Discursos 2010 109

CELEBRACIÓN DE LA EDUCACIÓN CATÓLICA

Colegio Universitario Santa María de Twickenham (London Borough of Richmond)

Viernes 17 de septiembre de 2010

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SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PROFESORES Y RELIGIOSOS


Excelentísimo Secretario de Estado de Educación,
Señor Obispo Stack,
Doctor Naylor,
Reverendos Padres,
Hermanos y Hermanas en Cristo:

Me complace tener esta oportunidad para rendir homenaje a la destacada contribución, brindada por religiosos y religiosas en esta tierra, a la noble tarea de la educación. Doy las gracias a los jóvenes por sus magníficas canciones, y agradezco a la Hermana Teresa sus palabras. A ella y a todos los hombres y mujeres que dedican sus vidas a enseñar a los jóvenes, deseo manifestarles mis sentimientos de profundo agradecimiento. Formáis a las nuevas generaciones no sólo en el conocimiento de la fe, sino en cada aspecto de lo que significa vivir como ciudadanos maduros y responsables en el mundo actual.

Como sabéis, la tarea de un maestro no es sencillamente comunicar información o proporcionar capacitación en unas habilidades orientadas al beneficio económico de la sociedad; la educación no es y nunca debe considerarse como algo meramente utilitario. Se trata de la formación de la persona humana, preparándola para vivir en plenitud. En una palabra, se trata de impartir sabiduría. Y la verdadera sabiduría es inseparable del conocimiento del Creador, porque «en sus manos estamos nosotros y nuestras palabras y toda la prudencia y destreza de nuestras obras» (Sg 7,16).

111 Los monjes percibieron con claridad esta dimensión trascendente del estudio y la enseñanza, que tanto contribuyó a la evangelización de estas islas. Me refiero a los benedictinos que acompañaron a San Agustín en su misión a Inglaterra; a los discípulos de San Columbano, que propagaron la fe por Escocia y el norte de Inglaterra; a San David y sus compañeros en Gales. Ya que la búsqueda de Dios, que está en el corazón de la vocación monástica, requiere un compromiso activo con los medios por los que Él se da a conocer —su creación y su Palabra revelada—, era natural que el monasterio tuviera una biblioteca y una escuela (cf. Discurso a los representantes del mundo de la cultura en el "Colegio de los Bernardinos” en París, el 12 de septiembre de 2008). La dedicación monacal al aprendizaje como senda de encuentro con la Palabra de Dios encarnada sentó las bases de nuestra cultura y civilización occidentales.

Al mirar a mi alrededor hoy en día, veo a muchos religiosos de vida activa cuyo carisma incluye la educación de los jóvenes. Ello me ofrece la oportunidad de dar gracias a Dios por la vida y obra de la Venerable María Ward, originaria de esta tierra, cuya visión de la vida religiosa apostólica femenina ha dado tantos frutos. Yo mismo, siendo niño, fui educado por las “Damas Inglesas”, y tengo hacia ellas una profunda deuda de gratitud. Muchos pertenecéis a congregaciones dedicadas a la enseñanza, que han llevado la luz del Evangelio a tierras lejanas, como parte de la gran obra misionera de la Iglesia. También doy gracias a Dios por esto y le alabo. A menudo, pusisteis las bases de la previsión educativa mucho antes de que el Estado asumiera la responsabilidad de este servicio vital tanto para el individuo como para la sociedad. Como los papeles respectivos de la Iglesia y el Estado en el ámbito de la educación siguen evolucionando, nunca olvidéis que los religiosos tienen una única contribución que ofrecer a este apostolado, sobre todo a través de sus vidas consagradas a Dios y por medio de su fidelidad: el testimonio de amor a Cristo, el Maestro por excelencia.

En efecto, la presencia de los religiosos en las escuelas católicas es un signo que recuerda intensamente el tan discutido ethos católico que debe permear todos los aspectos de la vida escolar. Esto va más allá de la evidente exigencia de que el contenido de la enseñanza concuerde siempre con la doctrina de la Iglesia. Se trata de que la vida de fe sea la fuerza impulsora de toda actividad escolar, para que la misión de la Iglesia se desarrolle con eficacia, y los jóvenes puedan descubrir la alegría de participar en "el ser para los demás", propio de Cristo (cf. Spe Salvi ).

Antes de concluir, deseo añadir una palabra especial de aprecio hacia quienes tienen la tarea de garantizar que nuestras escuelas ofrezcan un entorno seguro para niños y jóvenes. Nuestra responsabilidad hacia aquellos que nos han confiado su formación cristiana no puede exigir menos. De hecho, la vida de fe se puede cultivar con eficacia cuando prevalece un clima de confianza respetuosa y afectuosa. Rezo para que ello siga siendo un sello distintivo de las escuelas católicas en este país.

Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, os invito ahora a poneros en pie y orar.
* * *


Señor Obispo Stack, le ruego, como Presidente de la Junta de Gobierno de la Universidad de Santa María, que reciba, en nombre del Colegio, este mosaico de la Santísima Virgen María, que obsequio.



SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS ALUMNOS


Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Queridos jóvenes:

Quiero manifestaros ante todo mi alegría por estar con vosotros hoy aquí. Os saludo con cariño a todos los que habéis venido a la Universidad de Saint Mary desde las diversas escuelas y facultades católicas de todo el Reino Unido, y a los que seguís este encuentro a través de la televisión o internet. Agradezco al Obispo McMahon su amable bienvenida. Doy las gracias también al coro y a la orquesta por la preciosa música que ha dado comienzo a nuestra celebración, e igualmente deseo expresar mi gratitud a la Señorita Bellot y Elaine por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos los jóvenes aquí presentes. Con vistas a los próximos Juegos Olímpicos en Londres, me ha sido grato inaugurar esta fundación deportiva, llamada así en honor del Papa Juan Pablo II, y rezo para que cuantos vengan aquí den gloria a Dios con sus actividades deportivas y disfruten ellos mismos y los demás.

No es frecuente que un Papa u otra persona tenga la posibilidad de hablar a la vez a los alumnos de todas las escuelas católicas de Inglaterra, Gales y Escocia. Y como tengo esta oportunidad, hay algo que deseo enormemente deciros. Espero que, entre quienes me escucháis hoy, esté alguno de los futuros santos del siglo XXI. Lo que Dios desea más de cada uno de vosotros es que seáis santos. Él os ama mucho más de lo jamás podríais imaginar y quiere lo mejor para vosotros. Y, sin duda, lo mejor para vosotros es que crezcáis en santidad.

112 Quizás alguno de vosotros nunca antes pensó esto. Quizás, alguno opina que la santidad no es para él. Dejad que me explique. Cuando somos jóvenes, solemos pensar en personas a las que respetamos, admiramos y como las que nos gustaría ser. Puede que sea alguien que encontramos en nuestra vida diaria y a quien tenemos una gran estima. O puede que sea alguien famoso. Vivimos en una cultura de la fama, y a menudo se alienta a los jóvenes a modelarse según las figuras del mundo del deporte o del entretenimiento. Os pregunto: ¿Cuáles son las cualidades que veis en otros y que más os gustarían para vosotros? ¿Qué tipo de persona os gustaría ser de verdad?

Cuando os invito a ser santos, os pido que no os conforméis con ser de segunda fila. Os pido que no persigáis una meta limitada y que ignoréis las demás. Tener dinero posibilita ser generoso y hacer el bien en el mundo, pero, por sí mismo, no es suficiente para haceros felices. Estar altamente cualificado en determinada actividad o profesión es bueno, pero esto no os llenará de satisfacción a menos que aspiremos a algo más grande aún. Llegar a la fama, no nos hace felices. La felicidad es algo que todos quieren, pero una de las mayores tragedias de este mundo es que muchísima gente jamás la encuentra, porque la busca en los lugares equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera felicidad se encuentra en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito mundano o en nuestras relaciones personales, sino en Dios. Sólo él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón.

Dios no solamente nos ama con una profundidad e intensidad que difícilmente podremos llegar a comprender, sino que, además, nos invita a responder a su amor. Todos sabéis lo que sucede cuando encontráis a alguien interesante y atractivo, y queréis ser amigo suyo. Siempre esperáis resultar interesantes y atractivos, y que deseen ser vuestros amigos. Dios quiere vuestra amistad. Y cuando comenzáis a ser amigos de Dios, todo en la vida empieza a cambiar. A medida que lo vais conociendo mejor, percibís el deseo de reflejar algo de su infinita bondad en vuestra propia vida. Os atrae la práctica de las virtudes. Comenzáis a ver la avaricia y el egoísmo y tantos otros pecados como lo que realmente son, tendencias destructivas y peligrosas que causan profundo sufrimiento y un gran daño, y deseáis evitar caer en esas trampas. Empezáis a sentir compasión por la gente con dificultades y ansiáis hacer algo por ayudarles. Queréis prestar ayuda a los pobres y hambrientos, consolar a los tristes, deseáis ser amables y generosos. Cuando todo esto comience a sucederos, estáis en camino hacia la santidad.

En vuestras escuelas católicas, hay cada vez más iniciativas, además de las materias concretas que estudiáis y de las diferentes habilidades que aprendéis. Todo el trabajo que realizáis se sitúa en un contexto de crecimiento en la amistad con Dios y todo ello debe surgir de esta amistad. Aprendéis a ser no sólo buenos estudiantes, sino buenos ciudadanos, buenas personas. A medida que avanzáis en los diferentes cursos escolares, debéis ir tomando decisiones sobre las materias que vais a estudiar, comenzando a especializaros de cara a lo que más tarde vais a hacer en la vida. Esto es justo y conveniente. Pero recordad siempre que cuando estudiáis una materia, es parte de un horizonte mayor. No os contentéis con ser mediocres. El mundo necesita buenos científicos, pero una perspectiva científica se vuelve peligrosa si ignora la dimensión religiosa y ética de la vida, de la misma manera que la religión se convierte en limitada si rechaza la legítima contribución de la ciencia en nuestra comprensión del mundo. Necesitamos buenos historiadores, filósofos y economistas, pero si su aportación a la vida humana, dentro de su ámbito particular, se enfoca de manera demasiado reducida, pueden llevarnos por mal camino.

Una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y una buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos sus alumnos a ser santos. Sé que hay muchos no-católicos estudiando en las escuelas católicas de Gran Bretaña, y deseo incluiros a todos vosotros en mi mensaje de hoy. Rezo para que también vosotros os sintáis movidos a la práctica de la virtud y crezcáis en el conocimiento y en la amistad con Dios junto a vuestros compañeros católicos. Sois para ellos un signo que les recuerda ese horizonte mayor, que está fuera de la escuela, y de hecho, es bueno que el respeto y la amistad entre miembros de diversas tradiciones religiosas forme parte de las virtudes que se aprenden en una escuela católica. Igualmente, confío en que queráis compartir con otros los valores e ideas aprendidos gracias a la educación cristiana que habéis recibido.

Queridos amigos, os agradezco vuestra atención; os prometo que rezaré por vosotros, y os pido que recéis por mí. Espero veros a muchos de vosotros el próximo agosto, en la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid. Mientras tanto, que Dios os bendiga.




ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DEL CLERO Y LOS FIELES DE OTRAS RELIGIONES

Waldegrave Drawing Room

del Colegio Universitario Santa María de Twickenham

(London Borough of Richmond)

Viernes 17 de septiembre de 2010




113 Distinguidos invitados,
queridos amigos

Me alegra mucho tener la oportunidad de encontrarme con vosotros, representantes de las diversas comunidades religiosas presentes en Gran Bretaña. Quisiera saludar tanto a los ministros religiosos como a las personas que trabajan en la política, los negocios o la industria. Agradezco al Dr. Azzam y al Rabino Jefe Lord Sacks los saludos que me han dirigido en vuestro nombre. En este saludo, permitidme igualmente desear a la comunidad judía en Gran Bretaña y en todo el mundo una feliz y santa celebración del Yom Kippur.

Me gustaría comenzar señalando el aprecio que la Iglesia Católica tiene por el importante testimonio de todos vosotros, hombres y mujeres de espíritu, en un momento donde las convicciones religiosas no siempre son bien entendidas o apreciadas. La presencia de creyentes comprometidos en diversos ámbitos de la vida social y económica habla por sí misma de que la dimensión espiritual de nuestras vidas es fundamental en nuestra identidad como seres humanos o, en otras palabras, que el hombre no sólo vive de pan (cf.
Dt 8,3). Como seguidores de tradiciones religiosas diferentes que trabajamos juntos por el bien de toda la comunidad, ponemos de relieve la gran importancia de nuestra cooperación en común, que complementa el aspecto personal de nuestro continuo diálogo.

En el plano espiritual, todos nosotros, por caminos diferentes, estamos personalmente comprometidos en un recorrido que da una respuesta al interrogante más importante: el relativo al sentido último de nuestra existencia humana. El anhelo por lo sagrado es la búsqueda de la cosa necesaria y la única que puede satisfacer las aspiraciones del corazón humano. En el siglo quinto, San Agustín describió esta búsqueda con las siguientes palabras: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, libro I, 1). Cuando nos embarcamos en esta aventura, nos damos cuenta cada vez más de que la iniciativa no depende de nosotros, sino del Señor: no se trata tanto de que le buscamos a Él, sino que es Él quien nos busca a nosotros; más aún es quien ha puesto en nuestros corazones ese anhelo de Él.

Vuestra presencia y testimonio en el mundo recuerdan la importancia fundamental que tiene para la vida de cada hombre esta búsqueda espiritual en la que estamos comprometidos. Desde su propio ámbito, las ciencias humanas y naturales nos proporcionan unos conocimientos asombrosos sobre algunos aspectos de nuestra existencia y enriquecen nuestra comprensión sobre el funcionamiento del universo físico, y de esta manera se pueden aprovechar para el mayor beneficio de la familia humana. Aun así, estas disciplinas no dan, ni pueden, una respuesta a la pregunta fundamental, porque su campo de acción es otro. No pueden satisfacer los deseos más profundos del corazón del hombre; no pueden explicar plenamente nuestro origen y nuestro destino, por qué y para qué existimos; ni siquiera pueden darnos una respuesta exhaustiva a la pregunta: “¿Por qué existe algo en vez de nada?”.

La búsqueda de lo sagrado no devalúa otros campos de investigación humana. Al contrario, los sitúa en un contexto que acrecienta su importancia como medios del ejercicio responsable de nuestro dominio sobre la creación. En la Biblia, leemos que, concluido el trabajo de la creación, Dios bendijo a nuestros primeros padres y les dijo: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28). Nos confió la tarea de explorar y aprovechar los misterios de la naturaleza al servicio de un bien superior. ¿Cuál es este bien superior? En la fe cristiana se expresa como amor a Dios y amor al prójimo. De este modo, nos comprometemos con el mundo con entusiasmo y de corazón, pero siempre con la vista puesta en servir a ese bien superior, a fin de no desdibujar la belleza de la creación explotándola por motivos egoístas.

Es así como, la genuina creencia religiosa nos sitúa más allá de la utilidad presente, hacia la trascendencia. Nos recuerda la posibilidad y el imperativo de la conversión moral, el deber de vivir en paz con nuestro prójimo y la importancia de llevar una vida íntegra. Entendida de forma adecuada, nos ilumina, purifica nuestros corazones e inspira acciones nobles y generosas, en beneficio de toda la familia humana. Nos mueve a la práctica de la virtud y nos lleva al amor de los unos para con los otros, con el mayor respeto a las tradiciones religiosas distintas de las nuestras.

Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica ha dado especial relieve a la importancia del diálogo y la colaboración con los miembros de otras religiones. Y para que sea fecundo, es necesario que haya reciprocidad en cuantos dialogan y en los seguidores de otras religiones. En concreto, pienso en la situación de algunas partes del mundo donde la colaboración y el diálogo interreligioso necesita del respeto recíproco, la libertad para poder practicar la propia religión y participar en actos públicos de culto, así como la libertad de seguir la propia conciencia sin sufrir ostracismo o persecución, incluso después de la conversión de una religión a otra. Establecido dicho respeto y apertura, la gente de todas las religiones trabajarán juntos de manera efectiva por la paz y el entendimiento mutuo, y serán así un testimonio convincente ante el mundo.

Este tipo de diálogo necesita llevarse a cabo en distintos niveles y no se debería limitar a discusiones formales. El diálogo de vida implica sencillamente vivir uno junto al otro y aprender el uno del otro de tal forma que se crezca en el conocimiento y el respeto recíproco. El diálogo de acción nos reúne en formas concretas de colaboración, y aplicamos nuestra dimensión religiosa a la tarea de la promoción del desarrollo humano integral, trabajando por la paz, la justicia y la utilización de la creación. Este tipo de diálogo puede incluir la búsqueda conjunta de maneras de defender la vida humana en todas sus etapas y también la manera de asegurar que no se excluya de la vida social la dimensión religiosa de individuos y comunidades. Después, en el ámbito de las conversaciones formales, existe no sólo la necesidad de coloquios teológicos, sino también la de compartir nuestra riqueza espiritual, hablando sobre nuestra experiencia de oración y contemplación y expresando la alegría mutua del encuentro con el amor divino. En este contexto, me alegra ver tantas iniciativas positivas emprendidas en este país para promover este diálogo en distintos niveles. Como los Obispos católicos de Inglaterra y Gales han subrayado en su reciente documento: “Encontrar a Dios en el amigo y en el desconocido”, el esfuerzo por reunir de manera amistosa a los miembros de otras religiones se está convirtiendo en parte natural de la misión de la Iglesia local (cf. n. 228), un aspecto característico del panorama religioso de esta nación.

Queridos amigos, al concluir mi reflexión, deseo aseguraros que la Iglesia católica sigue por este camino de compromiso y diálogo en el genuino respeto hacia vosotros y vuestras creencias. Los católicos, en Inglaterra y en todo el mundo, seguirán trabajando para construir puentes de amistad con otras religiones, para sanar los errores del pasado y promover la confianza entre individuos y comunidades. Deseo reiteraros mi gratitud por vuestra acogida y por haber tenido la oportunidad de animaros a continuar con el diálogo con vuestros hermanos y hermanas cristianos. Invoco sobre todos la abundancia de las bendiciones divinas. Muchísimas gracias.



VISITA FRATERNA AL ARZOBISPO DE CANTERBURY

Viernes 17 de septiembre de 2010

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Lambeth Palace (London Borough of Richmond)



Vuestra Gracia:

Me complace poder corresponder a la cortesía de las visitas que me ha hecho en Roma con una visita fraterna aquí, en su residencia oficial. Le doy las gracias por su invitación y por la hospitalidad que tan generosamente me ha brindado. Saludo también a los Obispos anglicanos llegados de diferentes partes del Reino Unido, a mis hermanos Obispos de las Diócesis Católicas de Inglaterra, Gales y Escocia, y a los asesores ecuménicos presentes.

Vuestra Gracias se ha referido al histórico encuentro que tuvo lugar en la catedral de Canterbury, hace casi treinta años, entre dos de nuestros predecesores, el Papa Juan Pablo II y el arzobispo Robert Runcie. Allí, en el mismo lugar donde Santo Tomás de Canterbury dio testimonio de Cristo con el derramamiento de su sangre, rezaron juntos por el don de la unidad entre los seguidores de Cristo. Continuamos hoy orando por este don, conscientes de que la unidad que Cristo deseó fervientemente para sus discípulos sólo llegará en respuesta a la oración, a través de la acción del Espíritu Santo, que renueva sin cesar a la Iglesia y la conduce a la plenitud de la verdad.

No es mi intención hablar hoy de las dificultades que el camino ecuménico ha encontrado y sigue encontrando. Dichas dificultades son bien conocidas por todos los presentes. Más bien, quiero unirme a ustedes en acción de gracias por la profunda amistad que ha crecido entre nosotros y por el notable progreso llevado a cabo en muchos ámbitos del diálogo durante los cuarenta años transcurridos desde que la Comisión Internacional Anglicano-Católica comenzó su labor. Encomendemos los frutos de ese trabajo al Señor de la mies, confiando en que bendiga nuestra amistad con un crecimiento significativo adicional.

El contexto del diálogo entre la Comunión Anglicana y la Iglesia Católica ha evolucionado de forma espectacular desde la reunión privada entre el Papa Juan XXIII y el Arzobispo Geoffrey Fisher en 1960. Por un lado, la cultura que nos rodea se distancia cada vez más de sus raíces cristianas, a pesar de una profunda e intensa hambre de espiritualidad. Por otro lado, la creciente dimensión multicultural de la sociedad, especialmente marcada en este país, trae consigo la oportunidad de encontrar otras religiones. Para los cristianos, esto nos abre la posibilidad de explorar, junto a los miembros de otras tradiciones religiosas, formas de dar testimonio de la dimensión trascendente de la persona humana y de la vocación universal a la santidad, poniendo en práctica la virtud en nuestra vida personal y social. La cooperación ecuménica en esta tarea sigue siendo esencial, y ciertamente dará frutos en la promoción de la paz y la armonía en un mundo que, con tanta frecuencia, corre el riesgo de fragmentarse.

Al mismo tiempo, los cristianos nunca debemos vacilar en proclamar nuestra fe en la unicidad de la salvación que nos ha ganado Cristo, y en explorar juntos una comprensión más profunda de los medios que Él nos ha dado para alcanzar dicha salvación. Dios «quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (
1Tm 2,4), y la verdad no es otra que Jesucristo, Hijo eterno del Padre, quien reconcilió consigo todas las cosas con la fuerza de su Cruz. Fieles a la voluntad del Señor, tal como se expresa en este pasaje de la Primera Carta de San Pablo a Timoteo, reconocemos que la Iglesia está llamada a ser inclusiva, pero nunca a expensas de la verdad cristiana. En esto radica el dilema que afrontan cuantos están sinceramente comprometidos con el camino ecuménico.

En la figura de John Henry Newman, que será beatificado el domingo, celebramos a un pastor, cuya visión eclesial creció con su formación anglicana y maduró durante sus muchos años como ministro ordenado en la Iglesia de Inglaterra. Él nos enseña las virtudes que exige el ecumenismo: por un lado, seguía su conciencia, aun con gran sacrificio personal; y por otro, el calor de su constante amistad con sus antiguos compañeros le condujo a investigar con ellos, con un espíritu verdaderamente conciliador, las cuestiones sobre las que diferían, impulsado por un profundo anhelo de unidad en la fe.

Vuestra Gracia, con ese mismo espíritu de amistad, renovemos nuestra determinación de buscar la unidad en la fe, la esperanza y la caridad, de acuerdo con la voluntad de Jesucristo, nuestro único Señor y Salvador.

Con estos sentimientos, me despido de vosotros. Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros (cf. 2Co 13,13).




ENCUENTRO CON REPRESENTANTES DE LA SOCIEDAD BRITÁNICA

Viernes 17 de septiembre de 2010


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Westminster Hall - City of Westminster


Señor Orador:

Gracias por sus palabras de bienvenida en nombre de esta distinguida asamblea. Al dirigirme a ustedes, soy consciente del gran privilegio que se me ha concedido de poder hablar al pueblo británico y a sus representantes en Westminster Hall, un edificio de significación única en la historia civil y política del pueblo de estas islas. Permítanme expresar igualmente mi estima por el Parlamento, presente en este lugar desde hace siglos y que ha tenido una profunda influencia en el desarrollo de los gobiernos democráticos entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y en el mundo de habla inglesa en general. Vuestra tradición jurídica —“common law”— sirve de base a los sistemas legales de muchos lugares del mundo, y vuestra visión particular de los respectivos derechos y deberes del Estado y de las personas, así como de la separación de poderes, siguen inspirando a muchos en todo el mundo.

Al hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables hombres y mujeres que durante siglos han participado en los memorables acontecimientos vividos entre estos muros y que han determinado las vidas de muchas generaciones de británicos y de otras muchas personas. En particular, quisiera recordar la figura de Santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un “buen servidor”, pues eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó Moro en aquellos tiempos difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de reflexionar brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso político.

La tradición parlamentaria de este país debe mucho al instinto nacional de moderación, al deseo de alcanzar un genuino equilibrio entre las legítimas reivindicaciones del gobierno y los derechos de quienes están sujetos a él. Mientras se han dado pasos decisivos en muchos momentos de vuestra historia para delimitar el ejercicio del poder, las instituciones políticas de la nación se han podido desarrollar con un notable grado de estabilidad. En este proceso, Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común.

Con todo, las cuestiones fundamentales en juego en la causa de Tomás Moro continúan presentándose hoy en términos que varían según las nuevas condiciones sociales. Cada generación, al tratar de progresar en el bien común, debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia.

La reciente crisis financiera global ha mostrado claramente la inadecuación de soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos problemas sociales y éticos. Es opinión ampliamente compartida que la falta de una base ética sólida en la actividad económica ha contribuido a agravar las dificultades que ahora están padeciendo millones de personas en todo el mundo. Ya que “toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral” (Caritas in veritate ), igualmente en el campo político, la dimensión ética de la política tiene consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorar. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en uno de los logros particularmente notables del Parlamento Británico: la abolición del tráfico de esclavos. La campaña que condujo a promulgar este hito legislativo estaba edificada sobre firmes principios éticos, enraizados en la ley natural, y brindó una contribución a la civilización de la cual esta nación puede estar orgullosa.

Así que, el punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe —el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas— necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.

116 En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen —paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación— que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de la vida nacional.

Vuestra disposición a actuar así ya está implícita en la invitación sin precedentes que se me ha brindado hoy. Y se ve reflejada en la preocupación en diversos ámbitos en los que vuestro gobierno trabaja con la Santa Sede. En el ámbito de la paz, ha habido conversaciones para la elaboración de un tratado internacional sobre el comercio de armas; respecto a los derechos humanos, la Santa Sede y el Reino Unido se han congratulado por la difusión de la democracia, especialmente en los últimos sesenta y cinco años; en el campo del desarrollo, se ha colaborado en la reducción de la deuda, en el comercio justo y en la ayuda al desarrollo, especialmente a través del International Finance Facility, del International Immunization Bond, y del Advanced Market Commitment. Igualmente, la Santa Sede tiene interés en colaborar con el Reino Unido en la búsqueda de nuevas vías de promoción de la responsabilidad medioambiental, en beneficio de todos.

Observo asimismo que el Gobierno actual compromete al Reino Unido a asignar el 0,7% de la renta nacional a la ayuda al desarrollo hasta el año 2013. En los últimos años, ha sido alentador percibir signos positivos de un crecimiento mundial de la solidaridad hacia los pobres. Sin embargo, para concretar esta solidaridad en acciones eficaces se requieren nuevas ideas que mejoren las condiciones de vida en muchas áreas importantes, tales como la producción de alimentos, el agua potable, la creación de empleo, la educación, el apoyo a las familias, sobre todo emigrantes, y la atención sanitaria básica. Donde hay vidas humanas de por medio, el tiempo es siempre limitado: el mundo ha sido también testigo de los ingentes recursos que los gobiernos pueden emplear en el rescate de instituciones financieras consideradas “demasiado grandes para que fracasen”. Desde luego, el desarrollo humano integral de los pueblos del mundo no es menos importante. He aquí una empresa digna de la atención mundial, que es en verdad “demasiado grande para que fracase”.

Esta visión general de la cooperación reciente entre el Reino Unido y la Santa Sede muestra cuánto progreso se ha realizado en los años transcurridos desde el establecimiento de relaciones diplomáticas bilaterales, promoviendo en todo el mundo los muchos valores fundamentales que compartimos. Confío y rezo para que esta relación continúe dando frutos y que se refleje en una creciente aceptación de la necesidad de diálogo y de respeto en todos los niveles de la sociedad entre el mundo de la razón y el mundo de la fe. Estoy convencido de que, también dentro de este país, hay muchas áreas en las que la Iglesia y las autoridades públicas pueden trabajar conjuntamente por el bien de los ciudadanos, en consonancia con la histórica costumbre de este Parlamento de invocar la asistencia del Espíritu sobre quienes buscan mejorar las condiciones de toda la humanidad. Para que dicha cooperación sea posible, las entidades religiosas —incluidas las instituciones vinculadas a la Iglesia católica— necesitan tener libertad de actuación conforme a sus propios principios y convicciones específicas basadas en la fe y el magisterio oficial de la Iglesia. Así se garantizarán derechos fundamentales como la libertad religiosa, la libertad de conciencia y la libertad de asociación. Los ángeles que nos contemplan desde el espléndido cielo de este antiguo salón nos recuerdan la larga tradición en la que la democracia parlamentaria británica se ha desarrollado. Nos recuerdan que Dios vela constantemente para guiarnos y protegernos; y, a su vez, nos invitan a reconocer la contribución vital que la religión ha brindado y puede seguir brindando a la vida de la nación.

Señor Orador, le agradezco una vez más la oportunidad que me ha brindado de poder dirigirme brevemente a esta distinguida asamblea. Les aseguro mis mejores deseos y mis oraciones por ustedes y por los fructuosos trabajos de las dos Cámaras de este antiguo Parlamento. Gracias y que les Dios bendiga a todos ustedes.





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