DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § V. El empadronamiento del Imperio



§ VI. El viaje a Belén

28. Nos es preciso descender de estas regiones llenas de luz y de paz, para escuchar las últimas argucias del racionalismo. «Lo que prueba bien, continúa éste, que no es en manera alguna histórico el viaje de la familia de Jesús a Belén, es el motivo que se le atribuye. Jesús no era de la familia de David (V. más adelante las páginas 237 y 238), y aunque lo hubiera sido, tampoco se concebiría [156] que se hubieran visto obligados sus padres, para una operación catastral y rentística, a ir a inscribirse al lugar de donde habían salido sus antepasados hacía dos mil años. Imponiéndoles la autoridad romana semejante obligación, hubiera sancionado pretensiones amenazadoras 273.»- ¿No era Jesús de la familia de David? Si principiara un escritor moderno la historia de Alejandro con estas palabras: Alejandro el Grande no era hijo de Filipo, rey de Macedonia, obraría con prudencia en no remitir a su lector a un desdeñoso, «véase 274 más adelante páginas 237 y 238.» Es verdad que jamás obtendrá la historia de Alejandro la notoriedad que la Vida de Jesús. Habrá, pues, que tener la paciencia de buscar la cita indicada, para saber a qué familia pertenecía el Salvador, para saber qué nueva genealogía debe sustituirse a la de San Lucas, que le hace descender de David 275, y a la de San Mateo, que le da el mismo origen 276. No puede menos de despertarse vivamente la curiosidad, sobre todo, en vista de textos precisos de San Marcos que afirma ser Jesús de la familia de David 277. Pues bien, «el Evangelio de Marcos, se nos dice, es de los tres sinópticos el más antiguo, el más original, el menos recargado de fábulas tardíamente insertas 278.» San Juan ha escrito en el Apocalipsi estas palabras significativas: «En cuanto a mí, Jesús, yo soy la raíz y la prosapia de David 279.» Pero no tiene San Juan las simpatías del moderno racionalismo porque deja ver sin cesar, dice, las preocupaciones del sectario; sus cláusulas son presuntuosas, pesadas, mal escritas: todos sus discursos están llenos de una metafísica refinada 280.» Es evidente que la pluma que ha escrito el In principio, no estaba cortada a gusto de nuestros literatos. El autor de los Actos de los Apóstoles por lo menos ha encontrado gracia a los ojos de los nuevos exégetas. Pues bien, se lee en la segunda página de los Actos, que saliendo San Pedro del Cenáculo, se dirige a la muchedumbre [157] reunida para la solemnidad de Pentecostés, y proclama que Jesús era hijo de David 281, el Cristo esperado y predicho. Tres mil judíos se hacen bautizar a su voz. San Pablo 282, un judío discípulo de Gamaliel, nutrido en todas las tradiciones nacionales, dice de Jesucristo que «le hizo nacer Dios de la raza de David, según la carne.» Habíase pues creído hasta el día, bajo la fe de San Mateo, de San Marcos, de San Lucas, de San Juan, de San Pedro y de San Pablo, que Jesucristo era hijo de David. La unanimidad de creencia fundada en la unanimidad de testimonios contemporáneos hace más interesante la revelación remitida negligentemente al «Véase más adelante páginas 237 y 238.» He aquí esta revelación: La familia de David, nos dice en fin, se había extinguido, a lo que parece, hacía mucho tiempo; ni los Asmoneos de origen sacerdotal, podían tratar de atribuirse semejante descendencia; ni Herodes ni los Romanos piensan un momento en que exista a su alrededor representante alguno de los derechos de la antigua dinastía 283.» A esto se reduce todo. Evidentemente los cuatro Evangelistas y los testimonios de San Pedro y San Pablo quedan destruidos por esta frase: «¡No era Jesús de la familia de David!»- «Parece que se había extinguido hacía largo tiempo la familia real;» y por esto sin duda estaban acordes todos los Judíos en esperar un Mesías, hijo de David. «Parece que los Asmoneos no tenían nada de común con la descendencia de David.» Y ¿qué tienen que ver los Asmoneos con Jesucristo? Y no obstante, afirman los Talmudistas que los Asmoneos asociaron la sangre de la tribu real a la tribu de Aarón 284. «Parece que no pensó Herodes un momento que existiera a su alrededor representante alguno de la antigua dinastía.» Por eso hizo degollar Herodes a todos los niños de Belén. «Parece que no se preocupan de esto los Romanos» ¿y qué tenían que ver con ello los Romanos? Sin embargo, como si no debiera quedar una sílaba de todos los «parece» del racionalismo, quiso el presidente romano Pilatos, conservar obstinadamente a Jesús crucificado su título oficial de Rey de los Judíos 285. Y Vespasiano, después de la destrucción de Jerusalén, hacía buscar y matar a todos los miembros que sobrevivían de la familia de David 286. [158]

29. Antes de veinte años parecerá más sorprendente que un milagro, que se haya podido tomar por lo serio por un solo momento tal arrogancia científica unida a semejante modo de discutir. Este prodigioso «más adelante,» no puede superarse ni por su autor, aunque se vea obligado un taumaturgo a reproducir a su voluntad, todos los milagros que hizo una vez. Apenas si tenemos valor, después de esto, para poner en evidencia el anacronismo «de la autoridad romana, sancionando pretensiones amenazadoras, al imponer a Josef la obligación de hacerse inscribir» en Belén, cuna de su familia; en lugar de enviar, como se practica entre nosotros, a un tabellion o escribano a su domicilio de Nazareth, a recibir la declaración de sus nombres, apellidos, edad y cualidades. «¡No se concibe» entre los Romanos un procedimiento administrativo tan exagerado! ¡Los imprudentes corrían a una revolución! pues bien, digámoslo, no a literatos, que lo saben mejor que nadie, sino a la multitud, a quien podrían seducir tales sofismas: entre los Romanos, entre los Judíos, entre todos los pueblos de la antigüedad, y aún en el día, en Oriente, no era el empadronamiento en el lugar de su origen, una dura obligación, sino un privilegio lleno de honor y de gloria. No se referían solamente como entre nosotros, a la cuna de los antepasados, los recuerdos del corazón, sino todos los derechos jurídicos de propiedad, de libertad, de existencia legal, comprendidos para los Romanos en el título de ciudadano, y para los Judíos en el de hijo de Abraham. «La pretensión amenazadora de la autoridad romana» hubiera sido precisamente la de imponer un sistema inverso. La antigüedad vivía por los abuelos; a nosotros que vivimos únicamente de lo presente, olvidándonos con exceso de lo pasado, al que debemos, no obstante, todo lo que somos, nos es permitido admirarnos de los usos antiguos, pero con la condición al menos de conocerlos. He aquí un resumen exacto de la legislación romana respecto del censo. Todo el Ager Romanu se había dividido primitivamente entre los ciudadanos, que tuvieron su dominio útil, sin que perdiera nunca el Estado el dominio eminente y la propiedad real. El Estado era la cosa pública (Respublica) en su sentido general, fraccionándose en ciudades (civitas); el ciudadano (civis) era el que estaba adherido a una ciudad por su nacimiento en el seno de una familia libre. En la época de Augusto no había en la inmensa extensión del Imperio romano más que cuatro [159] millones de ciudadanos 287. ¿Qué era todo el resto a los ojos del derecho? Esclavos o vencidos. He aquí por qué se hacía el empadronamiento en Roma, por tribus, es decir, en el lugar originario sin consideración al lugar de la residencia. Convocábase a los ciudadanos de las provincias a Italia, para que se inscribieran; y recíprocamente, se mandaba a los Latinos que residían en Roma, que fueron a sufrir el censo en sus propios municipios 288. Estableciose como regla absoluta por la ley Julia, que se hiciera cada uno empadronar en la ciudad de que era ciudadano; y el libro De Censibus, de Ulpiano, nos ha conservado hasta las fórmulas legales de los estados de empadronamiento, los cuales reproducimos aquí para convencer al lector sobre el verdadero carácter de lo que afecta llamar el racionalismo una «operación insignificante de estadística y de catastro.» No se acusará a Ulpiano, secretario y ministro de Alejandro Severo, de ignorar el derecho romano. En cuanto al derecho judío sería inútil probar que se hallaba esencialmente basado en la división por tribus, por familias y por patrimonios o herencias 289.

Preferimos [160] tomar a la Biblioteca Oriental de Asemani 290, un hecho más reciente, que demostrará la persistencia de estas costumbres en Siria. «Habiendo querido Abdul Melik proceder a un empadronamiento de la Judea, mandó como Augusto, que acudiera cada individuo [161] a su país, a su pueblo, y a la casa patrimonial, para ser matriculado». No parece sino que se oye el eco de las palabras de San Lucas: «Todos iban a empadronarse a la ciudad de donde cada uno descendía, y Josef que era de la casa y familia de David, subió desde Nazareth, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en la Judea 291”.

30. Las consideraciones extrínsecas, tomadas de la historia universal, [162] de los pormenores particulares de la administración provincial, de las fórmulas de derecho romano y judío, se hallan conformes en consignar la autenticidad del viaje de Joseph y de María a Belén. Pero este sólo es el lado de la demostración, pues como observa con sumo juicio M. Vogué: «El lugar del nacimiento de Nuestro Señor es de una autenticidad la más cierta y la menos controvertida por los adversarios ni aún siquiera de la tradición. No solamente se halla consignada su historia, así como la de otros santuarios, por hechos incontestables, a contar desde la época de Constantino, sino que se prolonga, por un privilegio excepcional, más allá de esta fecha, pudiéndosela llevar por medio de textos contemporáneos hasta a una época bastante próxima a los hechos del Evangelio para que subsistiera aún viva su memoria 292”. Vamos a poner en toda su claridad estas observaciones del sabio arqueólogo. No se habrá olvidado la Reclamación oficial dirigida a Antonino Pío por San Justino: «Jesucristo ha nacido, decía el Apologista, en Belén, pequeño pueblo judío, situado a treinta y cinco estadios de Jerusalén, según podéis cercioraros, abriendo los registros del empadronamiento de la Judea, por Quirinio». Así hablaba un testigo ocular, un siglo después de la muerte de Jesucristo. He dicho testigo ocular, porque habiendo nacido San Justino en el año 103 de la E. C. en Flavia Neapolis, la antigua Siquem, a veinte leguas solamente de la capital de Palestina, paso en ella toda su juventud, y vio en su consecuencia, los sitios de que habla. Esto es tanto menos dudable, cuanto que procediendo de una familia de colonos paganos trasladados por Vespasiano y Tito a la Judea, se convirtió San Justino al cristianismo a la edad de treinta años. Tenemos, pues, en él, no solamente un testigo ocular, sino un testigo que se vio en la obligación de estudiar escrupulosamente los hechos de que habla, puesto que fue incrédulo, antes de convertirse; condición manifiestamente preferible para hablar de una religión, a la de un escritor que hubiera principiado por creer en ella y que terminase por la apostasía. Para librarse de las seducciones de la filosofía platónica y abrazar la sabiduría de Jesucristo, «única verdadera» como lo expresa él mismo, debió San Justino determinarse por motivos irrecusables de credibilidad. Pues bien, San Justino encuentra precisamente [163] en este pasaje que acabamos de trascribir, una prueba evidente de la verdad del cristianismo en la perfecta concordancia de las profecías que anuncian la aparición del Mesías en Belén, con la realidad del nacimiento de Jesucristo en esta población. «Escuchad, dice al emperador, cómo ha designado un profeta, Miqueas, el lugar donde debía nacer el Mesías. Estas son sus palabras: Belén, tierra de Judá, tú que eres tan pequeña entre las ciudades, figurarás, no obstante, entro las más gloriosas; pues de ti ha de salir el jefe que gobernará a mi pueblo». -Ahora bien, continúa San Justino, Belén es una población judía situada a treinta y cinco estadios de Jerusalén; y allí es donde ha nacido Jesús, según consignan los registros de Quirinio». Así atestigua que ha nacido Jesucristo en Belén el filósofo platónico, convertido recientemente a la fe del Evangelio, en el teatro mismo de los hechos evangélicos. La realidad de este nacimiento que confirma las profecías anteriores, es a sus ojos una demostración de la divinidad del cristianismo. Por consiguiente, en el año 103, fecha del nacimiento de San Justino, era público y notorio en Palestina, que Jesucristo era oriundo de Belén, lo cual no era una tradición apócrifa conservada entre los cristianos, puesto que nació San Justino en el seno de una familia pagana, y que fue educado en el paganismo. Pero en 103 de la E. C. habían trascurrido solamente setenta años desde la muerte de Jesucristo. Suponer que hubiera podido introducir en este intervalo la mala fe de los cristianos, sobre este punto, una leyenda subrepticia, y hacerla adoptar por la generación contemporánea, no sería menos absurdo que si se imaginara en nuestros días la posibilidad de colocar en Roma, por ejemplo, al pie del Capitolio, la cuna de Napoleón I.

31. Nuestros modernos racionalistas no retroceden ante estas imposibilidades palpables. «Esta leyenda, dicen, no se hallaba en el texto primitivo que ha suministrado el bosquejo narrativo de los Evangelios actuales de Mateo y de Marcos. Y debió añadirse a la cabeza del Evangelio de San Mateo a consecuencia de repetidas objeciones 293”. Pues bien, explicadnos ¿por qué prodigio de inexplicable poder conseguirían los Cristianos, relegados en las catacumbas, arrojados a los leones en el anfiteatro, encarcelados en todos los calabozos [164] de Roma, añadir su leyenda al texto oficial de los registros de Quirinio, conservados en los archivos imperiales? Decid cómo hubiera podido disimular el falsario las señales de su falsificación; cómo hubiera sustituido matrículas apócrifas a las verdaderas; cómo había de haber encontrado en tiempo de Antonino el sello de Augusto; cómo hubiera hallado cuarenta años después de la destrucción de Jerusalén el sello de Herodes, para sellar con uno y otro los documentos de su invención póstuma. No eran los registros de Quirinio «esos libritos que se prestaban los Cristianos mutuamente, y en que trascribía cada uno al margen de su ejemplar, las palabras, las parábolas que encontraba en otros libros y que lo conmovían 294”. ¿Qué son estas evoluciones de un comentario pueril ante los hechos reales de la historia? ¿A quién se hará creer que las colonias romanas que habitaban la Palestina, que permanecieron fieles al culto de los dioses del Imperio, que estaban sumamente interesadas, por su celo en favor de la divinidad de César, en sofocar el cristianismo naciente, se hicieran eco de una leyenda cristiana, cuando se trataba de un hecho contemporáneo y de una localidad que tenían a la vista? Pero no es esto todo. El mismo San Justino insiste sobre este hecho capital, en la célebre conferencia que tuvo en Roma con un judío, y de que nos ha dejado el acta auténtica, con el título de Diálogo con Tryfon: «Cuando nació Jesucristo en Belén, dice, fue informado de ello el rey Herodes por los Magos, que venían de Arabia, y resolvió matar al niño; pero Josef, por orden de Dios, tomó a Jesús, con María, su madre, y se refugió a Egipto 295”. Así habla San Justino. ¿Qué objeción va a hacerle su interlocutor? Oid: ¿No podía Dios, responde el judío, hacer morir a Herodes del modo más fácil 296? «He aquí lo que halla que oponer a este relato un hebreo, Tryfon, que estaba muy al corriente de la historia evangélica, y de la que sólo se hallaba separado por un intervalo de ochenta años. Si no hubiera pues nacido en Belén Jesucristo; sino hubiera pensado nunca Herodes en hacer degollar a los niños de Belén; sino hubieran ido jamás a Egipto Josef y María; si hubieran sido todos estos hechos una leyenda cristiana, sin realidad, sin notoriedad, sin raíz en la historia, no hubiera dejado de decirlo Tryfon. Hubiera declarado, como nuestros racionalistas que «faltaba [165] en el texto primitivo esta fábula, que ha suministrado el bosquejo narrativo de los actuales Evangelios». Mas en vez de dar esta contestación perentoria, razona Tryfon como podía hacerlo un judío convencido de la realidad de los hechos, a pesar de no admitir su consecuencia. -Dices que Jesucristo era hijo de Dios, replica; pues bien podía Dios matar a Herodes para salvar a su hijo. La cosa valía bien la pena; y puesto que se vio obligado Josef a llevar el niño a Egipto con María, es que no era Jesucristo hijo de Dios y que no tomaba por su vida Dios el interés que hubiera tenido ciertamente por su propio hijo.- Era, pues, preciso para que usara el judío Tryfon semejante lenguaje que admitieran todos los hebreos la notoriedad de los hechos evangélicos. ¿Hubiera podido producir una «leyenda» cristiana el milagro de imponerse unánimemente a los más mortales enemigos del nombre cristiano?

32. Después de estas demostraciones, que llegan hasta la evidencia, sería superfluo insistir sobre los demás testimonios. ¿Qué decir, por ejemplo, del filósofo Celso que censura a Jesús el haber nacido en Belén? «Gran gloria para un Dios, decía, hacerse ciudadano del pueblo más miserable del mundo 297”. Así hablaba Celso, que vivía en tiempo de San Justino, y que detestaba el nombre de Jesucristo tanto como pueden detestarlo nuestros racionalistas modernos, y su polémica era más formal que la de estos; pues les llevaba la ventaja de vivir en la época en que, según nuestros literatos, «debió añadirse al texto primitivo, la leyenda que suministró el bosquejo narrativo a los actuales Evangelios». No habiendo advertido Celso tal adición, es esta un sueño. Y el racionalismo moderno del siglo XIX habrá tenido la gloria de inventar por un milagro de perspicacia retrospectiva, lo que no vieron ni el filósofo Celso, ni el judío Tryphon, ni el discípulo de Platón, Justino, en el año 103 de la E. C.





§ VII. Genealogía de Jesucristo

33 No necesita tantos apoyos extraños para imponerse a nuestra fe el monumento evangélico. Bástale existir; su sola existencia demuestra su veracidad, y a medida que pasa un nuevo siglo sobre [166] sus venerables cimientos sin poder conmover una sola piedra, va aumentándose por el mismo progreso de los tiempos el número de pruebas que consignan su autoridad. Sabido es que cada uno de los dos Evangelios de San Mateo y de San Lucas trae la genealogía de Nuestro Señor Jesucristo. San Mateo hace descender la suya desde Abraham hasta Josef, esposo de María, pasando por David, y siguiendo toda la real generación de Judá, desde Salomón hasta Jesucristo. La genealogía reproducida por San Lucas sigue un orden inverso, pues comienza en Jesucristo y remonta el curso de los siglos, pasando por David, Abraham, Noé y los patriarcas antediluvianos hasta Adán, «que fue de Dios». Pues bien, estas dos genealogías, paralelas hasta David, sólo tienen, desde este rey, dos puntos de contacto: Zorobabel y Salathiel; todos los demás grados intermedios son diferentes. La genealogía de San Mateo hace descender a Jesucristo de David, por Salomón; la genealogía de San Lucas hace descender a Jesucristo de David, por Nathan. «La inexactitud y la contradicción de estas dos genealogías, dice el racionalismo, induce a creer que fueron resultado de un trabajo popular, que se verificó en diversos puntos, y que ninguna de ellas fue sancionada por Jesús 298”. Jamás se ha escrito semejante despropósito. Si fueran las dos genealogías, fruto «de un trabajo popular» ejecutado en puntos distantes uno de otro, se hubiera tratado sobre todo de conciliarlas, se hubiera hecho desaparecer la aparente contradicción que señala en ellas el racionalismo, y cuya explicación han dado todos los padres griegos y latinos, desde San Ireneo y San Justino. Era preciso ser judío y contemporáneo de Jesucristo para trazar estas dos genealogías; en el día no hubiera podido inventarlas sino existieran, toda la ciencia de todas las academias del mundo. He aquí la razón.

34. Entre los Hebreos eran sagradas las genealogías; su redacción original confiada a los escribas y puesta bajo la vigilancia de los sacerdotes, era depositada en los archivos del Templo, formando su estudio parte esencial de la educación. El pueblo, así como el territorio, se hallaba dividido en tribus, y el tiempo para las épocas genesíacas, estaba limitado por el número siete y sus cuadrados. Había en esta práctica, esencialmente judía, de que nos ofrece un ejemplo la genealogía de San Mateo, no solamente un procedimiento [167] mecánico, para aliviar la memoria, sino una aplicación a las series de las razas humanas, de la gran ley septenaria, cuya extensión a los días, a las semanas, a los años, a los hombres, a los animales, a los campos y a las heredades, hemos visto en toda la historia de los Hebreos. ¿Pueden inventarse semejantes usos después del suceso? En cada período de siete semanas de años, es decir, en cada medio siglo, cuando sonaba la trompeta del Jubileo para dar libertad a los cautivos, para la restitución de los inmuebles enajenados, la extinción de las deudas y la restauración de cada familia, de cada individuo en el orden primitivo; se tenían presentes, para esta gran revolución, las listas genealógicas conservadas en los Archivos del Templo y en el santuario doméstico. Los enlaces mismos exigían, de parte de la familia y del Estado, la observancia escrupulosa de la ley de las genealogías. La jerarquía religiosa, la constitución civil, la existencia nacional del pueblo judío, se apoyaban únicamente en las tablas de los orígenes. No se podía, pues, entre los Hebreos formar un árbol genealógico de pura invención, porque hubieran confundido inmediatamente los archivos del Templo la impostura. Así, ostenta Josefo en su Autobiographia 299 cierta vanidad en exponer a los ojos de los patricios de Roma, envanecidos ellos también con su origen, la antigüedad de su propia raza; si añade que se hallaba consignado cada grado de su genealogía por los cuadros oficiales y públicos. «Obsérvase este orden, dice, no sólo en Judea, sino también en todos los lugares donde están diseminados mis compatriotas: en Egipto, en Babilonia, por todas partes. Remiten a Jerusalén el nombre del padre de aquella con quien quieren desposarse, con una reseña de su genealogía, certificada por testigos. Si sobreviene alguna guerra, redactan los sacrificadores sobre las antiguas Tablas nuevos registros de todo el resto de las mujeres de origen sacerdotal, y no se desposan con ninguna que haya estado cautiva, por temor de que haya tenido comercio con los extranjeros. ¿Puede haber nada más a propósito para evitar toda mezcla de razas? Nuestros sacerdotes pueden probar con documentos auténticos su descendencia de padres a hijos desde hace dos mil años, y el que deja de observar estas leyes es separado para siempre del altar 300”. Así, pues, con tal conjunto de formalidades desplegado en torno de los [168] orígenes hebraicos, fue imposible una suposición en la genealogía de Jesucristo, mientras subsistió el Templo de Jerusalén. Y después de la destrucción de la Ciudad Santa por Tito, pasó esta imposibilidad social a ser una imposibilidad material. Devorados por el fuego todos los archivos del Templo y dispersos los Judíos desde entonces, han permanecido sin genealogía, confundidos indistintamente bajo el nombre de hijos de Jacob, ignorando ellos mismos a qué tribu pertenecían en otro tiempo sus abuelos.

35. Así, basta por sí sola la existencia de las genealogías reproducidas por San Mateo y San Lucas, para consignar de un modo perentorio, que estaba compuesto su Evangelio antes de la destrucción de Jerusalén (70). Su misma discordancia ofrece una garantía más de su autenticidad. Las naciones extranjeras, a las que llevaban los Apóstoles la buena nueva del Verbo hecho carne, no tenían ningún conocimiento de los usos judaicos; si se hubiera, pues, hecho, como supone el racionalismo «un trabajo popular» después del suceso y sobre diversos puntos, relativamente a los orígenes del Salvador, lejos de complacerse los autores apócrifos en redactar dos listas contradictorias, se hubieran puesto de acuerdo para reproducir escrupulosamente la misma, en las narraciones que quisieron adoptar con los nombres de San Mateo y San Lucas. Aquí destruye también el Evangelio con su inmutable y augusta sencillez todas las hipótesis del racionalismo. La genealogía de Jesús debía ser una de las que mejor se conservaran de todas las genealogías judías, puesto que representaba, por una parte, la descendencia real de David, y por otra, tocaba a la raza sacerdotal, por la afinidad de María con Isabel, descendiente de Aarón. Pero Jesucristo ofrecía en su persona divina, a los genealogistas hebreos un tipo sin precedente en la historia: pasaba legalmente por hijo de Josef de Nazareth, siendo en realidad hijo de María, y no teniendo padre entre los hijos de los hombres. He aquí por qué tiene Jesucristo dos genealogías: la una por Joseph, ascendiendo a Salomón y David, y ésta es la de San Mateo; y la otra por María, hija de Heli o Joakim, subiendo a David por Nathán, y ésta es la de San Lucas. Y nótese bien, que no se encuentra el nombre de María al principio de la genealogía de San Lucas, el cual no hubiera dejado de inscribir un apócrifo extraño o ignorante de las costumbres judaicas. Para evitar este lazo era absolutamente necesario que se hallase el Evangelista perfectamente [169] al corriente de los usos hebraicos. Y en efecto, nunca figuraba la mujer en las genealogías de los Hebreos, a no recordar su nombre un origen extranjero, o un enlace ilegal en el principio, pero regularizado después por circunstancias excepcionales. Por eso la genealogía de San Mateo menciona a Thamar, cuya unión con Juda, el hijo mayor de Jacob, recordaba un episodio famoso. Asimismo, inscribe los nombres de Rahab, la heroína de Jericó, a quien su adhesión nacionalizó en Israel; el de Ruth la Moabita, y en fin el de Bethsabee, esposa de Urías que llegó a ser madre de Salomón en las circunstancias que todos recuerdan. Fuera de estas uniones extrañas o excepcionales, no nombra mujer alguna la genealogía de San Mateo, no obstante abrazar un período de tres mil años. Esto consiste en que según la raíz misma de la palabra hebrea (Nssim) 301, eran siempre pasadas en silencio las mujeres. Sólo el hombre (Zhar) 302, tenía el privilegio de perpetuar los recuerdos, así como la raza. Desde el día en que fue legalmente María esposa de Josef, debían substituir los genealogistas el nombre de Josef al de María; de suerte que según la expresión de un moderno exegeta, «hay en la genealogía de San Lucas precisamente lo que debía haber. Hállase velada la mujer; no se habla de ella, aun con perjuicio de la divinidad del Cristo. Se ha puesto sobre esta línea genealógica el sello de una robusta autenticidad».

36. Y ahora ¿teníamos razón en decir que aunque reunieran todas las academias del mundo sus luces y los datos históricos de que pueden disponer en el día, no conseguirían rehacer las dos genealogías de San Mateo y San Lucas, si llegaran a perderse estos dos monumentos? ¿Qué significa el «trabajo popular verificado sobre diversos puntos» al que el racionalismo quiere hacer el honor de semejante resultado? El Evangelio es un milagro vivo de exactitud, de realidad verdadera y de patente autenticidad. Parece que haya tomado a empeño la Providencia multiplicar alrededor de este monumento divino las más incontestables garantías. Jerusalén será borrada del cuadro de las naciones en cuanto haya sido registrada en el libro eterno la genealogía de Cristo. Y no bien se haya desplegado la flor patriarcal del Antiguo Testamento, perderán los Hebreos la memoria de sus antepasados. No se sabrá añadir una coma por [170] mano alguna, en el libro del Cordero, sellado hasta la consumación de los siglos. ¡Y se pretende arrancar al mundo la fe en el Evangelio! Pero inténtese someter a una comprobación tan minuciosa, a un examen tan severo, a una crítica tan exagerada, el historiador más acreditado, y es seguro que no resistirá ninguno a ellas. Ni una página de Tito Livio tomada al acaso en los catorce o quince volúmenes de sus obras, podría soportar sin duros descalabros semejante prueba. Y no obstante, se halla en pie el Evangelio. Orígenes lo explicaba al filósofo Celso: San Justino lo explicaba al judío Tryphon: San Ireneo a los Gnósticos: San Agustín a los discípulos de Manés. Keplero, Leibinitz, Newton, Bossuet, los genios más grandes que ha conocido el mundo caían arrodillados ante la maravilla del Evangelio. Y nosotros que apenas balbuceamos las primeras letras de una ciencia, todos cuyos secretos poseen estos grandes hombres ¿no hemos de tener derecho de adorar en su manifestación evangélica la radiante divinidad de Jesucristo? ¡Pobrezas sofísticas, algunos retazos de erudición contradictoria usurpados al través de los siglos a herejías muertas mil veces, he aquí lo que opone el racionalismo decrépito de la última hora, a la tradición católica, a dos mil años de, luz, de gloria y de fe! Para ahogar y hacer que se olviden estos miserables acentos, basta que repita la voz del sacerdote en el ángulo del altar la página primera del Evangelio: Liber generationis Jesu Christi. La historia entera se conmueve; todos los muertos del Antiguo Testamento resucitan y vienen a adorar al hijo de María, en la cuna de Belén. Adán, que fue de Dios» reconoce el germen prometido que ha de quebrantar la cabeza de la serpiente. Noé saluda el arca nueva de la alianza, que no sumergirá nunca al diluvio de la impiedad; Abraham ve al hijo, en quien serán bendecidas todas las naciones; Isaac, a la víctima verdadera del monte Moria; Jacob, al león salido de Judá que recobra el cetro; Rahab, la Cananea se felicita de haber trasmitido su sangre al héroe divino, ante quien caerán las murallas de la infiel Jericó; Ruth, la Mohabita, se inclina ante la garba recogida en los campos de Booz; Jessé ante la flor abierta en la copa del árbol antiguo, David vuelve a pulsar su kinnor, en presencia del rey inmortal que le inspiró sus cánticos proféticos; la que fue esposa de Urías, ha merecido por su arrepentimiento, la gloria de que se la cuente en el número de las abuelas del Redentor; Salomón inclina la majestad de su diadema [171] ante el esposo de su Cántico; saluda a la Virgen Inmaculada, «bella como el astro de las noches, radiante como el sol, formidable como un ejército formado en batalla». Reconoce Achaz la señal que pedia a Isaías. «He aquí que una Virgen ha dado a luz un niño cuyo nombre es Emmanuel (Dios con nosotros)». Los hermanos de la trasmigración de Babilonia descuelgan las arpas colgadas de los sauces de la ribera. Comprenden que en adelante resonarán en todas las playas los cánticos de Sión, porque tiene el Dios del universo el mundo entero por morada. No echa de menos ya Zorobabel los suntuosos edificios de Salomón. El huésped divino que acaba de cubrir con su gloria la majestad del segundo Templo, disipa todas las sombras, reemplaza todas las figuras, cumple todas las profecías, consuma todos los sacrificios y reconcilia al hombre con Dios. He aquí las magnificencias que hace resplandecer la genealogía evangélica en el pesebre de Belén. Al leer esta página el humilde cristiano, hermano del Cristo, toca con una mano la aurora de los días; llega con la otra al periodo final de los tiempos; únense las dos vertientes de la humanidad en la persona de Jesús, principio y fin de todas las cosas; y la forma bajo la que van a aparecérsenos estas inefables maravillas es «un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre».



Capítulo III: Divina infancia

Sumario

§ I. LA NATIVIDAD.

1. -Narración evangélica de la Navidad. -2. Las divinas Magnificencias del Establo. -3. El racionalismo moderno quiere que naciese Jesucristo en Nazareth. -4. Pruebas intrínsecas de la verdad del relato evangélico El Primogenitus, entre los Hebreos. -5. Invenietis infantem positum in praesepio. -6. Pruebas extrínsecas de la narración evangélica. Antigüedad de la pelegrinación de Belén. -7. Testimonios históricos. Conclusión.

§ II. CIRCUNCISIÓN. PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO.

8. -Los ritos hebraicos de la Circuncisión. -9. El Nombre. -10. Purificación de María en el Templo de Jerusalén. El anciano Simeón. La profetisa Ana. 11. Ceremonias rituales de la Purificación. -12. Milagro de autenticidad de la narración evangélica. El séquito del Dios niño, en el Templo de Jerusalén.

§ III. LOS MAGOS, HUIDA A EGIPTO.

13. -Adoración de los Magos. Partida de la Santa Familia para Egipto. -14. Denegaciones racionalistas. -15. La Estrella de los Magos esperada por todo el universo, en la época del nacimiento de Jesucristo. -16. ¡Donde ha nacido el nuevo rey de los Judíos! -17. Realidad de la narración evangélica. -18. Conclusión.

§ IV. DEGOLLACIÓN DE LOS INOCENTES.

19. -Política de Herodes relativamente a los Magos. -20. Degollación de los niños de Belén. -21. ¡Sálvete, flores Martyrum!

§ V. LA VUELTA DE EGIPTO.

22.-Últimas crueldades y muerte de Herodes. -23. Testamento y funerales de Herodes. -24. El Ángel del regreso. Advenimiento de Arquelao en Judea. -25. Rebelión en el Templo de Jerusalén durante las solemnidades de Pascua. -26. Regreso de la santa Familia a Nazareth.

§ VI. REDUCCIÓN DE LA JUDEA EN PROVINCIA ROMANA.

27. -Repartición de Palestina entre los hijos de Herodes, por Augusto. -28. Deposición de Arquelao por Augusto. Reducción de la Judea a provincia romana. -29. Empadronamiento definitivo de la Judea por Quirinio. [174]

§ VII. JESÚS EN MEDIO DE LOS DOCTORES.

30. -El niño Jesús perdido y hallado en el Templo. La educación de Jesús según los racionalistas. -31. Pretendidos hermanos y hermanas de Jesús. -32. Imposibilidad de introducir en la narración evangélica, los pretendidos hermanos y hermanas de Jesús. -33. ¿Eran hijos de María los hermanos de Jesús nombrados en el Evangelio? -34. Sentido de la palabra «hermano» en estilo hebraico. -35. Los hermanos oscuros de Jesús.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § V. El empadronamiento del Imperio