acción eclesial, tanto por lo que concierne a la sensibilización como a la realización de proyectos de promoción humana, especialmente en favor de comunidades pobres. Damos gracias a Dios porque son numerosos los cristianos que invierten tiempo y energías no sólo para enviar ayudas materiales, sino también un apoyo de consuelo y esperanza a quienes se encuentran en situaciones difíciles, cultivando una constante solicitud por el verdadero bien del hombre.

Así, la actividad caritativa ocupa un lugar central en la misión evangelizadora de la Iglesia. No debemos olvidar que las obras de caridad constituyen también un terreno privilegiado de encuentro con personas que aún no conocen a Cristo o lo conocen sólo parcialmente. Por tanto, los pastores y los responsables de la pastoral de la caridad dedican, con razón, una atención constante a quienes trabajan en el ámbito de la diaconía, preocupándose por formarlos tanto desde el punto de vista humano y profesional como del teológico-espiritual y pastoral.

En nuestro tiempo, sea en la sociedad sea en la Iglesia, se da una gran importancia a la formación permanente, como lo demuestra el florecimiento de instituciones especializadas y centros creados con la finalidad de proporcionar instrumentos útiles para adquirir competencias técnicas específicas. Pero para quienes trabajan en los organismos caritativos eclesiales es indispensable la «formación del corazón», de la que hablé en la citada encíclica Deus caritas est (cf. n. , a): formación íntima y espiritual que, gracias al encuentro personal con Cristo, suscita la sensibilidad espiritual que permite conocer a fondo y colmar las expectativas y las necesidades del hombre. Precisamente esto hace posible experimentar los mismos sentimientos de amor misericordioso que Dios alberga por todos los seres humanos.

En los momentos de sufrimiento y de dolor, esta es la actitud necesaria. Por tanto, quienes trabajan en las múltiples formas de actividad caritativa de la Iglesia no pueden contentarse sólo con una actuación técnica o con resolver problemas y dificultades materiales. La ayuda que ofrecen no debe reducirse nunca a gesto filantrópico, sino que debe ser expresión tangible del amor evangélico. Además, quienes realizan su obra en favor del hombre en organismos parroquiales, diocesanos e internacionales, la realizan en nombre de la Iglesia y están llamados a transparentar en su actividad una auténtica experiencia de Iglesia.

Así pues, una adecuada y eficaz formación en este sector vital no puede menos de tender a formar cada vez mejor a los agentes de las diversas actividades caritativas, para que sean siempre y sobre todo testigos de amor evangélico. Lo serán si su misión no se limita a ser agentes de servicios sociales, sino a anunciar el evangelio de la caridad. Siguiendo los pasos de Cristo, están llamados a ser testigos del valor de la vida, en todas sus expresiones, defendiendo especialmente la vida de los débiles y de los enfermos, imitando el ejemplo de la beata madre Teresa de Calcuta, que amaba y asistía a los moribundos, porque la vida no se mide según su eficiencia, sino que tiene valor siempre y para todos.

En segundo lugar, estos agentes eclesiales están llamados a ser testigos del amor, es decir, del hecho de que somos plenamente hombres y mujeres cuando vivimos atentos a las necesidades de los demás; que nadie puede morir y vivir para sí mismo; que la felicidad no se encuentra en la soledad de una vida encerrada en sí misma, sino en la entrega de sí.

Por último, quienes trabajan en el ámbito de las actividades eclesiales deben ser testigos de Dios, que es plenitud de amor e invita a amar. La fuente de toda intervención del agente eclesial está en Dios, amor creador y redentor. Como escribí en la encíclica Deus caritas est, podemos practicar el amor porque hemos sido creados a imagen y semejanza divina para "vivir el amor y así llevar la luz de Dios al mundo" (): a eso quise invitar con esta encíclica.

Por tanto, ¡cuánta plenitud de significado podéis encontrar en vuestra actividad! Y ¡cuán valiosa es para la Iglesia! Me alegro de que, precisamente para que sea cada vez más testimonio del Evangelio, el Consejo pontificio "Cor unum" haya organizado para el próximo mes de junio una tanda de ejercicios espirituales en Guadalajara para presidentes y directores de organismos caritativos del continente americano. Servirá para recuperar plenamente la dimensión humana y cristiana a la que acabo de aludir, y espero que en el futuro la iniciativa se amplíe también a otras regiones del mundo.

Queridos amigos, a la vez que os agradezco lo que hacéis, os aseguro mi afectuoso recuerdo en la oración y sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo imparto de corazón una bendición apostólica especial.


Marzo de 2008



AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO CON OCASIÓN DE LA VI JORNADA EUROPEA DE LOS UNIVERSITARIOS

Sábado 1 de marzo de 2008



Queridos jóvenes universitarios:

53 Al final de esta vigilia mariana, con gran alegría os saludo a todos los que estáis aquí presentes y a quienes participáis en la oración a través de conexiones por satélite. Saludo y expreso mi agradecimiento a los cardenales y obispos, en particular a los que han presidido el rezo del rosario en las sedes conectadas: Aparecida, en Brasil; Aviñón, en Francia; Bucarest, en Rumanía; Ciudad de México, en México; La Habana, en Cuba; Loja, en Ecuador; Minsk, en Bielorrusia; Nápoles, en Italia; Toledo, en España; y Washington, en Estados Unidos. Cinco sedes en Europa y cinco en América. De hecho, esta iniciativa tiene por tema: "Europa y América unidas para construir la civilización del amor". Y precisamente sobre este tema se ha celebrado en estos días, en la Universidad Gregoriana, un congreso, a cuyos participantes dirijo un cordial saludo.

Ha sido acertada la decisión de poner de relieve cada vez la relación entre Europa y otro continente, en una perspectiva de esperanza. Hace dos años, Europa y África; el año pasado, Europa y Asia; este año, Europa y América. El cristianismo constituye un vínculo fuerte y profundo entre el así llamado "viejo continente" y el que ha sido llamado "el nuevo mundo". Basta pensar en el puesto fundamental que ocupan la sagrada Escritura y la liturgia cristiana en la cultura y en el arte de los pueblos europeos y americanos. Sin embargo, por desgracia, la así llamada "civilización occidental" ha traicionado en parte su inspiración evangélica. Por tanto, se impone una reflexión honrada y sincera, un examen de conciencia. Es necesario discernir entre lo que construye la "civilización del amor", según el designio de Dios revelado en Jesucristo, y lo que en cambio se opone a ella.

Me dirijo ahora a vosotros, queridos jóvenes. En la historia de Europa y de América, los jóvenes siempre han sido promotores de impulsos evangélicos. Basta pensar en jóvenes como san Benito de Nursia, san Francisco de Asís y el beato Karl Leisner, en Europa; como san Martín de Porres, santa Rosa de Lima y la beata Catalina Tekakwitha, en América. Jóvenes constructores de la civilización del amor. Hoy Dios os llama a vosotros, jóvenes europeos y americanos, a cooperar, junto con vuestros coetáneos de todo el mundo, para que la savia del Evangelio renueve la civilización de estos dos continentes y de toda la humanidad.

Las grandes ciudades europeas y americanas son cada vez más cosmopolitas, pero con frecuencia les falta esta savia capaz de hacer que las diferencias no sean motivo de división o de conflicto, sino más bien de enriquecimiento recíproco. La civilización del amor es convivencia respetuosa, pacífica y gozosa de las diferencias en nombre de un proyecto común, que el beato Papa Juan XXIII apoyaba sobre los cuatro pilares del amor, la verdad, la libertad y la justicia.

Esta es la consigna que hoy os dejo, queridos amigos: sed discípulos y testigos del Evangelio, porque el Evangelio es la buena semilla del reino de Dios, es decir, de la civilización del amor. Sed constructores de paz y de unidad. La iniciativa de entregaros a cada uno de vosotros el texto de la encíclica Spe salvi en un disco compacto en cinco idiomas es signo de esta unidad católica, es decir, universal e íntegra en los contenidos de la fe cristiana, que nos une a todos. Que la Virgen María vele sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todos vuestros seres queridos.

Ahora quiero saludar en los diferentes idiomas a cuantos están unidos con nosotros desde las otras ciudades a través de las conexiones radiotelevisivas.

(En castellano)

Queridos jóvenes reunidos en las ciudades de México, La Habana, Loja, y Toledo, sed testigos de la gran esperanza que Cristo ha traído al mundo. Que el Señor os bendiga y os acompañe en vuestros compromisos de estudio.


A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE GUATEMALA EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 6 de marzo de 2008

Señor Cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado:

54 Es para mí un motivo de alegría recibiros esta mañana con ocasión de la visita ad limina con la que renováis los vínculos de comunión de vuestras Iglesias particulares con el Obispo de Roma. Agradezco las palabras que, en vuestro nombre, me ha dirigido Mons. Pablo Vizcaíno Prado, Obispo de Suchitepéquez-Retalhuleu y Presidente de la Conferencia Episcopal, y os saludo a todos con afecto, rogando que transmitáis mi estima al querido pueblo guatemalteco. Los encuentros que he mantenido con cada uno de vosotros me han acercado a la vida cotidiana y a las aspiraciones de vuestros compatriotas, así como al solícito trabajo pastoral que estáis llevando a cabo en vuestra Nación.

Lleváis en vuestro corazón de Pastores la preocupación ante el aumento de la violencia y la pobreza que afecta a grandes sectores de la población, provocando una fuerte emigración a otros Países, con graves secuelas en el ámbito personal y familiar. Es una situación que invita a renovar vuestros esfuerzos para mostrar a todos el rostro misericordioso del Señor, del que la Iglesia está llamada a ser imagen, acompañando y sirviendo con generosidad y entrega especialmente a los que sufren y a los más desamparados. En efecto, la caridad y asistencia a los hermanos necesitados «pertenece a la naturaleza de la Iglesia y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (cf. Deus caritas est ).

Dios ha bendecido al pueblo guatemalteco con un profundo sentimiento religioso, rico de expresiones populares, que han de madurar en comunidades cristianas sólidas, celebrando con gozo su fe como miembros vivos del Cuerpo de Cristo (cf.
1Co 12,27) y fieles al fundamento de los Apóstoles. Sabéis muy bien que la firmeza de la fe y la participación en los sacramentos hacen fuertes a vuestros fieles ante el riesgo de las sectas o de grupos pretendidamente carismáticos, que crean desorientación y llegan a poner en peligro la comunión eclesial.

La tradición de vuestras culturas encuentra en la familia, célula fundamental de la sociedad, el núcleo básico de la existencia y de la transmisión de la fe y los valores, pero que hoy se enfrenta a serios retos pastorales y humanos. Por eso la Iglesia se dedica siempre con una atención particular a formar sólidamente a quienes se preparan para contraer matrimonio, infundiendo constantemente fe y esperanza en los hogares y velando para que, con las ayudas necesarias, puedan cumplir con sus responsabilidades.

En vuestro ministerio contáis con la colaboración inestimable de los sacerdotes, que han de ver en su Obispo un verdadero padre y maestro, muy cercano a ellos, en el que encuentren ayuda en sus necesidades espirituales y materiales, así como el consejo apropiado en los momentos de dificultad. Necesitan siempre aliento para perseverar en el camino de la auténtica santidad sacerdotal, siendo verdaderos hombres de oración (cf. Novo millennio ineunte NM 32), y también medios adecuados para ampliar su formación humana y teológica que les permita asumir tareas particularmente delicadas, como las de profesores, formadores o directores espirituales en vuestros Seminarios. Ellos, con su ejemplo y celo pastoral, han de ser un llamado viviente a los jóvenes y menos jóvenes a entregarse enteramente al Señor, colaborando con la gracia divina para que el Señor «mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38).

El II Congreso Misionero Americano celebrado en Guatemala en 2003 ha supuesto un reto para llevar a las diócesis y vicariatos una vivencia más intensa del compromiso misionero, incluyéndolo en el nuevo plan global de la Conferencia Episcopal. Ahora, a la luz también de las conclusiones de la V Conferencia del Episcopado de América Latina y del Caribe, en Aparecida, han de fortalecer vuestra identidad e impulsaros a llevar a cabo los compromisos evangelizadores que allí habéis adquirido. Por ello, tal y como lo hizo mi venerado predecesor Juan Pablo II en su primera visita a vuestro País, os aliento a continuar con espíritu renovado la misión evangelizadora de la Iglesia en el contexto de los cambios culturales actuales y de la globalización, dando nuevo vigor a la predicación y la catequesis, proclamando a Jesucristo, el Hijo de Dios, como fundamento y razón de ser de todo creyente. La evangelización de las culturas es una tarea prioritaria para que la Palabra de Dios se haga accesible a todos y, acogida en la mente y en el corazón, sea luz que las ilumine y agua que las purifique con el mensaje del Evangelio que trae la salvación para todo el género humano.

Al concluir este encuentro, deseo alentaros a continuar guiando al Pueblo de Dios que tenéis confiado. Que, con vuestra palabra y ejemplo, la Iglesia siga brillando como fuente de esperanza para todos. Llevad mi saludo afectuoso y mi bendición a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y demás fieles, especialmente a los que colaboran con mayor dedicación en la obra de la evangelización. Invoco sobre ellos y sobre vosotros la maternal protección de Nuestra Señora del Rosario, Patrona de Guatemala, y os imparto de corazón la Bendición Apostólica.



Discursos 2008 48