DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § IV. Cafarnaúm



§ V. Excursión a Galilea

25. «Jesús recorrió después las ciudades de Galilea, dice San Mateo, predicando el reino de Dios y enseñando a los pueblos 672. Y sucedió que iba Jesús a la ciudad de Naín, e iban con él sus discípulos y gran multitud de gentes. Y cuando estaba cerca de la ciudad, he aquí que sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, que era viuda, a la cual acompañaban muchas personas de la ciudad. Así que la vio el Señor, movido a compasión, la dijo: No llores. Y se acercó y tocó el féretro, y los que le llevaban se pararon; y dijo entonces: Mancebo, levántate, yo te lo mando. -Y luego al punto se incorporó el que estaba muerto, y empezó a hablar. Y Jesús le entregó a su madre. Y todos se llenaron de temor, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta ha aparecido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo. -Y la fama de este milagro se extendió por toda la Judea y las provincias comarcanas 673».

26. El racionalista moderno siente que no se haya cuidado una Academia de Roma o de Atenas, de enviar una comisión científica a Naín, pequeña ciudad de la tribu de Issachar, al pie del monte Thabor, para comprobar la realidad del milagro en el momento en que lo verificó Nuestro Señor. ¿Qué hacían, pues, los sabios encargados de ejercer de oficio la soberanía de las inteligencias, en la época del César Tiberio? Es inconcebible su negligencia; sin embargo, se podría invocar en descargo suyo algunas circunstancias atenuantes. Jesucristo no había ni publicado previamente, ni convocado a los sabios para que fueran a examinar el gran espectáculo de la resurrección de un muerto, a las puertas de Naín. Y no obstante, no faltarán testigos a la manifestación divina, y cuando menos se haya concertado el acontecimiento, más patente será la realidad del prodigio. La casualidad del encuentro, para dar este nombre enteramente humano a la disposición de la Providencia, que llevaba a las puertas de Naín la comitiva fúnebre, con el numeroso séquito de la madre desconsolada, en el mismo instante en que iba a entrar en la ciudad el Salvador, rodeado también de una inmensa multitud, basta para alejar toda idea de connivencia o de preparación alguna con [365] el objeto de impresionar las imaginaciones. La viuda de Naín había perdido realmente a su hijo único, esperanza de su vejez y único apoyo de su aislamiento. No se escapan, pues, de su destrozado corazón lágrimas convencionales ni sollozos facticios, al acompañar al sepulcro de familia, el cuerpo inanimado de su hijo, para enterrarlo al lado de los restos queridos de un esposo. La ciudad entera, simpática a este dolor maternal, le forma su comitiva; y Jesucristo que debía ser también objeto para el corazón de María de un desconsuelo semejante, el Dios-Hombre que bajó a la tierra para participar de todos los dolores humanos, se conmueve de misericordia. Toca el féretro descubierto donde reposa el joven difunto. Aquí, como siempre, cada pormenor de la narración evangélica tiene un carácter de incontestable veracidad. Los cadáveres eran transportados entre los Hebreos, con el rostro descubierto, en una especie de féretro sin cerrar. Los sepulcros no podían estar en el interior de las poblaciones, donde hubieran sido permanentemente causa de impureza legal. Sin embargo, debían estar bastante próximos a las poblaciones, para que no excediera su distancia del intervalo que era permitido salvar un sábado, pues así se podía, sin violar el descanso sabático, no dejar que permaneciera el cadáver en la casa mortuoria, y conducirlo inmediatamente al sepulcro, donde se hallaba dispuesta una estancia para los últimos cuidados de la sepultura. Estos usos eran exclusivamente propios de la nación judía. Los Egipcios, por ejemplo, tenían costumbres diferentes. Guardaban por mucho tiempo los cadáveres, transportándolos definitivamente al sepulcro, en ataúdes o féretros herméticamente cerrados, que semejaban la forma de las mismas momias. Los Romanos que practicaban la exhumación de los cuerpos, no se servían de ataúdes, sino que llevaban los cadáveres adornados como para una gran fiesta, a la pira, en una ostentosa litera. Así pues, la narración del Evangelio es en su divina sencillez, de una verdad local que desesperará siempre a los racionalistas futuros.

27. Y ahora se concibe sin dificultad, cómo pudo levantarse en pie el muerto que resucitó la voz poderosa de Jesús, sin desclavar el féretro o sin levantar una cubierta que no existía. Concíbese que pudiera salir, sin auxilio alguno, del féretro, y que se lo entregase Jesús a su madre sin necesidad de quitarle las ligaduras o sudario con que no se le había todavía envuelto. Pero explíquese, si se puede, [366] por todos los artificios del racionalismo moderno, cómo, a vista de una ciudad entera, en presencia de dos comitivas, la que salía de Naín siguiendo el fúnebre convoy, y la que entraba en ella siguiendo al divino Maestro, explíquese cómo resucita tan súbitamente ese muerto tan llorado a la palabra de Jesús: ¡Joven, levántate, yo te lo mando!» ¡Una letargia curada súbitamente por las dos corrientes de la multitud que se dirigía en sentido inverso! Hase dicho esto, porque era necesario decir algo; pero ¿por qué está corriente no obró sino en el momento en que habló Jesús? ¡Qué prodigiosa casualidad más increíble que todos los milagros! ¡La conmoción se produjo por el eco de la voz que resonó en el silencio general! Se ha dicho también esto. Pero precedían al fúnebre cortejo, cantando, las plañideras y los coros de músicos. No reinaba el silencio de la muerte como entre nosotros, alrededor del cadáver. ¿Pues qué? ¿Es muy difícil de reconocer que si no hubiera hecho milagros Jesucristo, si no hubiera resucitado a los muertos, no hubiera convertido jamás al mundo pagano, y nunca hubiese resucitado una sola alma? El hijo de la viuda de Naín, este joven, a quien volvió el Salvador a la vida y entregó a su madre, fue un instrumento de resurrección espiritual, y un testigo irrecusable de la divinidad de Jesucristo. He aquí cómo se expresa Quadrato, en su Apología dirigida al emperador Adriano en el año 131 de nuestra era: «Los milagros de Nuestro Salvador se verificaron siempre en público, porque eran verdaderos. Así, los enfermos que curó, los muertos que resucitó, fueron vistos por todo el mundo, no solamente en la época misma del prodigio, sino largo tiempo después. Pudo interrogárseles durante el periodo que pasó Jesús en la tierra, y después de su Ascensión, a la cual sobrevivieron. Algunos de ellos viven aun en nuestros días 674». ¡Desembarácese como pueda el racionalismo moderno de semejantes testimonios!

28. El milagro de Naín resonó considerablemente. Tal vez deben referirse a esta época de la vida del Salvador las relaciones que quiso mantener con él un jefe de tribus árabes, Abgar. La tradición ha conservado el nombre de este extranjero, y todo induce a creer [367] que si los textos conocidos actualmente con el título de Cartas de Abgar, son de origen o de traducción más recientes, el hecho mismo de haber enviado a Jesucristo este príncipe una diputación, es histórico. Como quiera que sea, los discípulos de Juan vacilaban aún en venir a ponerse bajo la dirección de Aquel a quien había llamado su maestro: el Cordero de Dios. El Precursor continuaba detenido en la fortaleza de Maqueronta. Herodes Antipas había resistido hasta entonces a las solicitaciones de una esposa ambiciosa y cruel; retrocedía ante un crimen, menos tal vez por un sentimiento de justicia, que por temor de una conmoción popular. El ilustre cautivo se aprovechó de los últimos instantes que le dejaba la moderación o la pusilanimidad del tetrarca, y haciendo llamar a dos de sus discípulos más fieles, les dirigió directamente a Jesús. «Nos envía a ti Juan Bautista, dijeron al Salvador. ¿Eres el Mesías que ha de venir, o debemos esperar a otro? -Hallábase en aquel momento Jesús rodeado de un gran gentío, y en presencia de los discípulos de Juan, curó a los enfermos de sus enfermedades, libró del espíritu maligno a los endemoniados, y volvió la vista a los ciegos. Usando después de la palabra, respondió a los enviados: Id a contar a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, resucitan los muertos, es anunciado el Evangelio a los pobres, y bienaventurado aquel que no tomare de mí ocasión de escándalo. -Luego que se fueron los enviados, empezó Jesús a hablar de Juan al pueblo que le rodeaba. ¿Qué es lo que salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña que a todo viento se conmueve? ¿Pero qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido con lujo y afeminación? Los que llevan vestidos suntuosos y viven en delicias, están en los palacios de los reyes. En fin, ¿qué salisteis, pues, a ver? ¿A algún profeta? Eso sí, yo os lo aseguro, y más que profeta. Porque él es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi Ángel ante tu presencia, el cual irá delante de ti para prepararte el camino. En verdad os digo: No ha salido entre los nacidos de mujer, alguno mayor que Juan Bautista; si bien el menor en el reino de los cielos, es mayor que él. Y desde la aparición de Juan Bautista hasta ahora, el reino de los cielos padece violencia (o se alcanza a viva fuerza) y los que se la hacen (a sí mismos) son los que lo arrebatan. Porque todos los Profetas y la Ley hasta Juan, profetizaron lo porvenir. Y si queréis entenderlo, el mismo Juan es aquel [368] Elías que ha de venir 675. El que tiene oídos para entender, entiéndalo 676».

29. El elogio del Precursor en boca del divino Maestro, es el elogio del Evangelio mismo. ¿De dónde viene la superioridad tan altamente señalada a Juan Bautista? ¿En qué es más grande o mayor que Moisés, Elías, Isaías o Daniel? Si Jesucristo no es Dios, si su reino no es el de el Emmanuel, si no es el término a que van a parar las figuras, las profecías, los ritos y las observancias del Antiguo Testamento, no tendrá Juan Bautista ningún título particular para tomar un rango superior a las personalidades más gloriosas de la historia humana. Pasó su vida en el desierto. Lo mismo hicieron Moisés y Elías. Predicó penitencia al pueblo. Jonás hizo lo mismo antes que él. Bautizó a la multitud en el agua del Jordán. Moisés había bautizado a la raza judía en la nube luminosa y en las aguas del Mar Rojo. Cada día, bautizaban los sacerdotes de Jerusalén a los prosélitos en el agua de la Piscina Probática, o en las cisternas de Siloé. Pero Juan Bautista no renovó los milagros de Moisés, los de Elías, de Isaías y de los demás profetas. ¿En qué consiste, pues, respecto de él, esta grandeza excepcional, que ningún nacido de mujer alcanzó ni alcanzará nunca? En que fue el Ángel del Mesías y el Precursor terrestre del Verbo encarnado. He aquí su prerrogativa incomunicable. El día cuya aurora deseó ver Abraham; la estrella de Jacob, cuyos rayos quiso contemplar Moisés de las alturas de Phasga; el verdadero rey de Israel que debía acabar la obra de Elías, destruyendo los altares de los falsos profetas; el Hijo de una Virgen madre, cuya cuna había saludado de lejos Isaías; el Cristo jefe; el Hijo del hombre, sentado en el trono del Anciano de los días, que proclamaba en su éxtasis Daniel, le vio Juan Bautista con sus ojos mortales, le designó con el dedo, proclamando su advenimiento. [369] Toda la gloria del Precursor consiste en esto. No fue en el desierto, la caña agitada que vacila a todo viento. Su voz no repitió más que una sola palabra: ¡Ha venido el Cordero! -Igual lenguaje emplea con los Escribas de Jerusalén, con la multitud que se agolpa en las orillas del río de la Judea, con sus discípulos en la prisión de Maqueronta. Ni los favores del tetrarca, ni las seducciones de una corte voluptuosa, ostentando, con desprecio de la ley mosaica, un lujo extraño y corrompido, han hecho doblegarse su grande alma. Va a morir, víctima de las pasiones de una mujer; pero lega a Jesús los discípulos de su última hora. Toda la historia del Antiguo Testamento se concentra y se resume en la persona de Juan Bautista, que refleja sobre el autor del Nuevo Testamento los esplendores y las magnificencias de un pasado de cuatro mil años.

30. «Y todo el pueblo que oía a Jesús, continúa el Evangelista, y los publicanos que habían recibido el bautismo de Juan, dieron gloria a Dios. Pero los Fariseos y los Doctores de la ley que no habían sido bautizados por él, despreciaron, en daño de sí mismos, los designios de Dios (o murmuraban de las palabras de Jesús, y acogían con desdén la revelación de Dios). Y entonces dijo el Señor: ¿A quién compararé esta raza de hombres? ¿Y a quién son ellos semejantes? Son semejantes a los muchachos sentados en la plaza pública, que hablan unos con otros, diciendo: Os hemos entonado cantares alegres y no habéis bailado, cantares lúgubres y no habéis llorado. Así es que vino Juan Bautista que casi no comía ni bebía y dijisteis: Está endemoniado. Vino el Hijo del Hombre que come y bebe, y decís: Es un hombre voraz y bebedor y amigo de publicanos y pecadores. -Entonces Jesús empezó a reconvenir a las ciudades donde se habían hecho muchos de sus milagros, porque no habían hecho penitencia: ¡Ay de ti, Corozain! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se hicieron en vosotras, hace mucho tiempo que, cubiertas de cilicio y ceniza, habrían hecho penitencia. Por tanto os digo, que a Tiro y Sidón se las tratará en el día del juicio menos rigurosamente que a vosotras. Y tú Cafarnaúm, ¿piensas acaso levantarte hasta el cielo? Serás sí abatida, hasta el infierno, porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se hicieron en ti, acaso subsistiría aún esta ciudad en el día. Por eso te digo que a la tierra de los Sodomitas [370] se la tratará en el día del juicio menos rigurosamente que a ti 677.

31. En el día se busca en las orillas del lago de Tiberiades, en la Decápolis antigua, el sitio de Cafarnaúm, de Corozain y de Betsaida. «Cafarnaúm no existe ya, dice el doctor Sepp 678. En estas ciudades ingratas, reinan la soledad y el silencio. Palmeras solamente que crecen en medio de las ruinas, y vestigios de un puerto en el lago, son los únicos monumentos de la ciudad galilea. Corozain y Betsaida han desaparecido enteramente, ignorándose hasta su situación. La deliciosa comarca de Genezareth está habitada en el día por los Árabes del desierto que viven medio desnudos bajo sus tiendas. La palmera, signo de victoria que constituía en otro tiempo el ornato de todas estas campiñas, ha desaparecido enteramente de un país que ha entregado Dios, cormo una presa, a todos los pueblos de la tierra, no quedando ni una sola del célebre bosque que rodeaba en otro tiempo a Jericó. Una torre construida en tiempo de las cruzadas, y algunas barracas árabes indican de un modo bastante dudoso, el sitio donde estuvo situada esta ciudad, famosa por su anfiteatro y por los palacios que hizo construir allí Herodes. Sólo se ven acá y acullá cipreses que dan sombra a los sepulcros de un pueblo extranjero. Los espinos y escaramujos han reemplazado al arbusto que suministraba en otro tiempo un bálsamo famoso a todo el universo. Hase verificado, pues, al pie de la letra la maldición de Jesucristo. Los racionalistas de Galilea que insultaban al Salvador, despreciaron sin duda, como exageraciones sin valor alguno el anatema que dirigía Jesús contra su patria. Eran poderosos, ricos y en gran número; la abundancia del suelo, la dulzura del clima, la importancia de sus relaciones comerciales, el desarrollo de su industria, todo esto parecía una prenda para el porvenir; y no se dignaron ocuparse en la condenación solemne que acababa de caer sobre ellos. ¡Ay! los racionalistas de todos los tiempos se parecen, siendo su ceguedad la misma. La gracia divina se agota contra su obstinación. La trompeta de los jubileos de misericordia no les lleva a las fiestas del Señor; las lamentaciones y los gritos de alarma no les despiertan de su letargo. ¡Así llegan sobre las sociedades los azotes de la justicia; así pasa sobre las naciones el rasero de la venganza celestial!

32. Sin embargo, la incredulidad de una raza, de una comarca o [371] de una época, no detendrá jamás el impulso de la palabra divina; el carro del Evangelio es el de la visión de Ezequiel; marcha siempre adelante, aplanando las resistencias y llevando su luz a nuevas playas. «El Señor, dice San Lucas, escogió setenta y dos discípulos suyos, y los envió delante de él, de dos en dos, a recorrer las ciudades y los lugares que él mismo había de visitar, y decía: mucha es a la verdad la mies, y pocos los operarios; rogad, pues, al dueño del campo que envíe operarios a su mies. Id y curad a los enfermos y decidles: se acerca el reino de Dios. Y cuando entréis en alguna ciudad y no os recibiesen, salid a sus calles y decid: hasta el polvo que se nos apegó de vuestra ciudad sacudimos contra vosotros; no obstante sabed que el reino de Dios está cerca. -Así, vosotros me rendiréis testimonio. El que os escucha a vosotros, a mí me escucha, y el que os desprecia a vosotros, a mí me desprecia, y quien a mí me desprecia, desprecia a aquel que me envió. Los setenta y dos discípulos partieron, pues, y regresaron muy alegres, diciendo: Señor, hasta los mismos demonios se sujetan a nosotros por la virtud de tu nombre. -Y Jesús les respondió: Veía yo a Satanás caer del cielo a manera de relámpago. Vosotros veis que os he dado la potestad de hollar las serpientes y los escorpiones y todo el poder del enemigo, de suerte que nada podrá haceros daño. Con todo eso, no tanto habéis de gozaros porque se os rinden los espíritus inmundos, cuanto porque vuestros nombres están escritos en los cielos. -En aquel mismo momento, Jesús manifestó un extraordinario gozo al impulso del Espíritu Santo, y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has encubierto estas cosas a los sabios y prudentes del siglo, y descubiértolas a los humildes y pequeñuelos. Así es, oh Padre, porque así fue de tu agrado. El Padre ha puesto en mis manos todas las cosas, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo. -Y volviéndose a sus discípulos, les dijo: ¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os aseguro que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron. Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el descanso para vuestras almas 679». [372]

33. Prosíguese en el contexto de la narración evangélica la divina constitución de la Iglesia, conforme a la unidad de miras de su fundador. Después de los apóstoles, los discípulos; los primeros menos numerosos, porque tienen el encargo de la vigilancia y ocupan un término superior en la jerarquía; los segundos en número más considerable, para que alcance el ministerio de salvación a todas las necesidades, a todos los achaques del cuerpo social; pero los unos y los otros superiores a la multitud de los fieles; separados del resto de los hermanos por la elección divina, y por la investidura de un poder que sólo pertenece a ellos. El ejército del sacerdocio católico, colocado hoy bajo la dirección de los obispos, sucesores de los apóstoles, y sometidos ellos mismos a la autoridad del sucesor de Pedro, «encargado de apacentar las ovejas y los corderos, y de confirmar a sus hermanos en la fe», ¿es otra cosa que la institución del mismo Jesucristo, perpetuada hasta nosotros por un fenómeno de inmortalidad que constituye un milagro de primer orden? Las obras de los hombres son laboriosas. ¡Cuántas pesquisas, combinaciones y tentativas, para establecer la menor constitución social, y procurarle algunos años de estabilidad y de vida! ¡Nuestro Señor Jesucristo constituye su Iglesia sobre una roca que desafiará perpetuamente todas las tempestades, y esta obra no le cuesta más que una sola palabra! Esto es que se ha entregado el poder universal al Hijo del hombre por el Padre; que cada palabra del Verbo encarnado es a un tiempo mismo una creación y una enseñanza. En las épocas de expansión de la fe cristiana, todos los poderes, todas las autoridades, todas las fuerzas sociales se concentraron en manos de la Iglesia, «esposa de Dios» a quien se dieron todas las cosas por el Padre. «En las épocas de hostilidad contra Cristo y su Iglesia, se arrojará a los apóstoles y a los discípulos, se les enviará a las catacumbas; pero no será por eso menos patente el triunfo de Jesucristo y de la Iglesia. Jesús es quien da a las almas, así como a las sociedades, el reposo y la paz, en el yugo suave del Evangelio. La guerra contra Cristo es el primer castigo de los que la hacen. Cuando los hombres, en su orgullo, creen haber matado a la Iglesia, no han hecho más que suicidarse, y las generaciones maceradas y ensangrentadas, no tardan en volver a pedir el yugo del Evangelio. La expresión: Yugo de la ley, era familiar a los Judíos, considerando los Thephilim o cintas que se ceñían en torno de la cabeza y de los brazos, [373] como las ligaduras de ese yugo por el cual quería unir a sí Dios la raza de Abraham. La palabra de Nuestro Señor hace alusión a esta fórmula hebraica, y le atribuye una significación profunda que debió excitar la indignación de los doctores judíos. ¿Cómo se atrevió Jesús a llevar al mundo otro yugo que el de la ley mosaica? ¿Cómo podía tener la pretensión de llamar «su yugo suave y su carga ligera», en oposición al yugo del Sinaí? Estas afirmaciones sólo las podía hacer un Dios; pero sobre todo, eran misterios inefables de gracia y de misericordia que permanecieron ocultos «a los sabios y a los prudentes» de todos los racionalismos. ¡Cuántos humildes de corazón, pequeños y pobres han encontrado y hallarán, hasta el fin de los tiempos, el descanso de sus almas, en la suavidad del yugo de Jesucristo!

34. «Un fariseo llamado Simón, continúa el Evangelio, rogó al Señor que fuera a comer con él; y habiendo entrado Jesús en su casa, se puso a la mesa. Y he aquí que una mujer pecadora que había en la ciudad, luego que supo que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un vaso de alabastro lleno de bálsamo o perfume. Y poniéndose detrás de él a sus pies, comenzó a regárselos con sus lágrimas, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y los besaba con respeto y derramaba sobre ellos el bálsamo perfumado. Y viendo esto el fariseo que le había convidado, dijo en su interior. Si este hombre fuera profeta conocería sin duda quién y qué tal es la mujer que le toca, y no ignoraría que es una pecadora. Y respondiendo Jesús a su pensamiento: Simón, tengo que decirte una cosa. Di, Maestro, respondió el fariseo. -Un acreedor tenía dos deudores; el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. Como ellos no tuviesen con qué pagarle, perdonó a entrambos la deuda. ¿Quién de los dos amaría más al generoso acreedor? -Respondiendo Simón, dijo: Juzgo que aquel a [374] quien más perdonó. -Y Jesús le dijo: Has juzgado bien. -Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Yo entré en tu casa, y no me diste agua para lavarme los pies, y ella me los ha bañado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de hospitalidad, y ella desde que entró, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ella ungió con bálsamo perfumado mis pies. Por lo cual te digo que se le perdonan muchos pecados, porque ha amado mucho. Que ama, menos aquel a quien menos se perdona. -Y dirigiéndose entonces a la mujer, la dijo: Tus pecados te son perdonados. -Y los que estaban con él a la mesa, se decían interiormente: ¿Quién es éste que perdona también los pecados? -Y Jesús dijo a la mujer: tu fe te ha salvado; vete en paz 680. -Desde entonces, cuando recorría Jesús las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el reino de Dios, en compañía de los doce, seguíanle algunas mujeres a quienes había curado de sus enfermedades y a quienes había librado del espíritu maligno: entre otras, María, llamada Magdalena, de quien habían salido siete demonios; y Juana, mujer de Chusa, mayordomo del rey Herodes, y Susana, y otras muchas que le asistían con sus bienes 681».

35. El nombre de la pecadora que recibió la absolución del divino maestro, en la casa del Fariseo, no está positivamente inscrito en el texto de San Lucas, que se acaba de leer. Déjase, sin embargo, entrever claramente en lo próximos que coloca el Evangelista el episodio de la comida en casa de Simón y la mención de las mujeres adictas que siguieron desde entonces a Nuestro Señor Jesucristo en sus viajes. Nombra en primer lugar a María Magdalena, con la particularidad significativa de que el Salvador la había librado de siete demonios, es decir, según la idea de San Gregorio el Grande, la había arrancado del imperio de las costumbres viciosas en que había vivido hasta entonces la pecadora. Sin embargo, se concibe que esta inducción no es bastante exacta ni precisa para determinar por sí sola la identidad de la pecadora y de María Magdalena. Pero el Evangelio de San Juan contiene una designación mucho más explícita. «María, hermana de Marta y de Lázaro, era, dice, la mujer que ungió al Señor con bálsamo perfumado y enjugó sus pies con sus cabellos 682». Hállase, pues, indicado por San Juan el nombre de la pecadora, el cual pasa en silencio San Lucas en su narración. La pecadora era María, hermana de Marta y de Lázaro. Luego María la pecadora, hermana de Marta y de Lázaro, es realmente María Magdalena, porque el evangelista San Marcos se expresa así: «Habiendo resucitado Jesús la mañana del primer día de la semana (o domingo), apareció primeramente a María Magdalena, de la cual había lanzado siete demonios 683». He aquí [375] por su orden lógico los datos tomados al texto mismo de los Evangelios, que consignan claramente la identidad de la pecadora con María Magdalena. Esta exégesis tiene a su favor la unanimidad moral de la tradición griega y latina, que la confirma. Aquí es preciso entender bien el valor que tiene la tradición en la Iglesia. Fuera del carácter de autoridad divina que recibió la Iglesia de la promesa formulada por Nuestro Señor, cuando dijo: «Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» tiene una inmensa trascendencia la tradición católica, bajo el solo punto de vista de la crítica humana. La Iglesia no se fundó como la institución mosaica, en la explicación de un texto escrito, sino que procedió de una enseñanza verbal: «Id, dijo Jesucristo, enseñad a las naciones a observar todo lo que yo mismo os he recomendado». En estas palabras se encuentra toda la vitalidad de la Iglesia Católica. La Iglesia, depositaria de la enseñanza oral del divino Maestro, la trasmite por tradición. La tradición es la Iglesia misma. En una sociedad así constituida, suponer que durante diez y ocho siglos, la unanimidad de los Padres y de los Doctores, la suprema autoridad del sucesor de San Pedro, encargado de confirmar a sus hermanos en la fe, pudieron engañarse en un punto de hecho concerniente a la historia evangélica misma, es no solamente una herejía bajo el punto de vista teológico, sino el más completo olvido de todas las leyes del sentido común. ¿Sabían San Pedro y los Apóstoles el nombre de la pecadora del Evangelio? Sí, ciertamente. ¿Lo dijeron a sus sucesores y a sus discípulos? No puede dudarse, puesto que Tertuliano que escribió en Roma cien años después de la muerte de San Pedro, nos da el nombre de la pecadora y la llama María Magdalena. ¿De quién supo Tertuliano, nuevamente convertido a la fe cristiana, este nombre, sino de los sucesores de los Apóstoles? Y si se objeta que Tertuliano inventaba una explicación del Evangelio, sin raíz en la tradición ni en la historia, sin más tradición que la suya propia, se encuentra tal objeción con la insuperable dificultad de que el día en que el genio de Tertuliano, extraviado por las pretensiones del orgullo individual, vino a sostener una doctrina contraria a la tradición apostólica, Tertuliano, a pesar del prestigio de su nombre y de un talento inmenso, fue al instante mismo excluido de la comunión católica. ¿Por qué por [376] otra parte, Clemente de Alejandría, Ammonio, Eusebio de Cesarea, estos doctores de la Iglesia griega, enseñan exactamente, como Tertuliano, que la pecadora del Evangelio era María Magdalena? ¿Por qué San Agustín, San Gerónimo, todos los Padres de la Iglesia latina, hasta San Bernardo, hablan el mismo lenguaje? ¡Qué! se admite en historia, las tradiciones de familia y de nacionalidad se cuenta seriamente con las noticias o investigaciones trasmitidas de generación en generación, en el seno de una estirpe regia y ¿se querría que la Iglesia católica, fundada en la tradición, perpetuada por la tradición, y ofreciendo el único espectáculo en los anales del mundo, de una cadena no interrumpida, al través de las edades, de testimonios idénticos ¿se querría, en nombre de la razón y del sentido común, descartar a priori la enseñanza de la tradición en la Iglesia? La lógica más vulgar, repito, se halla conforme con la teología, para reprobar semejante abuso de la razón humana. Así, pues, decimos con la Iglesia romana, madre y señora de todas las demás, que la pecadora y María Magdalena no son dos personalidades distintas, en la historia evangélica. El apóstol San Pedro, que murió por la fe de Jesucristo, no pudo inducir en error a los fieles de Roma sobre un hecho de que había sido testigo. El evangelista San Juan, el apóstol del Asia no pudo implantar en el seno de la Iglesia griega, una tradición errónea sobre un punto tan fácil de aclarar como el de un nombre propio. Y cuando las dos corrientes de la tradición griega y latina se reúnen para atestiguar la misma verdad y confirmar la misma enseñanza ¿quién se atreverá, a tachar de falso semejante testimonio, en nombre de no sé qué animosidad sistemática o de pretensión de secta? No hace todavía mucho tiempo que se tuvo en Francia la pretensión de comprobar así, con una lamentable independencia, la enseñanza de la Iglesia romana 684. Permitiéronse, bajo la fe de algunos críticos exagerados, borrar de la santa liturgia nombres que desagradaban o fechas que se repudiaba. Así desapareció el nombre de María Magdalena de una célebre prosa, reemplazándosele con la vaga designación [377] de pecadora 685, y se creyó haber extinguido para siempre la verdad tradicional: como si la tradición de la Iglesia universal, las promesas de infalibilidad doctrinal dadas a Pedro y a sus sucesores hubieran sido súbitamente trasladadas a los siglos XVII y XVIII, en cabeza de algunos novadores hostiles a la autoridad de la Iglesia, y a la de los Papas.

36. Al salir de la casa del Fariseo, continúa el Evangelista, presentaron a Jesús un endemoniado que era ciego y mudo. Jesús lanzó al demonio y el mudo habló. Y todas las gentes se asombraron a vista de este prodigio, y decían: ¿Si será acaso este el hijo de David? Pero oyéndolo los Escribas y Fariseos, que lo seguían de Jerusalén, dijeron: Éste no lanza los demonios sino por el poder de Belzebub, príncipe de los demonios. Otros para tentarle, le pedían un prodigio en el cielo. Y conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido en facciones contrarias, será desolado; y toda casa dividida en bandos, no podrá subsistir. Y si Satanás lanza a Satanás, o está dividido contra sí mismo ¿cómo, ha de subsistir su reino? ¿Cómo podéis, pues, decir que yo lanzo los demonios por el poder de Belzebub? y si fuera por poder de Belzebub ¿en nombre de quién los lanzarían vuestros propios hijos, mis discípulos? Por tanto ellos mismos serán vuestros jueces. Mas si yo lanzo los demonios en virtud del espíritu de Dios, sin duda ha venido a vosotros el reino de Dios. Cuando un hombre valiente y bien armado guarda la entrada de su casa, todo lo que posee está en seguridad. Pero si viene uno más poderoso que él, que triunfa de su resistencia, y asaltándole, le vence y se apodera de todas sus armas en que el vencido ponía su confianza, podrá saquearle la casa, y repartir sus despojos entre sus compañeros. El que no está por mí, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando un espíritu inmundo ha salido de algún hombre, anda por lugares áridos, buscando sitio donde reposar, y no hallándole, dice: Volveré [378] a mi primer morada. Y al llegar a ella, la halla barrida y bien adornada. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando en esta casa, fijan en ella su morada; con lo que el último estado de este hombre es peor que el primero. -Y sucedió que estando diciendo estas palabras, levantando la voz una mujer de en medio del pueblo, le dijo: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron. Pero Jesús replicó: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la observan 686».

37. En la parábola del fuerte armado que vela por la seguridad de sus dominios, todos los asistentes familiarizados con las ideas y las doctrinas judías, comprendieron perfectamente que Jesús anunciaba la gran derrota del imperio de Satanás. Desde el pecado original, reinaba el principio del mal en el mundo. El Verbo encarnado viene a destruir esta tiranía secular; distribuirá los despojos del paganismo vencido a sus discípulos, y la humanidad regenerada se adornará bajo la influencia cristiana, de maravillas de santidad y de virtudes desconocidas al paganismo. Pero la humanidad permanecerá libre de repudiar los beneficios de la Redención y de volver a pedir la servidumbre de Satanás. Entonces recaerá en una degradación más espantosa que la primera. El racionalismo no parece sospechar esta terrible verdad, cuya realización absoluta sería la muerte de nuestras sociedades modernas. ¿Se ha interrogado alguna vez a sí mismo, si será por casualidad el auxiliar que llama en su socorro el genio del mal vencido por Jesucristo, para reconquistar su dominio perdido? La cuestión vale, sin embargo, la pena de proponerse, en medio de nuestras perpetuas agitaciones, de nuestras decadencias morales y del abatimiento universal. A la vista están el reino de Jesucristo y el reino de Satanás. Hecha está la experiencia de los beneficios del uno y de los desastres del otro. Dios quiera que, en fin, cansada la humanidad de tantos errores, de estériles trastornos y de evoluciones sin fin, exclame con Jesucristo: ¡Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan como el tesoro más precioso!»

38. «Entre tanto, continúa el Evangelio, se había aumentado la multitud en torno de Jesús. Los Escribas y Fariseos redoblaban [379] sus instancias. Maestro, decían, quisiéramos verte hacer algún milagro 687. -Entonces dijo Jesús: Esta raza mala y adúltera busca un milagro, pero no se le dará más milagro que el prodigio del profeta Jonás. Porque así como Jonás estuvo en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra 688. Porque así como Jonás fue un milagro para los Ninivitas, así el Hijo del hombre lo será para los de esta nación infiel e incrédula. Los Ninivitas se levantarán en el día del juicio contra esta raza de hombres, y la condenarán; por cuanto ellos hicieron penitencia a la predicción de Jonás; y mirad que aquí hay uno que es más que Jonás. La reina del Mediodía se levantará en el día del juicio contra esta raza de hombres, y la condenará; porque vino de los extremos de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y con todo mirad que hay quien es más que Salomón. Ninguno enciende una lámpara y la pone en lugar escondido o debajo de un celemín, sino sobre un candelero para iluminar a los que entran. La lámpara de tu cuerpo son sus ojos. Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo será lúcido; pero si fuere malo, también tu cuerpo estará oscuro. Cuida, pues, de que la luz que hay en ti no sea tinieblas. Pues si todo tu cuerpo estuviere iluminado, sin tener parte alguna tenebrosa, todo lo demás estará luminoso como en la casa donde resplandece la claridad de la lámpara 689». El signo de Jonás, la resurrección de Jesucristo, la luz evangélica, este esplendor divino que ha brillado en las tinieblas del antiguo mundo, son en el día hechos patentes, cuya notoriedad es universal. Sin embargo, el actual racionalismo se coloca aun en el terreno del racionalismo farisaico, persistiendo en poner la luz debajo del celemín, y en sellar el Dios resucitado en la tumba. ¡Maravillosa perseverancia del hombre en engañarse a sí mismo y en envolverse en una atmósfera de tinieblas palpables y de falaces ilusiones! El divino Maestro agotó, para combatir esta funesta inclinación hacia el mal buscado voluntariamente y conservado con obstinación por las conciencias culpables, todas las solicitudes de una misericordia verdaderamente maternal. Porque quería tratar con contemplaciones la independencia del libre alvedrío humano, y dar a su doctrina, a sus milagros, a su vida entera, bastante brillo 690 para convencer a las [380] almas rectas y puras, sin imponer a los espíritus obstinados y soberbios una evidencia irresistible que hubiese subyugado desde luego todas las rebeliones de la inteligencia y del corazón. Tal se nos va a aparecer en una serie de parábolas, la economía divina de la Redención.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § IV. Cafarnaúm