DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - Capítulo III: Divina infancia



§ I. La Natividad

1. Había gran muchedumbre en las cercanías de Belén, porque acudían a ellas todos los individuos de la descendencia real que había en los diversos puntos de la Judea a empadronarse, según el tenor del decreto imperial. «Habíase cumplido el tiempo en que María debía dar a luz; y parió a su hijo primogénito y envolviole en pañales y recostole en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en el mesón. Y había en aquellos contornos unos pastores que velaban y hacían centinela de noche sobre su ganado. Cuando de improviso apareció delante de ellos un Ángel del Señor, y cercolos con su resplandor una luz celestial, lo cual les llenó de grande espanto. Y el Ángel les dijo: no temáis nada, porque mirad que os anuncio una gran nueva, que llenará de gozo a todo el pueblo. Y es que hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo Señor. Y he aquí la señal por qué lo conoceréis: hallaréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. -Y súbitamente se unieron al Ángel multitud de espíritus celestiales que cantaban las alabanzas del Señor diciendo: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.- Y luego que se alejaron de ellos los coros angélicos para volar al cielo, decían entre sí los pastores: Vamos hasta Belén y veamos este suceso prodigioso que acaba de suceder y que el Señor nos ha hecho anunciar. -Y dándose prisa, fueron y hallaron a María y Josef y al Niño reclinado en un pesebre. Y viéndole, reconocieron la verdad de las palabras del Ángel y entendieron cuanto se les había dicho de este Niño. Y todos los que lo oyeron, quedaron admirados, de las maravillas que los pastores les contaban. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Y los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que [175] habían oído y visto, como se les había revelado por los Ángeles 303».

2. El mundo entero ha seguido a los pastores al establo de Belén. Prosternado ante el pesebre, regando con lágrimas el humilde [176] lecho donde descansa un Dios, se anonada el hombre en un éxtasis de amor, de adoración y de reconocimiento. ¡Así era en efecto como debía nacer un Dios! Si la miserable vanidad humana hubiera [177] tenido que escoger su cuna, la hubiera sin duda colocado sobre las gradas de un trono; la hubiera rodeado de todos los cuidados y de todo el celo de una multitud servil; hubiese dispertado el estrépito de las trompas sonoras los ecos lejanos, anunciando a la tierra el nacimiento de un nuevo Señor, y se hubiera estremecido la cabaña al oír la señal esperada del palacio. ¡Cuán pobres son las majestades de este mundo ante Dios! ¡qué silencioso les parece el estampido de nuestros truenos! ¡cuán nada nuestras grandezas! Lo que llamamos riqueza sólo es un manto prestado para cubrir nuestras miserias reales; lo que se adorna con el nombre de poder, sólo es una muestra de una servidumbre más patente; al descender pues Dios a este mundo, no podía enlazarse con nuestras falaces pompas. «Pero el buey del establo reconoció a su Criador, y el asno supo distinguir el pesebre de su Dios 304». Los Ángeles visitaron las campiñas de la Natividad, como en los días en que Job apacentaba en ellas sus ganados. «Los pueblos sentados en las tinieblas, en la sombra de la muerte», inclinados bajo un yugo de hierro en el Ergastulo romano, «vieron elevarse la luz 305». Hanse verificado los decretos de salvación, registrados desde la eternidad en los consejos de la Providencia. «El Verbo se ha hecho carne, Gloria a Dios en los esplendores del cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Los pastores son los primeros adoradores del Rey inmortal de la paz, que acaba de nacer; las primicias del divino Pastor que va a reunir los rebaños de las generaciones humanas, en el redil de su Iglesia 306. María, la Virgen Inmaculada, los introduce [178] cerca del Niño, a quien han envuelto sus manos en pañales; a quien tiene derecho de llamar hijo suyo y el deber de adorar como a su Dios. José, el heredero de David, contempla con ellos al jefe prometido de Israel, cuyo reinado no tendrá fin. La narración de los pastores circula entre la multitud atraída a Belén pon el edicto de Augusto: y se despierta la admiración sobre el pesebre donde reposa un niño. Sólo convenían tales pompas al Verbo encarnado; pues resalta más su divinidad en la desnudez del establo y en la humildad del pesebre.

3. Pero estudiemos bajo el punto de vista de la autenticidad histórica, [179] la narración de este maravilloso nacimiento. Al par del encanto divino que causa el texto sagrado en los corazones, hay en él, en cada pormenor, un perfume de verdad que conviene manifestar por medio de un serio análisis, en un tiempo en que parece haberlo invadido todo la negación. La Europa entera ha leído en estos últimos días una Vida de Jesús, que principia con estas palabras: «Jesús nació en Nazareth, pequeña ciudad de Galilea, que no tuvo anteriormente celebridad alguna 307». Si bastara escribir una paradoja para hacerla creer, permanecería Nazareth investida del honor inesperado de haber sido la cuna de Jesucristo. Pero la historia no procede por medio de afirmaciones, sino que exige pruebas. Cuando se trata de saber en qué lugar nació Augusto, se recoge el testimonio de Suetonio, de Tácito, de Dión y de los autores que nos trasmitieron la vida de este príncipe. Como todos están unánimes en decir que nació Augusto en Roma, tendríamos lástima de oír afirmar a un escritor, alejado por diez y nueve siglos de los hechos [180] de que habla, que este emperador nació en Mesina. Pues bien, la historia de Jesucristo interesa al mundo con mejor título que la de Augusto. De los cuatro Evangelistas que nos la han trasmitido, ninguno coloca el nacimiento del Salvador en Nazareth, sino que proclaman que Jesús nació en Belén. Además de su texto formal, hemos citado testimonios irrecusables que consignan el mismo hecho; por consiguiente, tiene derecho el lector de contestar con un solemne desprecio a la afirmación exenta de pruebas que acaba de exponerse. En los siglos en que era el Evangelio un texto popular, y se hallaba grabado en todas las memorias y era perfectamente comprendido por todas las inteligencias, se hubiera juzgado la reciente exégesis con una solemne carcajada. No queremos hacer a nuestra época la injuria de tomar por lo serio los nuevos sofismas; pero permítasenos al menos que expongamos sobre este punto lo que sabían todos nuestros padres, y lo que es de temer que hayan olvidado generalmente [181] sus hijos, al aprender, por otra parte, otras muchas cosas. El texto de San Lucas relativo al nacimiento de Jesucristo en Belén no se apoya únicamente en la inspiración divina del Evangelista. Este título de credibilidad, el más grande para un alma cristiana, no hubiera tenido valor alguno, como es fácil concebir; respecto de los paganos, a quienes era necesario convertir; no lo tiene tampoco por desgracia relativamente a la incredulidad moderna, que quiere pruebas humanas, para someterse a la palabra de Dios. Pues bien, superabundan las pruebas humanas; la más directa y la más perceptible es la que resulta del examen mismo de la narración del Evangelio.

4. María, dice San Lucas, «dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le reclinó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en el mesón». Estas sencillas palabras no podían escribirse ni por un falsario cristiano, ni por un autor que no conociera las costumbres judaicas; sólo pudieron serlo por un contemporáneo, que conociera perfectamente la disposición de los sitios de que habla, y que supiese de un modo práctico, muy por menor la constitución judía. El supuesto apócrifo no se hubiera valido de la expresión: «su hijo primogénito». Por una parte, lo hubiera parecido una redundancia enteramente inútil y una candidez sin objeto, cuando acababa de referir los pormenores de la Anunciación angélica hecha a la Virgen María, el sueño de Josef y las ansiedades del Patriarca. En tales circunstancias, era bastante claro que el Hijo de María sólo podía ser un primogénito, y nunca hubiera pensado un autor común en mencionar nuevamente esta particularidad. Por otra parte, un falsario cristiano hubiera evitado cuidadosamente este término, de que podían prevalerse los paganos para deducir de él la existencia posterior de otros hijos de la Santísima Virgen. Aun en el día, no ha desaprovechado el racionalismo una ocasión, al parecer tan favorable 308; porque en efecto, en nuestros idiomas y hábitos modernos, así como entre los mismos paganos, la palabra «primogénito» no tiene otra acepción que la de mayor. Así [182] desde el siglo IV, es decir, desde la ruina de Jerusalén, cuando se hallaban olvidadas las tradiciones judaicas, un hereje latino, Helvidio, en su ignorancia, se apoyaba en la palabra del Evangelista, para sostener que María tuvo otros hijos después de Jesucristo. Pues bien, lo que no hubiera imaginado quizá un apócrifo, lo que se hubiera, guardado bien de afirmar un escritor vulgar, lo expresa San Lucas de un modo formal, y lo repite San Mateo en los mismos términos. Los dos Evangelistas, que han referido el nacimiento del Salvador, se valen de la misma expresión: «Dio a luz a su hijo primogénito 309» y no obstante, ambos acababan de dar a María el nombre de Virgen. Esto consiste en que la palabra Primogenitus, era entre los Judíos un título jurídico, que tenía un significado especial, que no tuvo analogía en ninguna otra sociedad, pues la palabra «mayor» no equivale a ésta. La ley de Moisés daba el nombre de «primogénito» hasta a un hijo único, confiriéndolo desde el instante del nacimiento a todo niño varón que abría la carrera bendita de la maternidad a una mujer de Israel. Según nuestros usos, sería absurdo llamar «mayor» a un hijo que no tiene todavía hermanos ni hermanas, no pudiendo aplicárselo esta calificación hasta más adelante, en el caso de que nacieran otros hijos. Y por esto precisamente, si fuera el texto evangélico obra de un apócrifo, no leeríamos el título de Primogenitus en la narración de la Natividad del Salvador. Pero según el estilo hebraico, hallábase investido Jesús, hijo de la Virgen María, desde el momento en que nacía en el establo de Belén, de la prerrogativa y de las cargas de la primogenitura. «Todo lo que nazca primero entre los hijos de Israel, dice el Señor a Moisés, me pertenece en propiedad y queda marcado con el sello de mi santidad. -Separaréis para hacer mi porción todos los hijos varones que tengan el carácter de la primogenitura, y me los consagraréis 310». Tal era en un principio la devolución legal que ponía a todos los primogénitos del pueblo judío en una clase aparte, que formaba el dominio propio y exclusivo de Jehovah y de su Templo. Sabido es que esta disposición particular a la nacionalidad de los Hebreos, se refería directamente al gran acontecimiento de la salida de Egipto; cuando todos los primogénitos de Mesraun «desde el heredero de Faraón hasta el hijo de la servidora empleada [183] en dar vueltas a la muela 311 fueron muertos en una sola noche 312. Estamos muy lejos, fácil es comprenderlo, de nuestras ideas modernas, sobre el título y el derecho de primogenitura. En compensación de los primogénitos de los Hebreos, cuyo número hubiera excedido pronto de las necesidades del ministerio sacerdotal, y de los demás servicios religiosos, se había reservado Jehovah, como propia suya toda la tribu de Leví 313; pero con la condición expresa de que se presentarían en el Templo todos los primogénitos y serían rescatados con una compensación individual en dinero 314. He aquí lo que significa la palabra Primogenitum, empleada por los Evangelistas. En otro tiempo, sabía esto el último escolar de Europa, no solamente de las universidades católicas, sino del seno del mismo protestantismo. Grocio no creía que valiera la pena de insistir por más tiempo sobre este hecho. «La expresión de primogénito, dice, se refiere a las dignidades y a las prerrogativas que, en todos tiempos, y aun antes de la ley de Moisés, se atribuían a los hijos varones, ya fuesen únicos o ya hubiese menores 315». No está menos terminante Calvino, cuyo testimonio no puede ser sospechoso. «A pretexto de este pasaje 316, dice, suscitó Helvidio en su tiempo grandes turbulencias en la Iglesia, por intentar sostener con él que María no fue Virgen, sino hasta que dio a luz a Jesús, porque después tuvo otros hijos. Bástanos, pues, decir que esto no viene a propósito de lo que dice el Evangelista, y que es una locura querer deducir de este pasaje lo que sucedió después del, nacimiento de Cristo. Llámasele primogénito, mas no por otra razón, sino a fin de que sepamos que nació de una madre Virgen, y que jamás había tenido hijo alguno... Sabido es que según el uso común de la Escritura, deben entenderse así estas locuciones. Verdaderamente éste es un punto sobre el cual no moverá disputa jamás hombre alguno, sino es algún porfiado y zumbón 317».

5. El Primogenitum evangélico es, pues, por sí solo una demostración, puesto que supone todo un orden de doctrinas y de hechos que sólo podía ser familiar a un autor contemporáneo: que implica [184] un estado social, una constitución, leyes, usos, que si bien era posible conocer con posterioridad a ellos, puesto que hoy los sabemos por medio de un estudio retrospectivo, sin embargo, un escritor extraño no hubiera tenido jamás la idea de recordar, en una circunstancia en que podía la agregación de esta palabra parecer no sólo superflua, sino también evidentemente peligrosa por la abusiva interpretación a que podía prestarse. Los Evangelistas no han cedido a ninguna preocupación de este género, sino que han consignado un hecho de la manera y con las condiciones de existencia con que se había verificado. Ni más ni menos; y por poco que se reflexione seriamente, se verá, que este proceder da aquí a sus palabras un carácter de autenticidad verdaderamente incontestable. La continuación del relato de San Lucas nos suministra una prueba del mismo género. Después de haber dado a luz a su hijo primogénito, «le envolvió María en pañales, y le reclinó en un pesebre, porque [185] no hubo lugar para ellos en el mesón». Trasládese la escena a otro punto distinto del de la Judea y del Oriente en general, y pierden su sentido estas indicaciones tan exactas, pareciendo incoherentes. Nuestra palabra «mesón» que es la que más se acerca al término empleado por el Evangelista, está sin embargo, muy lejos de traducir esto con exactitud, siendo la idea que presenta al entendimiento completamente extraña a la realidad histórica. No había «mesón» alguno, según el sentido actual de esta palabra, ni en Belén, ni en el resto de la Palestina. Aun hoy mismo, los pocos establecimientos de esta clase que se encuentran allí, son importaciones europeas, que no frecuentan los indígenas. Entre los Judíos, era la hospitalidad una ley sagrada para cada familia. La casa del rico tenía un local destinado para la recepción de los huéspedes; el techo del pobre o la tienda de los pastores se partían generalmente con el forastero que se presentaba en ellos, habiéndose conservado la costumbre del tiempo de Abraham de lavar los pies al viajero. Pero a la entrada de cada aldea, se había establecido para las caravanas que no querían hospedarse o que eran demasiado numerosos para recurrirá la hospitalidad privada, un abrigo para los hombres y para las mercancías; y esto es positivamente lo que designa San Lucas con la expresión griega kata/luma 318 (Sitio para descargar los fardos). En este lugar tenía cada viajero que proveer por sí mismo y como le parecía, a sus propias necesidades. Al lado de la caravanera, porque este término oriental pinta mejor las costumbres del Oriente, tenían los animales el Praesepium, donde podían descansar, y sustentarse con lo que sus dueños les distribuían. Estas nociones preliminares nos permiten apreciar perfectamente el conjunto y cada uno de los pormenores evangélicos. Llegan Josef y María por la noche al término de su viaje, y encuentran lleno Belén de la gente que acude a empadronarse allí; tan cierto es que no se había extinguido la familia de David, una de las más numerosas y más importantes de las de Judá. Todas las casas de la población se hallan ocupadas como lo prueba el hallarse obstruida de gente la misma caravanera; los ilustres viajeros se retiran al Praesepium, abrigo provisional de que participan realmente con los animales. Allí nace Jesucristo, el hijo de Dios, el Verbo hecho carne; y el Ángel, el primer Evangelista de esta buena nueva, dice a los pastores: «He aquí la señal en que reconoceréis al Salvador, el Cristo que acaba de nacer. Hallaréis un niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre». Esta indicación, según nuestras costumbres actuales, sería sumamente vaga; porque ¿dónde encontrar a media noche, en una de nuestras aldeas, la casa que contuviera el dichoso pesebre? Pero los pastores saben lo que es el Praesepium de Belén. Lo conocen por experiencia; allí es donde van ellos mismos, cuando es necesario, a encerrar sus ganados. Así, no vacilan un instante; corren a él, y encuentran «a María, a Josef y al Niño reclinado en el pesebre. «La indicación del Ángel es para ellos tan circunstanciada como sería vaga en una población moderna. El abrigo que habían impuesto a la Santa Familia circunstancias excepcionales era provisional. Yen efecto, cuando vayan los Magos a adorar al Hijo de Dios, no le encontrarán ya en el Praesepium, pues lo habían dejado Josef y María para habitar una casa de Belén. «Entrando en la casa, dice el Evangelio, encontraron al Niño y a María. No se habla ya aquí, añade San Epifanio, del Praesepium, ni de la gruta, sino de la morada hospitalaria que había sustituido al abrigo provisional 319.

6. Cuanto más se estudia la letra del Evangelio, mas se descubre en ella pruebas intrínsecas de autenticidad. Aunque no tuviéramos otro monumento que el texto sagrado, bastaría por sí solo para destruir todos los esfuerzos del racionalismo. Mas paralelos a [186] su narración, poseemos toda una serie de testimonios que importa dar a conocer. El Praesepium de Belén atrajo desde la aurora de los siglos cristianos, la piadosa veneración de los fieles y la persecución del paganismo romano. San Justino siguió las huellas de los pastores, yendo a reconocer el sitio donde nació Jesucristo. «Vese a la puerta de Belén, dice, una grata natural; allí es donde se vio obligado a retirarse Josef, por no haber hallado lugar en el Diversorium 320». Orígenes, decía al filósofo Celso, casi en el mismo tiempo: «Si no basta para convencer a los incrédulos la profecía de Miqueas y su admirable concordancia con la narración evangélica; si se quiere una prueba más decisiva de la realidad del nacimiento de Jesucristo en Belén, reflexiónese bien que hoy se enseña en Belén mismo la gruta donde nació, y en esta gruta, el pesebre en que fue envuelto en pañales. Allí están los monumentos en perfecta conformidad con la narración evangélica. El hecho es público y notorio en toda la comarca; se halla atestiguado, aun entre los enemigos de nuestra fe, los cuales están unánimes en proclamar que, en esta gruta nació Jesús, a quien veneran y adoran los cristianos 321. Estas declaraciones del año 20 de la E. C., aun sin atender a su valor exegético, sobre el cual volveremos en breve, tienen, bajo el punto de vista dogmático, una trascendencia e importancia, que no haremos más que indicar. Diariamente oímos a los protestantes acusar de superstición y hasta de idolatría el respeto con que rodea la Iglesia y la piedad de los peregrinos católicos los Santos Lugares. No es raro hallar en Palestina, hombres que adoran a Jesucristo como a Dios, y que se ruborizarían de descubrirse la cabeza o de prosternarse ante la gruta de Belén, donde fue envuelto en pañales Jesús al nacer, ante la piedra del sepulcro, donde fue envuelto el cuerpo de Jesús, descendido de la cruz, con las fajas y ligaduras de la muerte. Estos hombres pretenden mantener en su pureza [187] la fe y el culto de los primeros siglos, alterados, dicen, por el catolicismo. Pues bien, en tiempo de Orígenes y de San Justino se veneraba la gruta de Belén, como la veneramos en el día. ¿Protestarán contra la piedad de la primitiva Iglesia tan solemnemente atestiguada por ilustres contemporáneos? ¿Acaso San Justino, Orígenes, y más adelante San Gerónimo, eran culpables de idolatría por venerar el pesebre de Belén? Ni más ni menos que no lo son los católicos del siglo XIX, al vanagloriarse de seguir, según se lo permiten sus fuerzas, los grandes ejemplos de sus padres en la fe.

7. Para detener en su vuelo, la piedad de los primeros cristianos que les llevaba en tropel a la gruta de Belén, hizo profanar este augusto monumento el emperador Adriano, en el año 158 de nuestra Era, mandando erigir una estatua de Adonis en el lugar mismo donde hizo oír Jesús los primeros vagidos de la infancia; y las colonias paganas trasladadas por el César romano al suelo de Judea, iban a celebrar sus misterios impuros a estas campiñas que habían resonado en otro tiempo con el cántico de los Angeles 322. «La profanación, dice M. de Vogué, lejos de borrar el recuerdo de la Natividad, según los Paganos, contribuyó a fijar su tradición 323». Orígenes, en el pasaje que acabamos de citar, se apoyaba, en efecto, en el testimonio de las poblaciones paganas, establecidas entonces durante medio siglo en Belén, para consignar de un modo indestructible la autenticidad de la tradición evangélica 324. En vista de hechos tan patentes, de significación tan clara, precisa e irrefragable, ha sido realmente necesario especular con la ligereza que caracteriza nuestra época, y con un olvido lamentable de toda la historia religiosa, para atreverse a escribir sin temer sublevar la conciencia popular, la increíble afirmación: «Jesús nació en Nazareth, pequeña ciudad de la Judea, sin celebridad alguna anteriormente». Los anales del mundo no ofrecen, en su conjunto, un hecho mas sólidamente consignado que el del nacimiento de Jesucristo en Belén. El suelo mismo, aun cuando faltaran los demás monumentos, protestaría de la verdad de las tradiciones. No se ha olvidado un descubrimiento reciente debido a la casualidad de una feliz investigación. En 1859 se encontraron las [188] ruinas de un monasterio fundado en tiempo de San Gerónimo y de Santa Paula, en el sitio en que se apareció el Ángel a los pastores 325. Tan cierto es, que en nuestra época, turbada por la incredulidad racionalista, adquieren voz las mismas piedras para proclamar la autenticidad de los relatos evangélicos. Y ahora, desviando el pensamiento de estas miserables objeciones, adoremos las divinas maravillas del pesebre, diciendo, con San Epifanio: «El establo de Belén es el cielo entero que ha bajado a la tierra. Las jerarquías angélicas rodean la cuna del Verbo hecho carne. Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad 326. ¡Oh milagros! ¡Oh, prodigios! ¡Oh, misterios! exclama San Agustín. Hase suspendido el orden de la naturaleza: Dios nace hombre, una Virgen se hace fecunda, conservando su virginidad inmaculada; [189] ¡inefable alianza de la palabra de Dios con aquella que no conoce varón! Una madre permanece virgen: la maternidad no altera la flor de Israel. Dios, Aquel que es, y que era Criador, se hace criatura; lo inmenso se reduce, para que lo abarquen nuestros brazos: hácese pobre, la riqueza eterna, revístese de carne lo incorporal: se ve lo invisible; se toca lo impalpable: se mide lo inconmensurable; aquel a quien bendicen cielos y tierra está reclinado en el estrecho espacio de un pesebre 327».





§ II. Circuncisión. -Presentación en el Templo

8. «Llegado el día octavo, en que debía ser circuncidado el Niño, dice San Lucas, le fue puesto por nombre Jesús, que es el que el Ángel le puso antes que fuese concebido 328». La época en que debían recibir los hijos de los Hebreos la dolorosa marca del Sacramento de la Antigua Alianza, no se dejaba a discreción de los padres. El mismo Jehovah la había fijado diciendo a Abraham: «Cuando tenga el Niño ocho días será circuncidado 329 La ley mosaica renovó el precepto. «En el octavo día recibirá la circuncisión el recién nacido 330. «Hállase, pues, aquí el texto evangélico en perfecta conformidad con la legislación judía. El Hijo de Dios, que venía en su persona a consumar toda la ley, comienza en el pesebre su misión de víctima sangrienta, que sólo terminará en el Calvario. En el Praesepium de Belén, fue, pues, en efecto, donde el Cristo «que era antes de Abraham» y «cuyo nacimiento había deseado ver» el padre de los creyentes, recibió por medio de la circuncisión la marca de los hijos de Abraham. Hásenos conservado por el Talmud los ritos que se usaban en esta ceremonia legal, siendo el modo de practicarlos casi el mismo en el seno del judaísmo actual 331. En la mañana del día octavo debían reunirse diez personas por lo menos alrededor del recién nacido. Ya hemos dicho que la operación no era Mohel, se elegía, y aún se elige en la actualidad indistintamente, entre todas las clases de la población judía; su habilidad es el único [190] título que le recomienda a las familias. El padre pronunciaba la oración siguiente: «Bendito sea el Señor nuestro Dios, que ha impreso su ley en nuestra carne y que marca sus hijos con el signo de su santa alianza para hacerles participantes de las bendiciones de Abraham, nuestro padre. «Había colocadas dos sillas de honor, la una para el padrino, y la otra quedaba vacía para presentársela al niño, al cual se le dirigían al mismo tiempo estas palabras: He aquí la silla del profeta Elías 332». En todos los puntos del universo en que se hallan actualmente dispersos los hijos de Israel, observan también esta costumbre simbólica, atestiguando así su fe en la venida del precursor que debía abrir los caminos al Mesías. Mas para ellos, la silla de Elías permanece siempre vacía; hase sentado en ella Juan Bautista, y Jesucristo, el divino niño de Belén, ha enseñado al mundo de lo alto de una cátedra más augusta que la de Moisés.

9. Después de haber verificado el sangriento rito, recitaba el Mohel esta bendición: Adonai, Dios de nuestros antepasados, fortifica y conserva este niño para su padre y su madre. Que se le llame... (Aquí se pronunciaba el nombre elegido para el niño), y sea la alegría del padre que le engendró y de la madre que le dio a luz 333». En tales circunstancias, fue 334, pues, como el nombre de Jesús proclamado en el establo de Belén, resonó en presencia de los últimos descendientes de la familia de David, reunidos en el pueblecillo originario, en virtud de la orden de Augusto. ¿Comprendieron entonces los testigos de la ceremonia legal, el sentido del nombre divino, ante el cual «se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos?» Concíbese fácilmente que los pastores instruidos por los Ángeles, que la multitud, entre la que había circulado la narración de las maravillas del pesebre, debieron saludar, como un [191] del ministerio de los Levitas, y menos aun, del Pontífice Supremo. Al colocar la iconografía moderna comúnmente el teatro de la circuncisión en el templo, dándole al Gran Sacerdote por ministro, comete, pues, una falta contra la verdad histórica. El ministro o feliz presagio, el nombre de Jesús (Salvador), que se dio al vástago de la raza real, tanto tiempo hacía decaída. Este nombre aparece por primera vez en los anales de los Hebreos, recordando la conquista de la Tierra Prometida y las victorias de Josué. Mas adelante, en tiempo de Zorobabel, marcó el nombre de Jesús llevado por un Gran Sacerdote, el término de la cautividad de Babilonia y la inauguración del segundo Templo. Por último, en una época reciente, el nombre de Jesús, autor del libro del Eclesiástico, llegó a ser como sinónimo de la sabiduría descendida del cielo para instruir a los hombres. No era, pues, el nombre de Jesús, como afecta creer el racionalismo, «un nombre muy común 335. «La tradición histórica de los Hebreos le atribuía un papel importante. Cuando se dio este nombre al divino hijo de María, se persuadieron los asistentes, sin duda, que el descendiente de David, cuya cuna rodeaban, sería en algún día un guerrero poderoso como Josué; restaurador del culto mosaico, como el gran Sacerdote Jesús, hijo do Josedech; sabio, como Jesús, hijo de Sirach. No se elevaban a más las esperanzas de los Judíos. El yugo del cuarto imperio, el imperio de hierro, predicho por Daniel, pesaba sobre sus cabezas. Roma los anonadaba por mano de Herodes. Pero habían llegado los tiempos marcados por la profecía de Jacob; habíase cumplido el período final de las setenta semanas de años. Todos los Judíos esperaban [192] al conquistador salido de David que había de fundar en Jerusalén un trono en adelante inmortal. Sólo dos personas no participaron de estas ilusiones nacionales; éstas fueron María, que conservaba en su corazón los misterios divinos, y Joseph, a quien había dicho el Ángel: «Pondréis al niño por nombre Jesús, porque es el que ha de librar al pueblo de sus pecados». En cada página del Evangelio aparece la preocupación hebraica sobre el carácter enteramente material del imperio de Cristo, debiendo ser tal su persistencia, que todavía esperan en este momento los Judíos un Mesías, un Hijo de la Estrella, cuya espada, saliendo en Jerusalén, ha de hacer de la Judea el centro de la dominación universal del mundo.

10. «Cumplido el tiempo de la purificación de la Virgen madre, según la ley de Moisés, continúa San Lucas, María y Joseph llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor, conforme a lo que está escrito en la ley del Señor, que «todo varón que nazca el primero será consagrado al Señor», y para presentar la ofrenda legal de dos tórtolas o dos pichones. Había a la sazón en Jerusalén un hombre justo y temeroso de Dios, llamado Simeón, que esperaba el consuelo de Israel, y el Espíritu Santo estaba con él, y le había revelado que no moriría hasta ver al Cristo del Señor. Y guiado de la inspiración divina, vino al templo a la hora en que entraban en él con el Niño Jesús sus padres a cumplir las ceremonias legales; Simeón le tomó en sus brazos y bendijo a Dios, diciendo: «Ahora es Señor cuando sacarás en paz de este mundo a tu siervo según tu palabra, porque ya han visto mis ojos al Salvador que tú nos has dado; al cual tienes destinado para que, expuesto a la vista de todos los pueblos, sea luz que ilumine a los Gentiles, y la gloria de tu pueblo de Israel.- Y el Padre y la Madre de Jesús estaban admirados de las cosas que decían de él: Y Simeón bendijo a entrambos, y dijo a María, madre de Jesús: he aquí que éste ha sido puesto para la ruina y para la resurrección de muchos en Israel y como blanco de la contradicción de los hombres. (Y aun tu misma alma será traspasada de espada para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones.) Y había una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era ésta de edad muy avanzada, y había vivido siete años con su marido, con quien se casó, siendo ella joven. Y había perseverado viuda hasta la [193] edad de ochenta y cuatro años; y no salía del templo, sirviendo en Dios noche y día, en ayunos y oraciones. Y ésta, habiendo sobrevenido a la misma hora, alababa igualmente al Señor, y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Israel 336».

11. Los signos intrínsecos de autenticidad que hemos observado anteriormente en el texto evangélico, se manifiestan aquí con el mismo carácter de evidencia. La hipótesis racionalista que atribuye a algún apócrifo del siglo segundo o tercero esta página de San Lucas, es más y más insostenible. ¿Qué era la purificación legal? ¿Cuántos días debían pasar para la joven madre entre los regocijos de la maternidad y el piadoso deber de la presentación del primogénito en el Templo? Nadie lo sabía, de los Romanos ni de los Griegos, entre los cuales debió haber escrito el supuesto falsario. El autor, sin embargo, no piensa aclarar estos problemas, y continúa su narración, absolutamente como si hablara a una generación instruida en todas las prescripciones y observancias de la ley judía. A no admitir que hubiera tratado de escribir una colección de enigmas indescifrables para sus lectores, no podía el apócrifo emplear tal procedimiento. Manifiestamente, la sobriedad de los pormenores del Evangelio en esta circunstancia prueba que en la época en que se compuso, eran públicas y notorias en Judea las costumbres a que alude, y que constituían la vida y la práctica sociales de los Hebreos. Hágase intervenir la ruina de Jerusalén y la dispersión del pueblo judío, con anterioridad a la fecha en que se escribió esta página del Evangelio, y se pondrá inmediatamente al autor en la necesidad, si quiere que se le entienda, de explicar mil pormenores, que sólo hubiera tenido que notar de paso un contemporáneo. Esta observación general tiene una inmensa trascendencia para apreciar la veracidad del texto evangélico, y todos los sofismas de la incredulidad se estrellarán contra esta ley de la historia. Pero todavía aparece más palpable la demostración, estudiando los hechos en particular. Así, cada palabra del relato de la Purificación evoca todo un orden de ideas extrañas al genio griego y romano y que sólo han tenido aplicación en la ley mosaica. El señor había dicho a Moisés: «La mujer que dé a luz a un hijo permanecerá los siete primeros días, en un estado de impureza legal absoluta 337; [194] y pasará los treinta y tres días siguientes sin tocar nada que esté santificado y sin poder entrar en el Templo. Si dio a luz una hija, durará la impureza legal dos semanas, y la interdicción religiosa sesenta y seis días. Cuando se cumpla el término de la purificación, ofrecerá, tanto por un hijo como por una hija a la puerta del Templo de la Alianza, un cordero de un año que se quemará en holocausto, y una tórtola o un pichón que se ofrecerán en sacrificio por el pecado. Los pondrá en manos del sacerdote que los presentará al Señor y rogará por ella. Así quedará purificada. Tal es la ley de todas las madres que hayan dado al mundo un hijo o una hija. Sino puede ofrecer la mujer un cordero, tomará dos tórtolas o dos pichones, uno de los cuales servirá para el holocausto, y el otro para el sacrificio del pecado. El sacerdote rogará por ella y quedará purificada 338». Refiriendo estos textos de la ley a la narración evangélica, nos hacen comprender todo lo que en ella se sobreentiende: el Antiguo Testamento proyecta sobre la cuna de Jesucristo sus últimos rayos de luz, como la antorcha que viene a confundir sus fuegos moribundos en los esplendores de la aurora.

12. Así, cuarenta días después del nacimiento de un Hijo en Israel, se verificaba la purificación de la madre con un holocausto y un sacrificio por el pecado. La heredera de la casa real de David, la Virgen Inmaculada, bendita entre todas las mujeres, llevando en sus brazos al Cordero de Dios, que debía borrar los pecados del mundo, era demasiado pobre para llevar al templo el cordero del holocausto. Su ofrenda fue la de la indigencia: sustituyose a la rica ofrenda de las mujeres de Israel, dos tórtolas o dos pichones presentados por su mano al sacerdote que llenaba en este día las funciones de sacrificador. ¡Divina pobreza y emblema conmovedor de la pureza de María, caracterizado por la inocencia de la paloma! El sacerdote, descendiente de Aarón rogó por la madre del Hijo de Dios: y se verificó la purificación legal en la persona de la Virgen sin mancha. Pero ésta no era más que una de las obligaciones impuestas a María. El Niño divino era un primogénito, y como tal, pertenecía [195] al Señor y debía ser rescatado por dinero. He aquí por qué añade el Evangelista que debía presentarse al Niño en el Templo. Ya hemos tenido ocasión de insistir sobre esta condición de la primogenitura en Israel, sobre lo cual se halla también patente la conformidad de la narración de San Lucas con las prescripciones legales. ¡Dígase cuanto se quiera sobre que ha imaginado un apócrifo todas estas narraciones después del suceso, y que ha podido medir un falsario de tal suerte sus palabras, y con tan perfecta sencillez, que no se encuentra una sola que falle! El racionalismo supondría así un milagro más sorprendente que los del Evangelio que repudia. ¡Pues bien, sí! Toda esta historia se halla dominada por el milagro, y a ser de otra suerte, sería todavía pagano el universo. ¡Qué figuras, en el siglo de Augusto, en un tiempo en que el mundo se embriagaba con los deleites, se abismaba en el epicureísmo, se saciaba de placeres y de sangre! ¡Qué figuras las del justo Simeón «esperando el consuelo prometido a Israel» y la de la profetisa Ana, consumiendo una vida entera «en la oración y el ayuno» en el Templo de Jerusalén! ¿Dónde se habían refugiado la verdadera grandeza, la nobleza de alma, la piedad y la virtud? Preguntad a los poetas, a los historiadores, a los oradores, a los filósofos de Roma, si conocían ni aun de nombre estas grandes cosas. ¡Ayunos a esos bellos ingenios que se alistaban elegantemente en la grey de Epicuro! Oraciones a esos esclavos del inflexible Fatum! Verdaderamente que se pensaba mucho en esto en los festines de Apicio, y bajo el Velum perfumado del circo en que se asesinaban con gracia los gladiadores! ¿Quién no ve que era necesario oponer a prodigios de corrupción, prodigios de santidad; que no podía vencerse la increíble perversidad del paganismo sino por la divinidad de los milagros evangélicos; finalmente, que el único séquito del Verbo hecho carne, la única corte donde debiera parecer el Dios de toda pureza, se hallaban en el Templo de Jerusalén, donde se personificaban en tales representantes las tradiciones de los patriarcas, de los justos y de los Profetas?




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - Capítulo III: Divina infancia