
Discursos 2010 67
Explanada de Santuario de Fátima
Queridos peregrinos:
Todos juntos, con la vela encendida en la mano, semejáis un mar de luz en torno a esta sencilla capilla, levantada con amor para honrar a la Madre de Dios y Madre nuestra, a la que los pastorcillos vieron volver de la tierra al cielo como una estela de luz. Sin embargo, ni ella ni nosotros tenemos luz propia: la recibimos de Jesús. Su presencia en nosotros renueva el misterio y el recuerdo de la zarza ardiente, que en otro tiempo atrajo a Moisés en el monte Sinaí, y que no deja de seducir a los que se dan cuenta de una luz especial en nosotros, que arde sin consumirnos (cf. Ex 3,2-5). Por nosotros mismos no somos más que una mísera zarza, en la que, sin embargo, se ha posado la gloria de Dios. A Él sea la gloria y a nosotros la confesión humilde de nuestra nada y la adoración obediente de los designios divinos, que se cumplirán cuando “Dios lo será todo para todos” (1Co 15,28). La Virgen llena de gracia sirvió incomparablemente dichos designios: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Queridos peregrinos, imitemos a María haciendo resonar en nuestra vida su “hágase en mí”. Dios había ordenado a Moisés: “Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado” (Ex 3,5). Y así lo hizo; luego se puso nuevamente las sandalias para ir a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y guiarlo a la tierra prometida. No se trataba simplemente de poseer una parcela de terreno o del territorio nacional al que todo pueblo tiene derecho. En la lucha por la liberación de Israel y en su salida de Egipto, lo que destaca en primer lugar es, sobre todo, el derecho a la libertad para adorar, a la libertad de un culto propio. A lo largo de la historia del pueblo elegido, la promesa de la tierra acaba asumiendo cada vez más este significado: la tierra se da para que haya un lugar de obediencia, para que haya un espacio abierto a Dios.
68 En nuestro tiempo, cuando en vastas regiones de la tierra la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue, la prioridad más importante de todas es hacer presente a Dios en este mundo y facilitar a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que ha hablado en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en Cristo crucificado y resucitado. Queridos hermanos y hermanas, adorad en vuestros corazones a Cristo Señor (cf. 1P 3,15). No tengáis miedo de hablar de Dios y de mostrar sin complejos los signos de la fe, haciendo resplandecer a los ojos de vuestros contemporáneos la luz de Cristo que, como canta la Iglesia en la noche de la Vigilia Pascual, engendra a la humanidad como familia de Dios.
Hermanos y hermanas, en este lugar impresiona ver cómo tres niños se rindieron a la fuerza interior que los había invadido en las apariciones del Ángel y de la Madre del cielo. Aquí, donde tantas veces se nos ha pedido que recemos el Rosario, dejémonos atraer por los misterios de Cristo, los misterios del Rosario de María. El rezo del Rosario nos permite poner nuestros ojos y nuestro corazón en Jesús, como su Madre, modelo insuperable de contemplación del Hijo. Al meditar los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos, recitando las avemarías, contemplamos todo el misterio de Jesús, desde la Encarnación a la Cruz y la gloria de la Resurrección; contemplamos la íntima participación de María en este misterio y nuestra vida en Cristo hoy, que también está tejida de momentos de alegría y de dolor, de sombras y de luz, de contrariedades y de esperanzas. La gracia inunda nuestro corazón suscitando el deseo de un cambio de vida radical y evangélico, en comunión de vida y de destino con Cristo, de manera que podamos decir con San Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Ph 1,21).
Siento que me acompañan la devoción y el afecto de todos los fieles aquí reunidos y del mundo entero. Traigo conmigo las preocupaciones y las esperanzas de nuestro tiempo y los sufrimientos de la humanidad herida, los problemas del mundo, y vengo a ponerlos a los pies de Nuestra Señora de Fátima: Virgen Madre de Dios y Madre nuestra querida, intercede por nosotros ante tu Hijo, para que las familias de los pueblos, tanto aquellas que llevan el nombre de cristianas como las que todavía no conocen a su Salvador, vivan en paz y en concordia hasta que todas formen un solo Pueblo de Dios, a gloria de la santísima e indivisible Trinidad. Amén.
Iglesia de la Santísima Trinidad - Fátima
Queridísimos hermanos y amigos:
Habéis oído que Jesús dijo: “Anda, haz tu lo mismo” (Lc 10,37). Él nos invita a hacer nuestro el estilo del buen samaritano, cuyo ejemplo se acaba de proclamar, que se acerca a las situaciones en las que falta la ayuda fraterna. Y, ¿cuál es este estilo? “Es un «corazón que ve». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia” (Enc. Deus caritas est ). Así hizo el buen samaritano. Jesús no se limita a exhortar; como enseñan los Santos Padres, Él mismo es el Buen Samaritano, que se acerca a todo hombre y “cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio común, VIII) y lo lleva a la posada, que es la Iglesia, donde hace que lo cuiden, confiándolo a sus ministros y pagando personalmente de antemano lo necesario para su curación. “Anda, haz tu lo mismo”. El amor incondicional de Jesús que nos ha curado, deberá ahora, si queremos vivir con un corazón de buen samaritano, transformarse en un amor ofrecido gratuita y generosamente, mediante la justicia y la caridad.
Me complace encontrarme con vosotros en este lugar bendito, que Dios se eligió para recordar, por medio de Nuestra Señora, sus designios de amor misericordioso a la humanidad. Saludo con gran afecto a todos los aquí presentes, así como a las instituciones de las que forman parte, en la variedad de rostros unidos para profundizar en las cuestiones sociales y, sobre todo, en la práctica de la compasión hacia los pobres, los enfermos, los encarcelados, los que viven solos o abandonados, los discapacitados, los niños y ancianos, los emigrantes, los desempleados y quienes sufren necesidades que perturban su dignidad de personas libres. Gracias, Monseñor Carlos Azevedo, por el gesto de comunión y fidelidad a la Iglesia y al Papa, que ha querido ofrecerme, tanto en nombre de esta asamblea de la caridad, como de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, que preside, y que no cesa de animar esta gran siembra de buenas obras en todo Portugal. Conscientes de que, como Iglesia, no podemos brindar soluciones prácticas a cada problema concreto y, aunque desprovistos de todo tipo de poder, determinados a servir el bien común, estad dispuestos a ayudar y ofrecer los medios de salvación a todos.
Queridos hermanos y hermanas que trabajáis en el vasto mundo de la caridad, Cristo “nos revela que «Dios es amor» (1Jn 4,8) y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del amor está abierto a todos los hombres” (Gaudium et spes GS 38). El actual escenario de la historia es de crisis socioeconómica, cultural y espiritual, y pone de manifiesto la conveniencia de un discernimiento orientado por la propuesta creativa del mensaje social de la Iglesia. El estudio de su Doctrina Social, que asume la caridad como principio y fuerza principal, permitirá trazar un proceso de desarrollo humano integral que implique la profundidad del corazón y alcance una mayor humanización de la sociedad (cf. Enc. Caritas in veritate ). No se trata de un mero conocimiento intelectual, sino de una sabiduría que dé sabor y condimento, que ofrezca creatividad a las vías teóricas y prácticas para afrontar una crisis tan amplia y compleja. Que las instituciones de la Iglesia, junto con todas las organizaciones no eclesiales, mejoren la capacidad de conocimiento y orientación para una nueva y grandiosa dinámica, que lleve a “esa «civilización del amor», de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura” (ibíd., ).
En su dimensión social y política, esta diaconía de la caridad es propia de los fieles laicos, llamados a promover orgánicamente el bien común, la justicia y a configurar rectamente la vida social (cf. Enc. Deus caritas est, ). Una de las conclusiones pastorales de vuestras recientes reflexiones, es la de formar una nueva generación de dirigentes servidores. Atraer nuevos agentes laicos a este ámbito pastoral, merecerá ciertamente una especial solicitud por parte de los Pastores, atentos al porvenir. Quien aprende de Dios Amor será inevitablemente una persona para los demás. En efecto, “el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro” (Enc. Spe salvi ). Unidos a Cristo en su consagración al Padre, participamos de su compasión por las muchedumbres que reclaman justicia y solidaridad y, como el buen samaritano de la parábola, nos comprometemos a ofrecer respuestas concretas y generosas.
Con frecuencia, sin embargo, no es fácil lograr una síntesis satisfactoria entre la vida espiritual y la actividad apostólica. La presión ejercida por la cultura dominante, que presenta insistentemente un estilo de vida basado en la ley del más fuerte, en el lucro fácil y seductor, acaba por influir en nuestro modo de pensar, en nuestros proyectos y en el horizonte de nuestro servicio, con el riesgo de vaciarlos de aquella motivación de fe y esperanza cristiana que los había suscitado. Las numerosas e insistentes peticiones de ayuda y atención que nos presentan los pobres y marginados de la sociedad nos impulsan a buscar soluciones que respondan a la lógica de la eficacia, del resultado visible y de la publicidad. Queridos hermanos, la mencionada síntesis, sin embargo, es absolutamente necesaria para poder servir a Cristo en la humanidad que os espera. En este mundo dividido, se impone a todos una profunda y genuina unidad de corazón, de espíritu y de acción.
69 Entre tantas instituciones sociales al servicio del bien común, cercanas a las poblaciones necesitadas, se hallan las de la Iglesia católica. Es preciso que esté clara su orientación, para que tengan una identidad bien definida: en la inspiración de sus objetivos, en la elección de sus recursos humanos, en los métodos de actuación, en la calidad de sus servicios, en la gestión seria y eficaz de los medios. La identidad nítida de las instituciones es un servicio real, con grandes ventajas para los que se benefician de ellas. Además de la identidad y unido a ella, un elemento fundamental de la actividad caritativa cristiana es su autonomía e independencia de la política y de las ideologías (cf. Enc. Deus caritas est ), si bien en colaboración con los organismos del Estado para alcanzar fines comunes.
Vuestras actividades asistenciales, educativas o caritativas han de completarse con proyectos de libertad que promuevan al ser humano, buscando la fraternidad universal. Aquí se sitúa el compromiso urgente de los cristianos en la defensa de los derechos humanos, preocupados por la totalidad de la persona humana en sus diversas dimensiones. Expreso mi profundo reconocimiento a todas las iniciativas sociales y pastorales que tratan de luchar contra los mecanismos socio-económicos y culturales que favorecen el aborto; y también a las que fomentan la defensa de la vida, así como la reconciliación y atención a las personas heridas por el drama del aborto. Las iniciativas que tienden a salvaguardar los valores esenciales y primarios de la vida, desde su concepción, y de la familia, fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, ayudan a responder a algunos de los desafíos más insidiosos y peligrosos que hoy se presentan al bien común. Dichas iniciativas, junto a otras muchas formas de compromiso, son elementos esenciales para la construcción de la civilización del amor.
Todo esto está muy en sintonía con el mensaje de Nuestra Señora, que resuena en este lugar: la penitencia, la oración, el perdón en aras de la conversión de los corazones. Éste es el camino para edificar dicha civilización del amor, cuyas semillas puso Dios en el corazón de cada hombre y que la fe en Cristo salvador hace germinar.
Salón de Conferencias de la Casa Nuestra Señora del Carmen - Fátima
Venerados y queridos hermanos en el Episcopado:
Doy gracias a Dios por la oportunidad que me ha concedido de encontrarme con todos vosotros aquí, en el Santuario de Fátima, corazón espiritual de Portugal, donde multitudes de peregrinos, provenientes de los más diversos lugares de la tierra, buscan recuperar o fortalecer en sí mismos la certidumbre del Cielo. Entre ellos, ha venido de Roma el Sucesor de Pedro, acogiendo las reiteradas invitaciones y movido por una deuda de gratitud con la Virgen María, quien precisamente aquí ha transmitido a sus videntes y a los peregrinos un amor intenso por el Santo Padre, que fructifica en una vigorosa muchedumbre que reza con Jesús a la cabeza: Pedro, «yo he pedido por ti para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).
Como veis, el Papa necesita abrirse cada vez más al misterio de la Cruz, abrazándola como única esperanza y última vía para ganar y reunir en el Crucificado a todos sus hermanos y hermanas en humanidad. En obediencia a la Palabra de Dios, está llamado a vivir, no para sí mismo, sino para que Dios esté presente en el mundo. Me conforta la determinación con la que también vosotros me seguís de cerca, sin otro temor que el de perder la salvación eterna de vuestro pueblo, como muestran bien las palabras con las que Mons. Jorge Ortiga ha querido saludar mi llegada entre vosotros, y dar testimonio de la fidelidad incondicional de los Obispos de Portugal al Sucesor de Pedro. Os lo agradezco de corazón. Gracias también por todo el cuidado que habéis puesto en la organización de esta visita mía. Que Dios os lo pague derramando abundantemente el Espíritu Santo sobre vosotros y vuestras diócesis, para que, con un solo corazón y una sola alma, podáis llevar a cabo el cometido pastoral que os habéis propuesto de ofrecer a cada fiel una iniciación cristiana exigente y fascinante, que comunique la integridad de la fe y de la espiritualidad, enraizada en el Evangelio y formadora de agentes libres en medio de la vida pública.
Verdaderamente, los tiempos en que vivimos exigen una nueva fuerza misionera en los cristianos, llamados a formar un laicado maduro, identificado con la Iglesia, solidario con la compleja transformación del mundo. Se necesitan auténticos testigos de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes humanos donde el silencio de la fe es más amplio y profundo: entre los políticos, intelectuales, profesionales de los medios de comunicación, que profesan y promueven una propuesta monocultural, desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la vida. En dichos ámbitos, hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana. Entre tanto, queridos hermanos, quienes defienden con valor en estos ambientes un vigoroso pensamiento católico, fiel al Magisterio, han de seguir recibiendo vuestro estímulo y vuestra palabra esclarecedora, para vivir la libertad cristiana como fieles laicos.
Mantened viva en el escenario del mundo de hoy la dimensión profética, sin mordazas, porque «la palabra de Dios no está encadenada» (2Tm 2,9). Las gentes invocan la Buena Nueva de Jesucristo, que da sentido a sus vidas y salvaguarda su dignidad. En cuanto primeros evangelizadores, os será útil conocer y comprender los diversos factores sociales y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar eficazmente los recursos pastorales; pero lo decisivo es llegar a inculcar en todos los agentes de la evangelización un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu.
En efecto, cuando en opinión de muchos la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla acechada y ofuscada por «divinidades» y por los señores de este mundo, será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias a los valores cristianos. El llamamiento valiente a los principios en su integridad es esencial e indispensable; no obstante, el mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él. Me vienen a la mente aquellas palabras del Papa Juan Pablo II: «La Iglesia tiene necesidad sobre todo de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad entre los “fieles de Cristo”, porque de la santidad nace toda auténtica renovación de la Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y del seguimiento cristiano, una reactualización vital y fecunda del cristianismo en el encuentro con las necesidades de los hombres y una renovada forma de presencia en el corazón de la existencia humana y de la cultura de las naciones» (Discurso en el vigésimo aniversario de la promulgación del Decreto conciliar «Apostolicam actuositatem», 18 noviembre 1985). Alguno podría decir: «La Iglesia tiene necesidad de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad..., pero no los hay».
70 A este respecto, os confieso la agradable sorpresa que he tenido al encontrarme con los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Al observarlos, he tenido la alegría y la gracia de ver cómo, en un momento de fatiga de la Iglesia, en un momento en que se hablaba de «invierno de la Iglesia», el Espíritu Santo creaba una nueva primavera, despertando en jóvenes y adultos la alegría de ser cristianos, de vivir en la Iglesia, que es el Cuerpo vivo de Cristo. Gracias a los carismas, la radicalidad del Evangelio, el contenido objetivo de la fe, la corriente viva de su tradición se comunican de manera persuasiva y son acogidos como experiencia personal, como adhesión libre a todo lo que encierra el misterio de Cristo.
Naturalmente, es condición necesaria el que estas nuevas realidades quieran vivir en la Iglesia común, si bien con espacios en cierto modo reservados para su vida, de manera que ésta sea después fecunda para todos los demás. Quienes viven un carisma particular, han de sentirse fundamentalmente responsables de la comunión, de la fe común de la Iglesia, y deben someterse a la guía de los Pastores. Éstos son quienes han de asegurar la eclesialidad de los movimientos. Los Pastores no son sólo personas que ocupan un cargo, sino que ellos mismos son portadores de carismas, son responsables de la apertura de la Iglesia a la acción del Espíritu Santo. Nosotros, los Obispos, estamos ungidos por el Espíritu Santo en el sacramento y, por tanto, el sacramento nos asegura también la apertura a sus dones. De este modo, por un lado, hemos de sentir la responsabilidad de acoger estos impulsos que son un don para la Iglesia y le dan nueva vitalidad, pero, por otro, hemos de ayudar también a los movimientos a encontrar el camino justo, haciendo correcciones con comprensión, esa comprensión espiritual y humana que sabe aunar la guía, el reconocimiento y una cierta apertura y disponibilidad para aprender.
Decid o reiterad precisamente esto a vuestros presbíteros. En este Año Sacerdotal, que está llegando a su conclusión, descubrid de nuevo, queridos hermanos, la paternidad episcopal sobre todo respecto a vuestro clero. Se ha relegado a un segundo plano durante demasiado tiempo la responsabilidad de la autoridad como servicio para el crecimiento de los demás y, antes que nadie, de los sacerdotes. Ellos están llamados a servir en su ministerio pastoral integrados en una acción pastoral de comunión o de conjunto, como nos recuerda el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis: «Ningún presbítero, por tanto, puede realizar bien su misión de manera aislada e individualista, sino únicamente juntando sus fuerzas con otros presbíteros bajo la dirección de los que presiden la Iglesia» (n. PO 7). Esto no quiere decir volver al pasado, ni un simple retorno a los orígenes, sino recuperar el fervor de los orígenes, la alegría del comienzo de la experiencia cristiana, haciéndose acompañar por Cristo como los «discípulos de Emaús» el día de Pascua, dejando que su palabra nos encienda el corazón, que el «pan partido» abra nuestros ojos a la contemplación de su rostro. Sólo de este modo el fuego de su amor será suficientemente ardiente para impulsar a todo fiel cristiano a convertirse en dispensador de luz y de vida en la Iglesia y entre los hombres.
Antes de concluir, me gustaría pediros, como presidentes y ministros de la caridad en la Iglesia, que deis nuevo vigor en vosotros mismos y en vuestro entorno a sentimientos de misericordia y compasión, capaces de responder a situaciones de graves carencias en la sociedad. Que se instituyan organizaciones y se perfeccionen las ya existentes, para que puedan responder con creatividad a todas las pobrezas, incluida la de la falta de sentido de la vida y la ausencia de esperanza. Es muy loable el esfuerzo que hacéis para ayudar a las diócesis más necesitadas, especialmente en los países de habla portuguesa. Que las dificultades que ahora se hacen sentir mayormente no os debiliten en la lógica del don. Que siga siendo muy vivo en el País vuestro testimonio de profetas de justicia y de paz, defensores de los derechos inalienables de la persona, uniendo vuestra voz a la de los más débiles, a los que sabiamente habéis motivado a que tengan su propia voz, sin temer nunca levantar vuestra voz en favor de los oprimidos, los humillados y maltratados.
A la vez que os encomiendo a Nuestra Señora de Fátima, pidiéndole que os sostenga maternalmente en los retos que se os presentan, para que seáis promotores de una cultura y una espiritualidad de caridad y de paz, de esperanza y justicia, de fe y de servicio, os imparto de corazón la Bendición Apostólica, que se extiende a vuestros familiares y a vuestras comunidades diocesanas.
Palacio del Municipio de Oporto
Queridos hermanos y amigos:
Me siento feliz de encontrarme entre vosotros y os agradezco el recibimiento festivo y cordial que me habéis dispensando en Porto, la “Ciudad de la Virgen”. Confío a su protección materna vuestras vidas y vuestras familias, vuestras comunidades e instituciones al servicio del bien común, en particular, las universidades de esta ciudad cuyos estudiantes se han reunido aquí conmigo y me han manifestado su gratitud y su adhesión al magisterio del Sucesor de Pedro. Gracias por vuestra presencia y por el testimonio de vuestra fe. De nuevo, muchas gracias a todos los que han colaborado, de una u otra manera, en la preparación y realización de mi visita, para la que os habéis preparado, sobre todo, con la oración. Me hubiera gustado aceptar la invitación a prolongar mi permanencia en vuestra ciudad, pero no me es posible. Permitidme, por tanto, que me marche abrazando a todos afectuosamente en Cristo, nuestra Esperanza, a la vez que os imparto la bendición en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Aeropuerto internacional de Oporto
71 Señor Presidente de la República,
ilustrísimas Autoridades,
queridos hermanos en el Episcopado,
queridos amigos:
Llegado el final de mi visita, vuelvo a sentir en mi espíritu la intensidad de tantos momentos vividos en esta peregrinación a Portugal. Conservo en el alma la cordialidad de vuestra acogida afectuosa, el calor y la espontaneidad que han consolidado los vínculos de comunión en los encuentros con los grupos, el esfuerzo que ha supuesto la preparación y realización del programa pastoral previsto.
En este momento de despedida, expreso a todos mi más sincera gratitud: al Señor Presidente de la República, que desde que he llegado me ha honrado con su presencia, a mis hermanos Obispos con los que he renovado la profunda unión en el servicio al Reino de Cristo, al Gobierno y a todas las autoridades civiles y militares, que se han prodigado durante todo el viaje con manifiesta dedicación. Os deseo toda clase de bienes. Los medios de comunicación social me han permitido acercarme a muchas personas, a las que no me era posible ver de cerca. También a ellos les estoy muy agradecido.
En el momento de despedirme de vosotros, saludo a todos los portugueses, católicos o no, a los hombres y mujeres que viven aquí, aunque no hayan nacido aquí. Que no deje de crecer entre vosotros la concordia, que es esencial para una sólida cohesión, y camino obligado para afrontar con responsabilidad común los desafíos que tenéis por delante. Que esta gloriosa Nación siga manifestando su grandeza de alma, su profundo sentido de Dios, su apertura solidaria, guiada por principios y valores impregnados por el humanismo cristiano. En Fátima, he rezado por el mundo entero, pidiendo que el porvenir nos depare una mayor fraternidad y solidaridad, un mayor respeto recíproco y una renovada confianza y familiaridad con Dios, nuestro Padre que está en los cielos.
Con gozo he sido testigo de la fe y devoción de la comunidad eclesial portuguesa. He podido ver el entusiasmo de los niños y los jóvenes, la fiel adhesión de los presbíteros, diáconos y religiosos, la dedicación pastoral de los Obispos, el deseo expreso de buscar la verdad y la belleza en el mundo de la cultura, la creatividad de los trabajadores de la pastoral social, la fe vibrante de los fieles en las diócesis que he visitado. Deseo que mi visita sea un incentivo para un renovado ardor espiritual y apostólico. Que el Evangelio sea acogido en su integridad y testimoniado con pasión por cada discípulo de Cristo, para que sea fermento de auténtica renovación de toda la sociedad.
Por la intercesión de Nuestra Señora de Fátima, a la que invocáis con tanta confianza y firme amor, imploro de Dios que mi Bendición Apostólica, portadora de esperanza, paz y ánimo, descienda sobre Portugal y sobre todos sus hijos e hijas. Sigamos caminando en la esperanza. Adiós.
Excelencia:
72 Me alegra darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que la acreditan como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria de los Emiratos Árabes Unidos. En esta importante ocasión, le pido que transmita mis saludos a su alteza el jeque Califa Bin Zayed Al Nahayan. Le ruego que tenga la amabilidad de asegurarle mi gratitud por los buenos deseos que usted me acaba de expresar de su parte, y mis oraciones por su bienestar y el de todo el pueblo de los Emiratos.
Puesto que las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y los Emiratos Árabes Unidos se han entablado recientemente, su presencia aquí hoy como primera embajadora de su país ante la Santa Sede es un acontecimiento particularmente prometedor. El 15 de abril de 2008, durante una ceremonia conjunta con otros embajadores, el presidente de los Emiratos Árabes Unidos observó que el representante pontificio «cumple una misión especial, que consiste ante todo en preservar la fe en Dios y en promover el diálogo intercultural e interreligioso». La fe en Dios todopoderoso no puede menos de llevar al amor por el prójimo, como escribí recientemente, «el amor —caritas— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz» (Caritas in veritate ).
El amor de Dios y el respeto por la dignidad del prójimo son el motivo de la diplomacia de la Santa Sede y plasman la misión de la Iglesia católica al servicio de la comunidad internacional. La acción de la Iglesia en el ámbito de las relaciones diplomáticas promueve la paz, los derechos humanos y el desarrollo integral y, por tanto, se esfuerza por lograr el progreso auténtico de todas las personas, independientemente de su raza, color o credo. En efecto, toda la política, la cultura, la tecnología y el desarrollo van dirigidos a los hombres y mujeres, que son únicos por la naturaleza que Dios les ha dado. Reducir los objetivos de estos esfuerzos humanos sólo al provecho o a la conveniencia significaría correr el riesgo de perder la centralidad de la persona humana en su integridad como el bien primario que es preciso salvaguardar y valorar, puesto que el hombre es la fuente, el centro y la finalidad de toda la vida económica y social (cf. Caritas in veritate ). Por consiguiente, la Santa Sede y la Iglesia católica se preocupan de poner de relieve la dignidad del hombre a fin de mantener una visión clara y auténtica de la humanidad en la escena internacional y de aunar nuevas energías al servicio de lo que más favorece el desarrollo de los pueblos y las naciones.
Excelencia, los Emiratos Árabes Unidos, a pesar de las dificultades, han experimentado un notable crecimiento económico en los últimos años. En este contexto, su país ha acogido a centenares de miles de extranjeros que llegaban en busca de trabajo y de un futuro económico más seguro para ellos y para sus familias. Estas personas contribuyen a enriquecer el Estado, no sólo con su trabajo, sino también con su misma presencia, que es una oportunidad para un encuentro fecundo y positivo entre las grandes religiones, culturas y pueblos del mundo. La apertura de los Emiratos Árabes Unidos a estos trabajadores extranjeros requiere esfuerzos constantes a fin de reforzar las condiciones necesarias para una coexistencia pacífica y para el progreso social, y merece elogio. Deseo mencionar aquí con satisfacción que existen varias iglesias católicas construidas en terrenos concedidos por las autoridades públicas.
La Santa Sede desea fervientemente que esta cooperación continúe; más aún, que prospere, de acuerdo con las crecientes necesidades pastorales de la población católica que vive en el país. La libertad de culto contribuye significativamente al bien común y aporta armonía social a todas las sociedades en las que se practica. Le aseguro que los cristianos católicos presentes en su país desean contribuir al bienestar de su sociedad, vivir su vida en el temor de Dios y respetar la dignidad de todas las poblaciones y religiones.
Señora embajadora, a la vez que le expreso mis mejores deseos de éxito de su misión, le aseguro que los distintos dicasterios de la Curia romana están dispuestos a prestarle ayuda y apoyo en el cumplimiento de sus funciones. La Santa Sede desea sinceramente fortalecer las relaciones ahora felizmente instauradas con los Emiratos Árabes Unidos. Sobre usted, excelencia, sobre su familia y sobre todo el pueblo de los Emiratos, invoco de corazón abundantes bendiciones divinas.
Excelencia:
Me alegra darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Mongolia ante la Santa Sede. Le estoy muy agradecido por los saludos que me ha transmitido de parte del presidente Tsakhia Elbegdorj, y le ruego que le comunique mis mejores deseos para él y para todos los ciudadanos de su país. Mientras su nación celebra el 20° aniversario del establecimiento de la democracia, le expreso mi confianza en que los grandes progresos alcanzados en estos años sigan dando fruto en la consolidación de un orden social que promueva el bien común de sus ciudadanos, favoreciendo sus legítimas aspiraciones para el futuro.
Señor embajador, también aprovecho esta ocasión para manifestarle mi solidaridad y mi preocupación por las numerosas personas y familias que, el año pasado, sufrieron a causa del duro invierno y de los efectos de las lluvias torrenciales y de las inundaciones. Como usted ha observado justamente, las cuestiones medioambientales, especialmente las relacionadas con el cambio climático, son globales y es necesario afrontarlas a escala mundial.
Como usted ha señalado, excelencia, el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Mongolia y la Santa Sede, que tuvo lugar después de los grandes cambios sociales y políticos de hace dos décadas, es un signo del compromiso de su nación por un intercambio fecundo en el ámbito de la más amplia comunidad internacional. La religión y la cultura, en cuanto expresiones interrelacionadas de las más profundas aspiraciones espirituales de nuestra humanidad común, naturalmente sirven como incentivos al diálogo y a la cooperación entre los pueblos al servicio de la paz y de un desarrollo auténtico. En efecto, es preciso que el desarrollo humano auténtico tome en consideración todas las dimensiones de la persona y, por tanto, aspire a los bienes superiores, que respetan la naturaleza espiritual del hombre y su destino último (cf. Caritas in veritate ). Por esta razón, deseo expresar mi aprecio por el apoyo constante de su Gobierno a la hora de garantizar la libertad religiosa. La creación de una comisión encargada de la aplicación correcta de la ley y de proteger los derechos de conciencia y de libre ejercicio de la religión, es un reconocimiento de la importancia de los grupos religiosos en el tejido social y de su potencial para promover un futuro de armonía y prosperidad.
Discursos 2010 67