
Discursos 2009 30
30 Les invito a asociarse con entusiasmo a ese espíritu, mostrado en el dinamismo con el que todas aquellas diócesis han iniciado, o lo están haciendo, la «Misión continental» impulsada en Aparecida, iniciativa que facilitará la puesta en marcha de programas catequéticos y pastorales destinados a la formación y desarrollo de comunidades cristianas evangelizadas y misioneras. Acompañen estos propósitos con su ferviente oración, para que los fieles conozcan, se entreguen e imiten cada vez más a Jesucristo, participando frecuentemente en las celebraciones dominicales de cada comunidad y dando testimonio de Él, de modo que se conviertan en instrumentos eficaces de esa «Nueva Evangelización», a la cual convocó repetidamente el Siervo de Dios Juan Pablo II, mi venerado predecesor.
5. Al concluir este encuentro, quisiera renovar mi cordial agradecimiento a todos los presentes, en particular a la Comisión Episcopal para el Colegio, que tiene la misión de animar a sus alumnos a fortalecer su sentido de comunión y fidelidad al Romano Pontífice y a sus propios Pastores. Asimismo, quiero manifestar en las personas de los Superiores del Colegio mi reconocimiento a la Compañía de Jesús, a la que mi predecesor San Pío X encomendó a perpetuidad la dirección de esta insigne institución, así como a las religiosas y al personal que acompañan con esmero e ilusión a estos jóvenes. Pienso igualmente con gratitud en los que financian con su ayuda económica y sostienen con su generosidad y plegaria esta obra eclesial.
6. Pongo en las manos de María Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe, a todos y cada uno de ustedes, así como a sus familias y comunidades de origen, para que su maternal protección les asista amorosamente en sus tareas y les ayude a enraizarse muy hondamente en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, fruto bendito de su seno.
Muchas gracias.
Señor presidente del Consejo de gobierno;
gobernadores;
representantes permanentes de los Estados miembros;
funcionarios del FIDA;
señoras y señores:
31 Me complace tener esta oportunidad de encontrarme con todos vosotros al concluir las celebraciones con motivo del trigésimo aniversario de la creación del Fondo internacional de desarrollo agrícola. Agradezco al presidente saliente, señor Lennart Båge, sus amables palabras y felicito al señor Kanayo Nwanze por su elección para este alto cargo, expresándole mis mejores deseos. Os agradezco a todos que hayáis venido aquí hoy y os aseguro mis oraciones por la importante labor que realizáis promoviendo el desarrollo agrícola. Vuestro trabajo es particularmente importante en este momento a causa de los efectos dañinos de la actual inestabilidad de los precios de los productos agrícolas sobre la seguridad alimentaria. Esto requiere nuevas estrategias a largo plazo para luchar contra la pobreza rural y para promover el desarrollo rural. Como sabéis, la Santa Sede comparte plenamente vuestro empeño por superar la pobreza y el hambre, y por ayudar a las poblaciones más pobres del mundo. Rezo para que la celebración del aniversario del fida sea para vosotros un incentivo para tratar de alcanzar en los próximos años estos importantes objetivos con renovada energía y determinación.
Desde el inicio, el Fondo internacional ha obtenido una forma ejemplar de cooperación y corresponsabilidad entre naciones con diferentes grados de desarrollo. Cuando los países ricos y las naciones en vías de desarrollo se unen para tomar decisiones conjuntas y para establecer criterios específicos para la contribución que cada país debe dar al presupuesto del Fondo, se puede afirmar de verdad que los diferentes Estados miembros se encuentran en el mismo plano, expresando su solidaridad mutua y su compromiso común de erradicar la pobreza y el hambre. En un mundo cada vez más interdependiente, este tipo de procesos conjuntos de toma de decisiones es esencial si se quieren dirigir los asuntos internacionales con equidad y visión de futuro.
Asimismo, es laudable el empeño del FIDA por promover las oportunidades de empleo en las comunidades rurales, con el fin de que, a largo plazo, no dependan de la ayuda exterior. La asistencia dada a los productores locales sirve para construir la economía y contribuye al desarrollo global de la nación implicada. En este sentido, los proyectos de "créditos rurales", destinados a ayudar a pequeños granjeros y trabajadores agrícolas que no tienen tierras propias, pueden relanzar la economía global y proporcionar mayor seguridad alimentaria para todos. Estos proyectos ayudan también a las comunidades indígenas a prosperar en su propia tierra y a vivir en armonía con su cultura tradicional, en lugar de verse obligadas a desarraigarse para buscar empleo en ciudades masificadas, llenas de problemas sociales, donde a menudo tienen que soportar condiciones de vida miserables.
Este enfoque tiene el mérito particular de volver a situar el sector agrícola en el lugar que le corresponde dentro de la economía y del tejido social de las naciones en vías de desarrollo. A este propósito, pueden dar una valiosa contribución las organizaciones no gubernamentales, algunas de las cuales están estrechamente vinculadas a la Iglesia católica y están comprometidas en la aplicación de su doctrina social. El principio de subsidiariedad requiere que cada grupo de la sociedad sea libre de dar su contribución al bien general. Con demasiada frecuencia, a los agricultores de las naciones en vías de desarrollo se les niega esta oportunidad, cuando su trabajo es explotado con codicia y su producción se desvía hacia mercados lejanos, con poco o ningún beneficio para la propia comunidad local.
Hace cerca de cincuenta años, mi predecesor el beato Papa Juan XXIII, a propósito de la tarea de labrar la tierra, dijo: "Los agricultores deben poseer una conciencia clara y profunda de la nobleza de su trabajo. Viven en plena armonía con la Naturaleza, el templo majestuoso de la creación. (...) El trabajo del campo está dotado de una dignidad específica" (Mater et Magistra MM 144-145). Todo el trabajo humano es una participación en la providencia creadora de Dios todopoderoso, pero el trabajo del campo lo es de modo destacado. Una sociedad verdaderamente humana siempre sabrá cómo apreciar y recompensar adecuadamente la contribución que da el sector agrícola. Si se lo apoya y equipa como conviene, puede sacar a una nación de la pobreza y poner los fundamentos de una creciente prosperidad.
Señoras y señores, a la vez que damos gracias por los logros de los últimos treinta años, es necesario renovar la determinación de actuar en armonía y solidaridad con todos los diferentes elementos de la familia humana a fin de asegurar un acceso equitativo a los recursos de la tierra ahora y en el futuro. La motivación para actuar de esta forma procede del amor: amor a los pobres, amor que no puede tolerar la injusticia o la privación, amor que no puede descansar hasta que la pobreza y el hambre desaparezcan de entre nosotros.
Los objetivos de erradicar la miseria y el hambre, y promover la seguridad alimentaria y el desarrollo rural, lejos de ser demasiado ambiciosos o irreales, se convierten, en este contexto, en imperativos vinculantes para toda la comunidad internacional. Rezo fervientemente para que las actividades de organizaciones como la vuestra continúen contribuyendo significativamente a la consecución de estos objetivos. A la vez que os doy las gracias y os animo a perseverar en la buena obra que lleváis a cabo, os encomiendo a la solicitud constante de nuestro Padre amoroso, Creador del cielo y de la tierra, y de todo cuanto contienen. ¡Que Dios os bendiga!
Señores Cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado:
32 1. Saludo cordialmente a los Consejeros y Miembros de la Pontificia Comisión para América Latina, que en su Asamblea Plenaria han reflexionado sobre «la situación actual de la formación sacerdotal en los Seminarios» de aquella tierra. Agradezco las palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido el Presidente de la Comisión, el Señor Cardenal Giovanni Battista Re, presentándome las líneas centrales de los trabajos y recomendaciones pastorales que han surgido en este encuentro.
2. Doy gracias a Dios por los frutos eclesiales de esta Comisión Pontificia desde su creación, en mil novecientos cincuenta y ocho, cuando el Papa Pío XII vio la necesidad de crear un organismo de la Santa Sede para intensificar y coordinar más estrechamente la obra desarrollada en favor de la Iglesia en Latinoamérica, ante la escasez de sus sacerdotes y misioneros. Mi venerado predecesor Juan Pablo II corroboró y potenció esta iniciativa, con el fin de resaltar la especial solicitud pastoral del Sucesor de Pedro por las Iglesias que peregrinan en aquellas queridas tierras. En esta nueva etapa de la Comisión, no puedo dejar de mencionar con viva gratitud el trabajo realizado por su Vicepresidente durante largos años, el Obispo Cipriano Calderón Polo, recientemente fallecido, y al que el Señor habrá premiado su abnegado y fiel servicio a la Iglesia.
3. El año pasado recibí a muchos Obispos de América Latina y del Caribe en su visita ad limina. Con ellos he dialogado sobre la realidad de las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, pudiendo así conocer más de cerca las esperanzas, y dificultades de su ministerio apostólico. A todos los acompaño con mi oración, para que continúen ejerciendo con fidelidad y alegría su servicio al Pueblo de Dios, impulsando en la hora presente la «Misión continental», que se está poniendo en marcha como fruto de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (cf. Documento conclusivo, n. 362).
Conservo un grato recuerdo de mi estancia en Aparecida, cuando vivimos una experiencia de intensa comunión eclesial, con el único deseo de acoger el Evangelio con humildad y sembrarlo generosamente. El tema escogido –Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida– continúa orientando los esfuerzos de los miembros de la Iglesia en aquellas amadas Naciones.
Cuando presenté un balance de mi viaje apostólico a Brasil ante los miembros de la Curia Romana, me preguntaba: «¿Hizo bien Aparecida, buscando la vida para el mundo, en dar prioridad al discipulado de Jesucristo y a la evangelización? ¿Era una retirada equivocada hacia la interioridad?» A ello respondía con toda certeza: «No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los desafíos de nuestro tiempo» (Discurso a la Curia romana, 21 diciembre 2007). Sigue siendo fundamental ese encuentro personal con el Señor, alimentado por la escucha de su Palabra y la participación en la Eucaristía, así como la necesidad de transmitir con gran entusiasmo nuestra propia experiencia de Cristo.
4. Los Obispos, sucesores de los Apóstoles, somos los primeros que hemos de mantener siempre viva la llamada gratuita y amorosa del Señor, como la que Él hizo a los primeros discípulos (cf. Mc 1,16-20). Como ellos, también nosotros hemos sido elegidos para «estar con Él» (cf. Mc 3,14), acoger su Palabra y recibir su fuerza, y vivir así como Él, anunciando a todas las gentes la Buena Nueva del Reino de Dios.
Para todos nosotros, el seminario fue un tiempo decisivo de discernimiento y preparación. Allí, en diálogo profundo con Cristo, se fue fortaleciendo nuestro deseo de enraizarnos hondamente en Él. En aquellos años, aprendimos a sentirnos en la Iglesia como en nuestra propia casa, acompañados de María, la Madre de Jesús y amantísima Madre nuestra, obediente siempre a la voluntad de Dios. Por eso me complace que esta Asamblea Plenaria haya dedicado su atención a la situación actual de los Seminarios en Latinoamérica.
5. Para lograr presbíteros según el corazón de Cristo, se ha de poner la confianza en la acción del Espíritu Santo, más que en estrategias y cálculos humanos, y pedir con gran fe al Señor, «Dueño de la mies», que envíe numerosas y santas vocaciones al sacerdocio (cf. Lc 10,2), uniendo siempre a esta súplica el afecto y la cercanía a quienes están en el seminario con vistas a las sagradas órdenes. Por otro lado, la necesidad de sacerdotes para afrontar los retos del mundo de hoy, no debe inducir al abandono de un esmerado discernimiento de los candidatos, ni a descuidar las exigencias necesarias, incluso rigurosas, para que su proceso formativo ayude a hacer de ellos sacerdotes ejemplares.
6. Por consiguiente, las recomendaciones pastorales de esta Asamblea han de ser un punto de referencia imprescindible para iluminar el quehacer de los Obispos de Latinoamérica y del Caribe en este delicado campo de la formación sacerdotal. Hoy más que nunca, es preciso que los seminaristas, con recta intención y al margen de cualquier otro interés, aspiren al sacerdocio movidos únicamente por la voluntad de ser auténticos discípulos y misioneros de Jesucristo que, en comunión con sus Obispos, lo hagan presente con su ministerio y su testimonio de vida. Para ello es de suma importancia que se cuide atentamente su formación humana, espiritual, intelectual y pastoral, así como la adecuada elección de sus formadores y profesores, que han de distinguirse por su capacitación académica, su espíritu sacerdotal y su fidelidad a la Iglesia, de modo que sepan inculcar en los jóvenes lo que el Pueblo de Dios necesita y espera de sus pastores.
7. Encomiendo al amparo maternal de la Santísima Virgen María las iniciativas de esta Asamblea Plenaria, suplicándole que acompañe a quienes que se preparan para el ministerio sacerdotal en su caminar tras las huellas de su divino Hijo, Jesucristo, nuestro Redentor. Con estos sentimientos, les imparto con afecto la Bendición Apostólica.
Señor cardenal;
queridos amigos:
33 Para mí siempre es una gran alegría estar en mi Seminario, ver a los futuros sacerdotes de mi diócesis, estar con vosotros en el signo de Nuestra Señora de la Confianza. Con ella, que nos ayuda, nos acompaña y nos da realmente la certeza de contar siempre con la ayuda de la gracia divina, seguimos adelante.
Veamos ahora qué nos dice san Pablo con este texto: "Habéis sido llamados a la libertad" (Ga 5,13). En todas las épocas, desde los comienzos pero de modo especial en la época moderna, la libertad ha sido el gran sueño de la humanidad. Sabemos que Lutero se inspiró en este texto de la carta a los Gálatas; y la conclusión fue que la Regla monástica, la jerarquía, el magisterio le parecieron un yugo de esclavitud del que era necesario librarse. Sucesivamente, el período de la Ilustración estuvo totalmente dominado, penetrado por este deseo de libertad, que se pensaba haber alcanzado ya. Y también el marxismo se presentó como camino hacia la libertad.
Esta tarde nos preguntamos: ¿Qué es la libertad? ¿Cómo podemos ser libres? San Pablo nos ayuda a entender esta realidad complicada que es la libertad insertando este concepto en un contexto de concepciones antropológicas y teológicas fundamentales. Dice: "No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por caridad los unos a los otros" (Ga 5,13). El rector nos ha dicho ya que "carne" no es el cuerpo, sino que "carne", en el lenguaje de san Pablo, es expresión de la absolutización del yo, del yo que quiere serlo todo y tomarlo todo para sí. El yo absoluto, que no depende de nada ni de nadie, parece poseer realmente, en definitiva, la libertad. Soy libre si no dependo de nadie, si puedo hacer todo lo que quiero. Y precisamente esta absolutización del yo es "carne", es decir, degradación del hombre; no es conquista de la libertad. El libertinaje no es libertad, sino más bien el fracaso de la libertad.
Y san Pablo se atreve a proponer una fuerte paradoja: "Servíos por caridad los unos a los otros" (en griego douléuete); es decir, la libertad se realiza paradójicamente mediante el servicio; llegamos a ser libres si nos convertimos en siervos unos de otros. Así san Pablo pone todo el problema de la libertad a la luz de la verdad del hombre. Reducirse a la carne, aparentemente elevándose al rango de divinidad -"Sólo yo soy el hombre"- introduce en la mentira. Porque en realidad no es así: el hombre no es un absoluto, como si el yo pudiera aislarse y comportarse sólo según su propia voluntad. Esto va contra la verdad de nuestro ser. Nuestra verdad es que, ante todo, somos criaturas, criaturas de Dios y vivimos en relación con el Creador. Somos seres relacionales, y sólo entramos en la verdad aceptando nuestra relacionalidad; de lo contrario, caemos en la mentira y en ella, al final, nos destruimos.
Somos criaturas y, por tanto, dependemos del Creador. En la época de la Ilustración, sobre todo al ateísmo esto le parecía una dependencia de la que era necesario liberarse. Sin embargo, en realidad, esta dependencia sólo sería fatal si este Dios Creador fuera un tirano, no un Ser bueno; sólo si fuera como los tiranos humanos. En cambio, si este Creador nos ama y nuestra dependencia es estar en el espacio de su amor, en este caso la dependencia es precisamente libertad. En efecto, de este modo nos encontramos en la caridad del Creador, estamos unidos a él, a toda su realidad, a todo su poder. Por tanto este es el primer punto: ser criatura quiere decir ser amados por el Creador, estar en esta relación de amor que él nos da, con la que nos previene. De ahí deriva ante todo nuestra verdad, que es al mismo tiempo una llamada a la caridad.
Por eso, ver a Dios, orientarse a Dios, conocer a Dios, conocer la voluntad de Dios, insertarse en la voluntad, es decir, en el amor de Dios es entrar cada vez más en el espacio de la verdad. Y este camino del conocimiento de Dios, de la relación de amor con Dios, es la aventura extraordinaria de nuestra vida cristiana: porque en Cristo conocemos el rostro de Dios, el rostro de Dios que nos ama hasta la cruz, hasta el don de sí mismo.
Pero la relacionalidad propia de las criaturas implica también un segundo tipo de relación: estamos en relación con Dios, pero al mismo tiempo, como familia humana, también estamos en relación unos con otros. En otras palabras, libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el espacio amplio del amor de Dios, pero implica también ser uno con el otro y para el otro. No hay libertad contra el otro. Si yo me absolutizo, me convierto en enemigo del otro; ya no podemos convivir y toda la vida se transforma en crueldad, en fracaso. Sólo una libertad compartida es una libertad humana; sólo estando juntos podemos entrar en la sinfonía de la libertad.
Así pues, este es otro punto de gran importancia: sólo aceptando al otro, sólo aceptando también la aparente limitación que supone para mi libertad respetar la libertad del otro, sólo insertándome en la red de dependencias que nos convierte, en definitiva, en una sola familia humana, estoy en camino hacia la liberación común.
Aquí aparece un elemento muy importante: ¿Cuál es la medida de compartir la libertad? Vemos que el hombre necesita orden, derecho, para que se pueda realizar su libertad, que es una libertad vivida en común. ¿Y cómo podemos encontrar este orden justo, en el que nadie sea oprimido, sino que cada uno pueda dar su propia contribución para formar esta especie de concierto de las libertades? Si no hay una verdad común del hombre como aparece en la visión de Dios, queda sólo el positivismo y se tiene la impresión de algo impuesto, incluso de manera violenta. De ahí esta rebelión contra el orden y el derecho, como si se tratara de una esclavitud.
Pero si podemos encontrar en nuestra naturaleza el orden del Creador, el orden de la verdad, que da a cada uno su sitio, precisamente el orden y el derecho pueden ser instrumentos de libertad contra la esclavitud del egoísmo. Servirnos unos a otros se convierte en instrumento de la libertad; y aquí podemos insertar toda una filosofía de la política según la doctrina social de la Iglesia, la cual nos ayuda a encontrar este orden común que da a cada uno su lugar en la vida común de la humanidad. La primera realidad que hay que respetar es, por tanto, la verdad: la libertad contra la verdad no es libertad. Servirnos unos a otros crea el espacio común de la libertad.
Y luego san Pablo prosigue diciendo: "Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo"" (Ga 5,14). En esta afirmación aparece el misterio del Dios encarnado, aparece el misterio de Cristo que en su vida, en su muerte, en su resurrección se convierte en la ley viviente. Inmediatamente, las primeras palabras de nuestra lectura -"Habéis sido llamados a la libertad"- aluden a este misterio. Hemos sido llamados por el Evangelio, hemos sido llamados realmente en el Bautismo, en la participación en la muerte y la resurrección de Cristo, y de esta forma hemos pasado de la "carne", del egoísmo, a la comunión con Cristo. Así estamos en la plenitud de la ley.
34 Probablemente todos conocéis las hermosas palabras de san Agustín: "Dilige et fac quod vis", "Ama y haz lo que quieras". Lo que dice san Agustín es verdad, si entendemos bien la palabra "amor". "Ama y haz lo que quieras", pero debemos estar realmente penetrados de la comunión con Cristo, debemos estar identificados con su muerte y su resurrección, debemos estar unidos a él en la comunión de su Cuerpo. En la participación de los sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios, la voluntad divina, la ley divina entra realmente en nuestra voluntad; nuestra voluntad se identifica con la suya; se convierten en una sola voluntad; así realmente somos libres, así en realidad podemos hacer lo que queramos, porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad.
Por tanto, pidamos al Señor que nos ayude en este camino que comenzó con el Bautismo, un camino de identificación con Cristo que se realiza siempre, continuamente, en la Eucaristía. En la Plegaria eucarística iii decimos: "Para que (...) formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu". Es un momento en el cual, a través de la Eucaristía y a través de nuestra verdadera participación en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, formamos un solo espíritu con él, nos identificamos con su voluntad, y así llegamos realmente a la libertad.
Detrás de las palabras "La ley está cumplida", detrás de estas palabras que se hacen realidad en la comunión con Cristo, aparecen juntamente con el Señor todas las figuras de los santos que han entrado en esta comunión con Cristo, en esta unidad del ser, en esta unidad con su voluntad. Aparece, sobre todo, la Virgen, en su humildad, en su bondad, en su amor. La Virgen nos da esta confianza, nos toma de la mano, nos guía, nos ayuda en el camino para unirnos a la voluntad de Dios, como ella lo hizo desde el primer momento, expresando esta unión en su "fiat".
Y, por último, después de estas cosas hermosas, una vez más en la carta se alude a la situación un poco triste de la comunidad de los Gálatas, cuando san Pablo dice: "Si os mordéis y os devoráis mutuamente, al menos no os destruyáis del todo unos a otros... Caminad según el Espíritu" (Ga 5,15-16). Me parece que en esta comunidad, que ya no estaba en el camino de la comunión con Cristo, sino en el de la ley exterior de la "carne", emergen naturalmente también las polémicas y san Pablo dice: "Os convertís en fieras; uno muerde al otro". Así alude a las polémicas que nacen donde la fe degenera en intelectualismo y la humildad se sustituye con la arrogancia de creerse mejores que los demás.
Vemos cómo también hoy suceden cosas parecidas donde, en lugar de insertarse en la comunión con Cristo, en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, cada uno quiere ser superior al otro y con arrogancia intelectual quiere hacer creer que él es mejor. Así nacen las polémicas, que son destructivas; así nace una caricatura de la Iglesia, que debería ser una sola alma y un solo corazón.
En esta advertencia de san Pablo debemos encontrar también hoy un motivo de examen de conciencia: no debemos creernos superiores a los demás; debemos tener la humildad de Cristo, la humildad de la Virgen; debemos entrar en la obediencia de la fe. Precisamente así se abre realmente, también para nosotros, el gran espacio de la verdad y de la libertad en el amor.
Por último, demos gracias a Dios porque nos ha mostrado su rostro en Cristo, nos ha dado a la Virgen, nos ha dado a los santos, nos ha llamado a ser un solo cuerpo, un solo espíritu con él. Y pidámosle que nos ayude a insertarnos cada vez más en esta comunión con su voluntad, para encontrar así, con la libertad, el amor y la alegría.
Al final de la cena, el Santo Padre se despidió con estas palabras:
Me dicen que esperan aún unas palabras mías. Quizás ya he hablado demasiado, pero quiero expresar mi gratitud, mi alegría por estar con vosotros. En la conversación ahora a la mesa he aprendido algo más de la historia de Letrán, comenzando por Constantino, Sixto V y Benedicto XIV, el Papa Lambertini.
Así he visto todos los problemas de la historia y el renacimiento continuo de la Iglesia en Roma. Y he comprendido que en la discontinuidad de los acontecimientos exteriores está la gran continuidad de la unidad de la Iglesia en todos los tiempos. Y también sobre la composición del Seminario he comprendido que es expresión de la catolicidad de nuestra Iglesia. Procediendo de todos los continentes, somos una Iglesia y tenemos en común el futuro. Esperamos sólo que aumenten más las vocaciones porque, como ha dicho el rector, necesitamos trabajadores en la viña del Señor. ¡Gracias a todos vosotros!
Excelencias;
35 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres académicos;
amables señoras y señores:
Me alegra en particular recibiros con motivo de la XV asamblea ordinaria de la Academia pontificia para la vida. En 1994, mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II la instituyó bajo la presidencia de un científico, el profesor Jerôme Lejeune, interpretando con clarividencia la delicada tarea que debería desempeñar en el decurso de los años. Agradezco al presidente, monseñor Rino Fisichella, las palabras con las que ha introducido este encuentro, confirmando el gran compromiso de la Academia en favor de la promoción y la defensa de la vida humana.
Desde que, a mediados del siglo XIX, el abad agustino Gregor Mendel, descubrió las leyes de la herencia de los caracteres, hasta el punto de que se le ha considerado el fundador de la genética, esta ciencia ha dado pasos gigantescos en la comprensión del lenguaje que está en la base de la información biológica y que determina el desarrollo de un ser vivo. Por este motivo, la genética moderna desempeña un papel de particular importancia dentro de las disciplinas biológicas que han contribuido al prodigioso desarrollo de los conocimientos sobre la arquitectura invisible del cuerpo humano y los procesos celulares y moleculares que presiden sus múltiples actividades.
Hoy la ciencia ha llegado a desvelar tanto los diferentes mecanismos recónditos de la fisiología humana, como los procesos que están vinculados a la aparición de algunos defectos heredables de los padres, así como procesos que hacen que algunas personas queden más expuestas al riesgo de contraer una enfermedad. Estos conocimientos, fruto del ingenio y del esfuerzo de innumerables estudiosos, permiten llegar más fácilmente no sólo a un diagnóstico más eficaz y precoz de las enfermedades genéticas, sino también a producir terapias destinadas a aliviar los sufrimientos de los enfermos y, en algunos casos, incluso a devolverles la esperanza de recobrar la salud. Además, desde que se dispone de la secuencia de todo el genoma humano, también las diferencias entre un sujeto y otro, y entre las diversas poblaciones humanas, se han convertido en objeto de investigaciones genéticas que permiten vislumbrar la posibilidad de nuevas conquistas.
El ámbito de la investigación sigue estando hoy muy abierto y cada día se descubren nuevos horizontes, que en gran parte están inexplorados. El esfuerzo del investigador en estos ámbitos tan enigmáticos y valiosos exige un apoyo particular; por eso, la colaboración entre las diferentes ciencias es un apoyo que no puede faltar nunca para llegar a resultados que sean eficaces y al mismo tiempo produzcan un auténtico progreso para toda la humanidad. Esta complementariedad permite evitar el riesgo de un reduccionismo genético generalizado, que tiende a identificar a la persona exclusivamente con la referencia a la información genética y a su interacción con el ambiente.
Es necesario reafirmar que el hombre siempre será más grande que todo lo que forma su cuerpo, pues posee la fuerza del pensamiento, que siempre tiende a la verdad sobre sí mismo y sobre el mundo. Se demuestran llenas de significado las palabras de un gran pensador que fue también un buen científico, Blas Pascal: "El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo lo aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que lo mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto" (Pensamientos, 347).
Así pues, cada ser humano es mucho más que una singular combinación de informaciones genéticas que le transmiten sus padres. La procreación de un hombre no podrá reducirse nunca a una mera reproducción de un nuevo individuo de la especie humana, como sucede con un animal cualquiera. Cada vez que aparece en el mundo una persona, se trata siempre de una nueva creación. Lo recuerdan con profunda sabiduría las palabras del Salmo: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. (...) No desconocías mis huesos cuando, en lo oculto, me iba formando" (Ps 139,13 Ps 139,15). Por tanto, si se quiere entrar en el misterio de la vida humana, es necesario que ninguna ciencia se aísle, pretendiendo que posee la última palabra. Por el contrario, hay que compartir la vocación común para llegar a la verdad, aun con la diferencia de las metodologías y de los contenidos propios de cada ciencia.
En cualquier caso, vuestro congreso no sólo analiza los grandes desafíos que la genética debe afrontar; también estudia los riesgos de la eugenesia, práctica que ciertamente no es nueva y que en el pasado ha llevado a aplicar formas inauditas de auténtica discriminación y violencia. La desaprobación de la eugenesia utilizada con la violencia por un régimen estatal, o fruto del odio hacia una estirpe o una población, está tan profundamente arraigada en las conciencias que quedó registrada formalmente en la Declaración universal de derechos humanos. A pesar de ello, en nuestros días siguen apareciendo manifestaciones preocupantes de esta odiosa práctica, que se presenta con rasgos diversos. Es verdad que no se vuelven a proponer ideologías eugenésicas y raciales que en el pasado humillaron al hombre y provocaron enormes sufrimientos, pero se insinúa una nueva mentalidad que tiende a justificar una consideración diferente de la vida y de la dignidad de la persona fundada en el propio deseo y en el derecho individual. De este modo, se tiende a privilegiar las capacidades operativas, la eficiencia, la perfección y la belleza física, en detrimento de otras dimensiones de la existencia que no se consideran dignas. Así se debilita el respeto que se debe a todo ser humano, incluso en presencia de un defecto en su desarrollo o de una enfermedad genética, que podrá manifestarse en el transcurso de su vida, y se penaliza desde la concepción a aquellos hijos cuya vida no se considera digna de vivirse.
Es necesario reafirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder con respecto a personas, pueblos o etnias basándose en diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos, es un atentado contra la humanidad entera. Hay que reafirmar con fuerza que todo ser humano tiene igual dignidad por el hecho mismo de haber llegado a la vida. El desarrollo biológico, psíquico y cultural, o el estado de salud, no pueden convertirse nunca en un elemento de discriminación. Por el contrario, es preciso consolidar la cultura de la acogida y del amor, que testimonian concretamente la solidaridad con quien sufre, derribando las barreras que la sociedad levanta con frecuencia discriminando a quien tiene una discapacidad o sufre patologías, o peor aún, llegando a la selección y al rechazo de la vida en nombre de un ideal abstracto de salud y de perfección física. Si se reduce al hombre a objeto de manipulación experimental desde las primeras fases de su desarrollo, eso significa que las biotecnologías médicas se rinden al arbitrio del más fuerte. La confianza en la ciencia no puede hacer olvidar el primado de la ética cuando está en juego la vida humana.
36 Confío en que vuestras investigaciones en este sector, queridos amigos, continúen con el debido empeño científico y la atención que la instancia ética exige al tratarse de problemas tan importantes y decisivos para el desarrollo coherente de la existencia personal. Este es el deseo con el que quiero concluir este encuentro. Invocando sobre vuestro trabajo abundantes luces celestiales, con afecto os imparto a todos vosotros una bendición apostólica especial.
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