Discursos 2009 70

70 Queridos Obispos de Angola y Santo Tomé:

Me es muy grato encontraros en esta sede que Angola ha destinado al Sucesor de Pedro –generalmente en la persona de un representante suyo– como expresión visible de los vínculos que unen a vuestros pueblos con la Iglesia Católica, que tiene la satisfacción de contaros entre sus hijos desde hace más de quinientos años. Que se eleve fervorosa y concorde nuestra alabanza a Dios Padre, que por obra y gracia del Espíritu Santo, no cesa de generar el Cuerpo místico de su Hijo con los rasgos angoleños y santotomenses, sin perder por ello sus fisionomías judía, romana, portuguesa y tantas otras adquiridas antes, pues «los que os habéis incorporado a Cristo por el Bautismo [...] sois uno en Cristo Jesús» (
Ga 3,27 Ga 3,28). Para continuar hoy esta labor de gestación del Cristo total mediante la fe y el bautismo, el buen Dios ha querido tener necesidad de mí y de vosotros, venerables Hermanos; no debe extrañaros que los dolores del parto se hagan sentir en nosotros hasta que Cristo se forme completamente (cf. Ga 4,19) en el corazón de vuestro pueblo. Dios os recompensará por todo el trabajo apostólico llevado a cabo en condiciones difíciles, tanto durante la guerra como en la actualidad, en medio de tantas limitaciones, contribuyendo así a dar a la Iglesia en Angola y Santo Tomé y Príncipe ese dinamismo que todos reconocen.

Consciente del ministerio que he sido llamado a desempeñar al servicio de la comunión eclesial, os ruego que os hagáis intérpretes de mi constante solicitud ante vuestras comunidades cristianas, a las que saludo con sincero afecto en la persona de cada miembro de esta Conferencia Episcopal. Saludo particularmente a vuestro Presidente, Mons. Damião Franklin, a quien agradezco sus palabras de bienvenida que me ha dirigido en vuestro nombre, mostrando vuestro empeño en un cuidadoso discernimiento y en el consiguiente plan unitario aplicado a vuestras comunidades diocesanas «para el perfeccionamiento de los fieles [...] hasta que lleguemos todos [...] al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ep 4,12 Ep 4,13). En efecto, frente a un relativismo difuso que no reconoce nada como definitivo, y tiende más bien a tomar como criterio último el yo personal y los propios caprichos, nosotros proponemos otra medida: el Hijo de Dios, que es también verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo. El cristiano de fe adulta y madura no es alguien que sigue la ola de la moda y las últimas novedades, sino quien vive profundamente arraigado en la amistad de Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno, y nos da el criterio para discernir entre la verdad y el error.

Ciertamente, para el futuro de la fe y la orientación global de la vida del País, es decisivo el campo de la cultura, en el que la Iglesia tiene renombradas instituciones académicas, que han de tener a gala que la voz de los católicos esté siempre presente en el debate cultural de la Nación, para que se fortalezca la capacidad de elaborar de manera racional, a la luz de la fe, tantas cuestiones que surgen en los distintos ámbitos de la ciencia y de la vida. Además, la cultura y los modelos de comportamiento están hoy cada vez más condicionados y caracterizados por las imágenes propuestas por los medios de comunicación social; por eso, son loables todos vuestros esfuerzos para tener una capacidad de comunicación también en este ámbito, que permita ofrecer a todos una interpretación cristiana de los acontecimientos, los problemas y las realidades humanas.

Una de estas realidades humanas, expuesta ahora a muchas dificultades y amenazas, es la familia, que tiene especial necesidad de ser evangelizada y apoyada de forma concreta, pues a la debilidad e inestabilidad interna de muchas uniones conyugales, se añade la tendencia generalizada en la sociedad y la cultura a impugnar el carácter único y la misión propia de la familia fundada en el matrimonio. En vuestra solicitud pastoral por todo ser humano, seguid levantando la voz en defensa de la sacralidad de la vida humana y del valor de la institución matrimonial, promoviendo el papel que tiene la familia en la Iglesia y la sociedad, así como buscando medidas económicas y legislativas que apoyen la generación y educación de los hijos.

Me alegro de que haya en vuestros Países muchas comunidades vibrantes de fe, con un laicado comprometido, dedicado a diversas obras de apostolado, así como un considerable número de vocaciones al ministerio ordenado y la vida consagrada, especialmente de vida contemplativa: son un verdadero signo de esperanza para el futuro. Y, ahora que el clero es cada vez más autóctono, deseo rendir homenaje a la labor realizada paciente y heroicamente por los misioneros para anunciar a Cristo y su Evangelio, y para dar vida a las comunidades cristianas de las que hoy sois responsables. Os invito a seguir de cerca a vuestros presbíteros, preocupándoos de su formación permanente, tanto teológica como espiritual, estando atentos a sus condiciones de vida y del ejercicio de su misión propia, con el fin de que sean auténticos testigos de la Palabra que anuncian y de los Sacramentos que celebran. Que permanezcan fieles, con la entrega de sí mismos a Cristo y al pueblo del que son pastores, a las exigencias de su estado, y vivan su ministerio presbiteral como un verdadero camino de santidad, tratando de ser santos para suscitar nuevos santos en torno a ellos.

Venerables Hermanos, confiando en el recuerdo en vuestras oraciones al Señor, os aseguro una plegaria especial a Aquel que es el verdadero esposo de la Iglesia, que la ama, la protege y alimenta: el Hijo unigénito del Dios vivo, Jesucristo nuestro Señor. Que Él ayude con su gracia vuestros esfuerzos pastorales, para que sean fecundos según el ejemplo y bajo la protección del Corazón Inmaculado de la Virgen Madre. Con estos sentimientos, os imparto a cada uno mi Bendición, así como a vuestros presbíteros, personas consagradas, seminaristas, catequistas y a todos los fieles laicos que forman parte de la grey que Dios os ha confiado.



ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

Estadio Dos Coqueiros - Luanda

Sábado 21 de marzo de 2009



Queridos amigos:

Habéis venido muchos, representando a otros muchos más que están espiritualmente unidos a vosotros, para encontrar al Sucesor de Pedro y proclamar conmigo ante todos la alegría de creer en Cristo y renovar el compromiso de ser sus fieles discípulos en nuestro tiempo. Un encuentro parecido tuvo lugar en esta misma ciudad el 7 de junio de 1992 con el amado Papa Juan Pablo II; con los rasgos un poco diferentes, pero con el mismo amor en el corazón, aquí tenéis al actual Sucesor de Pedro, que os abraza a todos en Cristo Jesús, que «es el mismo ayer, y hoy y siempre» (He 13,8).

71 Deseo, ante todo, daros las gracias por esta fiesta que me ofrecéis, por la fiesta que sois vosotros, por vuestra presencia y vuestro gozo. Dirijo un saludo afectuoso a los venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, así como a vuestros animadores. Os doy las gracias de corazón y saludo a cuantos han preparado este encuentro y, en particular, a la Comisión episcopal para la Juventud y las Vocaciones, con su Presidente, Mons. Kanda Almeida, al que agradezco las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo a todos los jóvenes, católicos y no católicos, que buscan una respuesta a sus problemas, algunos de los cuales han sido seguramente indicados por vuestros representantes, cuyas palabras he escuchado con gratitud. Naturalmente, el abrazo a ellos, vale también para todos vosotros.

Encontrarse con los jóvenes hace bien a todos. Tal vez tengan muchos problemas, pero llevan consigo mucha esperanza, mucho entusiasmo y deseos de volver a empezar. Jóvenes amigos, lleváis dentro de vosotros mismos la dinámica del futuro. Os invito a mirarlo con los ojos del Apóstol Juan: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva… y también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: “Ésta es la morada de Dios con los hombres”» (
Ap 21,1-3). Queridísimos amigos, Dios marca la diferencia. Así ha sido desde la intimidad serena entre Dios y la pareja humana en el jardín del Edén, pasando por la gloria divina que irradiaba en la Tienda del Encuentro en medio del pueblo de Israel durante la travesía del desierto, hasta la encarnación del Hijo de Dios, que se unió indisolublemente al hombre en Jesucristo. Este mismo Jesús retoma la travesía del desierto humano pasando por la muerte para llegar a la resurrección, llevando consigo a toda la humanidad a Dios. Ahora, Jesús ya no está encerrado en un espacio y tiempo determinado, sino que su Espíritu, el Espíritu Santo, brota de Él y entra en nuestros corazones, uniéndonos así a Jesús mismo y, con Él, al Padre, al Dios uno y trino.

Queridos amigos, Dios ciertamente marca la diferencia… Más aún, Dios nos hace diferentes, nos renueva. Ésta es la promesa que nos hizo Él mismo: «Ahora hago el universo nuevo» (Ap 21,5). Y es verdad. Lo afirma el Apóstol San Pablo: «El que es de Cristo es una creatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo» (2Co 5,17-18). Al subir al cielo y entrar en la eternidad, Jesucristo ha sido constituido Señor de todos los tiempos. Por eso, Él se hace nuestro compañero en el presente y lleva el libro de nuestros días en su mano: con ella asegura firmemente el pasado, con el origen y los fundamentos de nuestro ser; en ella custodia con esmero el futuro, dejándonos vislumbrar el alba más bella de toda nuestra vida que de Él irradia, es decir, la resurrección en Dios. El futuro de la humanidad nueva es Dios; una primera anticipación de ello es precisamente su Iglesia. Cuando os sea posible, leed atentamente la historia: os podréis dar cuenta de que la Iglesia, con el pasar de los años, no envejece; antes bien, se hace cada vez más joven, porque camina al encuentro del Señor, acercándose más cada día a la única y verdadera fuente de la que mana la juventud, la regeneración y la fuerza de la vida.

Amigos que me escucháis, el futuro es Dios. Como hemos oído hace poco, Él «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado» (Ap 21,4). Pero, mientras tanto, veo ahora aquí algunos jóvenes angoleños –pero son miles– mutilados a consecuencia de la guerra y de las minas, pienso en tantas lágrimas que muchos de vosotros habéis derramado por la pérdida de vuestros familiares, y no es difícil imaginar las sombrías nubes que aún cubren el cielo de vuestros mejores sueños... Leo en vuestro corazón una duda que me planteáis: «Esto es lo que tenemos. Lo que nos dices, no lo vemos. La promesa tiene la garantía divina –y nosotros creemos en ella– pero ¿cuándo se alzará Dios para renovar todas las cosas?». Jesús responde lo mismo que a sus discípulos: «No perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio» (Jn 14,1-2). Pero, vosotros, queridos jóvenes, insistís: «De acuerdo. Pero, ¿cuándo sucederá esto?». A una pregunta parecida de los Apóstoles, Jesús respondió: «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos... hasta los confines del mundo» (Ac 1,7-8). Fijaos que Jesús no nos deja sin respuesta; nos dice claramente una cosa: la renovación comienza dentro; se os dará una fuerza de lo Alto. La fuerza dinámica del futuro está dentro de vosotros.

Está dentro..., pero ¿cómo? Como la vida está oculta en la semilla: así lo explicó Jesús en un momento crítico de su ministerio. Éste comenzó con gran entusiasmo, pues la gente veía que se curaba a los enfermos, se expulsaba a los demonios y se proclamaba el Evangelio; pero, por lo demás, el mundo seguía como antes: los romanos dominaban todavía, la vida era difícil en el día a día, a pesar de estos signos y de estas bellas palabras. El entusiasmo se fue apagando, hasta el punto de que muchos discípulos abandonaron al Maestro (cf. Jn 6,66), que predicaba, pero no transformaba el mundo. Y todos se preguntaban: En fondo, ¿qué valor tiene este mensaje? ¿Qué aporta este Profeta de Dios? Entonces, Jesús habló de un sembrador, que esparce su semilla en el campo del mundo, explicando después que la semilla es su Palabra (cf. Mc 4,3-20) y son sus curaciones: ciertamente poco, si se compara con las enormes carencias y dificultades de la realidad cotidiana. Y, sin embargo, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla lleva consigo el pan del mañana, la vida del mañana. La semilla parece que no es casi nada, pero es la presencia del futuro, es la promesa que ya hoy está presente; cuando cae en tierra buena da una cosecha del treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno.

Amigos míos, vosotros sois una semilla que Dios ha sembrado en la tierra, que encierra en su interior una fuerza de lo Alto, la fuerza del Espíritu Santo. No obstante, para que la promesa de vida se convierta en fruto, el único camino posible es dar la vida por amor, es morir por amor. Lo dijo Jesús mismo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,24-25). Así habló y así hizo Jesús: su crucifixión parece un fracaso total, pero no lo es. Jesús, en virtud «del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» (He 9,14). De este modo, cayendo en tierra, pudo dar fruto en todo tiempo y a lo largo de todos los tiempos. En medio de vosotros tenéis el nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la Santa Eucaristía que nos alimenta y hace brotar la vida trinitaria en el corazón de los hombres.

Jóvenes amigos, semillas con la fuerza del mismo Espíritu Eterno, que han germinado al calor de la Eucaristía, en la que se realiza el testamento del Señor. Él se nos entrega y nosotros respondemos entregándonos a los otros por amor suyo. Éste es el camino de la vida; pero se podrá recorrer sólo con un diálogo constante con el Señor y en auténtico diálogo entre vosotros. La cultura social predominante no os ayuda a vivir la Palabra de Jesús, ni tampoco el don de vosotros mismos, al que Él os invita según el designio del Padre. Queridísimos amigos, la fuerza se encuentra dentro de vosotros, como estaba en Jesús, que decía: «El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras... El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14,10 Jn 14,12). Por eso, no tengáis miedo de tomar decisiones definitivas. Generosidad no os falta, lo sé. Pero frente al riesgo de comprometerse de por vida, tanto en el matrimonio como en una vida de especial consagración, sentís miedo: «El mundo vive en continuo movimiento y la vida está llena de posibilidades. ¿Podré disponer en este momento por completo de mi vida sin saber los imprevistos que me esperan? ¿No será que yo, con una decisión definitiva, me juego mi libertad y me ato con mis propias manos?» Éstas son las dudas que os asaltan y que la actual cultura individualista y hedonista exaspera. Pero cuando el joven no se decide, corre el riesgo de seguir siendo eternamente niño.

Yo os digo: ¡Ánimo! Atreveos a tomar decisiones definitivas, porque, en verdad, éstas son las únicas que no destruyen la libertad, sino que crean su correcta orientación, permitiendo avanzar y alcanzar algo grande en la vida. Sin duda, la vida tiene un valor sólo si tenéis el arrojo de la aventura, la confianza de que el Señor nunca os dejará solos. Juventud angoleña, deja libre dentro de ti al Espíritu Santo, a la fuerza de lo Alto. Confiando en esta fuerza, como Jesús, arriésgate a dar este salto, por decirlo así, hacia lo definitivo y, con él, da una posibilidad a la vida. Así se crearán entre vosotros islas, oasis y después grandes espacios de cultura cristiana, donde se hará visible esa «ciudad santa, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia». Ésta es la vida que merece la pena vivir y que de corazón os deseo. Viva la juventud de Angola.



ENCUENTRO CON LOS MOVIMIENTOS CATÓLICOS PARA LA PROMOCIÓN DE LA MUJER

Parroquia de Santo Antonio, Luanda

Domingo 22 de marzo de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

72 «No les queda vino», dijo María a Jesús, suplicando para que la boda pudiera continuar en fiesta, como siempre debe ser: «Los invitados a la boda no pueden ayunar mientras tienen al novio con ellos» (cf. Mc 2,19). La Madre de Jesús fue después a los sirvientes recomendándoles: «Haced lo que él os diga» (cf. Jn 2,1-5). Y aquella mediación materna hizo posible el «vino bueno», premonitor de una nueva alianza entre la omnipotencia divina y el corazón humano pobre pero bien dispuesto. Por lo demás, esto es lo que ya había sucedido en el pasado cuando –como hemos oído en la primera lectura– «todo el pueblo, a una, respondió: “haremos todo cuanto ha dicho el Señor”» (Ex 19,8).

Que estas mismas palabras broten del corazón de todos los que estamos aquí reunidos, en esta iglesia de San Antonio, levantada gracias a la benemérita obra misionera de los Frailes menores capuchinos, como una nueva Tienda para el Arca de la Alianza, signo de la presencia de Dios en medio del pueblo en camino. Sobre ellos y cuantos colaboran y se benefician de la asistencia religiosa y social que se presta aquí, el Papa imparte una benévola y alentadora Bendición. Saludo cordialmente a todos los presentes: Obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, y de modo particular a vosotros, fieles laicos, que asumís conscientemente los deberes de compromiso y testimonio cristiano que conlleva el sacramento del bautismo y, para los casados, también del sacramento de la matrimonio. Y, dado el motivo principal que nos reúne aquí, dirijo un saludo lleno de afecto y esperanza a las mujeres, a las que Dios ha confiado la fuente de la vida: vivís y apostáis por la vida, porque el Dios vivo ha apostado por vosotras. Saludo con espíritu agradecido a los responsables y animadores de los Movimientos eclesiales que se preocupan entre otras cosas por la promoción de la mujer angoleña. Agradezco a Mons. José de Queirós Alves y a vuestros representantes las palabras que me han dirigido, expresando los afanes y esperanzas de tantas heroínas silenciosas, como son las mujeres en esta querida Nación.

Exhorto a todos a ser realmente conscientes de las condiciones desfavorables a las que han estado sometidas –y lo siguen estando– muchas mujeres, examinando en qué medida esto puede ser causado por la conducta y la actitud de los hombres, a veces por su falta de sensibilidad o responsabilidad. Los designios de Dios son diferentes. Hemos escuchado en la lectura que todo el pueblo contestó al unísono: «Haremos todo cuanto ha dicho el Señor». Dice la Sagrada Escritura que el Creador divino, al ver la obra que había realizado, vio que faltaba algo: todo habría sido bueno si el hombre no hubiera estado solo. ¿Cómo podía el hombre solo ser imagen y semejanza de Dios, que es uno y trino, de Dios que es comunión? «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacer alguien como él que le ayude» (cf. Gn 2,18-20). Dios se puso de nuevo manos a la obra para crear la ayuda que faltaba, y se la proporcionó de forma privilegiada, introduciendo el orden del amor, que no veía suficientemente representado en la creación.

Como sabéis, hermanos y hermanas, este orden del amor pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria, siendo el Espíritu Santo la hipóstasis personal del amor. Ahora bien, «sobre el designio eterno de Dios –como dijo el recordado Papa Juan Pablo II–, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz» (Carta ap., Mulieris dignitatem, MD 29). En efecto, al ver el encanto fascinante que irradia de la mujer a causa de la íntima gracia que Dios le ha dado, el corazón del hombre se ilumina y se ve a sí mismo en ella: «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23). La mujer es otro «yo» en la común humanidad. Hay que reconocer, afirmar y defender la misma dignidad del hombre y la mujer: ambos son personas, diferentes de cualquier otro ser viviente del mundo que les rodea.

Los dos están llamados a vivir en profunda comunión, en un recíproco reconocimiento y entrega de sí mismos, trabajando juntos por el bien común con las características complementarias de lo que es masculino y de lo que es femenino. ¿A quién se le oculta hoy la necesidad de dar más espacio a las «razones» del corazón? En un mundo como el actual, dominado por la técnica, se siente la exigencia de esta complementariedad de la mujer, para que el ser humano pueda vivir sin deshumanizarse del todo. Puede pensarse en las tierras donde hay más pobreza, en las regiones devastadas por la guerra, en muchas situaciones trágicas causadas por las migraciones, forzadas o no... En esos casos, casi siempre son las mujeres las que mantienen intacta la dignidad humana, defienden la familia y tutelan los valores culturales y religiosos.

Queridos hermanos y hermanas, la historia habla casi exclusivamente de las conquistas de los hombres, cuando, en realidad, una parte importantísima se debe a la acción determinante, perseverante y beneficiosa de las mujeres. Permitidme que, entre muchas mujeres extraordinarias, os hable de dos: Teresa Gomes y Maria Bonino. Angoleña la primera, fallecida el año 2004 en la ciudad de Sumbe, después de una vida conyugal feliz de la que nacieron 7 hijos; su fe cristiana fue inquebrantable y su celo apostólico admirable, sobre todo en los años 1975 y 1976, cuando una feroz propaganda ideológica y política se abatió sobre la parroquia de Nuestra Señora de las Gracias de Porto Amboim, consiguiendo casi que se cerraran las puertas de la iglesia. Teresa se convirtió entonces en la líder de los fieles que no se rindieron ante dicha situación, animándolos, protegiendo valerosamente las estructuras parroquiales y buscando cualquier modo posible para tener de nuevo la santa Misa. Su amor a la Iglesia la hizo incansable en la obra de la evangelización, bajo la guía de los sacerdotes.

Maria Bonino fue una pediatra italiana, que se ofreció voluntaria para diversas misiones en esta querida África, y llegó a ser en los últimos años de su vida responsable del departamento pediátrico del hospital provincial de Uíje. Dedicada la cura de miles de niños allí hospitalizados, María pagó con el mayor sacrificio el servicio prestado durante una terrible epidemia de fiebre hemorrágica de Marburg, acabando contagiada ella misma; aunque se la trajo a Luanda, aquí murió y reposa desde el 24 de marzo de 2005. Pasado mañana se cumple el cuarto aniversario. La Iglesia y la sociedad humana se han enriquecido enormemente –y lo siguen siendo– por la presencia y las virtudes de las mujeres, particularmente por las que se han consagrado al Señor y, apoyándose en Él, se han puesto al servicio de los otros.

Queridos angoleños, hoy nadie debería dudar que las mujeres, sobre la base de su igual dignidad con los hombres, «tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por medio de instrumentos legales donde se considere necesario. Sin embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no debe disminuir su función insustituible dentro de la familia: aquí su aportación al bien y al progreso social, aunque esté poco considerada, tiene un valor verdaderamente inestimable» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1995, n. 9). Por lo demás, en el ámbito personal, la mujer siente la propia dignidad no tanto como el resultado de una afirmación de los derechos en el plano jurídico, sino más bien como el resultado directo de las atenciones materiales y espirituales que se reciben en la familia. La presencia materna dentro de la familia es tan importante para la estabilidad y el desarrollo de esta célula fundamental de la sociedad, que debería ser reconocida, alabada y apoyada de todos los modos posibles. Y, por el mismo motivo, la sociedad ha de llamar la atención a los maridos y a los padres sobre sus responsabilidades respecto a su propia familia.

Queridas familias, sin duda os habéis dado cuenta de que ninguna pareja humana puede por sí sola, únicamente con las propias fuerzas, ofrecer a los hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: «Tu vida es buena, aunque no se sepa su futuro», hace falta una autoridad y una credibilidad mayor de la que pueden dar los padres por sí solos. Los cristianos saben que esta autoridad mayor se ha dado a esa familia más grande, que Dios, por su Hijo Jesucristo y el don del Espíritu Santo, ha creado en la historia humana, es decir, la Iglesia. Vemos en ello la obra de ese Amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos su futuro. Por este motivo, la edificación de toda familia cristiana se realiza dentro de esa familia más grande que es la Iglesia, la cual la sostiene y la estrecha en su pecho, garantizando que sobre ella, ahora y en el futuro, se pose el «sí» del Creador.

«No les queda vino», dice María a Jesús. Queridas mujeres angoleñas, tenedla como vuestra abogada ante el Señor. Así la conocemos desde aquellas bodas de Caná: como la mujer bondadosa, llena de solicitud maternal y de valor, la mujer que se da cuenta de las necesidades ajenas y, queriendo poner remedio, las lleva ante el Señor. Junto a Ella, todos, hombres y mujeres, podemos recobrar esa serenidad e íntima confianza que nos hace sentirnos bienaventurados en Dios e incansables en la lucha por la vida. Que la Virgen de Muxima sea la estrella de vuestra vida; que Ella os guarde unidos en la gran familia de Dios. Amén.


CEREMONIA DE DESPEDIDA

Aeropuerto internacional "4 de Fevereiro" de Luanda

73

Lunes 23 de marzo de 2009



Excelentísimo Señor Presidente de la República,
Ilustrísimas Autoridades civiles, militares y eclesiásticas,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Amigos todos de Angola:

A la hora de partir, y muy reconocido por la presencia de Vuestra Excelencia, Señor Presidente, deseo expresarle mi aprecio y gratitud, tanto por el distinguido tratamiento que me ha deparado como por las disposiciones tomadas para facilitar el desarrollo de los diversos encuentros que he tenido el gozo de vivir. Expreso mi cordial agradecimiento a las Autoridades civiles y militares, a los Pastores y a los responsables de las comunidades e instituciones eclesiales implicadas en dichos encuentros, por la gentileza con que han querido honrarme durante estos días que he podido pasar con vosotros. Se debe una palabra de gratitud a los integrantes de los medios de comunicación social, a los agentes de los servicios de seguridad y a todos los voluntarios que, con generosidad, eficiencia y discreción, han contribuido al buen resultado de mi visita.

Doy gracias a Dios por haber encontrado una Iglesia viva y, a pesar de las dificultades, llena de entusiasmo, que ha sabido llevar sobre los hombros su cruz, y la de los demás, dando testimonio ante todos de la fuerza salvadora del mensaje evangélico. Ella sigue anunciando que ha llegado el tiempo de la esperanza, comprometiéndose a pacificar los ánimos e invitando al ejercicio de una caridad fraterna que sepa abrirse a la acogida de todos, respetando las ideas y sentimientos de cada uno. Es el momento de despedirme y regresar a Roma, triste por tener que dejaros, pero contento por haber conocido un pueblo valeroso y decidido a renacer. No obstante las resistencias y los obstáculos, este pueblo quiere edificar su futuro caminando por la senda del perdón, la justicia y la solidaridad.

Si se me permite dirigir aquí un llamamiento final, quisiera pedir que la justa realización de las aspiraciones fundamentales de la población más necesitada sea la principal preocupación de los que ejercen cargos públicos, pues su intención –estoy seguro– es desempeñar la misión encomendada, no para sí mismos, sino con vistas al bien común. Nuestro corazón no puede quedarse en paz mientras haya hermanos que sufren por falta de comida, de trabajo, de una casa o de otros bienes fundamentales. Para dar una respuesta concreta a estos nuestros hermanos en humanidad, el primer desafío que se ha de vencer es el de la solidaridad: solidaridad entre las generaciones, solidaridad entre las Naciones y entre los continentes, que permita compartir cada vez más ecuánimemente los recursos de la tierra entre todos los hombres.

Y desde Luanda levanto la vista sobre toda África, dándole cita para el próximo mes de octubre en la Ciudad del Vaticano, cuando nos reuniremos para la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos dedicada a este Continente, donde el Verbo encarnado en persona encontró refugio. Ahora, ruego a Dios que haga sentir su protección y ayuda a los innumerables refugiados y expatriados que vagan en espera de una vuelta a su propia casa. El Dios del cielo les repite: «Aunque la madre se olvide de ti, Yo nunca te olvidaré» (cf. Is 49,15). Dios os ama como hijos e hijas; Él vela sobre vuestros días y vuestras noches, sobre vuestras fatigas y aspiraciones.

Hermanos y amigos de África, queridos angoleños: ¡ánimo! No os canséis de hacer progresar la paz, haciendo gestos de perdón y trabajando por la reconciliación nacional, para que la violencia nunca prevalezca sobre el diálogo, el temor y el desaliento sobre la confianza y el rencor sobre el amor fraterno. Eso será posible si os reconocéis mutuamente como hijos del mismo y único Padre del Cielo. Dios bendiga Angola. Bendiga a cada uno de sus hijos e hijas. Bendiga el presente y el futuro de esta querida Nación. Adiós.



ENCUENTRO CON LOS PERIODISTA DURANTE EL VUELO DE REGRESO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Lunes 23 de marzo de 2009



74 Queridos amigos, veo que estáis todavía trabajando. Mi trabajo casi ha terminado, en cambio vosotros comenzáis de nuevo. Gracias por este esfuerzo.

Se me han quedado grabadas en la memoria sobre todo dos impresiones: por un lado, esta cordialidad casi exuberante, esta alegría, de un África en fiesta, y me parece que en el Papa han visto, digamos, la personificación del hecho de que todos somos hijos y familia de Dios. Esta familia existe, y nosotros, con todas nuestras limitaciones, formamos parte de esta familia y Dios está con nosotros. De este modo, digámoslo así, la presencia del Papa ha ayudado a sentir esto y a llenarse de alegría.

Por otro lado, me ha impresionado mucho el espíritu de recogimiento en las celebraciones litúrgicas, el intenso sentido de lo sagrado: en la liturgia, los grupos no se presentan a sí mismos, no se animan a sí mismos, sino que reina la presencia del sacro, de Dios mismo; también los movimientos estaban llenos de respeto y reconocimiento de la presencia divina. Esto me ha impresionado mucho.

Debo decir también que me ha dolido profundamente la muerte de dos muchachas, el viernes por la tarde, en la aglomeración que se formó ante las puertas del Estadio. He rezado y rezo por ellas. Por desgracia, una de ellas aún no ha sido identificada. El cardenal Bertone y monseñor. Filoni han podido visitar a la mamá de la otra, una mujer viuda, valerosa, con cinco hijos. La mayor de ellos —la que ahora ha fallecido— era catequista. Todos nosotros rezamos y esperamos que, en el futuro, se puedan organizar las cosas de modo que esto no vuelva a suceder.

Hay otros dos recuerdos que han quedado en mi memoria: un recuerdo especial —habría tanto que decir— se refiere al Centro Cardenal Léger. Me ha llegado al corazón ver allí el mundo de tantos sufrimientos —todo el dolor, la tristeza, la pobreza de la existencia humana—, pero también comprobar cómo el Estado y la Iglesia colaboran para ayudar a los que sufren. Por una parte, el Estado administra de modo ejemplar este gran Centro. Por otra, movimientos eclesiales y entidades de la Iglesia colaboran para ayudar realmente a estas personas. Y se ve, me parece, cómo el ser humano, ayudando a quién sufre, se hace más humano, el mundo se hace más humano. Esto es lo que queda grabado en mi memoria.

No sólo hemos distribuido el Instrumentum laboris para el Sínodo, sino que también hemos trabajado para el Sínodo. El día de san José por la tarde me reuní con todos los miembros del Consejo para el Sínodo —doce obispos— y cada uno habló de la situación de su Iglesia local. Me han hablado de sus propuestas, de sus expectativas, y así ha surgido una idea muy rica de la realidad de la Iglesia en África: cómo se mueve, cómo sufre, qué hace, cuáles son las esperanzas y los problemas. Podría hablar mucho, por ejemplo, de la Iglesia en Sudáfrica, que ha tenido una experiencia de reconciliación difícil, pero sustancialmente lograda: ahora, ayuda con sus experiencias a la tentativa de reconciliación en Burundi y trata de hacer algo parecido, aunque con grandes dificultades, en Zimbabue.

Finalmente, quisiera expresar una vez más mi agradecimiento a todos los que han contribuido al buen éxito de este viaje: hemos visto cuántos preparativos lo han precedido y cómo todos han colaborado. Deseo dar las gracias a las autoridades estatales, civiles, a las de la Iglesia y a todas las personas que han colaborado. Me parece que la palabra que debe concluir realmente esta aventura es «gracias». Gracias una vez más también a vosotros, periodistas, por el trabajo que habéis hecho y que seguís haciendo. Buen viaje a todos. Gracias.


Discursos 2009 70