Discursos 2010 122


A LOS ALUMNOS DE LA ESCUELA PONTIFICIA PABLO VI DE LAS MAESTRAS PÍAS FILIPINAS

Jueves 23 de septiembre de 2010

123
Patio del palacio pontificio de Castelgandolfo



Queridos niños;
queridos maestros;
queridos padres;
queridos amigos:

Bienvenidos aquí, al palacio, a la casa del Papa. Me alegra muchísimo acogeros por fin y ver esta Escuela pontificia Pablo VI de las Hermanas Maestras Pías Filipinas, para estar con vosotros al menos un rato. Espiritualmente estamos siempre juntos, aquí, en este hermoso Castelgandolfo, pero ahora también os puedo ver y me siento muy feliz.

Queridos niños, vosotros vais a la escuela, aprendéis naturalmente, y he pensado que han pasado 77 años desde que yo comencé a ir al colegio. Estaba en un pequeño pueblo de 300 almas, un poco «detrás de la luna», se diría; sin embargo, aprendimos lo esencial. Sobre todo aprendimos a leer y escribir, y pienso que es algo grande poder escribir y leer, porque así podemos conocer el pensamiento de los demás, leer los periódicos, los libros; podemos conocer todo lo que se ha escrito hace dos mil años o incluso hace más tiempo; podemos conocer los continentes espirituales del mundo y comunicarnos; y sobre todo hay algo extraordinario: Dios ha escrito un libro, es decir, nos ha hablado a los hombres y ha encontrado a personas que han escrito el libro con la Palabra de Dios, de modo que, leyéndolo, también podemos leer lo que Dios nos dice. Y esto es muy importante: aprender en la escuela todas las cosas necesarias para la vida y aprender también a conocer a Dios, conocer a Jesús y así conocer cómo se vive bien. En la escuela encontráis a muchos amigos y es hermoso; así se forma una gran familia. Pero entre los grandes amigos, el primero que encontramos, que conocemos, debería ser Jesús, que es amigo de todos y que nos da realmente el camino de la vida.

Gracias por vuestra presencia, por vuestra alegría y os deseo lo mejor a todos.




Octubre de 2010


VISITA PASTORAL A PALERMO


ENCUENTRO CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS Y SEMINARISTAS

Domingo 3 de octubre de 2010

Catedral de Palermo



Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

En mi visita pastoral a vuestra tierra no podía faltar el encuentro con vosotros. Gracias por vuestra acogida. Me ha gustado el paralelismo que ha hecho el Arzobispo entre la belleza de la catedral y la del edificio de «piedras vivas» que sois vosotros. Sí, en este breve pero intenso momento con vosotros puedo admirar el rostro de la Iglesia, en la variedad de sus dones. Y, como Sucesor de Pedro, tengo la alegría de confirmaros en la única fe y en la profunda comunión que el Señor Jesucristo nos conquistó. Expreso a monseñor Paolo Romeo mi gratitud, que extiendo al obispo auxiliar. A vosotros, queridos presbíteros de esta archidiócesis y de todas las diócesis de Sicilia; a vosotros, queridos diáconos y seminaristas; y a vosotros, religiosos y religiosas, y laicos consagrados, dirijo mi saludo más cordial, y quiero hacerlo llegar a todos los hermanos y hermanas de Sicilia, de modo especial a quienes están enfermos o son muy ancianos.

La adoración eucarística, que hemos tenido la gracia y la alegría de compartir, nos ha revelado y nos ha hecho percibir el sentido profundo de lo que somos: miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Postrado delante de Jesús, aquí entre vosotros, le he pedido que inflame vuestro corazón con su caridad, para que así, configurados a él, podáis imitarlo en la más completa y generosa entrega a la Iglesia y a los hermanos.

124 Queridos sacerdotes, quiero dirigirme ante todo a vosotros. Sé que trabajáis con celo e inteligencia, sin escatimar energías. El Señor Jesús, a quien habéis consagrado la vida, está con vosotros. Sed siempre hombres de oración, para ser también maestros de oración. Que vuestras jornadas estén marcadas por los tiempos de la oración, durante los cuales, siguiendo el modelo de Jesús, os detenéis en una conversación regeneradora con el Padre. No es fácil mantenerse fieles a estas citas diarias con el Señor, sobre todo hoy que el ritmo de la vida se ha vuelto frenético y las ocupaciones absorben en medida cada vez mayor. Sin embargo, debemos convencernos de que el momento de la oración es fundamental, pues en ella actúa con más eficacia la gracia divina, dando fecundidad al ministerio. Nos apremian muchas cosas, pero si no estamos interiormente en comunión con Dios no podemos dar nada ni siquiera a los demás. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para «estar con él» (cf. Mc 3,14).

El concilio Vaticano II afirma a propósito de los sacerdotes: «Su verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la comunidad eucarística» (Lumen gentium LG 28). La Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana. Queridos hermanos sacerdotes, ¿podemos decir que lo es para nosotros, para nuestra vida sacerdotal? ¿Con cuánto esmero nos preparamos a la santa misa, para celebrarla o para permanecer en adoración? ¿Nuestras iglesias son verdaderamente «casa de Dios», donde su presencia atrae a la gente, que lamentablemente hoy siente a menudo la ausencia de Dios?

El sacerdote encuentra siempre, y de manera inmutable, la fuente de su identidad en Cristo Sacerdote. No es el mundo el que fija nuestro estatuto, según las necesidades y las concepciones de las funciones sociales. El sacerdote está marcado por el sello del sacerdocio de Cristo, para participar en su función de único Mediador y Redentor. En virtud de este vínculo fundamental se abre al sacerdote el campo inmenso del servicio de las almas, para su salvación en Cristo y en la Iglesia. Un servicio que debe estar completamente inspirado por la caridad de Cristo. Dios quiere que todos los hombres se salven, que nadie se pierda. Decía el santo cura de Ars: «El sacerdote siempre debe estar preparado para responder a las necesidades de las almas. No es para sí mismo, sino para vosotros». El sacerdote es para los fieles: los anima y los sostiene en el ejercicio del sacerdocio común de los bautizados, en su camino de fe, en cultivar la esperanza, en vivir la caridad, el amor de Cristo. Queridos sacerdotes, prestad siempre especial atención también al mundo juvenil. Como dijo en esta tierra el venerable Juan Pablo II, abrid de par en par las puertas de vuestras parroquias a los jóvenes, para que puedan abrir las puertas de su corazón a Cristo. Que nunca las encuentren cerradas.

El sacerdote no puede estar lejos de las preocupaciones diarias del pueblo de Dios; más aún, debe estar muy cerca, pero como sacerdote, siempre en la perspectiva de la salvación y del reino de Dios. Él es testigo y dispensador de una vida distinta de la terrena (cf. Presbyterorum ordinis PO 3). Es portador de una esperanza fuerte, de una «esperanza fiable», la de Cristo, con la cual podemos afrontar el presente, aunque a menudo sea fatigoso (cf. Spe salvi ). Para la Iglesia es esencial que se salvaguarde la identidad del sacerdote, con su dimensión «vertical». La vida y la personalidad de san Juan María Vianney, y también de tantos santos de vuestra tierra, como san Aníbal María di Francia, el beato Santiago Cusmano o el beato Francisco Spoto, son una demostración particularmente iluminadora y vigorosa de esa identidad.

La Iglesia de Palermo ha recordado recientemente el aniversario del bárbaro asesinato de don Giuseppe Puglisi, perteneciente a este presbiterio, al que mató la mafia. Tenía un corazón que ardía de auténtica caridad pastoral; en su celoso ministerio dio amplio espacio a la educación de los muchachos y de los jóvenes, y a la vez trabajó para que cada familia cristiana viviera su vocación fundamental de primera educadora de la fe de los hijos. El mismo pueblo encomendado a su solicitud pastoral pudo saciarse de la riqueza espiritual de este buen pastor, cuya causa de beatificación está en curso. Os exhorto a conservar viva memoria de su fecundo testimonio sacerdotal imitando su ejemplo heroico.

Con gran afecto me dirijo también a vosotros, que en varias formas e institutos vivís la consagración a Dios en Cristo y en la Iglesia. Un saludo particular a los monjes y monjas de clausura, cuyo servicio de oración es tan precioso para la comunidad eclesial. Queridos hermanos y hermanas, continuad siguiendo a Jesús sin componendas, como propone el Evangelio, dando así testimonio de la belleza de ser cristianos de manera radical. A vosotros en particular os corresponde mantener viva en los bautizados la conciencia de las exigencias fundamentales del Evangelio. De hecho, vuestra presencia y vuestro estilo infunden en la comunidad eclesial un valioso impulso hacia la «medida alta» de la vocación cristiana; es más, podríamos decir que vuestra existencia constituye una predicación, bastante elocuente, aunque a menudo silenciosa. Vuestro estilo de vida, amados hermanos, es antiguo y siempre nuevo, pese a la disminución del número y de las fuerzas. Pero tened fe: nuestros tiempos no son los de Dios y de su providencia. Es necesario orar y crecer en la santidad personal y comunitaria. Luego el Señor provee.

Con afecto de predilección os saludo a vosotros, queridos seminaristas, y os exhorto a responder con generosidad a la llamada del Señor y a las expectativas del pueblo de Dios, creciendo en la identificación con Cristo, el sumo sacerdote, preparándoos a la misión con una sólida formación humana, espiritual, teológica y cultural. El seminario es muy importante para vuestro futuro porque, mediante una experiencia completa y un trabajo paciente, os lleva a ser pastores de almas y maestros de fe, ministros de los santos misterios y portadores de la caridad de Cristo. Vivid con empeño este tiempo de gracia y conservad en el corazón la alegría y el impulso del primer momento de la llamada y de vuestro «sí», cuando, respondiendo a la voz misteriosa de Cristo, disteis un viraje decisivo a vuestra vida. Sed dóciles a las directrices de los superiores y de los responsables de vuestro crecimiento en Cristo y aprended de él el amor a cada hijo de Dios y de la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestro afecto y os aseguro mi recuerdo en la oración, para que prosigáis con impulso renovado y con esperanza fuerte el camino de adhesión fiel a Cristo y de generoso servicio a la Iglesia. Que os asista siempre la Virgen María, Madre nuestra; os protejan santa Rosalía y todos los santos patronos de esta tierra de Sicilia; y os acompañe también la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros y a vuestras comunidades.




ENCUENTRO CON LOS JÓVENES Y LAS FAMILIAS

Domingo 3 de octubre de 2010

Plaza Politeama de Palermo





125 Queridos jóvenes y queridas familias de Sicilia:

Os saludo con gran afecto y alegría. Gracias por vuestra alegría y por vuestra fe. Este encuentro con vosotros es el último de mi visita de hoy a Palermo, pero en cierto sentido es el encuentro central, pues es la ocasión que ha propiciado el motivo para invitarme: vuestro encuentro regional de jóvenes y familias. Por eso, hoy debo comenzar por aquí, por este acontecimiento; y lo hago ante todo dando las gracias a monseñor Mario Russotto, obispo de Caltanissetta, delegado para la pastoral juvenil y familiar en el ámbito regional, y a los dos jóvenes Giorgia y David. Vuestro saludo, queridos amigos, ha sido más que un saludo: ha sido compartir la fe y la esperanza. Os lo agradezco de corazón. El Obispo de Roma va a todas partes para confirmar a los cristianos en la fe, pero a su vez vuelve a casa confirmado por vuestra fe, vuestra alegría y vuestra esperanza.

Así pues, jóvenes y familias. Debemos tomar en serio esta combinación, el hecho de reunirnos, que no puede ser sólo ocasional o funcional. Tiene un sentido, un valor humano, cristiano, eclesial. Y no quiero partir de un razonamiento, sino de un testimonio, una historia vivida y muy actual. Creo que todos sabéis que el pasado sábado 25 de septiembre, en Roma, fue proclamada beata una muchacha italiana llamada Chiara, Chiara Badano. Os invito a conocerla: su vida fue breve, pero es un mensaje estupendo. Chiara nació en 1971 y murió en 1990, a causa de una enfermedad incurable. Diecinueve años llenos de vida, de amor y de fe. Dos años, los últimos, llenos también de dolor, pero siempre en el amor y en la luz, una luz que irradiaba a su alrededor y que brotaba de dentro: de su corazón lleno de Dios. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo puede una muchacha de 17 ó 18 años vivir un sufrimiento así, humanamente sin esperanza, difundiendo amor, serenidad, paz, fe? Evidentemente se trata de una gracia de Dios, pero esta gracia también fue preparada y acompañada por la colaboración humana: la colaboración de la propia Chiara, ciertamente, pero también de sus padres y de sus amigos.

Ante todo, los padres, la familia. Hoy quiero subrayarlo de modo particular. Los padres de la beata Chiara Badano viven, estuvieron en Roma para la beatificación —yo mismo me encontré personalmente con ellos— y son testigos del hecho fundamental, que lo explica todo: su hija rebosaba de la luz de Dios. Y esta luz, que viene de la fe y del amor, ellos fueron los primeros en encenderla: su papá y su mamá encendieron en el alma de su hija la llama de la fe y ayudaron a Chiara a mantenerla siempre encendida, incluso en los momentos difíciles del crecimiento y sobre todo en la prueba grande y larga del sufrimiento, como sucedió también a la venerable María Carmelina Leone, que falleció a los 17 años. Este, queridos amigos, es el primer mensaje que quiero dejaros: la relación entre padres e hijos, como sabéis, es fundamental; pero no sólo por una buena tradición, que para los sicilianos es muy importante. Es algo más, que Jesús mismo nos enseñó: es la antorcha de la fe que se transmite de generación en generación; la llama que está presente también en el rito del Bautismo, cuando el sacerdote dice: «Recibe la luz de Cristo…, signo pascual…, llama que debes alimentar siempre».

La familia es fundamental porque allí brota en el alma humana la primera percepción del sentido de la vida. Brota en la relación con la madre y con el padre, los cuales no son dueños de la vida de sus hijos, sino los primeros colaboradores de Dios para la transmisión de la vida y de la fe. Esto sucedió de modo ejemplar y extraordinario en la familia de la beata Chiara Badano; pero eso mismo sucede en numerosas familias. También en Sicilia existen espléndidos testimonios de jóvenes que han crecido como plantas hermosas, lozanas, después de haber brotado en la familia, con la gracia del Señor y la colaboración humana. Pienso en la beata Pina Suriano, en las venerables María Carmelina Leone y María Magno Magro, gran educadora; en los siervos de Dios Rosario Livatino, Mario Giuseppe Restivo, y en muchos otros jóvenes que conocéis. A menudo su actividad no es noticia, porque el mal hace más ruido, pero son la fuerza, el futuro de Sicilia. La imagen del árbol es muy significativa para representar al hombre. La Biblia la usa, por ejemplo, en los Salmos. El Salmo 1 dice: Dichoso el hombre que medita la ley del Señor, «como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón» (
Ps 1,3). Esta «acequia» puede ser el «río» de la tradición, el «río» de la fe del cual se saca la linfa vital. Queridos jóvenes de Sicilia, sed árboles que hunden sus raíces en el «río» del bien. No tengáis miedo de contrastar el mal. Juntos, seréis como un bosque que crece, quizá de forma silenciosa, pero capaz de dar fruto, de llevar vida y de renovar profundamente vuestra tierra. No cedáis a las instigaciones de la mafia, que es un camino de muerte, incompatible con el Evangelio, como tantas veces han dicho y dicen nuestros obispos.

El apóstol san Pablo retoma esta imagen en la carta a los Colosenses, donde exhorta a los cristianos a estar «enraizados y edificados en Cristo, fundados en la fe» (cf. Col 2,7). Vosotros, los jóvenes, sabéis que estas palabras son el tema de mi Mensaje para la Jornada mundial de la juventud del próximo año en Madrid. La imagen del árbol dice que cada uno de nosotros necesita un terreno fértil en el cual hundir sus raíces, un terreno rico en sustancias nutritivas que hacen crecer a la persona: son los valores, pero sobre todo son el amor y la fe, el conocimiento del verdadero rostro de Dios, la conciencia de que él nos ama infinitamente, con fidelidad y paciencia, hasta dar su vida por nosotros. En este sentido la familia es «pequeña Iglesia», porque transmite a Dios, transmite el amor de Cristo, en virtud del sacramento del Matrimonio. El amor divino que ha unido al hombre y a la mujer, y que los ha hecho padres, es capaz de suscitar en el corazón de los hijos la semilla de la fe, es decir, la luz del sentido profundo de la vida.

Así llegamos a otro pasaje importante, al que sólo puedo aludir: la familia, para ser «pequeña Iglesia», debe vivir bien insertada en la «gran Iglesia», es decir, en la familia de Dios que Cristo vino a formar. También de esto nos da testimonio la beata Chiara Badano, al igual que todos los jóvenes santos y beatos: junto con su familia de origen, es fundamental la gran familia de la Iglesia, que se encuentra y se experimenta en la comunidad parroquial, en la diócesis; para la beata Pina Suriano fue la Acción Católica —ampliamente presente en esta tierra—; para la beata Chiara Badano, el Movimiento de los Focolares; de hecho, los movimientos y las asociaciones eclesiales no se sirven a sí mismos, sino que sirven a Cristo y a la Iglesia.

Queridos amigos, conozco vuestras dificultades en el actual contexto social, que son las dificultades de los jóvenes y de las familias de hoy, en particular en el sur de Italia. Y conozco también el empeño con que tratáis de reaccionar y afrontar estos problemas, sostenidos por vuestros sacerdotes, que son para vosotros auténticos padres y hermanos en la fe, como lo fue don Pino Puglisi. Doy gracias a Dios por este encuentro, porque donde hay jóvenes y familias que eligen el camino del Evangelio, hay esperanza. Y vosotros sois signo de esperanza no sólo para Sicilia, sino para toda Italia. Yo os he traído un testimonio de santidad, y vosotros me ofrecéis el vuestro: los rostros de los numerosos jóvenes de esta tierra que han amado a Cristo con radicalidad evangélica; vuestros mismos rostros, como un mosaico. El mayor don que hemos recibido es: ser Iglesia, ser en Cristo signo e instrumento de unidad, de paz, de verdadera libertad. Nadie puede quitarnos esta alegría. Nadie puede quitarnos esta fuerza. ¡Ánimo, queridos jóvenes y familias de Sicilia! Sed santos. A ejemplo de María, nuestra Madre, poneos plenamente a disposición de Dios, dejaos plasmar por su Palabra y por su Espíritu, y seréis de nuevo, y cada vez más, sal y luz de esta amada tierra vuestra. Gracias.








CON OCASIÓN DE LA PRESENTACIÓN DE LAS CARTAS CREDENCIALES DE SU EXCELENCIA FERNANDO ZEGERS SANTA CRUZ,

NUEVO EMBAJADOR DE CHILE ANTE LA SANTA SEDE

Jueves 7 de octubre de 2010

Señor Embajador:

Me complace recibir a Vuestra Excelencia en este solemne acto en el que me hace entrega de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Chile ante la Santa Sede. Deseo expresarle mi más cordial bienvenida, al mismo tiempo que le agradezco las palabras de saludo de parte del Señor Presidente de la República, Doctor Sebastián Piñera Echenique, y de su Gobierno.

126 La presencia de Vuestra Excelencia en la Santa Sede me hace pensar con renovada viveza en un País que, aunque esté lejano geográficamente de aquí, lo llevo muy dentro de mi corazón, y muy especialmente después del terrible terremoto sufrido recientemente. Desde el primer momento, quise mostrar mi cercanía al pueblo chileno y, a través de la visita de mi Secretario de Estado, el Cardenal Tarcisio Bertone, hice llegar mi consuelo y esperanza a las víctimas, a sus familiares y a los numerosos damnificados, a quienes tengo muy presentes en mi oración. No me olvido tampoco de los mineros de la región de Atacama y sus seres queridos, por quienes rezo fervientemente.

A este respecto, quiero resaltar y valorar la unidad del pueblo chileno ante las desgracias, su respuesta tan generosa y solidaria cuando el sufrimiento arrecia, así como el esfuerzo inmenso que la Iglesia católica en Chile, muchas de cuyas comunidades han sido también duramente probadas por el seísmo, está realizando para intentar ayudar a quienes más lo necesitan.

Vuestra Excelencia comienza su misión ante la Santa Sede precisamente en el año en que Chile celebra el Bicentenario de su Independencia, lo cual me ofrece la ocasión para destacar una vez más el papel de la Iglesia en los acontecimientos más señalados de su País, así como en la consolidación de una identidad nacional propia, profundamente marcada por el sentimiento católico. Son muy numerosos los frutos que el Evangelio ha producido en esta bendita tierra. Frutos abundantes de santidad, de caridad, de promoción humana, de búsqueda constante de la paz y la convivencia. En este sentido, deseo recordar la celebración el año pasado del 25 aniversario de la firma del Tratado de paz y amistad con la hermana Nación Argentina que, con la mediación pontificia, puso fin al diferendo austral. Este Acuerdo histórico quedará para las generaciones futuras como un ejemplo luminoso del bien inmenso que la paz trae consigo, así como de la importancia de conservar y fomentar aquellos valores morales y religiosos que constituyen el tejido más íntimo del alma de un pueblo. No se puede pretender explicar el triunfo de ese anhelo de paz, de concordia y de entendimiento, si no se tiene en cuenta lo hondo que arraigó la semilla del Evangelio en el corazón de los chilenos. En este sentido, es importante, y más aún en las circunstancias actuales, en las que hay que hacer frente a tantos desafíos que amenazan la propia identidad cultural, favorecer especialmente entre los más jóvenes un sano orgullo, un renovado aprecio y revalorización de su fe, de su historia, su cultura, sus tradiciones y su riqueza artística, y de aquello que constituye el mejor y más rico patrimonio espiritual y humano de Chile.

En este contexto, quisiera subrayar que, si bien la Iglesia y el Estado son independientes y autónomos en su propio campo, ambos están llamados a desarrollar una colaboración leal y respetuosa para servir la vocación personal y social de las mismas personas (cf. Gaudium et spes
GS 76). En el cumplimiento de su misión específica de anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, la Iglesia busca responder a las expectativas y a los interrogantes de los hombres, apoyándose también en valores y principios éticos y antropológicos que están inscritos en la naturaleza del ser humano. Cuando la Iglesia alza su voz frente a los grandes retos y problemas actuales, como las guerras, el hambre, la pobreza extrema de tantos, la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural, o la promoción de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer y primera responsable de la educación de los hijos, no actúa por un interés particular o por principios que sólo pueden percibir los que profesan una determinada fe religiosa. Respetando las reglas de la convivencia democrática, lo hace por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona puede compartir con su recta razón (cf. Discurso al Presidente de la República italiana, 20 noviembre 2006).

A este respecto, el pueblo chileno sabe bien que la Iglesia en esa Nación colabora sincera y eficazmente, y desea seguir haciéndolo, en todo aquello que contribuya a la promoción del bien común, del justo progreso y de la pacífica y armónica convivencia de todos los que viven en esa hermosa tierra.

Señor Embajador, antes de concluir este encuentro, le manifiesto mis mejores deseos en el cumplimiento de su alta misión, al mismo tiempo que le aseguro la cordial acogida y disponibilidad por parte de mis colaboradores. Con estos sentimientos, invoco de corazón sobre usted, Excelencia, sobre su familia y los demás miembros de esa Misión Diplomática, así como sobre todo el amadísimo pueblo chileno y sus dirigentes, por intercesión de la Virgen del Carmen, la abundancia de las bendiciones divinas.






A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO INTERNACIONAL DE LA PRENSA CATÓLICA

Jueves 7 de octubre de 2010



Queridos hermanos en el episcopado;
ilustres señoras y señores:

Os acojo con alegría al término de las cuatro jornadas de intenso trabajo promovidas por el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales y dedicadas a la prensa católica. Os saludo cordialmente a todos vosotros —provenientes de 85 países—, que trabajáis en los periódicos, en los semanarios o en otras revistas y en las páginas web. Saludo al presidente del dicasterio, el arzobispo Claudio Maria Celli, a quien agradezco que se haya hecho intérprete de los sentimientos de todos, así como a los secretarios, al subsecretario, a todos los oficiales y al personal. Me alegra poder dirigiros unas palabras de aliento a seguir adelante, con renovadas motivaciones, con vuestro importante y cualificado compromiso.

El mundo de los medios de comunicación está sufriendo una profunda transformación también en su seno. El desarrollo de las nuevas tecnologías y, en particular, la multimedialidad generalizada, parecen poner en tela de juicio el papel de los medios más tradicionales y consolidados. Vuestro Congreso se detiene oportunamente a considerar el papel peculiar de la prensa católica. De hecho, una atenta reflexión sobre este campo, pone de relieve dos aspectos particulares: por un lado la especificidad del medio, la prensa, es decir, la palabra escrita y su actualidad y eficacia, en una sociedad que ha visto cómo se multiplicaban antenas, parabólicas y satélites, que se han convertido casi en los emblemas de un nuevo modo de comunicar en la era de la globalización. Por otro lado, la connotación «católica», con la responsabilidad que deriva de ser fieles a ella de modo explícito y substancial, mediante el empeño diario de recorrer el camino maestro de la verdad.

127 Los periodistas católicos deben buscar la verdad con mente y corazón apasionados, pero también con la profesionalidad de operadores competentes y dotados de medios adecuados y eficaces. Esto resulta todavía más importante en el actual momento histórico, que exige a la figura misma del periodista, como mediador de los flujos de información, un cambio profundo. Por ejemplo, en la comunicación hoy tiene un peso cada vez mayor el mundo de la imagen con el desarrollo de tecnologías siempre nuevas; pero si por una parte todo esto conlleva indudables aspectos positivos, por otra, la imagen también puede convertirse en independiente de la realidad, puede dar vida a un mundo virtual, con varias consecuencias, la primera de las cuales es el riesgo de la indiferencia respecto de lo verdadero. De hecho, las nuevas tecnologías, junto con los avances que aportan, pueden hacer que lo verdadero y lo falso sean intercambiables; pueden inducir a confundir lo real con lo virtual. Además, se puede presentar un acontecimiento, alegre o triste, como si fuera un espectáculo y no como ocasión de reflexión. La búsqueda de los caminos para una auténtica promoción del hombre pasa entonces a un segundo plano, porque el acontecimiento se presenta principalmente para suscitar emociones. Estos aspectos suenan como una alarma: invitan a considerar el peligro de que lo virtual aleje de la realidad y no estimule a la búsqueda de lo verdadero, de la verdad.

En ese contexto, la prensa católica está llamada, de modo nuevo, a expresar todas sus potencialidades y a dar razón día a día de su irrenunciable misión. La Iglesia dispone de un elemento facilitador, pues la fe cristiana tiene en común con la comunicación una estructura fundamental: el hecho de que el medio y el mensaje coinciden; de hecho, el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, es al mismo tiempo, mensaje de salvación y medio a través del cual la salvación se realiza. Y esto no es un simple concepto, sino una realidad accesible a todos, también a quienes, aun viviendo como protagonistas en la complejidad del mundo, son capaces de conservar la honradez intelectual propia de los «pequeños» del Evangelio. Además, la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, presente simultáneamente en todas partes, alimenta la capacidad de relaciones más fraternas y más humanas, proponiéndose como lugar de comunión entre los creyentes y a la vez como signo e instrumento de la vocación de todos a la comunión. Su fuerza es Cristo, y en su nombre «busca» al hombre por las calles del mundo para salvarlo del mysterium iniquitatis, que obra en él insidiosamente. La prensa evoca de manera más directa, respecto a cualquier otro medio de comunicación, el valor de la palabra escrita. La Palabra de Dios ha llegado a los hombres y se ha transmitido, también a nosotros, mediante un libro, la Biblia. La palabra sigue siendo el instrumento fundamental y, en cierto sentido, constitutivo de la comunicación: hoy se utiliza de varias formas, y también en la llamada «civilización de la imagen» conserva todo su valor.

A la luz de estas breves consideraciones, resulta evidente que el desafío comunicativo es muy arduo para la Iglesia y para cuantos comparten su misión. Los cristianos no pueden ignorar la crisis de fe que afecta a la sociedad o simplemente confiar en que el patrimonio de valores transmitido a lo largo de los siglos pasados pueda seguir inspirando y plasmando el futuro de la familia humana. La idea de vivir «como si Dios no existiera» se ha demostrado deletérea: el mundo necesita más bien vivir «como si Dios existiera», aunque no tenga la fuerza para creer; de lo contrario produce sólo un «humanismo inhumano».

Queridos hermanos y hermanas, quien trabaja en los medios de comunicación, si no quiere ser sólo «bronce que suena o címbalo que retiñe» (
1Co 13,1) —como diría san Pablo— debe tener fuerte en sí la opción de fondo que lo habilita a tratar las cosas del mundo poniendo siempre a Dios en el primer puesto de la escala de valores. Los tiempos que estamos viviendo, aunque tengan una carga notable de positividad, porque los hilos de la historia están en manos de Dios y su eterno designio se revela cada vez más, están marcados por muchas sombras. Vuestra tarea, queridos operadores de la prensa católica, es ayudar al hombre contemporáneo a orientarse hacia Cristo, único Salvador, y a mantener encendida en el mundo la llama de la esperanza, para vivir dignamente el presente y construir adecuadamente el futuro. Por esto, os exhorto a renovar constantemente vuestra elección personal por Cristo, alimentándoos de los recursos espirituales que la mentalidad mundana subestima, mientras que son muy valiosos, es más, indispensables. Queridos amigos, os aliento a proseguir en vuestro compromiso, nada fácil, y os acompaño con la oración, para que el Espíritu Santo haga que sea siempre provechoso. Mi bendición, llena de afecto y de gratitud, que imparto de buen grado, quiere abrazar a los aquí presentes y a cuantos trabajan en la prensa católica en todo el mundo.






A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO POR EL CONSEJO PONTIFICO PARA LOS TEXTOS LEGISLATIVOS

Sábado 9 de octubre de 2010

Sala Clementina



Señores cardenales;
venerados patriarcas;
arzobispos mayores;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales;
128 distinguidos operadores del derecho canónico oriental:

Con gran alegría os acojo al concluir el congreso con el que habéis querido oportunamente celebrar el vigésimo aniversario de la promulgación del Código de cánones de las Iglesias orientales. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por monseñor Francesco Coccopalmerio, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido también en nombre de los presentes. Expreso mi agradecimiento a la Congregación para las Iglesias orientales, al Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y al Pontificio Instituto Oriental, que han colaborado con el Consejo pontificio para los textos legislativos en la organización de este congreso. Deseo manifestar cordial aprecio a los relatores por la competente aportación científica a esta iniciativa eclesial.

A los veinte años de la promulgación del Código de cánones de las Iglesias orientales, queremos rendir homenaje a la intuición del venerable Juan Pablo II, el cual, en su solicitud para que las Iglesias orientales católicas «florezcan y desempeñen con renovado vigor apostólico la misión que les ha sido encomendada» (Orientalium Ecclesiarum
OE 1), quiso dotar a estas venerables Iglesias de un Código completo, común y adecuado a los tiempos. Así se cumplió «la constante voluntad de los Romanos Pontífices de promulgar dos Códigos, uno para la Iglesia latina y otro para las Iglesias orientales católicas» (Const. ap. Sacri canones). Al mismo tiempo, se reafirmó «con claridad la intención constante y firme del legislador supremo en la Iglesia respecto a la fiel custodia y diligente observancia de todos los ritos» (ib.).

Al Código de cánones de las Iglesias orientales siguieron otros dos importantes documentos del magisterio de Juan Pablo II: la carta encíclica Ut unum sint (1995) y la carta apostólica Orientale lumen (1995). Asimismo, no podemos olvidar el Directorio para la aplicación de los principios y las normas sobre el ecumenismo, publicado por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos (1993) y la Instrucción de la Congregación para las Iglesias orientales acerca de la aplicación de las prescripciones litúrgicas del Código (1996). En estos autorizados documentos del Magisterio diversos cánones del Código de cánones de las Iglesias orientales, así como del Código de derecho canónico casi textualmente son citados, comentados y aplicados a la vida de la Iglesia.

Este vigésimo aniversario no es sólo un acontecimiento conmemorativo para conservar su memoria, sino una ocasión providencial de verificación, a la que están llamadas ante todo las Iglesias orientales católicas sui iuris y sus instituciones, especialmente las jerarquías. Al respecto, la constitución apostólica Sacri canones ya preveía los ámbitos de verificación. Se trata de ver en qué medida el Código ha tenido efectivamente fuerza de ley para todas las Iglesias orientales católicas sui iuris y cómo se ha traducido a la actividad de la vida cotidiana de las Iglesias orientales; así como en qué medida la potestad legislativa de cada Iglesia sui iuris ha proveído a la promulgación del propio derecho particular, teniendo presentes las tradiciones de su propio rito, al igual que las disposiciones del concilio Vaticano II.

Las temáticas de vuestro congreso, articuladas en tres unidades: la historia, las legislaciones particulares y las perspectivas ecuménicas, marcan un itinerario bastante significativo para seguir en esta verificación. Debe partir de la conciencia de que el nuevo Código de cánones de las Iglesias orientales ha creado para los fieles orientales católicos una situación disciplinar en parte nueva, convirtiéndose en un buen instrumento para conservar y promover el propio rito entendido como «patrimonio litúrgico, teológico, espiritual y disciplinar, distinto por cultura y circunstancias históricas de pueblos, que se expresa en un modo de vivir la fe que es propio de cada Iglesia sui iuris» (can. CIC 28 § 1).

A este propósito, los sagrados cánones de la Iglesia antigua, que inspiran la codificación oriental vigente, estimulan a todas las Iglesias orientales a conservar su propia identidad, que es al mismo tiempo oriental y católica. Al mantener la comunión católica, las Iglesias orientales católicas no querían de ningún modo renegar de la fidelidad a su tradición. Como se ha recalcado varias veces, la ya realizada unión plena de las Iglesias orientales católicas con la Iglesia de Roma no debe conllevar para estas una disminución en la conciencia de su propia autenticidad y originalidad. Por tanto, conservar el patrimonio disciplinar común y alimentar las tradiciones propias, riqueza para toda la Iglesia, es una tarea de todas las Iglesias orientales católicas.

Esos mismos cánones sagrados de los primeros siglos de la Iglesia constituyen en gran medida el mismo y fundamental patrimonio de disciplina canónica que regula también a las Iglesias ortodoxas. Por tanto, las Iglesias orientales católicas pueden dar una peculiar y relevante contribución al camino ecuménico. Me alegra que en vuestro simposio hayáis tenido en cuenta este aspecto particular y os aliento a seguir estudiándolo, cooperando así al compromiso común de adherirse a la oración del Señor: «Que todos sean uno… para que el mundo crea…» (Jn 17,21).

Queridos amigos, en el ámbito del compromiso actual de la Iglesia por una nueva evangelización, el derecho canónico, como ordenamiento peculiar e indispensable del conjunto eclesial, no dejará de contribuir eficazmente a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo, si todos los componentes del pueblo de Dios saben interpretarlo sabiamente y aplicarlo fielmente. Por eso, como hizo el venerable Juan Pablo ii, exhorto a todos los amados hijos orientales «a observar los preceptos indicados con espíritu sincero y humilde voluntad, sin dudar lo más mínimo de que la Iglesias orientales proveerán del mejor modo posible al bien de las almas de los fieles cristianos con una renovada disciplina, y que siempre florecerán y cumplirán la función que se les ha encomendado bajo la protección de la gloriosa y bendita siempre virgen María, que con plena verdad es llamada Theotókos y que brilla como madre excelsa de la Iglesia universal» (Const. ap. Sacri canones).

Acompaño este deseo con la bendición apostólica, que os imparto a vosotros y a cuantos dan su contribución en los varios campos relacionados con el derecho canónico oriental.




Discursos 2010 122