DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § IV. Visitación. Nacimiento de San Juan Bautista



§ V. El empadronamiento del Imperio

20. «En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, dice San Lucas, para que fuese empadronado todo el mundo. (Este primer empadronamiento se hizo por Cyrino, gobernador de Siria) 237. [133] Y todos iban a empadronarse a la ciudad de donde cada uno descendía. Y Josef, que era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en la Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba en cinta 238.» Cada palabra del texto Evangélico toca aquí cuestiones capitales. Historia universal, pormenores particulares de la administración de las provincias; derecho romano, puesto en parangón con el derecho judío; en estas breves líneas, donde no encuentra el lector la menor vacilación, se hallan resueltos los problemas más complicados y del orden más diverso. El Evangelista no hubiera podido pasar tan ligeramente sobre hechos de tal importancia, a no referirse a recuerdos todavía vivos de una generación contemporánea, y a no hablar de hechos notorios que todos habían visto, oído y experimentado. No afecta sin embargo este carácter intrínseco de autenticidad a nuestros modernos racionalistas. San Lucas, dicen ellos, menciona un empadronamiento universal ordenado por Augusto en la época del nacimiento de Jesucristo; es así que no habla de este empadronamiento ningún historiador moderno; luego ha mentido el Evangelio. Tal es el silogismo de Strauss, adoptado por d'Eichthal, Salvador, etc. Merecen citarse íntegras sus palabras, porque han obtenido en estos últimos tiempos una publicidad más ruidosa. «Los textos con que se trata de probar, dicen ellos, que debieron extenderse al dominio de los Herodes algunas de las operaciones de estadística y de catastro, mandadas por Augusto, o no implican lo que se les hace decir, o son de autores cristianos que han tomado estos datos al Evangelio de Lucas 239.» He aquí la objeción; nadie hallará la tesis oscura o mal deslindadas las posiciones.

21. He aquí la respuesta. El historiador, mejor informado sobre el reinado de Augusto de todos los historiadores, es indudablemente el mismo Augusto. Pues bien, hace algunos años se encontró el sumario histórico del reinado de Augusto, escrito de su mano y grabado por orden suya, en el famoso mármol de Ancyra, conocido hoy de toda la Europa sabia. El emperador romano, sin preocuparse de [134] lo desagradable que sería un día su testimonio para los literatos del siglo XIX, inscribe sobre sus fastos lapidarios, no ya «algunas operaciones parciales de estadística o de catastro,» sino tres empadronamientos generales, ejecutados en el Imperio bajo su dirección; el primero en el año 726 de Roma (28 años antes de la E. V. 240), confirmado con el nombre de Augusto y el de Agripa, su colega; el tercero el año 767 de Roma (14 de la E. V.), que lleva los nombres de Augusto y de Tiberio 241. Es indudable que ni este primero ni este último empadronamiento tienen relación con el que menciona San Lucas; el uno es 28 años anterior al nacimiento de Jesucristo; el otro es 14 años posterior, por lo menos; el uno llevaba los nombres de Augusto y de Agripa, el otro los de Augusto y de Tiberio, al paso que el edicto citado por San Lucas, no debe llevar más que un solo nombre, el de César Augusto: Exiit edictum a Caesare Augusto 242. Pero hubo un empadronamiento intermedio, que refiere el mármol de Aneyra en estos términos significativos: «Yo he cerrado sólo el segundo lustro con el poder consular, bajo el consulado de C. Censorino y de C. Asinio. Durante este lustro se han empadronado por cabezas los ciudadanos romanos, habiendo resultado ascender su número a cuatro millones doscientos treinta mil 243.» Nos hallamos ahora ante un texto que indudablemente no es de un autor cristiano, «y que no ha podido tomar al Evangelio de Lucas su dato,» por la razón suprema de que Augusto murió cuarenta años antes que San Lucas escribiese su Evangelio. No es posible sospechar connivencia sobre este punto. Ahora bien, el mármol de Aneyra usa exactamente el mismo lenguaje que San Lucas. La concordancia es perfecta. El segundo lustro, es decir, el intervalo trascurrido desde el último empadronamiento, fue cerrado por Augusto, bajo el consulado de C. Censorino y de C. Asinio. Así lo dice la Inscripción lapidaria. [135] Sabemos que la fecha de este consulado cae en el año 746 de Roma, es decir, precisamente [136] un año antes del nacimiento de Jesucristo. Esta misma circunstancia es decisiva, puesto que nacía Jesucristo en Judea en una provincia distante de Roma, donde no pudo haberse verificado el empadronamiento, sino después de efectuarse en Italia y en las comarcas más inmediatamente próximas a la metrópoli. Pero aún hay más. Por una singular excepción, el único de los tres empadronamientos universales verificados por Augusto, que quiso consagrar este príncipe con su solo nombre, sin agregarle el de ningún otro colega, es precisamente éste; de manera que al leer en el mármol de Ancyra la expresión imperial: «Yo solo, investido del poder consular, he cerrado este lustro,» es imposible desconocer la rigurosa exactitud de San Lucas, cuando dice más tarde: «En aquellos días, salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo.» Estamos, pues, distantes «de algunas operaciones de estadística y de catastro,» mandadas por Augusto y aplicadas erróneamente «a los dominios de los Herodes» bajo la fe de escritores mal comprendidos «o de autores cristianos que han tomado este dato del Evangelio de Lucas.» La inscripción de Ancyra tiene la rigidez del mármol, y no se presta en manera alguna a la flexibilidad del lenguaje de los racionalistas: «Todos los ciudadanos romanos han sido empadronados por cabezas,» dice el emperador; esto significa indudablemente, que comparecieron todos y cada uno individualmente ante el delegado imperial. No se trataba, pues, de una simple «operación de estadística o de catastro.» Su número se ha elevado, continúa el monumento lapidario, «a cuatro millones doscientos treinta mil.» Y no habiendo noticia de que hubiera nunca más de cien mil romanos de raza 244, para que llegara el empadronamiento al número oficial inscrito por Augusto, debió comprender todas las provincias anejas, súbditas o aliadas del Imperio por do quiera, todos los puntos a que se había concedido a alguna familia el título de ciudadano romano. Y tal era en particular el estado en que se hallaba la Judea. El padre de Herodes, Antipas el Idumeo recibió como un ilustre favor este título que no había extendido aún al universo entero la locura de Caracalla.

22. Hubo, pues, en Judea, en el reinado de Augusto, precisamente en la fecha fijada por San Lucas, un empadronamiento que no respetó «los dominios de los Herodes.» De él se tenía noticia antes del descubrimiento del mármol de Ancyra, puesto que Suetonio había escrito estas palabras: «Augusto procedió tres veces al empadronamiento del pueblo; la primera y la tercera vez con un colega, y la segunda vez solo 245.» Tácito alude también a este empadronamiento de un modo manifiesto: «Augusto, dice, dejó al morir una obra póstuma, titulada: Breviarium Iniperii (Sumario del Imperio), donde se consignaban todos los recursos del Estado, cuántos ciudadanos y aliados había en todas partes bajo las armas; cuantas flotas, reinos y provincias; los foros y tributos; los gastos que había que hacer, y las gratificaciones que conceder; todo escrito de mano del príncipe 246.» Después de la muerte de Augusto, decía también Suetonio, «llevaron al Senado las Vestales, con el testamento imperial, a cuyas manos había confiado Augusto, en vida, este depósito precioso, tres paquetes sellados; el uno contenía órdenes relativas a sus funerales; el otro un sumario de los actos de su reinado hecho para grabarse en tablas de bronce, ante su mausoleo» (el Mármol de Ancyra, de que acabamos de hablar, es precisamente, sino su original, al menos una copia auténtica); «finalmente, el tercero era el Breviarium Imperii. En él se veía cuántos soldados había por todas partes bajo las armas; cuánto dinero había en el Tesoro, así como en las diversas arcas del fisco, y finalmente, a cuánto ascendían las rentas públicas 247. «Estos textos, a los cuales se agrega el de Dion Casio, que se expresa lo mismo 248, no son ciertamente de origen cristiano; «no han tomado sus datos del Evangelio de Lucas.» «Antes implican verdaderamente lo que se les hace decir» porque ¿cómo hubiera podido reunir, en efecto, Augusto, los elementos de un trabajo que comprendía a todos los ciudadanos y aliados, los recursos y los cargos militares, marítimos y rentísticos del Imperio, de las provincias y de los reinos, a no haber tenido previamente en su mano la estadística de un empadronamiento universal? No es necesario ser un grande estadista para comprender la correlación necesaria, rigurosa, absoluta que existe entre estas dos ideas. El Breviarium Imperii, redactado por Augusto y citado por Tácito, Suetonio y Dion [137], era un resumen para el uso imperial, del empadronamiento verificado por Augusto. Sin embargo, el racionalismo moderno tiene una simpatía especial «a los dominios de los Herodes» e invoca una excepción a favor de «estos dominios,» a los cuales, dice, no debieron extenderse las operaciones de estadística y de catastro del primer emperador romano. Pero ¡ah! tanto en derecho como en hecho, es un sueño semejante excepción. En derecho, porque era hacía cincuenta años el dominio de los Herodes, es decir, la Judea, una provincia romana. He aquí en qué términos refería Agripa el Joven a los Judíos esta dura verdad: «No olvidéis, les decía, que sois súbditos hereditarios del Imperio, cuya herencia de servidumbre asciende para vosotros a la conquista de Jerusalén por Pompeyo 249.» Agripa el Joven debía saber el derecho romano bajo el cual vivía. Herodes tenía su trono por la benévola voluntad de Roma, pudiendo hacerle bajar de él una señal de Augusto, así como le había hecho subir otra. Sabidas son las circunstancias de la concesión imperial hecha en favor de Herodes después de la batalla de Accio. Pues bien, nadie da más de lo que tiene; Roma tenía, pues, la propiedad real de la Judea 250, y para que no lo olvidase Herodes, unió Augusto a su título de rey vasallo, el de gobernador romano en Oriente. Herodes no era, pues, más que un gobernador coronado. En cuanto al hecho: el inviolable «dominio de los Herodes» fue violado en el año 37 de la era de Accio, por la deposición de Arquelao, hijo de Herodes, que fue desterrado por Orden de Augusto a Viena, en las Galias, y diez años antes había sido violado por el empadronamiento de Augusto, en la época del nacimiento de Jesucristo. Esta vez lo afirma un Judío que no tiene nada que ver con San Lucas. El año penúltimo del reinado de Herodes, «se vio obligado todo el pueblo judío, dice Josefo, a prestar el juramento individual de fidelidad a César, habiendo protestado y negádose a obedecer solamente seis mil Fariseos. Irritado Herodes de su resistencia, los condenó a una multa que pagó por ellos la intrigante Salomé 251.» ¡Este es el modo como respetaba César Augusto «el dominio de los Herodes!» Y para que no haya equivocación [138] sobre el valor de la palabra «juramento» que emplea Josefo, añadamos, que entre los Romanos precedía siempre al empadronamiento el juramento de fidelidad. Es el término mismo que usa la ley 252. ¡Explíquese ahora esta pasmosa concordancia! El año en que fueron obligados los Hebreos, según Josefo, a prestar juramento individual a César Augusto, es exactamente el mismo en que escribe San Lucas: «En aquellos días salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo 253.»

23. Está hecha la prueba: tal vez se nos dispensara que insistamos más. Sin embargo, ha llegado la hora de difundir obstinadamente la luz a cada uno de los puntos que ha querido oscurecer el sofisma. Se ha oído los testimonios romanos, griego y judío de Augusto, de Tácito, de Suetonio, de Dion Casio, de Josefo, los cuales implican realmente lo que se les hice decir, y que no toman su idea del Evangelio de Lucas: «y no obstante hablan como él. Pero supongamos que no existen; tengámoslos por no aducidos. Quedaría aún una serie de testimonios cuya palabra produciría la convicción, y de que no se desembarazara el racionalismo, poniéndolos bajo la categoría sospechosa «de autores cristianos.» Cada día los tribunales aceptan la declaración de los «cristianos.» ¿Tiene aquí derecho de mostrarse el racionalismo más severo que los Magistrados? Júzguese por un solo ejemplo. Hacia el año 204 de nuestra era, iba de Cartago a Roma un jurisconsulto famoso, cuyas decisiones figuran en el Digesto juntamente con las de Papiniano, de Trebonio y de Ulpiano. Había nacido y vivido largo tiempo en el paganismo, pero le hizo cristiano el valor de los mártires cuya muerte intrépida contemplaba diariamente. Su nombre de Tertuliano, ilustre ya en un tiempo en que era la ciencia del derecho el gran camino de los honores, se halló por su misma conversión investido de una notoriedad mayor todavía. Tenía curiosidad de saber el mundo lo que había podido seducir de la odiada doctrina del Cristo, a un jurisconsulto eminente. En esta situación particular, podemos estar seguros que Tertuliano fijaría las cuestiones de hecho con la exactitud familiar al foro. He aquí, pues, lo que escribía Tertuliano, [139] en la misma Roma, el año 204: «En los archivos de Roma se conservan los documentos originales del empadronamiento de Augusto, constituyendo un testimonio auténtico su declaración relativa al nacimiento de Jesucristo 254.» Así habla un jurisconsulto romano a toda una sociedad en expectativa y pronta a apoderarse y abultar la más ligera inadvertencia en su lenguaje. Así es como se explica ciento cincuenta años solamente después de la muerte de Augusto, cuando estaba aún tan reciente en Roma la memoria de este glorioso reinado, como puede estarlo en Francia la de Luis XIV; cuando se trataba de un hecho, tal como un empadronamiento universal, base de todo el impuesto, de todos los contratos de propiedad, de todas las prerrogativas hereditarias adherentes al título de ciudadano, de todos los estados de nacimiento, de familia o de condición en el Imperio. ¡Es posible imaginar que evoque aquí Tertuliano un «dato» completamente desconocido a los romanos «tomado de San Lucas!» «¡Cuando apela de él el jurisconsulto a los archivos públicos de Roma, a los documentos originales del empadronamiento de Augusto, significa esto para nuestros literatos que no tiene Roma otros archivos ni otros documentos originales que «el Evangelio de Lucas!» Esto es verdaderamente mofarse demasiado de la razón humana en nombre del racionalismo. Aunque no tuviéramos más que el testimonio de Tertuliano, bastaría para echar por tierra el famoso silogismo de Strauss, aun adicionado con la famosa paráfrasis de sus nuevos discípulos.

24. Pero el racionalismo nos ha preparado una nueva sorpresa. Se acaba de oírle afirmar «que los textos con que se trata de probar que debieron extenderse al dominio de los Herodes algunas operaciones de estadística y de catastro mandadas por Augusto, o no implican lo que se les hace decir, o son de autores cristianos que han tomado este dato del Evangelio de Lucas.» Y he aquí ahora que nos dice en el mismo párrafo, sin transición alguna, que el empadronamiento de la Judea se verificó en el año 37 de la era [140] de Accio, por Quirinio 255, gobernador romano de Syria. ¿Sería posible que ignorase el racionalismo que reinaba aún Augusto en el año 37 de la era de Accio? Hállase, sin embargo, probado que murió el primer emperador romano, más que septuagenario, en el año 44 de la era de Accio; por consiguiente, se verificaba en nombre de Augusto, el año 37, el empadronamiento de la Judea por Quirinio. Pero oigamos las mismas palabras del crítico, porque es sobrado inverosímil semejante contradicción. «El empadronamiento verificado por Quirinio, dice, al cual refiere la leyenda el viaje a Belén, es posterior por lo menos en diez años al en que habría nacido Jesucristo, según Lucas y Mateo. Y en efecto, los dos Evangelistas hacen nacer a Jesús bajo el reinado de Herodes (Mat. II, 1, 19, 22; Lucas, I, 5). Y el empadronamiento de Quirinio no se verificó hasta después de la deposición de Arquelao, es decir, diez años después de la muerte de Herodes, el año 37 de la era de Accio (Josefo, Ant. XVII, XIII, 5; XVIII; I. 1; II, 1). La inscripción por la que se quiso consignar en otro tiempo que hizo Quirinio dos empadronamientos, se ha reconocido como falsa (V. Orelli, Inscr. latin. núm. 623, y el suplemento de Henzen, a este número; Borghesi, Fastos consulares (aún inéditos, en el año 742).» Es imposible equivocarse sobre este punto. El crítico dice positivamente que «en el año 37 de la era de Accio, después de la deposición de Arquelao, se verificó, no una operación catastral, sino un verdadero empadronamiento de la Judea por Quirinio.» Pues bien, Arquelao fue depuesto por Augusto; Arquelao era hijo de Herodes. «Su «dominio» fue violado por Augusto; Quirinio fue enviado a Judea por Augusto; Augusto sobrevivió siete años al 37 de la era de Accio. ¡Luego el racionalismo moderno, de quien no se sospechará que tomo «este dato del Evangelio de Lucas,» y cuya palabra «implica» muy realmente una contradicción, enseña con Tertuliano y San Lucas, que hubo un empadronamiento de la Judea en tiempo de Augusto! ¡Qué importa que no sepan los lectores vulgares qué emperador reinaba en el año 37 de la era de Accio? ¿Qué importa que no sospechen lo que puede haber de común entre Arquelao y «los Herodes?» Pueden muy bien ignorar el nombre del príncipe que depuso a Arquelao; nadie está obligado a saber, como Josefo, que el gobernador romano Quirinio fue enviado a Judea por Augusto, y como Tácito, que tenía el rango consular, que era amigo del emperador y preceptor de sus nietos. Estos pormenores prueban indudablemente la contradicción del critico; pero el silencio en que éste los envuelve, atestigua, al mismo [141] tiempo, la escrupulosa delicadeza con que quería evitar que apareciese esta contradicción, a los ojos de sus lectores.

25. Es, pues, actualmente imposible poner en duda la realidad de un empadronamiento de la Judea por Augusto, y quedan en toda su integridad las palabras de San Lucas. «En aquellos días salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo.» El racionalismo acaba de suministrar a este texto evangélico el apoyo tan inesperado de su propio testimonio. El crítico se condena a sí mismo voluntariamente; consiente en decir, con el Evangelio, que se verificó el empadronamiento de Judea por Quirinio, pero solamente diez años después de la época indicada por San Lucas. Así pues, se halla reducida la discusión a una diferencia cronológica de diez años, entre la fecha suministrada por el Evangelista y la que señala Josefo, pormenor muy pequeño después de tan altas pretensiones. Sin embargo, si no fue Quirinio a Judea hasta diez años después de la muerte de Herodes, es indudable que no presidió Quirinio en tiempo de Herodes el empadronamiento descrito por San Lucas. Ahora bien, es perfectamente cierta la época precisa de la llegada de Quirinio a la Judea. «Después de la deposición de Arquelao, dice Josefo, se reunió el dominio de este príncipe a la provincia de Syria. Enviose por César Augusto a Quirinio, cónsul, para hacer el empadronamiento, llevando además la orden de vender en beneficio del tesoro los bienes patrimoniales de Arquelao 256.» La deposición de Arquelao, hijo de Herodes, se verificó cerca de diez años después de la muerte de su padre, o sea en el año 37 de la era de Accio. Luego el Evangelio de San Lucas equivoca la fecha, cuando coloca la operación de Quirinio en tiempo de Herodes, y cuando dice: Haec descriptio prima facta est a praeside Syriae Cyrino 257. Esta vez es decisiva la objeción. A menos de suponer que hizo Quirinio anteriormente un viaje a la Judea, en tiempo de Herodes, es imposible conciliar el texto de San Lucas con el de Josefo. «Ahora bien, está reconocida como falsa la inscripción por la cual se pretendía consignar en otro tiempo que Quirinio hizo dos empadronamientos. (V. Orelli, Inscr. lat., número 623, y el suplemento de Henzen a este número. Borghesi, Fastos consulares (aún inéditos), en el año 742).» Luego [142] se equivocó en la fecha más que nunca San Lucas cuando dijo: Haec descriptio prima facta est a praeside Syriae Cyrino. Desgraciadamente para el racionalismo, no escribió San Lucas su Evangelio en latín, y más desgraciadamente aún, ha llegado hasta nosotros el texto griego del Evangelio de San Lucas, texto original que se halla en manos de todos. ¿Cómo, pues, se ha olvidado de consultar el texto griego del Evangelio de San Lucas, el traductor que nos ha dado tan curiosos comentarios sobre los Logia de San Mateo? Como quiera que sea, he aquí cómo traducía el versículo de San Lucas, desde el año 1070, Teofilactes, arzobispo de Bulgaria, que hablaba el griego, que escribía en esta lengua, al reproducir la tradición anterior de los intérpretes helenistas: «Este empadronamiento precedió o fue anterior al de Quirinio, gobernador de Syria.» 258No queda, pues, ya sombra de contradicción entre el texto original de San Lucas y el testimonio de Josefo, y ha venido a tierra el triunfante silogismo. Pero ¿es tal vez arbitraria la interpretación de Teofilactes; es tal vez desconocida y sin autoridad en el mundo sabio? No. «Cuanto más se examina el versículo griego, ya en sí mismo, ya en sus relaciones con lo que le rodea, dice M. Waillon, más se quiere entenderlo en este sentido. La explicación de Teofilactes parece natural en un autor que hablaba el griego, y tiene en él tanto más valor, cuanto que según toda apariencia, no creía que fuera el gobierno de Quirinio en Syria, posterior de diez a doce años al edicto imperial, citado por San Lucas 259.» Después de este testimonio de la ciencia contemporánea, sólo nos resta que decir, que en estos tres últimos siglos, toda la Alemania, desde Keplero 260 hasta Michaelis 261 y Huschke 262 y toda la Inglaterra, desde Herwaert 263 hasta Lardner 264; todos los sabios europeos, desde Casaubón 265 hasta los Bollandistas 266 y a los demás autores del Arte de comprobar las fechas 267, [143] han vulgarizado la interpretación de Teofilactes. De esta suerte se ha puesto en tanta evidencia el pasaje de San Lucas, decía hace cien años el exégeta Leclerc, que es incontestable de hoy en más su explicación.» 268

¿Sabía el crítico todo esto? Dudar de ello sería [144] desconocer la erudición de que nos ha dado tantas pruebas. Admitirlo, supondría que tenía la intención formal de engañar a sus lectores. [145] Todos rechazarán como nosotros esta lamentable alternativa. Por esta vez, y por excepción a sus procedimientos científicos habituales, ha creído deber preferir el latín de la Vulgata al texto original [146] de San Lucas. Se halla, pues, fuera de causa el Evangelio, encontrándonos tan solo ante la traducción de San Gerónimo, revestida con la autoridad de la Iglesia, e investida por los racionalistas, [147] en esta circunstancia particular, con un privilegio de autenticidad que aventaja al mismo texto original en esta circunstancia particular, con un privilegio de autenticidad que aventaja al mismo texto original.

26. ¡No quiera Dios que reclame un escritor católico [148] contra una muestra tan manifiesta de confianza en la Vulgata! Así, pues, leemos con sumo gusto con San Gerónimo: «Verificose este primer empadronamiento por Cyrino, gobernador de Syria.» No [149] será por ello más sólida la tesis del racionalismo, puesto que se halla efectivamente comprobado que todos los Judíos debieron en tiempo de Herodes prestar juramento de fidelidad a César Augusto [150] en manos del legado imperial. Ya hemos visto el testimonio de Josefo. No se halla menos probado que no pudo verificarse esta primera operación, habiéndose [151] negado a prestarse a ella seis mil Fariseos, según afirma el mismo Josefo. Tiene, pues, razón el latín de la Vulgata en designar esta operación incompleta bajo el título de: Primer empadronamiento. Pero quien dice primero, implica necesariamente un segundo. Pues bien, el segundo empadronamiento, el censo definitivo tuvo por autor a Quirinio, gobernador de Syria. Quirinio, el hombre consular, el gobernador de Syria, el amigo de César Augusto, fue quien dio a esta operación en dos actos, su forma completa y absoluta; por lo que naturalmente prevaleció el nombre de Quirinio para designar el conjunto de las listas censuales o catastro, y toda la obra completa. He aquí, pues, naturalmente desatada esta cuestión insoluble: conocíanse con el nombre de Quirinio las actas del empadronamiento de la Judea: así lo consigna el latín de la Vulgata por ser así. Vese, pues, que no es necesario suponer «dos empadronamientos verificados por Quirinio,» y apoyados en «una inscripción que se halla reconocida como falsa.» Si viviera aún Orelli, que publicó sus Inscripciones Latinas hacia el año 1830, se admiraría grandemente al saber «que se pretendía en otro tiempo» fundar todo un sistema de exégesis en una inscripción que había quedado [152] casi desconocida antes de él 269. ¡Verdaderamente es cosa peregrina un «en otro tiempo» que data de 1830! «¡El suplemento de Henzen y Borghesi, Fastos consulares (aún inéditos)» realza maravillosamente la venerable antigüedad de 1830! El mundo sabía hacía largo tiempo, que en el año 138 de nuestra era se expresó San Justino en su Reclamación oficial presentada al emperador Antonino Pío en estos términos: «Jesucristo nació en Belén, pequeña villa judía, situada a treinta y cinco estadios de Jerusalén, como puedes cerciorarte consultando las tablas del empadronamiento de Quirinio, tu primer gobernador en Judea 270.» Tal era el lenguaje de San Justino en una Apología en favor de los Cristianos, puesta a los pies del Señor del mundo, y que tuvo por resultado poner fin a la tercera persecución general. Esta Apología de San Justino tuvo que pasar como todas las reclamaciones oficiales, antes de llegar a poder del César, por manos y por la inspección de los oficiales, de los secretarios y de los consejeros imperiales. ¿Es de creer que evocase San Justino ante estos jueces, los registros de Quirinio si no hubiesen sido realmente conocidos con tal nombre, si no hubieran referido el nacimiento de Jesucristo en Belén? Habiendo matado los Romanos diez millones de mártires por odio a Jesucristo, hubiera sido mucho más sencillo abrir los archivos públicos de Roma, y mostrar a los Cristianos que se les engañaba, que no había registro alguno que [153] llevase el nombre de Quirinio, o por lo menos, que hablase del nacimiento de su Dios. Finalmente, a ser falsa la alegación sobre un punto de hecho tan fácil de aclarar, ¿es de creer que se hubiera concedido por Antonino la tolerancia invocada para la doctrina? Es, pues, evidente que en tiempo de San Justino, se contenían en los archivos de Roma, con el título general de Registros de Quirinio, los documentos originales en que se consignaba el nacimiento de Jesucristo en Belén. Pero preséntase el jurisconsulto Tertuliano, cuyo testimonio hemos citado ya, y el cual no se contenta con la designación genérica. No le basta a él, instruido en el derecho romano, un término exacto, pero vago, sino que da a su cita la precisión jurídica, cual conviene al magistrado habituado, al examinar procesos, a poner el dedo en el documento o título que se desea y a indicarlo con su propio nombre. Tertuliano tenía que contestar a los discípulos de Marción que negaban, no ya la divinidad de Jesucristo, porque ésta les parecía incontestable, sino su humanidad; pues no podían resolverse a asociar la naturaleza humana a la radiante divinidad del Cristo. Los racionalistas modernos retuercen la tesis sin mejor éxito. Para consignar la realidad del nacimiento humano de Jesucristo, decía Tertuliano a los Marcionitas: «Fácil os es su comprobación, puesto que tenéis las Actas redactadas entonces en Judea por Sencio Saturnino, bajo el reinado de Augusto, en las que hallaréis inscrito el nacimiento de Jesucristo.» No se trata ya aquí de la designación general de los Registros de Quirinio, sino del título particular de las Actas comprendidas en estos Registros y redactadas cuando el primer empadronamiento, por Sencio Saturnino. Tertuliano había leído, como San Justino, el Evangelio de San Lucas. Los Marcionistas conocían este Evangelio tan bien como pueden conocerlo nuestros racionalistas. Así, pues, para Tertuliano, lo mismo que para nosotros, se extendía el nombre de Quirinio, bajo la administración del cual se había completado la operación del empadronamiento o censo judío, al conjunto de las actas de la Judea, y el de Sencio Saturnino, que nos dice Josefo haber sido en efecto gobernador de Syria, en la época del nacimiento del Salvador, se hallaba inscrito realmente en el título particular en que fue empadronado el hijo divino de María. Esto es lo que sabían y lo que decían los comentadores «en otro tiempo» y lo que hoy repetimos nosotros, con el consuelo de ver más afirmado que [154] nunca el texto evangélico, después de tan impotentes ataques.

27. ¿Qué queda en efecto de la teoría racionalista y del desprecio con que se imponía al relato de San Lucas el epíteto de «leyenda»? ¿De parte de quién están las contradicciones que se pretendía notar en él 271? Cuando se piensa que durante cerca de dos mil años ha experimentado el Evangelio la comprobación hostil de los sabios, de los filósofos, de los incrédulos de todos tiempos y países, sin que hayan conseguido borrar una sola coma de este libro, es preciso convenir, a no renegar de toda razón, de toda ciencia y de toda filosofía, en que es divino el Evangelio. Cada letra de esta obra inspirada resplandece a medida que se fijan los ojos en ella. ¡Dichosos los siglos que se iluminan con estos rayos de la verdad eterna, en vez de tomarse la ingrata y estéril tarea de oscurecerlos! No hay duda que la lucha empeñada contra la luz va a parar en definitiva al triunfo de la luz. Todos los sofismas, cuya refutación acabamos de ver, hacen más patente y brillante la augusta sencillez de las palabras de San Lucas: «En aquellos días salió un edicto de César Augusto para que fuese empadronado todo el mundo. Este primer empadronamiento se hizo por Cirino, gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse a la ciudad de donde cada uno descendía. Y Josef que era de la casa y familia de David, [155] subió desde Nazareth, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en la Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.» No puede ya caer sobre este relato la sospecha de infidelidad legendaria; pero en vez de defenderlo contra las objeciones que han llegado a ser hoy populares, ¿no valía más leer esta página con el corazón, y exclamar como Bossuet: «Qué hacéis príncipes del mundo, poniendo todo el universo en movimiento para que se os traiga una matrícula de todos los súbditos de vuestro imperio? Queréis saber su fuerza, sus tributos, sus futuros soldados y principiáis a matricularlos, por decirlo así; porque esto es, o cosa semejante, lo que pensáis hacer. Pero Dios tiene otros designios que vosotros ejecutáis, sin pensarlo, con vuestros medios humanos. Debe nacer su Hijo en Belén, humilde patria de David: así lo ha hecho predecir por su Profeta, hace más de setecientos años, y he aquí que se agita todo el universo para cumplir esta profecía. Jesús, hijo de David, nació en la ciudad en que vio David la luz del día. Su origen fue atestiguado en los registros públicos; el imperio romano rindió testimonio a la real descendencia de Jesucristo, y César que no pensaba en ella, ejecutó la orden de Dios. Vamos también nosotros a hacernos inscribir en Belén. Belén, es decir: ¡Casa del pan! Vamos a probar en ella el pan celestial, el pan de los ángeles, que ha llegado a ser el alimento del hombre: miremos todas las iglesias como el verdadero Belén y como la verdadera Casa del pan de vida. Este es el pan que da Dios a los pobres, en la Natividad de Jesús, si aman con él la pobreza, si conocen las riquezas verdaderas: Edent pauperes et saturabuntur. Comerán y serán hartos los pobres, si imitan la pobreza de su Señor, y vienen a adorarle en el pesebre 272.»




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