DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § VI. Jesús en Nazareth



§ VII. El sermón de la Montaña

37 Cuando recorría de esta suerte Jesús la Galilea, se hallaba Herodes Antipas con toda sa corte en Maqueronta, en la orilla occidental del mar Muerto, lo que revela la libertad que tenía el Salvador para proseguir sus predicaciones. «Acudía la multitud de la [306] Decápolis 551, de Jerusalén, de la Judea entera, de las provincias de Siria y de los confines marítimos de Tiro y Sidón, a oír su palabra y obtener la curación de las enfermedades corporales. Y todos procuraban tocarle, porque salía de él una virtud divina que daba la salud a todos 552. Viendo Jesús esta multitud inmensa, se dirigió al monte próximo de Cafarnaúm, sentose en él, rodeado de sus discípulos, y alzando los ojos al cielo, dijo: «¡Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos! ¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra! ¡Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados! ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos! ¡Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia! ¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios! ¡Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios! ¡Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos! Dichosos seréis cuando los hombres por causa mía os maldijeren y persiguieren y dijeren con mentira todo mal contra vosotros. Alegraos y regocijaos entonces, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros. Vosotros sois la sal de la tierra, y si la sal pierde su sabor ¿con qué cosa se hará salada? Para nada vale después sino para ser arrojada y pisada de las gentes. Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad edificada en un monte no puede ocultarse a los ojos del viajero. Ni se enciende la luz para ponerla debajo del celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos 553».

38. «No penséis que vine a destruir la doctrina de la Ley o de los Profetas; no vine a destruirla, sino a darle su cumplimiento y perfeccionarla. Porque en verdad os digo que antes faltarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse perfectamente cuanto contiene la ley hasta una sola jota o ápice de ella. Y así, el que violare [307] uno de estos mandamientos, aunque parezca el menor, y enseñare a los hombres a violarlo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos; pero el que los guardare y enseñare, ése será tenido por grande en el reino de los cielos. Porque os digo, que si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los Escribas y Fariseos, no entraréis en este divino reino. Se os ha enseñado el precepto impuesto a vuestros padres, a quienes se dijo: «No matarás, y el que matare será castigado de muerte por el Sanhedrín. Pero yo os digo más: quien quiera que tome ojeriza con su hermano, merecerá ser castigado con las penas que impone el Sanhedrín; y el que llamare raca a su hermano merecerá que le condene el Concilio; mas quien le llamase fatuo, será reo del fuego del infierno 554. Si, pues, al ir a llevar tu ofrenda al altar, te acordares de que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja tu ofrenda al pie del altar y ve antes a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda al Señor. Componte pronto con tu contrario cuando estés con él en el camino, no sea que el contrario te delate al juez y el juez te entregue al ministro y te pongan en la cárcel. En verdad te digo, no saldrás de allí [308] hasta que pagues el último óbolo 555. Habéis oído también que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo os digo más: Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón. Que si tu ojo derecho o tu mano derecha te sirve de escándalo o incita a pecar, sácate el uno y córtate la otra y, arrójalos lejos de ti 556. Porque más te importa que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. También se dijo a los antiguos: Cualquiera que despidiese a su mujer, dele carta de repudio 557; pero yo os digo, que todo aquel que repudiare a su mujer, sino es por causa de adulterio, la expone a ser adúltera, y el que se casare con la repudiada, comete adulterio 558».

39. «También habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No jurarás en falso por el nombre de Jehovah 559, antes bien cumplirás [309] tus juramentos hechos al Señor. Y os digo más: que de ningún modo juréis, ni por el cielo, porque es el trono de Dios 560; ni por la tierra, porque es la peana de sus pies 561; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey 562. Ni tampoco juraréis por vuestra cabeza, porque no está en vuestra mano hacer blanco o negro un solo cabello. Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí; o no, no; porque lo que pasa de esto, de mal principio proviene 563. Habéis oído también que se dijo: ojo por ojo y diente por diente 564. Pero yo os digo que no hagáis resistencia al agravio, antes bien, si alguno te hiriere en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda. Y al que quiere armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale también la capa. Y al que te embargare (o requiriere) 565para ir cargado una milla 566, ve con él otras dos. Da al que te pide y no tuerzas el rostro al que pretende de ti algún préstamo. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo 567. Pero yo os digo más: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os [310] maldicen 568, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores. Porque ¿qué mérito hacéis en amar a los que os aman? Por ventura, ¿no hacen esto también los publicanos 569? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos ¿qué tiene eso de particular? Por ventura, ¿no hacen otro tanto los paganos? Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto 570».

40. «Cuidad de no hacer vuestras buenas obras delante de los hombres, con el fin de que os vean, porque no recibiréis su galardón de vuestro Padre que está en los cielos. Y así, cuando des limosna no quieras publicarla a son de trompeta, como hacen los hipócritas que distribuyen sus prodigalidades en las sinagogas y en las plazas públicas para ser honrados de los hombres 571; pues en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Mas cuando tú des limosna, haz que tu mano izquierda no perciba lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede oculta, y tu Padre que ve lo oculto te recompensará. Y cuando oréis, no habéis de ser como los hipócritas que gustan de orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos de los hombres 572, porque en verdad os digo que recibieron ya su recompensa. Antes por el contrario, cuando hubieres de orar, entra en tu cuarto más retirado, y cerrada la puerta, [311] ora a tu Padre en secreto, y tu Padre que lee en el secreto de las almas te recompensará. Y cuando oréis, no afectéis hablar mucho como hacen los gentiles, que se imaginan que de esta suerte es su súplica más eficaz a fuerza de palabras. No queráis, pues, imitarlos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo. Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de mal, amen. -Porque si perdonaréis a los hombres vuestras ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial vuestros pecados; pero si no perdonareis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará los pecados 573.

41. Cuando ayunéis, no os pongáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para mostrar a los hombres que ayunan (o su fidelidad en observar la ley.) Porque en verdad os digo que recibieron ya su recompensa. Mas tú cuando ayunares, perfuma tu cabeza y lávate el rostro 574; para que no conozcan los hombres que ayunas; sino únicamente tu Padre, a quien no se oculta nada, y tu Padre que ve lo que pasa en secreto, te recompensará. No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen, y donde los ladrones los desentierran y los roban. Atesorad más bien para vosotros tesoros en el cielo, donde no hay orín ni polilla que los consuma, ni tampoco ladrones que los desentierren ni roben 575. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. -La antorcha de tu cuerpo son tus ojos. Si tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará lúcido; pero si tu ojo fuere malicioso, todo tu cuerpo estará oscuro. Pues si lo que debe ser luz en sí, es tinieblas, [312] las mismas tinieblas ¿cuán grandes serán? Lo mismo, pues, si la luz interior de la conciencia se oscurece en ti, ¿cuáles no serán las tinieblas del alma? -Ninguno puede servir a dos señores, porque, o aborrecerá al lino y amará al otro, o sufrirá al uno y despreciará al otro. No podéis, pues, servir a un mismo tiempo a Dios y a Mamón (o las riquezas). Por tanto os digo, que no estéis solícitos por lo que toca a vuestra vida, sobre lo que habéis de comer, ni, por lo que toca a vuestro cuerpo, sobre con qué os habéis de vestir. Por ventura ¿la vida no vale más que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni entrojan, y vuestro Padre celestial las mantiene. Por ventura, ¿no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros puede con sus pensamientos añadir un codo a su estatura? ¿Y por qué os inquietáis acerca del vestido? Mirad cómo crecen los lirios del campo; no labran ni hilan, y yo os digo que ni Salomón con toda su gloria estaba tan bien vestido como uno de estos lirios. Pues si Dios viste así al heno del campo, que hoy es, y mañana se echa en el horno ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? No vayáis, pues, diciendo acongojados: ¿Tendremos que comer, beber o vestir? como hacen los gentiles, los cuales andan ansiosos tras todas estas cosas materiales; pues bien sabe vuestro Padre celestial la necesidad que de ellas tenéis. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No andéis, pues, acongojados por el día de mañana, porque el día de mañana harto cuidado traerá por sí, bástale ya a cada día su propio afán 576. Pedid y se os dará: buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. ¿Qué hombre hay entre vosotros que dé una piedra a su hijo cuando le pide pan, o que le dé una serpiente, si le pide un pez? Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas llenas a los que se las piden 577?»

42. «No juzguéis a los demás, si queréis no ser juzgados; no condenéis para no ser condenados. Perdonad para que se os perdone, [313] dad y se os dará. Porque con el mismo juicio que juzgaréis a vuestro hermano, y con la misma medida con que le hubiereis medido, seréis medidos vosotros. Mas tú ¿con qué cara te pones a mirar una paja en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que está dentro del tuyo? O ¿cómo dices a tu hermano: deja que saque esa paja de tu ojo, mientras tú mismo tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces tendrás vista para quitar la paja del ojo de tu hermano. Por lo tanto, haced vosotros con los demás hombres todo lo que deseáis que hagan ellos con vosotros, porque esto es la ley y los profetas. Entrad por la puerta angosta, porque la puerta ancha y el camino espacioso son los que conducen a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el camino que conduce a la vida y qué pocos los que atinan con ella! Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, pero interiormente son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis. Por ventura ¿se cogen uvas de las espinas o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Todo árbol que no dé buen fruto, será arrancado y echado al fuego. Por los frutos, pues, conoceréis las doctrinas. No todo aquel que me dice: «¡Señor! ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, éste entrará en el reino de los cielos. Muchos me dirán en el día solemne del juicio: ¡Señor! ¡Señor! por ventura ¿no hemos profetizado nosotros en tu nombre y lanzado los demonios en tu nombre y hecho muchos milagros en tu nombre? Pero entonces yo les responderé: Nunca os he conocido por míos; apartaos de mí, operarios de iniquidad. Por tanto, todo aquel que oye estas mis palabras y las cumple, será semejante a un hombre cuerdo que edificó su casa sobre piedra, y cayeron las lluvias Y los ríos salieron de madre, y vinieron los torrentes y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa, y no cayó, porque estaba fundada sobre piedra. Y todo aquel que oye estas mis palabras y no las cumple, será semejante a un hombre loco que edificó su casa sobre arena; pues cayeron las lluvias, y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa, la cual se desplomó, y su ruina fue grande. Y al fin, habiendo Jesús concluido este razonamiento, admiraban la sublimidad de su doctrina las gentes que le oían; porque les enseñaba con [314] cierta autoridad soberana, y no como sus Escribas y Fariseos 578».

43. Era en efecto la autoridad del mismo Dios la que iba a cumplir en la montaña de Cafarnaúm la ley dada en el Sinaí. No queremos debilitar con un estéril comentario, la virtud divina que se exhala de cada una de las palabras del Sermón de la Montaña. Todo el Evangelio forma su desarrollo ulterior, pues sólo Jesús podía explicar su palabra. Por tanto, nos bastará exponer su rigorosa trabazón y su serie lógica. El Verbo de Dios lleva a la humanidad con cuyas miserias vino a desposarse, un tesoro de felicidad que nadie sospechaba anteriormente. La pobreza voluntaria; la dulzura; las lágrimas; el hambre y la sed de justicia; la práctica de las obras de misericordia; la pureza del corazón; el amor de la paz; la paciencia en la persecución; tales son las ocho bienaventuranzas que predica el Salvador a un mundo donde la riqueza y el lujo habían adquirido proporciones casi sobrehumanas: en una época en que era la ley suprema la violencia y en que el sensualismo romano era más emperador que Tiberio; en que la misericordia consistía en abreviar con el puñal del confector los tormentos de los gladiadores heridos; en que reinaba únicamente la voluptuosidad en las conciencias; en que la paz era sinónimo de esclavitud universal; en que la persecución no tenía más límites que los del universo. ¡Algunos retóricos han pretendido hacer de Jesús un demócrata con miras exclusivas y mezquinas; disfrazándole de no sé qué revolucionario impotente que quiso sacudir las cadenas de la humanidad sin tener fuerza para realizar sus sueños de independencia! Se necesita en verdad toda la ignorancia o la mala fe de un sistema previo para atreverse a sentar en nuestra época teorías tan manifiestamente insensatas. Vuélvase a leer el Sermón de la Montaña, que es el programa de la doctrina evangélica. En vano se buscará en él el llamamiento a las armas de un Espartaco, o la excitación a la rebelión de un jefe demócrata. ¡Oh Jesús! Dios del pesebre y del Calvario, víctima de Tiberio y de Herodes, Cordero de Dios, inmolado por los pecados del mundo, ¿será verdad que estaba reservada a vuestra faz augusta esa última bofetada y que hubiera una mano, como en otro tiempo la de un criado de Pilatos, en el varadero del moderno socialismo para haceros semejante ultraje? Pero ¿qué importa? No se alterará por eso una [315] sola tilde al Evangelio y el Evangelio no habla como los sofistas actuales. Jesús no procede ni de la democracia antigua ni moderna, ni de las profecías pasadas o presentes. La base de su enseñanza es la ley hebraica, elevada a la perfección cristiana. La sanción de sus preceptos está más alta que todas las esperanzas, todas las aspiraciones y las solicitudes de este mundo. El reino de los cielos es su reino; el juez supremo es el Padre celestial, cuya Providencia en el mundo vela sobre sus hijos con igual ternura, hasta el día de la retribución definitiva, en que el bien y el mal serán premiados y castigados. En verdad ¿qué tiene, pues, de común esta doctrina con los aforismos de Séneca, que redondean en periodos declamatorios un elogio académico de la pobreza sobre una mesa de oro macizo, y bajo los restos del fastuoso palacio de Nerón? ¿Qué similitud hay entre la abnegación, la adhesión, el sacrificio personal, la mortificación interior y exterior, impuestos como deberes absolutos por el divino Maestro, y las excitaciones apasionadas, los impulsos de la concupiscencia, del orgullo y de la sangre, suscitados por las demagogias?





§ VIII. Milagros en Cafarnaúm

44. Habiendo bajado Jesús del monte, le fue siguiendo una gran muchedumbre de gentes. Y al aproximarse a Cafarnaúm, vino a su encuentro un leproso, y se postró ante él para adorarle diciendo: Señor, si tú quieres me puedes curar. -Jesús, movido por su ruego, extendió la mano y le tocó diciendo: Quiero: queda limpio. Y al instante quedó curado de la lepra. Y Jesús le dijo: Mira que a nadie lo digas; pero ve a presentarte al sacerdote y haz la ofrenda que mandó Moisés para la purificación de la lepra: así atestiguarás tu curación. -Pero el leproso en su reconocimiento publicó por todas partes el favor de que acababa de ser objeto. En breve se divulgó el rumor de este milagro, y las gentes que se estrechaban alrededor de Jesús, no le permitieron entrar en la ciudad. Y él se retiraba al desierto y hacía oración en la soledad; pero el pueblo iba a encontrarle a todas partes para oír su palabra y obtener la curación de todas las enfermedades 579». Si hubo jamás dolencia alguna respecto de la cual [316] sean completamente impotentes «la palabra más dulce o el contacto más simpático», como dice el racionalismo, es sin duda alguna la lepra, esa horrorosa enfermedad sobrado común aún en el día en Oriente, en la que hinchándose y poniéndose azulada la carne, se desprende en enormes costras, dejando en vivo la llaga ensangrentada y devorando a su víctima hasta los huesos. El solo contacto de un objeto sobre el que se posa la mano del leproso, la ráfaga de viento que cruza por entre él, comunica la lepra. Así, la multitud que baja de la montaña y rodea al divino Maestro, se desvía a la vista del leproso de Cafarnaúm. La incredulidad pide una comisión científica para consignar la realidad de las enfermedades que curó Jesús; pues bien, en la historia del leproso se satisface completamente esta exigencia. En Jerusalén residía una comisión de sacerdotes establecida permanentemente por la ley mosaica para consignar todos los casos de lepra que ocurrían en la población judía 580. Después de un atento examen, todos cuyos pormenores consignados en el Levítico son de tal naturaleza que bastan para satisfacer a los espíritus más meticulosos, cuando se había reconocido oficialmente la lepra, se prohibía al desgraciado que era atacado de ella entrar en los lugares habitados 581, debiendo retirarse a las campiñas desiertas 582, y siendo arrasada su casa, cuyas piedras mismas eran sometidas a la acción de una hoguera encendida, a donde se arrojaba todo lo que había usado personalmente el leproso. Para prevenir los encuentros fortuitos que podían llegar a ser fatales al viajero, al transeúnte, al extranjero, sólo llevaba el leproso vestidos descosidos 583 por cuyas aberturas veía cada cual sus horribles úlceras. Estábale prohibido por la misma razón cubrirse la cabeza 584; pero debía taparse la boca con la ropa 585, no fuese que comunicase el contagio el aire pestífero de su aliento; finalmente, estaba obligado a avisar de lejos a los que encontraba en el camino, gritando: ¡Huid del leproso 586! -Al leer esto, nos preguntamos si sería posible en las sociedades modernas donde ha llegado a sus últimos límites el lujo de reglamentarlo todo, imaginar una organización más apropiada, a un tiempo mismo, a las necesidades del clima, al respeto de la libertad individual y al interés general de [317] la seguridad pública. Pero si se rodeaba de tantas garantías la consignación de la lepra, la curación misma se hallaba también sometida para reconocer que había sido efectiva, a formalidades que excluían toda posibilidad de sorpresa o fraude. Cuando dijo Jesús al leproso ya curado: «Anda, y a nadie lo digas, pero ve a presentarte al sacerdote», hace alusión el Salvador a esas formalidades legales que todo el mundo conocía en Judea. Él mismo apela a la prueba jurídica que reclaman nuestros racionalistas modernos. Quiere que se consigne oficialmente el milagro, no a los ojos de la multitud que no necesitaba otro testimonio, sino, según el pensamiento de San Agustín, a los ojos de la posteridad, esta gran enferma a quien la lepra de las pasiones o de la incredulidad devora siempre y que no cesará nunca de curar la palabra del Hijo de Dios. Pues bien, he aquí cuáles eran las formalidades prescritas por Moisés para que el leproso, curado por cualquier causa accidental, o por sólo los recursos de la naturaleza, fuese relevado del entredicho que sufría, y reintegrado en la sociedad de sus semejantes. Debía presentarse a los sacerdotes que habían mandado su secuestro, pues sólo eran admitidos los jueces de su enfermedad pasada a pronunciar sobre la realidad de su curación. Cualquiera que conoce el corazón humano y los refinamientos de amor propio de las corporaciones constituidas, conocerá la importancia de semejante garantía, y estará lejos de sospechar que este tribunal procediera con exagerada benevolencia. Después del examen minucioso al cual se sometía al requirente, si había desaparecido la lepra y no velan los jueces señal alguna de que existiera, se procedía a la purificación legal. El antiguo leproso ofrecía en el Templo dos pájaros vivos y un palo de cedro, un trozo de grana o de lana teñida de escarlata y un ramo de hisopo. La mano del leproso tocaba cada una de estas ofrendas, y sabido es los terribles efectos del contacto de una mano de leproso. El sacerdote inmolaba uno de los pájaros en una vasija de barro sobre agua viva, a fin de hacer desaparecer todas las consecuencias de semejante contacto. Recogíase la sangre del pájaro degollado en una vasija de barro, sumergíase en ella el palo de cedro, la grana y el hisopo, con los cuales se rociaba al otro pájaro que se ponía inmediatamente en libertad. Después se hacían siete aspersiones sucesivas, con la misma sangre sobre el presunto curado. Tal era la primera prueba. Es evidente que si existía aun en estado latente el virus de la lepra, debía [318] comunicarse al pájaro puesto en libertad, y sobre todo al paciente mismo sometido a estas reiteradas aspersiones. Entonces se raía todos los pelos del cuerpo del leproso; se le metía en un baño, y después de haber lavado todos sus vestidos, se le dejaba durante siete días bajo la influencia de esta primer prueba. Si en este intervalo, sobreexcitada la sangre por la acción de raerla, y atraída a todos los poros por el agua tibia del baño, circulaba libremente, sin formar en la piel ninguna de esas manchas lívidas que son los síntomas ordinarios de la lepra, se podía creer en la realidad de la curación. Entonces el leproso ofrecía en el Templo dos corderos, uno de los cuales era inmolado en sacrificio de propiciación, y el otro quemado en el altar de los holocaustos. Se renovaban las aspersiones, y si esta segunda prueba no ocasionaba recaída, era declarado al día siguiente puro el leproso y volvía a entrar en el comercio de los hombres 587. Tal fue la suerte del leproso de Cafarnaúm, y tal es el sentido real de la palabra de Jesús: Vade, ostende te sacerdoti et offer pro emundatione tua, sicut praecepit Moyses, in testimonium illis. ¿Haría más una comisión científica que se nombrara hoy por la Academia de París o de Berlín?

45. La fama de Jesús iba aumentándose. Los Escribas y los Fariseos de Jerusalén se preocuparon del concurso inmenso que se formaba en torno del nuevo doctor, y quisieron darse cuenta de los sucesos que conmovían a toda Galilea. «Entre tanto, dice el Evangelista, lejos de buscar la multitud, Jesús huía al desierto para orar en libertad. Pero un día que había invadido la multitud la casa de Simón donde se hallaba Jesús, se sentó allí y enseñaba al pueblo. Estaban asimismo sentados allí varios Fariseos y Doctores de la ley que habían acudido de todos los puntos de Galilea, de toda la Judea y de Jerusalén. El poder del Señor se manifestaba en numerosas curaciones. Y he aquí que varios hombres que conducían un paralítico, tendido en una camilla, trataban de penetrar por entre el gentío para poner el enfermo a los pies de Jesús. Y no hallando por donde introducirle a causa de la mucha gente, subieron sobre el terrado de la casa, y haciendo una abertura en el techo, descolgaron la camilla en que yacía el paralítico, hasta el sitio en que se hallaba Jesús. Y viendo cuán grande era la fe de aquellos hombres, dijo [319] Jesús al paralítico: ¡Oh hombre! tus pecados te son perdonados. -A estas palabras los Escribas y los Fariseos decían entre sí: ¿Cómo puede blasfemar de esta suerte? ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, les dijo: ¿Por qué se abandona vuestro corazón a malas sospechas? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decir, levántate, toma tu camilla y anda? Pues bien, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados, levántate, dijo al paralítico: Yo te lo mando; carga con tu camilla y vete a tu casa. -Y levantándose al punto el enfermo, cargó con su camilla y dando gloria a Dios, tomó el camino de su casa. Apoderose de todos los asistentes el espanto, y proclamaban el poder de Jesús, diciendo en su admiración: ¡Nunca hemos visto maravilla semejante 588».

46. El poder de perdonar los pecados proclamado tan altamente por el divino Maestro, causa hoy el escándalo de los racionalistas y de los protestantes, absolutamente lo mismo que sublevaba en Cafarnaúm a los Escribas y Doctores de la ley. La Iglesia Católica, heredera de las enseñanzas y de la potestad de Jesús, no ha cesado ni cesará nunca de remitir los pecados. ¿Qué hacen, no obstante, los doctores de la razón o del libre examen? ¿qué hacen de este texto evangélico tan claro y tan preciso? ¿No es evidente que en él se manifiesta claramente Jesucristo como el Hijo de Dios que tiene en la tierra el poder de perdonar los pecados? ¡No hay duda alguna de que semejante prerrogativa sólo pertenece a la Divinidad, y cuando hacen esta observación los Fariseos, dicen bien! Pero cuanto más fundada es su objeción, más hace resaltar el carácter divino, el título de Dios que se atribuye Jesucristo, sin vacilación y sin subterfugio alguno. La curación instantánea del paralítico, y el poder que supone en el orden de la naturaleza, son a un mismo tiempo el símbolo y la confirmación de las curaciones espirituales y del poder que suponen en el orden de la gracia. Las circunstancias del milagro obrado en favor del paralítico, son tan patentes como pudiera exigir la crítica más hostil. Los testigos, Escribas, Doctores de la ley y los Fariseos están lejos de ser favorables, y sólo se someterán a la evidencia. El enfermo ha descendido con el auxilio de cuerdas por [320] una abertura practicada en el techo de la casa. Si el Salvador no es más que un médico hábil que tiene a su disposición los secretos de un arte desconocido al vulgo, ¿por qué dirige a este enfermo palabras, al parecer tan extrañas a su enfermedad? Porque le dice: «¡Tus pecados te son perdonados!» Por más que se haga, es imposible quitar a la historia evangélica su carácter propio, su fisonomía particular. Quien obra, quien habla y se mueve y vive y respira en esta admirable narración no es un médico, ni un filósofo, ni un legislador, ni un héroe humano. Es un Dios.

47. «Después de este milagro, continúa el texto sagrado, salió Jesús de Cafarnaúm; y al pasar, vio sentado al banco o mesa de los tributos a un publicano llamado Leví, y por sobrenombre Mateo, y le dijo: «Sígueme, y levantándose el publicano al instante, lo dejó todo y le siguió. Y sucedió después que estando Jesús a la mesa en la casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y gente de mala vida, y se pusieron a la mesa con Jesús y sus discípulos. Mas los Escribas y Fariseos murmuraban de esta conducta y dirigiéndose a los discípulos de Jesús, les dijeron: ¿Por qué come vuestro Maestro con publicanos y pecadores? Jesús tomó la palabra, y respondiendo a sus secretos pensamientos: No son los que están sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Yo no vine a llamar a penitencia (o convertir) a los justos, sino a los pecadores. -Los Fariseos replicaron: ¿Por qué razón ayunando los discípulos de Juan y los de los Fariseos, no ayunan tus discípulos? Y Jesús les dijo: ¿cómo es posible que los compañeros del esposo en las bodas ayunen y anden afligidos, mientras está con ellos el esposo? Pero vendrá tiempo en que les quitarán al esposo, y entonces ayunarán. -Después les dijo esta parábola: Nadie de vosotros echa vino nuevo en cueros viejos, porque los hace reventar la fuerza del vino y se derrama el vino y se pierde. Por tanto el vino nuevo debe echarse en pellejos nuevos para que uno y otros se conserven. Asimismo, nadie cose un remiendo de paño nuevo en un vestido viejo, pues el remiendo nuevo rasga lo viejo, y se hace mayor la rotura 589». Bajo esta forma parabólica, daba el Salvador al mundo la lección más sublime. Necesitábanse para la doctrina celestial del Verbo encarnado, inteligencias y corazones capaces de recibirla. El mundo antiguo resquebrajado, [321] abierto y podrido hubiera reventado como una odre vieja, con el fermento divino de este nuevo licor. El girón gastado de las civilizaciones paganas, no podía soportar el pedazo que iba a coser en él el Salvador con las espinas de su corona y con los clavos de su cruz. ¿Comprendieron entonces estos Escribas y Fariseos el sentido maravilloso de la parábola? Tenemos motivo para dudarlo. Hasta la hora en que el mundo cristiano se puso en lo alto de las hogueras, ante las garras de los leones, en la arena ensangrentada de los circos, en frente de la tiranía del mundo pagano, llegó a ser incomprensible la respuesta de Jesús. Los publicanos, estos parias de la Judea, enviados por el César romano a percibir un impuesto odioso, y a inscribir sobre sus tablillas el nombre de los ciudadanos rebeldes o rezagados, que por indocilidad o por impotencia, no habían pagado el Numisma census, a la hora prescripta, continuaron experimentando el desprecio y los ultrajes de los orgullosos Fariseos. ¿Qué debía hacerse con estos alcabaleros, vendidos al poder de Roma, con estos tabeliones, cuyo solo nombre era una injuria? No hay duda que estaba bien a Jesús aceptar un sitio en su mesa y elegir entre ellos los apóstoles de su nueva doctrina. Y por tanto el publicano Leví, llamado Mateo, este oscuro cobrador de tributos, que abandonó un día, a la voz de Jesús de Nazareth, el cobrador, en que recibía algunas miserables monedas para trasmitirlas al fisco del César Tiberio, llegó a ser uno de los doce que convirtieron el mundo, y sustituyeron la cruz de su Maestro a las águilas que dominaban el Capitolio. No tardaron en llegar los días predichos por el Salvador, en que reemplazaría el ayuno, los banquetes. La sociedad cristiana de las Catacumbas tuvo tres siglos de lutos y de mártires, en compensación de la mesa de Cafarnaúm que escandalizaba a los Escribas y a los Doctores. Hoy lo sabemos ya, y el sentido de la parábola evangélica no es ya un enigma para nadie. Pero ¿nos había de impedir la realización de la profecía consignar el milagro de la profecía misma?

48. «Mientras Jesús les hablaba de estas cosas, añade San Mateo, llegó a postrarse a sus pies el jefe de la Sinagoga, llamado Jairo, diciendo: «Señor, mi hija, mi única hija, acaba de morir; pero ven y pon tu mano sobre ella para que viva. La niña que acababa de morir tenía doce años. Jesús se levantó y le siguió con sus discípulos. Durante el camino, se precipitaba la [322] multitud a su paso, de suerte que apenas podía andar. Y he aquí que una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años, se llegó por detrás a Jesús y tocó la orla de su vestido, porque decía en su interior: Si toco solamente la orla de su vestido quedaré sana. -Y no bien hubo llevado la mano a ella, cesó el flujo de sangre. ¿Quién me ha tocado? preguntó Jesús. -Los discípulos que le rodeaban se excusaron, afirmando que ninguno de ellos lo había hecho. Entonces hablando Pedro en nombre de todos, le dijo: Maestro, te rodea y oprime la multitud por todas partes ¿cómo dices, pues, quién me ha tocado? -Alguien me ha tocado, respondió Jesús. Lo sé, y una virtud divina ha salido de mí. -Comprendiendo la mujer que no había podido sustraerse a la atención del Señor, se acercó temblando, se arrojó a sus pies, y en presencia de toda la multitud explicó la causa por qué le había tocado y cómo al momento había quedado sana. Hija mía, ten confianza, le dijo Jesús, tu fe te ha salvado. Vete en paz. -En aquel momento atravesó el gentío un hombre, y acercándose al jefe de la sinagoga, le dijo: Ha muerto tu hija ¿a qué fatigar al Maestro? -Pero oyendo Jesús estas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; ten fe solamente, y tu hija vivirá» -En la puerta de la casa hallaron reunidos a los tañedores de flautas que hacían oír sus sonidos lúgubres, y a las plañideras que deploraban con sus lamentaciones la muerte de la niña. -¿Por qué esos lloros y esa desesperación? dijo Jesús. Retiraos: la niña no está muerta, sino dormida. -Al oír estas palabras se burlaban de él, porque sabían bien que estaba muerta la joven. Jesús, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan, así como al padre y a la madre de la niña, prohibió a todos los demás que le siguieran, y entró en la estancia mortuoria; y tomando la mano a la niña, dijo en alta voz: Talitha Cumi. Niña, levántate, yo te lo mando. -Al punto volvió su alma al cadáver, y se puso en pie la niña, y Jesús mandó que la dieran de comer. Los padres quedaron llenos de asombro. Jesús les mandó que guardaran silencio sobre lo que acababa de suceder; pero el gentío que rodeaba la casa, supo en breve el hecho, y la nueva de este suceso se divulgó por todo aquel país 590».

49. De todas las páginas del Evangelio se desborda el milagro. No se verifica en la vida del Salvador, como en la de los taumaturgos [323] del Antiguo Testamento, con los caracteres excepcionales que marcan los fenómenos raros y extraordinarios. El milagro parece la esencia misma de Jesús; emana naturalmente de su persona como de una fuente siempre llena, y estalla y relumbra casi sin advertirlo el divino Maestro. La hemorroisa, consigue en medio de la multitud tocar la orla del vestido de Jesús. Imagen viva de la humanidad que perdía su sangre hacía cuarenta siglos, con la herida de las pasiones y la opresión de toda clase de concupiscencias. Nadie había notado esta mujer; Jesucristo no le había dirigido ni una palabra ni una mirada; y no obstante, en el momento mismo, cesa el flujo de sangre, y dice el Salvador a sus discípulos: «Una virtud divina ha salido de mí. ¿Quién me ha tocado?» -La hemorroisa se prosterna en presencia de tantos testigos, y cuando en cualquier otra circunstancia se hubiera avergonzado de revelarles el secreto de su dolencia, expone toda la verdad; pues el reconocimiento acalla en ella todos los demás sentimientos, y le responde el Salvador con inefable mansedumbre: «Hija mía, ten confianza; tu fe te ha salvado. Vete en paz». ¡Cuántas veces ha repetido la Iglesia Católica esta palabra sobre frentes en que la gracia de Jesús, milagrosamente difundida, había hecho reaparecer la inocencia! ¡Cuántas veces estos prodigios de curación espiritual se han renovado, por medio del arrepentimiento y de la confesión, a vista de Pedro y de los ministros del Evangelio, pasmados ellos mismos de los prodigios verificados «por la virtud divina que sale sin cesar de Jesús!» Todos los pormenores de los milagros evangélicos tienen dos caracteres: una publicidad tal, en el momento de verificarse, que no podría ser su autenticidad objeto de una duda seria; y una significación particular tan profunda, que estos milagros no bien se han obrado una vez en Judea, se renuevan sin medida, sin límites ni linderos en todos los puntos del mundo a donde ha llevado la Iglesia el nombre de Jesucristo. ¿Qué cosa mejor consignada que la muerte de la hija de Jairo? Su padre, anegado en llanto, va a llevar la noticia a Jesús en presencia de los Escribas y Fariseos, en medio de la comida que les da el publicano Leví. «Señor, mi hija ha muerto. Ven a resucitarla». El corazón de un padre no equivoca un desmayo con el último suspiro de su hija. Toda la pequeña ciudad de Cafarnaúm sabe ya el golpe terrible que acaba de herir al jefe de la sinagoga. La multitud obstruye la casa del publicano, y, cuando se levanta [324] Jesús para seguir a Jairo, se ve rodeado de un séquito inmenso. El incidente de la hemorroisa retarda algunos instantes la marcha del Salvador. Se adivina la impaciencia del desgraciado padre y la esperanza que hace renacer en su alma esta curación, inesperada sin duda. Sus criados, temiendo tal vez la sensación que puede causarle esta decepción sobrado amarga, y sabiendo que se iba a conducir a la joven difunta al sepulcro de su familia, penetran por entre la multitud y le dicen: « ¡Ay! ¡tu hija ha muerto! ¿para qué fatigar inútilmente al Maestro?» La multitud oye estas palabras, como ella oye la respuesta del Salvador: «Cree o ten fe solamente, y vivirá tu hija». Jesús iba, pues, a encontrar seguramente la muerte en la casa del jefe de la sinagoga. Ya el séquito de costumbre que llevaba en pos de sí la muerte entre los Hebreos, había tomado posesión de la morada. Además de los coros de músicos, cuya presencia en los funerales judíos se halla atestiguada, no sólo por el Evangelio, sino aun por los testimonios formales de Josefo, las plañideras, lamentadoras oficiales que marchaban a la cabeza del convoy, habían comenzado sus lamentaciones. Y efectivamente, los Hebreos no podían guardar un muerto en sus moradas, de suerte, que no bien exhalaba el postrer suspiro, y para evitar que se multiplicaran las ocasiones de impurificación legal, era trasladado el cadáver al sepulcro de los antepasados, donde recibía de mano de los padres los piadosos y supremos deberes de la sepultura. Los sepulcros, grutas artificiales abiertas en los flancos de las montañas, fuera de las poblaciones, tenían un vestíbulo bastante grande, y durante los siete primeros días que seguían a una muerte, iba a ellas la familia a llorar al lado de los restos queridos de aquellos cuya pérdida habían experimentado. Estas costumbres judías tan diferentes de las nuestras, forman en la narración evangélica un cuadro de que no puede aislárselas, y una especie de comentario perpetuo de que se desprende una irresistible evidencia. Íbase, pues, a trasladar a la hija de Jairo fuera de la casa paterna, toda cuya felicidad y júbilo había labrado esta niña durante doce años. Los tañedores de flautas y las plañideras saben que la joven doncella está realmente muerta: oyen, burlándose, las palabras del divino Maestro: «Retiraos; la niña sólo está dormida». Pero ¿quién podrá comprender jamás la emoción, la terrible ansiedad del padre y de la madre, cuando Jesús, en pie al lado del lecho fúnebre, toma la mano de [325] la joven muerta? El jefe de la sinagoga había leído en el libro de los reyes de Israel la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta, por Elías; y la del hijo de la Sunamita, por Eliseo. Elías había orado a Jehovah. «Volvedme este hijo» había dicho el profeta en una larga oración en que el hombre de Dios se dirigía al Dueño de la vida. Eliseo había hecho lo mismo. Mas Jesús no intercede, sino que obra y habla cual Dios. «Hija mía, levántate», y la joven doncella se levanta. Y ¡cuántas almas muertas se han dispertado desde este día, entre los tañedores de flautas y el tumulto del mundo, a la voz de Jesús, para marchar por los senderos de la inocencia, de la mortificación y del pudor cristianos! ¡Cuántas hijas de Jairo resucitadas formarán la inmortal corona de la Iglesia Católica!


DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § VI. Jesús en Nazareth