Discursos 2009 166

166 El señor alcalde en su discurso ha planteado la cuestión: "¿Qué será de Bagnoregio mañana?". En verdad todos nos preguntamos por nuestro futuro y el del mundo, y este interrogante tiene mucho que ver con la esperanza, de la que todo corazón humano tiene sed. En la encíclica Spe salvi observé que no basta, en cambio, una esperanza cualquiera para afrontar y superar las dificultades del presente; es indispensable una "esperanza fiable" que, dándonos la certeza de llegar a una meta "grande", justifique "el esfuerzo del camino" (cf. n. ). Sólo esta "gran esperanza-certeza" nos asegura que, a pesar de los fracasos de la vida personal y de las contradicciones de la historia en su conjunto, nos custodia siempre el "poder indestructible del Amor". Así que cuando lo que nos sostiene es esta esperanza, jamás corremos el riesgo de perder la valentía de contribuir, como han hecho los santos, a la salvación de la humanidad, abriéndonos nosotros mismos y el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor, la luz (cf. n. ). Que san Buenaventura nos ayude a "desplegar las alas" de la esperanza que nos impulsa a ser, como él, incesantes buscadores de Dios, cantores de las bellezas de la creación y testigos del Amor y de la Belleza que "mueve todo".

Gracias, queridos amigos, una vez más por vuestra acogida. A la vez que os aseguro un recuerdo en la oración, imparto, por intercesión de san Buenaventura y especialmente de María, Virgen fiel y Estrella de la esperanza, una bendición apostólica especial, que gustosamente extiendo a todos los habitantes de esta tierra bella y rica en santos.

¡Gracias por vuestra atención!


A LOS OBISPOS DE BRASIL DE LAS REGIONES OESTE 1 Y 2 EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 7 de septiembre de 2009



Queridos hermanos en el episcopado:

Con sentimientos de íntima alegría y amistad os acojo y saludo a todos y cada uno de vosotros, amados pastores de las regiones Oeste 1 y 2, en el ámbito de la Conferencia nacional de los obispos de Brasil. Con vuestro grupo se abre la larga peregrinación de los miembros de esta Conferencia episcopal en visita ad limina Apostolorum, que me brindará la ocasión de conocer mejor la realidad de las respectivas comunidades diocesanas. Serán jornadas de comunión fraterna para reflexionar juntos sobre las cuestiones que os preocupan. Un momento profundamente esperado desde aquellos inolvidables días de mayo de 2007, en los que, durante mi visita a vuestro país, pude constatar todo el cariño del pueblo brasileño hacia el Sucesor de Pedro y, de modo especial, cuando tuve ocasión de abrazar con la mirada a todo el episcopado de esta gran nación en el encuentro en la catedral da Sé, en São Paulo.

En efecto, sólo el corazón grande de Dios puede conocer, guardar y guiar a la multitud de hijos e hijas que él mismo ha engendrado en la vastedad inmensa de Brasil. A lo largo de nuestros coloquios de estos días emergieron algunos desafíos y problemas que afrontáis, como ha referido el arzobispo de Campo Grande al inicio de este encuentro. Impresionan las distancias que vosotros mismos, juntamente con vuestros sacerdotes y los demás agentes misioneros, tenéis que recorrer para servir y animar pastoralmente a vuestros respectivos fieles, muchos de los cuales afrontan problemas propios de una urbanización relativamente reciente, en la que el Estado no siempre logra ser un instrumento de promoción de la justicia y del bien común. No os desaniméis. Recordad que el anuncio del Evangelio y la adhesión a los valores cristianos, como afirmé recientemente en la encíclica Caritas in veritate, «no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral» (n. ). Le agradezco, monseñor Vitório, las cordiales palabras y los devotos sentimientos que me ha dirigido en nombre de todos y a los que me alegra corresponder con deseos de paz y prosperidad para el pueblo brasileño en este significativo día de su fiesta nacional.

Como Sucesor de Pedro y Pastor universal, os puedo asegurar que mi corazón vive día a día vuestras inquietudes y fatigas apostólicas, recordando continuamente ante Dios los desafíos que afrontáis en el crecimiento de vuestras comunidades diocesanas. En nuestros días, y concretamente en Brasil, los obreros de la mies del Señor siguen siendo pocos para la cosecha, que es grande (cf. Mt 9,36-37). A pesar de esa carencia, es verdaderamente esencial una adecuada formación de los que son llamados a servir al pueblo de Dios. Por este motivo, en el ámbito del actual Año sacerdotal, permitid que me detenga hoy a reflexionar con vosotros, amados obispos del Oeste de Brasil, sobre la solicitud propia de vuestro ministerio episcopal, que es la de suscitar nuevos pastores.

Aunque sea Dios el único capaz de sembrar en el corazón humano la llamada al servicio pastoral de su pueblo, todos los miembros de la Iglesia deberían interrogarse sobre la urgencia íntima y el compromiso real con que sienten y viven esta causa. En cierta ocasión, a algunos discípulos que dudaban observando que faltaban "todavía cuatro meses" para la siega, Jesús les respondió: "Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega" (Jn 4,35). Dios no ve como el hombre. La prisa de Dios es dictada por su deseo de que "todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1Tm 2,4). Hay muchos que parecen querer consumir toda su vida en un minuto; otros vagan en el tedio y la inercia, o se abandonan a violencias de todo tipo. En el fondo, no son sino vidas desesperadas en busca de esperanza, como lo demuestra una generalizada, aunque a veces confusa, exigencia de espiritualidad, una renovada búsqueda de puntos de referencia para reanudar el camino de la vida.

Apreciados hermanos, en los decenios sucesivos al concilio Vaticano II, algunos han interpretado la apertura al mundo no como una exigencia del ardor misionero del Corazón de Cristo, sino como un paso a la secularización, vislumbrando en ella algunos valores de gran densidad cristiana, como la igualdad, la libertad y la solidaridad, y mostrándose disponibles a hacer concesiones y a descubrir campos de cooperación. Así se ha asistido a intervenciones de algunos responsables eclesiales en debates éticos, respondiendo a las expectativas de la opinión pública, pero se ha dejado de hablar de ciertas verdades fundamentales de la fe, como el pecado, la gracia, la vida teologal y los novísimos. Sin darse cuenta, se ha caído en la auto-secularización de muchas comunidades eclesiales; estas, esperando agradar a los que no venían, han visto cómo se marchaban, defraudados y desilusionados, muchos de los que estaban: nuestros contemporáneos, cuando se encuentran con nosotros, quieren ver lo que no ven en ninguna otra parte, o sea, la alegría y la esperanza que brotan del hecho de estar con el Señor resucitado.

Actualmente hay una nueva generación, ya nacida en este ambiente eclesial secularizado, que, en vez de registrar apertura y consensos, ve ensancharse cada vez más en la sociedad el foso de las diferencias y las contraposiciones al Magisterio de la Iglesia, sobre todo en el campo ético. En este desierto de Dios la nueva generación siente una gran sed de trascendencia.

167 Son los jóvenes de esta nueva generación los que llaman hoy a la puerta del seminario y necesitan encontrar formadores que sean verdaderos hombres de Dios, sacerdotes totalmente dedicados a la formación, que testimonien el don de sí a la Iglesia, a través del celibato y de una vida austera, según el modelo de Cristo, buen Pastor. Así, esos jóvenes aprenderán a ser sensibles al encuentro con el Señor, participando diariamente en la Eucaristía, amando el silencio y la oración, y buscando en primer lugar la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Queridos hermanos, como sabéis, al obispo le corresponde la tarea de establecer los criterios esenciales para la formación de los seminaristas y de los presbíteros en la fidelidad a las normas universales de la Iglesia: con este espíritu se deben desarrollar las reflexiones sobre este tema, objeto de la asamblea plenaria de vuestra Conferencia episcopal, celebrada el pasado mes de abril.
Seguro de poder contar con vuestro celo por lo que atañe a la formación sacerdotal, invito a todos los obispos, a sus sacerdotes y seminaristas, a reproducir en su vida la caridad de Cristo sacerdote y buen Pastor, como hizo el santo cura de Ars. Y, como él, han de tomar como modelo y protección de su vocación a la Virgen Madre, que respondió de modo único a la llamada de Dios, concibiendo en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad. A vuestras diócesis, con un cordial saludo y la certeza de mi oración, llevad una paternal bendición apostólica.


AL GRUPO DE PATROCINADORES DEL PABELLÓN DE LA SANTA SEDE EN LA EXPOSICIÓN INTERNACIONAL DE ZARAGOZA

Jueves 10 de septiembre de 2009



Querido Señor Arzobispo,
Excelentísimo Señor Embajador,
queridos hermanos

Me es grato recibiros y dar la bienvenida a todos y a cada uno de vosotros, acompañados de vuestras familias, en este encuentro. Espero vivamente que vuestra visita a Roma, junto a las tumbas de los Apóstoles os fortalezca en la propia fe y llene vuestros corazones de alegría y paz.

Ante todo, deseo expresaros mi sincero agradecimiento por vuestra significativa colaboración con el Arzobispado de Zaragoza y la Nunciatura Apostólica en Madrid, en la realización del Pabellón de la Santa Sede para la Exposición Internacional de Zaragoza del año pasado.

Esta instalación, que fue una de las más visitadas y apreciadas, albergó una importante muestra del valioso patrimonio artístico, cultural y religioso, que custodia la Iglesia. Con esta iniciativa, se trató de ofrecer a sus numerosos visitantes una oportuna reflexión sobre la importancia y el valor primordial que tiene el agua para la vida del hombre.

Mediante su participación en la Exposición, la Santa Sede quiso además poner de manifiesto no sólo la imperiosa necesidad de proteger siempre el ambiente y la naturaleza, sino también descubrir su dimensión espiritual y religiosa más profunda. Hoy como nunca se ha de ayudar a las personas a que sepan ver en la creación algo más que una simple fuente de riqueza o de explotación en manos del hombre. En efecto, cuando Dios, con la creación, ha dado al hombre las llaves de la tierra, espera de él que sepa usar de este gran don haciéndolo fructificar de modo responsable y respetuoso. El ser humano descubre el valor intrínseco de la naturaleza si aprende a verla como lo que es en realidad, expresión de un proyecto de amor y de verdad que nos habla del Creador y de su amor a la humanidad, y que encontrará su plenitud en Cristo, al final de los tiempos (cf. Caritas in veritate ). En este sentido, es oportuno recordar una vez más la estrecha relación que existe entre el cuidado del medio ambiente y el respeto a las exigencias éticas de la naturaleza humana, ya que «cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia» (Ibíd. ).

168 Al final de este encuentro, deseo expresaros nuevamente mi reconocimiento por vuestra generosa colaboración, así como también a todas las personas, instituciones y empresas que participaron en ese importante y laudable proyecto. En esta circunstancia, os encomiendo de modo especial a la intercesión de la Virgen del Pilar, que ve bañadas sus plantas por las caudalosas aguas del río Ebro. Con estos vivos sentimientos, os imparto de corazón a vosotros y a vuestras familias mi Bendición Apostólica.


A LOS OBISPOS BRASILEÑOS DE LA REGIÓN NORDESTE 2 EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 17 de septiembre de 2009

Venerados hermanos en el episcopado:

Como el apóstol Pablo en los inicios de la Iglesia, habéis venido, amados pastores de las provincias eclesiásticas de Olinda y Recife, Paraíba, Maceió y Natal, a visitar a Pedro (cf. Ga 1,18). Os acojo y saludo con afecto a cada uno, comenzando por monseñor Antônio, arzobispo de Maceió, a quien agradezco los sentimientos que ha manifestado en nombre de todos haciéndose intérprete también de las alegrías, las dificultades y las esperanzas del pueblo de Dios peregrino en la región Nordeste 2. En la persona de cada uno de vosotros abrazo a los presbíteros y a los fieles de vuestras comunidades diocesanas.

En sus fieles y en sus ministros la Iglesia es sobre la tierra la comunidad sacerdotal estructurada orgánicamente como Cuerpo de Cristo, para desempeñar eficazmente, unida a su Cabeza, su misión histórica de salvación. Así nos lo enseña san Pablo: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno en la parte que le corresponde" (1Co 12,27). En efecto, los miembros no tienen todos la misma función: esto es lo que constituye la belleza y la vida del cuerpo (cf. 1Co 12,14-17). Es en la diversidad esencial entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común donde se entiende la identidad específica de los fieles ordenados y laicos. Por esa razón es necesario evitar la secularización de los sacerdotes y la clericalización de los laicos. Desde esa perspectiva, por tanto, los fieles laicos deben esforzarse por expresar en la realidad, incluso a través del compromiso político, la visión antropológica cristiana y la doctrina social de la Iglesia. En cambio, los sacerdotes deben evitar involucrarse personalmente en la política, para favorecer la unidad y la comunión de todos los fieles, y para poder ser así una referencia para todos. Es importante hacer que crezca esta conciencia en los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos, animando y vigilando para que cada uno se sienta motivado a actuar según su propio estado.

La profundización armónica, correcta y clara de la relación entre sacerdocio común y ministerial constituye actualmente uno de los puntos más delicados del ser y de la vida de la Iglesia. Por un lado, el escaso número de presbíteros podría llevar a las comunidades a resignarse a esta carencia, consolándose tal vez con el hecho de que esta situación pone mejor de relieve el papel de los fieles laicos. Pero no es la falta de presbíteros lo que justifica una participación más activa y numerosa de los laicos. En realidad, cuanto más toman conciencia los fieles de sus responsabilidades en la Iglesia, tanto más sobresalen la identidad específica y el papel insustituible del sacerdote como pastor del conjunto de la comunidad, como testigo de la autenticidad de la fe y dispensador, en nombre de Cristo-Cabeza, de los misterios de la salvación.

Sabemos que la "misión de salvación, confiada por el Padre a su Hijo encarnado, es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona. Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos" (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1120). Por eso, la función del presbítero es esencial e insustituible para el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, memorial del sacrificio supremo de Cristo, que entrega su Cuerpo y su Sangre. Por eso urge pedir al Señor que envíe obreros a su mies; además de eso, es preciso que los sacerdotes manifiesten la alegría de la fidelidad a su propia identidad con el entusiasmo de la misión.

Amados hermanos, tengo la certeza de que, en vuestra solicitud pastoral y en vuestra prudencia, procuráis con particular atención asegurar a las comunidades de vuestras diócesis la presencia de un ministro ordenado. En la situación actual en que muchos de vosotros os veis obligados a organizar la vida eclesial con pocos presbíteros, es importante evitar que esa situación sea considerada normal o típica del futuro. Como recordé al primer grupo de obispos brasileños la semana pasada, debéis concentrar vuestros esfuerzos en despertar nuevas vocaciones sacerdotales y encontrar los pastores indispensables a vuestras diócesis, ayudándoos mutuamente para que todos dispongan de presbíteros mejor formados y más numerosos para sustentar la vida de fe y la misión apostólica de los fieles.

Por otro lado, también aquellos que recibirán las órdenes sagradas están llamados a vivir con coherencia y plenitud la gracia y los compromisos del bautismo, esto es, a ofrecerse a sí mismos y toda su vida en unión con la oblación de Cristo. La celebración cotidiana del Sacrificio del altar y la oración diaria de la Liturgia de las Horas deben ir siempre acompañadas del testimonio de toda la existencia, que se hace don a Dios y a los demás y se convierte así en orientación para los fieles.

Durante estos meses la Iglesia tiene ante los ojos el ejemplo del santo cura de Ars, que invitaba a los fieles a unir su vida al sacrificio de Cristo y se ofrecía a sí mismo exclamando: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!" (Le Curé d'Ars. Sa pensée son coeur, coord. Bernard Nodet, 1966, p. 104). Sigue siendo un modelo actual para vuestros presbíteros, especialmente en la vivencia del celibato como exigencia del don total de sí mismos, expresión de la caridad pastoral que el concilio Vaticano II presenta como centro unificador del ser y de la actividad del sacerdote. Casi contemporáneamente vivía en vuestro amado Brasil, en São Paulo, fray Antonio de Santa Ana Galvão, a quien tuve la alegría de canonizar el 11 de mayo de 2007: también él dejó un "testimonio de ferviente adorador de la Eucaristía (...), [viviendo] en "laus perennis", en actitud constante de adoración" (Homilía en su canonización, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de mayo de 2007, p. 9). De este modo ambos procuraron imitar a Jesucristo, haciéndose cada uno de ellos no sólo sacerdote, sino también víctima y oblación como Jesús.

Amados hermanos en el episcopado, ya se manifiestan numerosas señales de esperanza para el futuro de vuestras Iglesias particulares, un futuro que Dios está preparando a través del celo y de la fidelidad con que ejercéis vuestro ministerio episcopal. Quiero aseguraros mi apoyo fraterno al mismo tiempo que os pido vuestras oraciones para que se me conceda confirmar a todos en la fe apostólica (cf. Lc 22,32). Que la santísima Virgen María interceda por todo el pueblo de Dios en Brasil, para que los pastores y los fieles puedan "anunciar abiertamente, con valor y alegría, el misterio del Evangelio" (cf. Ep 6,19). Con esta oración, os concedo mi bendición apostólica a vosotros, a los presbíteros y a todos los fieles de vuestras diócesis: "Paz a todos los que estáis en Cristo" (1P 5,14).



ENCUENTRO CON LOS PATRIARCAS Y ARZOBISPOS MAYORES DE LAS IGLESIAS ORIENTALES CATÓLICAS

Castelgandolfo
169

Sábado 19 de septiembre de 2009



Señores cardenales;
Beatitudes;
venerados patriarcas y arzobispos mayores:

Os saludo a todos cordialmente y os doy las gracias por haber aceptado la invitación a participar en este encuentro: a cada uno doy mi abrazo fraterno de paz. Saludo al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, y al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, así como al secretario y a los demás colaboradores del dicasterio.

Demos gracias a Dios por esta reunión de carácter informal, que nos permite escuchar la voz de las Iglesias a las que servís con admirable abnegación y fortalecer los vínculos de comunión que las unen a la Sede apostólica. Este encuentro me recuerda el del 24 de abril de 2005 junto a la tumba de san Pedro. Entonces, al inicio de mi pontificado, quise emprender una peregrinación ideal al corazón del Oriente cristiano: peregrinación que hoy conoce otra significativa etapa y que tengo intención de proseguir. En varias circunstancias me habéis solicitado un contacto más frecuente con el Obispo de Roma para hacer más sólida la comunión de vuestras Iglesias con el Sucesor de Pedro y examinar juntos, en cada ocasión, posibles temas de particular importancia. Esta propuesta la habéis renovado también en la última plenaria del dicasterio para las Iglesias orientales y en las Asambleas generales del Sínodo de los obispos.

Por mi parte, siento como deber principal promover la sinodalidad tan arraigada en la eclesiología oriental y acogida con aprecio por el concilio ecuménico Vaticano II. Comparto plenamente la estima que el Concilio manifestó a vuestras Iglesias en el decreto Orientalium Ecclesiarum, y que mi venerado predecesor Juan Pablo II reafirmó sobre todo en la exhortación apostólica Orientale Lumen, así como el deseo de que las Iglesias orientales católicas "florezcan" para desempeñar "con renovado vigor apostólico la función que les ha sido confiada (...) de promover la unidad de todos los cristianos, sobre todo de los orientales, según el decreto sobre el ecumenismo" (Orientalium Ecclesiarum OE 1 OE 24). El horizonte ecuménico a menudo está vinculado al interreligioso. En estos dos ámbitos toda la Iglesia necesita la experiencia de convivencia que vuestras Iglesias han madurado desde el primer milenio cristiano.

Venerados hermanos, en este encuentro fraterno, durante vuestras intervenciones emergerán ciertamente los problemas que os preocupan y que podrán encontrar orientaciones adecuadas en las sedes competentes. Quiero aseguraros que os tengo constantemente presentes en mi pensamiento y en mi oración. No olvido, en particular, el llamamiento de paz que pusisteis en mis manos al final de la Asamblea del Sínodo de los obispos de octubre del año pasado.

Y hablando de paz, el pensamiento se dirige en primer lugar a las regiones de Oriente Medio. Por eso, aprovecho la ocasión para anunciar la Asamblea especial del Sínodo de los obispos para Oriente Medio, que he convocado y que se celebrará del 10 al 24 de octubre de 2010, sobre el tema: "La Iglesia católica en Oriente Medio: comunión y testimonio: "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma" (Ac 4,32)".

A la vez que deseo que esta reunión aporte los frutos esperados, invocando la intercesión maternal de María santísima, de corazón os bendigo a vosotros y a todas las Iglesias orientales católicas.


A LOS OBISPOS ORDENADOS DURANTE LOS ÚLTIMOS DOCE MESES

QUE PARTICIPARON EN EL ENCUENTRO ORGANIZADO POR LAS CONGREGACIONES PARA LOS OBISPOS Y PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES

Sala de los Suizos - Palacio Apostólico de Castelgandolfo
170

Lunes 21 de septiembre de 2009



Queridos hermanos en el episcopado:

Gracias de corazón por vuestra visita, con ocasión del congreso organizado para los obispos que han emprendido desde hace poco su ministerio pastoral. Estas jornadas de reflexión, oración y actualización son verdaderamente propicias para ayudaros, queridos hermanos, a familiarizaros mejor con las tareas que estáis llamados a llevar a cabo como pastores de comunidades diocesanas; también son jornadas de convivencia amistosa que constituyen una experiencia singular de la "collegialitas affectiva" que une a todos los obispos en un único cuerpo apostólico, juntamente con el Sucesor de Pedro, "fundamento perpetuo y visible de la unidad" (Lumen gentium LG 23). Agradezco al cardenal Giovanni Battista Re, prefecto de la Congregación para los obispos, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre; saludo al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, y al cardenal Pell, arzobispo de Sydney (Australia), y expreso mi agradecimiento a cuantos de varias formas colaboran en la organización de este encuentro anual.

Este año, como ha explicado ya el cardenal Re, vuestro congreso se enmarca en el contexto del Año sacerdotal, proclamado con motivo del 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney. Como he escrito en la carta enviada con esta ocasión a todos los sacerdotes, este año especial "desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo". La imitación de Jesús, buen Pastor, es para todo sacerdote el camino obligatorio de su propia santificación y la condición esencial para ejercer responsablemente el ministerio pastoral. Si esto vale para los presbíteros, vale todavía más para nosotros, queridos hermanos obispos. Más aún, es importante no olvidar que una de las tareas esenciales del obispo consiste precisamente en ayudar, con el ejemplo y con el apoyo fraterno, a los sacerdotes a seguir fielmente su vocación y a trabajar con entusiasmo y amor en la viña del Señor.

Al respecto, en la exhortación postsinodal Pastores gregis, mi venerado predecesor Juan Pablo ii explicó que el gesto del sacerdote, cuando pone sus manos en las manos del obispo el día de su ordenación presbiteral, compromete a ambos: al sacerdote y al obispo. El nuevo presbítero decide encomendarse al obispo y, por su parte, el obispo se compromete a custodiar esas manos (cf. n. ). Bien mirada, es una tarea solemne que se configura para el obispo como responsabilidad paterna en la custodia y promoción de la identidad sacerdotal de los presbíteros encomendados a su solicitud pastoral, una identidad que hoy por desgracia está sometida a dura prueba por la creciente secularización. El obispo, por tanto —prosigue la Pastores gregis—, "ha de tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta, pide su colaboración y hace todo lo posible por su bienestar humano, espiritual, ministerial y económico" (ib.).

De modo especial, el obispo está llamado a alimentar la vida espiritual en los sacerdotes, para favorecer en ellos la armonía entre la oración y el apostolado, mirando al ejemplo de Jesús y de los Apóstoles, a quienes él llamó ante todo, como dice san Marcos, para que "estuvieran con él" (Mc 3,14). De hecho, una condición indispensable para que produzca buenos frutos es que el sacerdote permanezca unido al Señor; aquí radica el secreto de la fecundidad de su ministerio: sólo si está incorporado a Cristo, verdadera Vid, produce fruto. La misión de un presbítero, y con mayor razón la de un obispo, conlleva hoy una cantidad tan grande de trabajo que tiende a absorberlo continua y totalmente. Las dificultades aumentan y las obligaciones se multiplican, entre otras razones porque afrontan realidades nuevas y mayores exigencias pastorales.

Con todo, la atención a los problemas de cada día y las iniciativas encaminadas a conducir a los hombres por el camino de Dios nunca deben distraernos de la unión íntima y personal con Cristo, de estar con él. Estar a disposición de la gente no debe disminuir u ofuscar nuestra disponibilidad hacia el Señor. El tiempo que el sacerdote y el obispo consagran a Dios en la oración siempre es el mejor empleado, porque la oración es el alma de la actividad pastoral, la "linfa" que le infunde fuerza; es el apoyo en los momentos de incertidumbre y desaliento, y el manantial inagotable de fervor misionero y de amor fraterno hacia todos.

En el centro de la vida sacerdotal está la Eucaristía. En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis subrayé que "la santa misa es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación" (n. 80). Así pues, que la celebración eucarística ilumine toda vuestra jornada y la de vuestros sacerdotes, imprimiendo su gracia y su influjo espiritual en los momentos tristes o alegres, agitados o tranquilos, de acción o de contemplación.

Un modo privilegiado de prolongar en la jornada la misteriosa acción santificadora de la Eucaristía es el rezo fervoroso de la Liturgia de las Horas, como también la adoración eucarística, la lectio divina y la oración contemplativa del rosario. El santo cura de Ars nos enseña cuán preciosos son la compenetración del sacerdote con el sacrificio eucarístico y la educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión. Con la Palabra y los sacramentos —recordé en la carta a los sacerdotes— san Juan María Vianney edificó a su pueblo. El vicario general de la diócesis de Belley, al nombrarlo como párroco de Ars, le dijo: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Y aquella parroquia se transformó.

Queridos nuevos obispos, gracias por el servicio que prestáis a la Iglesia con entrega y amor. Os saludo con afecto y os aseguro mi constante apoyo, así como mi oración para que "vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15,16). Por ello invoco la intercesión de María Regina Apostolorum, e imparto de corazón sobre vosotros, sobre vuestros sacerdotes y sobre vuestras comunidades diocesanas una especial bendición apostólica.


A LOS OBISPOS DE LAS REGIONES NORDESTE 1 Y 4 DE BRASIL EN VISITA «AD LIMINA»

Viernes 25 de septiembre de 2009



171 Queridos hermanos en el episcopado:

¡Sed bienvenidos! Con gran satisfacción os acojo en esta casa y de todo corazón deseo que vuestra visita ad limina os proporcione el consuelo y el aliento que esperáis. Os agradezco el amable saludo que me acabáis de dirigir por medio de monseñor José Antônio Aparecido Tosi Marques, arzobispo de Fortaleza, testimoniando los sentimientos de afecto y comunión que unen a vuestras Iglesias particulares a la Sede de Roma y la determinación con que habéis abrazado el urgente compromiso de la misión para volver a encender la luz y la gracia de Cristo en las sendas de la vida de vuestro pueblo.

Hoy deseo hablaros de la primera de esas sendas: la familia fundada en el matrimonio, como "alianza conyugal en la que el hombre y la mujer se entregan y aceptan mutuamente" (cf. Gaudium et spes
GS 48). La familia, institución natural confirmada por la ley divina, está ordenada al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole, que constituye su corona (cf. ib.). Hay fuerzas y voces en la sociedad actual que, poniendo en tela de juicio todo ello, parecen decididas a demoler la cuna natural de la vida humana. Vuestros informes y nuestros coloquios individuales han afrontado repetidamente esta situación de asedio a la familia, en la que la vida sale derrotada en numerosas batallas; sin embargo, es alentador percibir que, a pesar de todas las influencias negativas, el pueblo de vuestras regiones nordeste 1 y 4, sostenido por su piedad religiosa característica y por un profundo sentido de solidaridad fraterna, sigue abierto al Evangelio de la vida.

Al ser nosotros conscientes de que solamente de Dios puede provenir la imagen y semejanza propia del ser humano (cf. Gn 1,27), como sucede en la creación —la generación y la continuación de la creación—, con vosotros y con vuestros fieles, "doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior" (Ep 3,14-16). Que en cada hogar el padre y la madre, íntimamente robustecidos por la fuerza del Espíritu Santo, unidos sigan siendo la bendición de Dios en la propia familia, buscando la eternidad de su amor en las fuentes de la gracia confiadas a la Iglesia, que es "el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Lumen gentium LG 4).

Con todo, mientras la Iglesia compara la familia humana con la vida de la Santísima Trinidad —primera unidad de vida en la pluralidad de las personas— y no se cansa de enseñar que la familia tiene su fundamento en el matrimonio y en el plan de Dios, la conciencia generalizada en el mundo secularizado vive en la incertidumbre más profunda a ese respecto, especialmente desde que las sociedades occidentales legalizaron el divorcio. El único fundamento reconocido parece ser el sentimiento o la subjetividad individual que se expresa en la voluntad de convivir. En esta situación disminuye el número de matrimonios, porque nadie compromete su vida sobre una premisa tan frágil e inconstante, crecen las uniones de hecho y aumentan los divorcios. Con esta fragilidad se consuma el drama de muchos niños privados del apoyo de los padres, víctimas del malestar y del abandono, y se difunde el desorden social.

La Iglesia no puede permanecer indiferente ante la separación de los cónyuges y el divorcio, ante la ruina de los hogares y las consecuencias que el divorcio provoca en los hijos. Estos, para ser instruidos y educados, necesitan puntos de referencia muy precisos y concretos, es decir, padres determinados y ciertos que, de modo diverso, contribuyen a su educación. Ahora bien, este es el principio que la práctica del divorcio está minando y poniendo en peligro con la así llamada familia alargada o móvil, que multiplica los "padres" y las "madres" y hace que hoy la mayoría de los que se sienten "huérfanos" no sean hijos sin padres, sino hijos que los tienen en exceso. Esta situación, con las inevitables interferencias y el cruce de relaciones, no puede menos de generar conflictos y confusiones internas, contribuyendo a crear y grabar en los hijos un tipo de familia alterado, asimilable de algún modo a la propia convivencia a causa de su precariedad.

La Iglesia está firmemente convencida de que los problemas actuales que encuentran los cónyuges y debilitan su unión tienen su verdadera solución en un regreso a la solidez de la familia cristiana, ámbito de confianza mutua, de entrega recíproca, de respeto de la libertad y de educación para la vida social. Es importante recordar que "el amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos" (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1644). De hecho, Jesús dijo claramente: "Lo que Dios unió, no lo separe el hombre" (Mc 10,9) y añadió: "Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10,11-12). Con toda la comprensión que la Iglesia puede sentir ante tales situaciones, no existen casados de segunda unión, como los hay de primera; esa es una situación irregular y peligrosa, que es necesario resolver con fidelidad a Cristo, encontrando con la ayuda de un sacerdote un camino posible para poner a salvo a cuantos están implicados en ella.

Para ayudar a las familias, os exhorto a proponerles con convicción las virtudes de la Sagrada Familia: la oración, piedra angular de todo hogar fiel a su identidad y a su misión; la laboriosidad, eje de todo matrimonio maduro y responsable; y el silencio, fundamento de toda actividad libre y eficaz. De este modo, animo a vuestros sacerdotes y a los centros pastorales de vuestras diócesis a acompañar a las familias para que no se vean engañadas y seducidas por ciertos estilos de vida relativistas, que promueven las producciones cinematográficas y televisivas y otros medios de información. Confío en el testimonio de los hogares que toman sus energías del sacramento del matrimonio; con ellas es posible superar la prueba que se presenta, saber perdonar una ofensa, acoger a un hijo que sufre, iluminar la vida del otro, aunque sea débil o discapacitado, mediante la belleza del amor. El tejido de la sociedad se ha de restablecer a partir de estas familias.

Estos son, queridos hermanos, algunos pensamientos que os dejo al concluir vuestra visita ad limina, llena de noticias consoladoras, pero también de temor por la fisonomía que en el futuro pueda adquirir vuestra amada nación. Trabajad con inteligencia y con celo; no escatiméis esfuerzos en la preparación de comunidades activas y conscientes de su fe. En ellas se consolidará la fisonomía de la población del nordeste según el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret. Estos son mis deseos, que confirmo con la bendición apostólica que os imparto a todos vosotros, extendiéndola a las familias cristianas, a las distintas comunidades eclesiales con sus pastores, y a todos los fieles de vuestras amadas diócesis.

Discursos 2009 166