DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § II. La Fiesta de los tabernáculos



§ III. El ciego de nacimiento

25. «Jesús, dice el Evangelista, vio a un hombre ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: Maestro: ¿Qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego, los suyos, o los de sus padres? -Respondió Jesús: Ni los suyos ni los de sus padres, sino para que las obras del poder de Dios se manifiesten en él. Conviene que yo haga las obras de aquel que me ha enviado, mientras dura el día. Viene la noche, en la cual ninguno puede obrar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo. Así que hubo dicho esto, escupió en la tierra, y formó barro con la saliva, y aplicole a los ojos del ciego, y díjole: Anda y lávate en la piscina de Siloé. Fuese, pues, y lavose allí y volvió con vista. Por lo cual, los vecinos y los que le habían visto pedir limosna, decían: ¿No es éste, el que sentado en el camino, pedía limosna? Éste es, respondían algunos. Y otros decían: no es él, sino alguno que se le parece. Pero él decía: Sí que soy yo. Preguntábanle, pues, ¿cómo se te han abierto los ojos? Respondió él: Aquel hombre que se llama Jesús, hizo un poco barro y le aplicó a mis ojos, y me dijo: Ve a la piscina de Siloé y lávate allí. Yo fui, me lavé y veo. -Preguntáronle: ¿Dónde está ése? Respondió: No lo sé. -Llevaron pues, a los Fariseos al que antes estaba ciego. -Es de advertir que cuando Jesús formó el barro y le abrió los ojos, era día de sábado. Nuevamente, pues, los Fariseos le preguntaban también, cómo había logrado la vista. Él les respondió: Puso barro sobre mis ojos, me lavé, y veo. [484] -Sobre lo que decían algunos de los Fariseos: No es enviado de Dios este hombre, pues no guarda el sábado. Y otros decían: ¿Cómo un hombre pecador puede hacer tales milagros? Y había discusión entre ellos sobre esto. Y preguntaron de nuevo al ciego. ¿Qué dices tú de aquel que te abrió los ojos? Respondió él: Que es un Profeta. Pero los Judíos no creyeron que hubiese sido ciego y recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres, y les preguntaron: ¿Es éste vuestro hijo, de quien vosotros decís que nació ciego? Pues ¿cómo ve ahora? -Sus padres le respondieron diciendo: Sabemos que éste es hijo nuestro y que nació ciego; pero cómo ahora ve, no lo sabemos; ni tampoco sabemos quién le ha abierto los ojos; preguntádselo a él: edad tiene; él dará razón de sí. -Dijeron esto sus padres, temiendo la cólera de los Judíos, porque ya éstos habían resuelto echar de la Sinagoga a quien confesase que Jesús era el Cristo. Por eso dijeron sus padres: edad tiene, preguntádselo a él. -Llamaron, pues, los Fariseos otra vez al hombre que había sido ciego, y dijéronle: Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. Mas él les respondió: Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo antes era ciego, y ahora veo. -Replicáronle: ¿Qué hizo él contigo? ¿Cómo te abrió los ojos? -Respondioles: Os lo he dicho ya, y lo habéis oído: ¿a qué fin queréis oírlo de nuevo? ¿Si será que también vosotros queréis haceros discípulos suyos? -Entonces lo llenaron de maldiciones, y le dijeron: Tú serás su discípulo, que nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; mas éste no sabemos de dónde es. -Respondió aquel hombre, y les dijo: Aquí está la maravilla, que vosotros no sabéis de dónde es éste, y con todo ha abierto mis ojos. Lo que sabemos es que Dios no oye a los pecadores, sino que aquel que honra a Dios y hace su voluntad, éste es a quien Dios oye. Desde que el mundo es mundo, no se ha oído jamás que alguno haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si este hombre no fuese enviado de Dios, no podría hacer tales prodigios. Los Fariseos le respondieron: Saliste del vientre de tu madre envuelto en pecados y ¿tú nos das lecciones? Y le arrojaron fuera de la Sinagoga. Oyó Jesús que le habían echado fuera, y haciéndose encontradizo con él, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? -Respondiole él, y dijo: ¿Quién es, Señor, para que yo crea en él? -Díjole Jesús: Lo viste ya, y es el mismo que está hablando contigo. -Entonces dijo él: Creo, Señor. Y postrándose a [485] sus pies, lo adoró. -Y añadió Jesús: Yo vine a este mundo para el juicio del mundo, a fin de abrir los ojos a los que no ven, y que los que ven queden ciegos. -Oyeron esto algunos Fariseos que estaban con él y le dijeron: ¿Pues qué, nosotros somos también ciegos? Respondioles Jesús: Si fuerais ciegos, no tendíais pecado; pero por lo mismo que decís: nosotros vemos, por eso, vuestro pecado persevera en vosotros 827».

26. No se leerá sin interés, a continuación de esta página evangélica, los ensayos que para explicarla ha aventurado el racionalismo acosado. «La diferencia de los tiempos, ha cambiado, dice, en algo para nosotros humillante lo que hizo el poder del gran fundador, y si se debilita alguna vez el culto de Jesús en la humanidad, será justamente a causa de los actos que han hecho creer en él. La crítica no experimenta embarazo alguno ante esta clase de fenómenos históricos. Un taumaturgo de nuestros días es odioso, a no tener una extrema candidez, como se verifica respecto de ciertas estigmatizadas de Alemania; porque hace milagros sin creer en ellos, y es un charlatán. Pero tomemos un Francisco de Asís, y la cuestión varía ya de aspecto; y lejos de extrañarnos el cielo milagroso del nacimiento del orden de San Francisco, nos causa un verdadero placer. Los fundadores del cristianismo vivían en una especie de poética ignorancia, al menos tan completa como Santa Clara y los tres socii. Parecíales muy sencillo que tuviera su Maestro entrevistas con Moisés y Elías; que mandase a los elementos, que curase los enfermos. Tal es la debilidad del espíritu humano, que generalmente las mejores causas se ganan con malas razones. ¿Quién sabe si la celebridad de Jesús, como exorcista, no se divulgó casi sin saberlo él mismo? Las personas que residen en Oriente, sorpréndense a veces de encontrarse, al cabo de algún tiempo, en posesión de una gran fama de médico, de hechicero, de zahorí, sin que puedan darse cuenta de los hechos que dieron ocasión a estas extrañas imaginaciones. Muchas circunstancias parecen indicar que no fue Jesús taumaturgo, sino tarde y contra su voluntad: muchas veces no ejecuta sus milagros sino después de haberse hecho rogar, con una especie de mal humor, y echando en cara a los que se los piden, la tosquedad de su entendimiento. Puede, pues, [486] creerse, que se le impuso su reputación de taumaturgo; que no se resistió mucho a ella, pero que no hizo tampoco nada para auxiliarla, y que en todo caso, experimentaba la vanidad de la opinión sobre este particular. Es imposible, entre los relatos maravillosos, cuya fatigadora enumeración contienen los evangelios, distinguir los milagros que se han atribuido a Jesús por la opinión, de los en que ha consentido en representar un papel activo. Es imposible sobre todo saber si las extrañas circunstancias de esfuerzos, estremecimientos y otros rasgos propios de un juglar, son verdaderamente históricas, o bien fruto de la creencia de los redactores, en extremo preocupados de la theúrgia, y viviendo bajo este respecto en un mundo análogo al de los espíritus de nuestros días. Sin embargo, sería faltar al buen método histórico hacer demasiado caso aquí de nuestras repugnancias, y para sustraernos a las objeciones que podría haber tentación de suscitar contra el carácter de Jesús, suprimir hechos que a los ojos de sus contemporáneos, ocuparon el primer término. Sería cómodo decir, que éstos son adiciones de discípulos muy inferiores a su Maestro, que, no pudiendo concebir su verdadera grandeza, trataron de realzarla con prestigios indignos de él. Pero los cuatro narradores de la vida de Jesús están unánimes en elogiar estos milagros; uno de ellos, Marcos, intérprete del Apóstol Pedro, insiste de tal suerte sobre este punto, que si se trazara únicamente el carácter de Cristo, según su evangelio, se le representaría como un exorcista poseído de encantamientos de rara eficacia, como un poderoso hechicero que infunde temor y de que se quiere desembarazarse. Admitimos, pues, sin vacilar, que han tenido lugar en la vida de Jesús actos que en el día se considerarían como de ilusión o de locura. ¿Deberá sacrificarse a esta parte ingrata la parte sublime de tal vida? Guardémonos de ello. Además el problema se presenta de la misma manera respecto de todos los santos y de los fundadores de religiones. Casi hasta nuestros días, los hombres que han hecho más en beneficio de sus semejantes (¡el mismo excelente Vicente de Paul!) han sido, quieras que no, taumaturgos 828».

27. Tal es la actitud del racionalismo en vista de los milagros evangélicos. «No experimenta, dice, ningún embarazo». Esta afirmación preliminar se parece a la patente de valor que se otorga a [487] sí mismo un cobarde en frente del enemigo. Infunde siempre desconfianza un valor que necesita atestiguarse a sí mismo. Bajo este punto de vista, nada es menos hábil que la precaución oratoria del moderno retórico. Necesitaba mostrarse fuerte sin preocuparse de parecerlo anteriormente. Pues bien; el capítulo de la Vida de Jesús intitulado: Milagros, de donde hemos extractado los pasajes que se acaban de leer, es ciertamente el menos atrevido y osado de toda la obra. Permítasenos invocar también nosotros las reglas de la lógica aristotélica: no podrá quejarse de ello el racionalismo, y por otra parte, quiéralo o no, la máxima cristiana: «Con la misma vara que midieres serás medido», ha prevalecido en nuestras civilizaciones modernas. Ensayemos, pues, aplicar la nueva teoría del milagro a la narración evangélica de la curación del ciego de nacimiento. Pasando por el camino, encuentra el divino Maestro a este infeliz. Nadie solicita en su favor la poderosa intervención del Verbo encarnado. El mismo ciego no levanta su voz, contentándose con exponer a los ojos de los pasajeros el espectáculo de su miseria, y calla. Rabbi, preguntan los discípulos, ¿qué pecados son causa de que este haya nacido ciego, los suyos o los de sus padres? Semejante pregunta haría asomar sin duda una sonrisa en los labios de nuestros sofistas. Pero había en Jerusalén dos opiniones sobre la preexistencia de las almas, según nos ha conservado el historiador Josefo 829. Los doctores Fariseos admitían la metempsicosis pitagórica, creyendo que habían participado los seres humanos, que existían a la sazón, de una vida anterior capaz de mérito o de demérito. En este sentido fue en el que podía temer Herodes Antipas que hubiera pasado el alma de Juan Bautista a la persona de Jesús de Nazareth, después del crimen de Maqueronta. La segunda opinión consistía en decir, que en el día de la creación, habían recibido el ser simultáneamente todas las almas, las cuales, esperando ir a ocupar un cuerpo, permanecían, dice el Talmud, en el trono de la gloria celestial. La pregunta de los discípulos está perfectamente de acuerdo con las preocupaciones locales y la sociedad contemporánea. O el alma del ciego de nacimiento preexistente al cuerpo, había podido contraer, en una vida anterior, manchas que espiaba a la sazón, y en este caso, era culpable el doliente; o bien, en vez de ser la culpa personal, [488] debía imputarse a los padres de este desgraciado, según la expresión igualmente farisaica del texto de la Escritura: «Yo soy Jehovah, el Señor, Dios tuyo, el Fuerte, el Celoso, que castigó la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de mis enemigos 830». Así, la pregunta que hicieron los discípulos no se eleva sobre el nivel de las preocupaciones vulgares, sino que es la expresión espontánea y verdadera de las costumbres de la época. Libres son nuestros espíritus fuertes de compadecerse de ella, y no obstante, ¿qué saben ellos sobre la cuestión del alma? Pero es imposible desconocer su carácter de evidente autenticidad. «Ni los pecados de este hombre ni los de sus padres, responde Jesús, son causa de su ceguera; sino que es ciego para que se manifiesten en él las obras del poder de Dios. Yo soy la luz del mundo. Y lo prueba el Salvador dando vista al ciego de nacimiento. Y «no se hace rogar», ni es posible notar en su semblante la menor apariencia de «mal humor»; ni «hecha en cara a ninguno de sus interlocutores» la tosquedad de su entendimiento. Pero es preciso confesar que hace intervenir en la acción inesperada y libre de su voluntad suprema, «una circunstancia chocante». Con la saliva de su boca hace con tierra un poco barro que aplica a los párpados del ciego. Ni el espiritismo, ni la medicina científica, ni «los encantos de rara eficacia del más potente hechicero», han tenido jamás nada análogo a este barro que va a volver la vista a un ciego. ¿Y qué delicada organización podría soportar la idea de un remedio tan repugnante imaginado como de adrede en contradicción con el objeto a que se dirige, puesto que sería a propósito para cegar a un hombre de buena vista? Pero el dedo que petrificó la arcilla de que fue formado el hombre, es precisamente el que forma un poco barro para el ciego de Jerusalén: la mano que trasformó el barro primitivo en esta admirable estructura de nuestro cuerpo, es la única que tiene el secreto de transformar en un órgano perfectamente constituido el barro que aplica a los ojos apagados. Pues qué; ¿Sería Jesucristo el Dios Criador? ¿Es esta realmente la lógica del Evangelio?

28. ¿Sí a la verdad? y esta conclusión resalta invenciblemente de cada una de las expresiones del Libro Sagrado. Decís: «Jesús no hizo milagros»; y añadís, no obstante, «todos los historiadores [489] están unánimes en elogiar sus milagros». Decís «que da tentación, con respecto al carácter de Jesús, de suprimir hechos que fueron colocados en primer término a los ojos de los contemporáneos», y añadís «que tuvieron un gran lugar en la vida de Jesús actos que ahora se consideran como de ilusión o de locura». Finalmente afirmáis que «no experimenta la crítica ante esta clase de fenómenos históricos embarazo alguno», y añadís que «Marcos», el historiador de Jesús más autorizado a vuestros ojos, «lo representa como un poderoso hechicero que infunde temor y de que se quiere desembarazarse». Id, pues, si podéis, a aplicar estas flagrantes contradicciones a la inflexible medida de la «lógica aristotélica». El día en que sean reconocidos el sí y el no, la afirmación y la negación, el ser y el no ser como términos idénticos por el género humano, este día habréis encontrado la misma lógica que pueda justificar vuestra teoría. Entre tanto, estáis condenados a repetir sin cesar con la seguridad de la desesperación: «La crítica no encuentra embarazo alguno en vista de esta clase de fenómenos históricos».

29. Los Fariseos fueron menos afortunados: y su conducta respecto al ciego de nacimiento, acusa el más terrible embarazo. Escupir en tierra y aplicar con el dedo un poco barro a los párpados de un ciego ¿era un trabajo prohibido por la ley del descanso sabático? Para creerlo así, era preciso una gran fe. Y no obstante, se ven obligados los Fariseos a atrincherarse detrás de esta miserable argucia. ¿No les hubiera sido más cómodo negar el milagro mismo? Así cortaban de raíz la dificultad. Pero ¿cómo persuadir a un ciego de nacimiento, que ve por primera vez la luz del día, que se engaña sobre un hecho tan íntimamente personal? ¿Qué contestar a un padre, a una madre que dicen: «¿Éste es nuestro hijo: nació ciego, y ahora ve?» Si los doctores Judíos hubieran sido más versados en la medicina, les hubiera hecho impresión una circunstancia que no podemos omitir. Cuando la cirugía moderna practica con buen éxito la operación de una catarata, se guarda bien de exponer inmediatamente el órgano del ojo a los rayos luminosos, porque una imprudencia de este género produciría una ceguera más terrible que la primera. Sólo con el tiempo y con una gradación calculada prudentemente, puede verificarse sin peligro la transición de las tinieblas a la luz. Pero no se pone en práctica ninguna precaución de este género respecto del ciego de Jerusalén. Va a lavar sus ojos a la piscina [490] de Siloé, y vuelve curado. La brillante luz del cielo de Oriente, percibida por primera vez, no ofende ni hiere su mirada no acostumbrada a ella. «Yo soy», dice este mendigo a los vecinos que encuentra, cuya voz amiga conoce y cuyo semblante y facciones distingue al presente. La luz exterior que le inunda con sus acariciadores efluvios, no hace que pierda su alma en lo más mínimo sus esplendores internos. La dialéctica del ciego de nacimiento no debe causar envidia a nuestros racionalistas. «¡Qué! dice ¿no sabéis de quién procede el que me ha curado? Pero puesto que obra de esta suerte, es claro que procede de Dios». Destierre la Sinagoga a este lógico importuno; pronuncie sobre él el anatema legal; envíelo ignominiosamente al rebaño de los Gentiles, a quienes el judaísmo lanzaba el epíteto de perros; todo esto sólo sirve para atestiguar más solemnemente el milagro. Aquí no hacen falta las comisiones oficiales; han sido oídos los testigos; han sido renovadas las interrogaciones del Sanhedrín con toda la insistencia y la solemnidad apetecibles. Hase afirmado la ciencia legal en Jerusalén, con el tono irónico y punzante que la caracteriza siempre; hase mezclado hábilmente la instrucción con preguntas capciosas, con calculada intimidación, con profesiones de fe enérgicas. ¿Qué más hubiera hecho un tribunal presidido por el menos embarazado de nuestros actuales racionalistas?





§ IV. Parábolas

30. A pesar de la excomunión del ciego de nacimiento, a pesar del odio siempre creciente de los Fariseos, continúa Jesús enseñando en el Templo. Las piedras con que se habían armado todos algunos días antes contra el Hijo de Dios, permanecen actualmente amontonadas en los pórticos, y son impotentes los Escribas para desencadenar sobre esta augusta cabeza, una de esas borrascas populares que dirigen a su voluntad. El Evangelista no dice una palabra del contraste tan manifiesto entre las tempestades de la víspera y calma del día siguiente, siendo inexplicable semejante cambio en los espíritus, sino se hubiera verificado el milagro de la piscina de Siloé. Hallábase, pues, el Divino Maestro en la casa de su Padre; veía entrar por la Puerta Probática, las ovejas y los corderos destinados a los sacrificios, y dijo a los Judíos: «En verdad, en verdad, os digo; que [491] quien no entra por la puerta del aprisco de las ovejas, sino que se introduce por otra parte, es un ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, es el pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz, y llama a cada una de sus ovejas por su propio nombre, y las saca afuera para conducirlas a los pastos. Y, después de sacar fuera sus propias ovejas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. -Mas a un extraño no le siguen, sino que huyen de él, porque no conocen la voz de los extraños. -Tal fue la parábola que les propuso Jesús, pero no entendieron lo que les decía. Y así volvió Jesús a decirles: En verdad, en verdad os digo, que yo soy la puerta del aprisco de las ovejas: todos los que hasta ahora han venido, han sido ladrones o salteadores, y así las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que por mí entrare, se salvará, y entrará y saldrá y hallará pastos. El ladrón no viene sino para robar y matar y hacer estragos: mas yo he venido para que las ovejas tengan vida y la tengan superabundante. Yo soy el buen Pastor; el buen pastor sacrifica su vida por sus ovejas; pero el mercenario y el que no es el propio pastor, de quien no son propias las ovejas, en viendo venir al lobo, desampara las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño. El mercenario huye, por la razón de que es asalariado, y no tiene interés alguno en las ovejas. Yo soy el buen Pastor y conozco mis ovejas y las ovejas me conocen a mí. Así como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre y doy mi vida por mis ovejas. Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco; las cuales debo yo recoger, y oirán mi voz, y de todas se hará un solo rebaño y un solo pastor; por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida por mis ovejas, bien que para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla; tal es la misión que recibí de mi Padre. -Este discurso excitó una nueva división entre los Judíos. Decían muchos de ellos: Está poseído del demonio, y ha perdido el juicio ¿por qué le escucháis? -Otros al contrario, decían: No son palabras éstas de quien está endemoniado, ¿por ventura puede el demonio abrir los ojos de los ciegos? 831»

31. La imagen del buen Pastor es la que se halla con más frecuencia [492] en las pinturas de las Catacumbas 832. El rebaño perseguido de las ovejas de Cristo gustaba contemplar los rasgos del divino Pastor. Es, pues, incontestable que los primeros fieles, reunidos en Roma bajo la dirección de Pedro y sus sucesores, oían la parábola evangélica en el sentido que le da el Catolicismo 833 aun en el día. Consientan nuestros hermanos separados en estudiar en su sencillez y en su admirable energía la palabra del Salvador: «No habrá más que un solo rebaño y un solo pastor. Yo soy este Pastor, siempre visible, obrando siempre, cuya voz no cesarán jamás de oír las ovejas». La alegoría empleada por Nuestro Señor en esta circunstancia, era familiar hacía largo tiempo a los Judíos, a quienes designa la Escritura con el nombre de: «Ovejas escogidas del rebaño de Jehovah». Los pastores que dirigían el rebaño, eran los Doctores de la ley, los Escribas y los Fariseos, que acababan de excluir de su seno al ciego curado milagrosamente. Igual excomunión amenazaba a quien quiera que confesara, como él en lo futuro, la divinidad del Salvador. He aquí por qué dice Jesús al pueblo: «Yo soy la verdadera puerta del redil de las ovejas. Yo soy el buen Pastor». Todos los pormenores de la Parábola están tomados de los usos y costumbres del Oriente. Los rebaños que formaban la principal riqueza agrícola de la Palestina, tenían que temer sin cesar las incursiones de las bandas de salteadores árabes y el ataque de las fieras. No era menos temible el pillaje de las tribus nómadas que las garras de las fieras del desierto. He aquí por qué reunían por la noche los pastores de cada comarca sus diferentes rebaños en un inmenso parque cercado de setos, de empalizadas, y aun de tapias de piedra. Guardaba la entrada de este redil común un portero, no dejando entrar en él sino a los pastores. El que entraba por otra parte, es decir, escalaba el cercado para librarse de la vigilancia del portero, era, pues, como dice Jesús, un ladrón y un salteador. Por la mañana iban los pastores a recoger sus ovejas para llevarlas a los pastos. Reconociendo entonces cada rebaño la voz de su pastor, se agrupaba en torno suyo, sin equivocarse ni acercarse a un pastor que no fuera el propio. «Las ovejas no siguen a otro pastor, dice Jesús, apartándose de él, porque no conocen su voz, sino que siguen los pasos [493] de su pastor». En este punto de la parábola es completa la alegoría, y el Salvador hace su aplicación inmediata. Los Escribas y los Fariseos son los ladrones y los salteadores del rebaño de las almas. «Yo soy, añade, la puerta del redil. El que por mí entrare se salvará; entrará como entran por la noche los rebaños a descansar con sosiego; saldrá como salen por la mañana los rebaños para ir a los pastos. Porque yo he venido para que tengan vida mis ovejas, y una vida superabundante». Sin embargo, el Hijo de Dios no ha agotado aún las divinas instrucciones, cuyo texto le suministra esta graciosa imagen de las costumbres pastoriles. Los pastores se dividían en Judea, como entre nosotros, en dos clases; a los unos pertenecía el rebaño en propiedad; los otros eran mercenarios o criados, que recibían el salario del dueño. Jesús continúa, pues: «Yo soy el buen Pastor, el propietario verdadero del rebaño. Un mercenario huye al acercarse el lobo rapaz; pero el buen Pastor da su vida por sus ovejas». Finalmente, los inmensos rebaños que pacían en las campiñas de Palestina, se hallaban repartidos entre gran número de pastores y diferentes apriscos. Pero Jesús, el Pastor supremo de los hombres, va a llamar bajo su cayado y a reunir todas las generaciones de almas en el mundo entero. «Habrá un solo rebaño y un solo pastor». La unidad de gobierno en la unidad de la Iglesia, abrazando la universalidad de tiempos y lugares, tal es la inmensa perspectiva que presenta la palabra del Salvador a los ojos de los Judíos. No se sabe qué debe admirarse más, si la majestad de la profecía, o la grandeza de la institución, o la sencillez de la imagen. Trasfórmase la palabra humana en los labios del Verbo encarnado, proyectando rayos de luz espiritual en los más remotos horizontes, a la manera que se trasformaba ha poco el barro por el dedo divino, para abrir los ojos del ciego de nacimiento. Pero vélanse súbitamente los rayos del Verbo hecho carne, bajo la nube de la muerte. «Voy a dar mi vida para tomarla otra vez, añade Nuestro Señor; o más bien, según la energía del texto original, voy a depositar mi alma. Nadie podría arrebatármela. La depositaré por mí mismo, porque tengo el poder de dejarla, como tengo el poder de recobrarla». Afirmación solemne de la divinidad, que se atestigua a sí misma, en la calma y la serenidad de una fuerza insuperable. Jamás, objetan nuestros racionalistas modernos, predijo Jesús claramente su futura resurrección. La única profecía de esta clase que [494] se haya pensado en atribuirle después del suceso, se funda en un equívoco. «Destruid este templo, había dicho, y lo reedificaré en tres días». -Así hablan estos retóricos; pero cuando dice el Salvador a los Judíos: «Voy a depositar mi alma para recobrarla después», no hay en su lenguaje, ni equívoco, ni interpretación violenta, ni juego de palabras desviado del sentido obvio por una exégesis póstuma. Cuado dijo en el camino de Cesarea a los Apóstoles: «Es necesario que vaya a Jerusalén el Hijo del hombre para padecer allí los más crueles tormentos, y sufrir la condenación de los ancianos, de los Grandes Sacerdotes y de los Escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día»; cuando añadió, después de la transfiguración en el Tabor: «Guardad silencio sobre este suceso hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos», ¿hay en este discurso sombra alguna de anfibología, ni apariencia alguna de contradicción ni de equívoco? «¡Oh gloria! ¡Oh poder del Crucificado! dice Bossuet. ¿A quién otro vemos dormirse tan precisamente cuando quiere, como murió Jesús cuando le plugo? ¿Qué hombre que medite un viaje, señala con tal exactitud la hora de su partida como señaló Jesús la hora de su muerte?» El Hijo de Dios va a dar su vida por los hombres, y su Padre «le ama por esto». Parece que el amor eterno sin límites y sin medida, que tiene en el seno de la Trinidad el Padre al Verbo, se haya dilatado aun, cuando el Verbo consintió en morir por nosotros. «Porque el Padre ama tanto al mundo que dio por él su Hijo único».

32. «He aquí que se levantó de en medio de la multitud un Doctor de la Ley, continúa el Evangelio, y dijo a Jesús, para tentarle: Maestro ¿qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? -Y Jesús le respondió: ¿Qué es lo que se halla escrito en la ley? ¿qué es lo que en ella lees? -Respondió el Doctor: La Ley se expresa así: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tus fuerzas y con toda tu voluntad, y a tu prójimo como a ti mismo 834. Y Jesús le dijo: Bien has respondido: haz eso y vivirás. -Mas él, queriendo dar a entender que era justo, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? -Entonces Jesús, tomando la palabra, dijo: Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones, que le despojaron de todo, [495] y habiéndole hecho muchas heridas, se fueron, dejándole medio muerto en el camino. Y sucedió que vino por allí un Sacerdote, y aunque le vio, pasó de largo; y de la misma suerte un Levita que llegó cerca de aquel paraje, habiéndole visto, pasó adelante; pero un Samaritano que iba de camino, llegose a donde estaba, y viéndole, moviose a compasión; y acercándose, viendo sus heridas, bañándolas con aceite y vino, y subiéndole a su cabalgadura, le condujo a una caravanera 835, donde tuvo cuidado de él. Al día siguiente, al partir, sacó dos denarios, y dioselos al encargado de la caravanera, diciendo: Ten cuidado de este hombre, y todo lo que gastares de más yo te lo abonaré a mi vuelta. Jesús preguntó al Doctor: ¿Quién de estos tres, el Sacerdote, el Levita o el Samaritano, te parece haber sido el prójimo del herido? -El Samaritano, que usó de misericordia con él, respondió el Doctor. Pues anda, dijo Jesús, y obra tú de la misma suerte 836».

33. Para apreciar el verdadero sentido de la parábola, es necesario tener un conocimiento exacto del término «prójimo», entre los [496] Judíos. La idea que expresa es hoy de una notoriedad universal en las civilizaciones procedentes del Cristianismo. Hemos aprendido del Verbo encarnado, que todos los hombres son prójimos y hermanos nuestros, por el origen común, por la vocación a la misma patria y la participación de la misma sangre redentora. Esta efusión del espíritu de fraternidad en el mundo es entre nosotros un hecho tan familiar, que no pensamos ni aun en dar gracias de ello a su divino Autor. Parece imposible que no haya sido semejante doctrina la de todas las épocas y todos los países. Sin embargo, era desconocida a la antigüedad. Ni la idea ni la palabra existen en las lenguas llamadas clásicas. El Proximus de Cicerón, el plhsi/oj 837 de los Griegos significaban únicamente los lazos de parentesco. Habíase admirado, con un esfuerzo sublime de la filosofía especulativa, la famosa palabra de un autor romano: «Yo soy hombre, y no me es extraño nada de cuanto se refiere a la humanidad». Pero permanecía el axioma en estado de abstracción puramente teórica. La realidad era la esclavitud, erigida en principio social; y el desdeñoso epíteto de Bárbaro, dado por un ciudadano del Ágora o del Foro, a todo lo que no era Griego ni Romano. Entre los Judíos no se hallaba menos marcado ni era menos extraño este exclusivismo, habiéndose revestido con las formas rigoristas de la secta farisaica. He aquí cómo raciocinan sobre este punto los Doctores de la Ley. Moisés había escrito en el Levítico estas palabras legales: «Amarás a tu hermano». La palabra hebrea Rea se puede entender en el sentido general de hermano, o en el más restringido de amigo, habiendo prevalecido esta última interpretación en la Sinagoga. Se nos manda amar a nuestros amigos, decían los Rabinos; luego por razón inversa, se nos prescribe odiar a nuestros enemigos. En su consecuencia, el nombre de Gentiles, dado indistintamente por los Judíos a todas las razas extranjeras, expresaba en su boca un sentimiento de desprecio idéntico al que encerraba la palabra de Bárbaro entre los Romanos y los Griegos. Un hebreo profesaba, exceptuada la descendencia de Abraham, a todo el resto del género humano, un horror invencible. Además, había de Judío a Judío una distinción sofística, cuya clave nos da el Fariseo del Evangelio. Un verdadero servidor de Jehovah no consideraba como Rea, o prójimo, sino a un hombre por lo menos tan justo como él mismo. Fijada así, bajo la base del egoísmo, la medida de afecto fraternal de un Fariseo, resultaba no [497] aplicarse jamás en hecho a nadie. Tal es el sentido real del diálogo, sostenido entre el divino Maestro y el Doctor de la Ley. Este hipócrita principia por profesar que ama a Jehovah «con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas y todo su entendimiento». ¿Quién, pues, será el prójimo de un adorador tan fiel, de un discípulo tan perfecto de Moisés, de un hijo tan virtuoso de Abraham? Evidentemente, dirigiendo esta pregunta a Jesús el Doctor de la Ley «hacía ostentación de su justicia», como dice el Evangelio; pero formulaba al mismo tiempo una interrogación capciosa. Si respondía el Salvador que todos los Judíos eran el prójimo de semejante justo, suministraba un pretexto plausible para renovar contra él la acusación de que adulaba a los pecadores, con la idea vulgar de captarse popularidad. Si respondía que el prójimo de un justo no podía ser sino un justo semejante a él, perdía su reputación de benevolencia y de caridad misericordiosa, que le atraía las bendiciones de la muchedumbre.

34. El Verbo encarnado echa por tierra enteramente este aparato de limitada y vengativa perfidia. En el desierto que separaba a Jerusalén de Jericó, cerca de cuatro leguas distante de esta última ciudad, se hallaba un desfiladero tristemente famoso por las desgracias de que había sido teatro. Llamábasele Adommim o «Subida de la Sangre». Las rocas que le rodeaban ofrecían un retiro inexpugnable a las bandas de salteadores que caían sobre los viajeros aislados, y renovaban cada día sus impunes atentados. Los Romanos levantaron más adelante en este lugar una fortaleza o un cuerpo de guardia que velaba por la seguridad pública. Allí es donde trasladó el Salvador la imaginación de sus oyentes, en la parábola del buen Samaritano. No es menos significativa la elección de un hijo de Samaria, que ejercía la misericordia con un Judío herido. Entre un hijo de Abraham y un pagano, era aun posible que hubiera cierto roce. El Templo de Jerusalén recibía las ofrendas de los Gentiles, pero rechazaba absolutamente la de un Samaritano. Tal es el prójimo que da Jesús a este Doctor de la Ley, tan orgulloso de su virtud, tan profundamente atrincherado en sus odios de secta y en sus antipatías nacionales. Desde que podía ser un Samaritano el prójimo de un Judío, y recíprocamente, quedaban rotas todas las murallas que separaban las razas. La caridad universal, esta palabra y esta idea tan desconocidas entonces, aproximaba todas las [498] distancias, reunía todas las almas y fundaba en la tierra el reinado del amor de los hombres en Dios. «Anda y obra de la misma suerte», dijo Jesús al Fariseo. Recorre el mundo y sólo encontrarás hermanos. Lleva la efusión de una misericordia universal a la comunidad de miserias de aquí bajo. El género humano era verdaderamente este herido de Jericó, abandonado en el camino de los siglos, cubierto de heridas por la violencia de Satanás. Jesús venía a curar sus heridas con el óleo de su gracia y el vino fortificador de su sangre redentora. Y por tanto, Jesús no era a los ojos de los Judíos más que un Samaritano, un excomulgado, un maldito. ¡Cuántas veces no habían repetido al Hijo del hombre las injuriosas denominaciones de Samaritano y de Demoniaco! He aquí por qué, sin duda, quiso el divino Maestro representarse él mismo bajo los rasgos del buen Samaritano.

35. «Entonces dijo a Jesús uno del auditorio, continúa el texto sagrado: Maestro, dile a mi hermano que me dé la parte que me toca de mi herencia. -Pero Jesús le respondió: ¡Oh hombre! ¿quién me ha constituido a mí juez o partidor entre vosotros? Con esta ocasión les dijo: Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que él posee. Y en seguida les propuso esta parábola: Un hombre rico tuvo una extraordinaria cosecha de frutos en su heredad, y discurría para consigo diciendo: ¿Qué haré que no tengo sitio capaz para encerrar mis granos? Al fin dijo: Haré esto: Derribaré mis graneros y construiré otros mayores, donde almacenaré todo el producto de mis campos y cuanto poseo. Con lo que diré a mi alma: ¡Oh alma mía! ya tienes muchos bienes de repuesto para muchísimos años: descansa, come, bebe y regálate. Pero Dios le dijo: ¡Insensato! esta misma noche han de exigir de ti la entrega de tu alma: ¿de quién será cuanto has almacenado? Tal es la imagen del avaro que atesora para sí y no es rico según Dios. -Y después dijo a sus discípulos: Por eso os digo a vosotros: No andéis afanados por lo que habéis de comer para sustentar vuestra vida, ni con qué habéis de vestir vuestro cuerpo. La vida es más que el sustento, y el cuerpo más que el vestido. Reparad en los cuervos, que no siembran ni siegan ni tienen dispensa ni granero; y sin embargo, Dios los alimenta. Ahora bien; ¿cuánto más valéis vosotros que ellos? Y ¿quién de vosotros, por mucho que discurra, puede acrecentar [499] a su estatura un solo codo? Pues si ni aun para las cosas más pequeñas tenéis poder ¿a qué fin inquietaros por las demás? Contemplad los lirios de los valles cómo crecen: no trabajan ni hilan; y no obstante, os aseguro que ni Salomón con toda su magnificencia, se vestía como una de estas flores. Pues si así viste y adorna Dios a una planta que hoy está en el campo y mañana se echa en el horno ¿cuánto más cuidado tendrá de vosotros, hombres de poca fe? Así que no estéis acongojados cuando buscáis de comer o de beber, ni tengáis suspenso o inquieto vuestro ánimo. Los paganos y las gentes del mundo son los que van afanados tras de esas cosas. Bien sabe vuestro Padre que de ellas necesitáis. Por tanto, buscad primero el reino de Dios y su justicia; que todo lo demás se os dará por añadidura. No temáis, pequeño rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre (celestial) daros el reino (eterno). Vended, si es necesario, lo que poseéis, y dad limosna. Haceos bolsas que no destruye el tiempo; reunid tesoros imperecederos para el cielo, a donde no llegan los ladrones ni roe la polilla; porque donde está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón. Estad con vuestras ropas ceñidas a la cintura, y tened en vuestras manos las antorchas ya encendidas y prontas a servir a vuestro Señor. Sed semejantes a los criados que aguardan a su amo cuando vuelve de las bodas, a fin de abrirle prontamente luego que llegue y llame a la puerta. Dichosos aquellos siervos a los cuales el amo al venir encuentra así velando. En verdad os digo, que ciñéndose el mismo Señor, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y si viene a la segunda vela o viene a la tercera, y los halla así prontos, dichosos son tales criados vigilantes. Y sabed, que si el padre de familias supiera a qué hora había de venir el ladrón, estaría ciertamente velando, y no dejaría que le invadiesen su casa. Así vosotros estad siempre prevenidos, porque a la hora que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre. Preguntole entonces Pedro: «Señor, ¿dices por nosotros esta parábola o por todos igualmente? Respondiole el Señor: ¿Quién pensáis que es (sino un criado vigilante) aquel administrador fiel y prudente a quien su amo constituyó mayordomo de su familia para distribuir a cada uno a su tiempo la medida de trigo o el alimento correspondiente? Dichoso el tal siervo si su amo a la vuelta le halla ejecutando así su deber. En verdad os digo, que le hará administrador de todo lo que posee. Mas si el infiel [50] criado dijere en su corazón: Mi amo no piensa en venir tan presto; y empezaré a maltratar a los criados y a las criadas y a comer y beber y a embriagarse, vendrá el Señor de este siervo en el día que menos le espera y en la hora que él no sabe, y le echará de su casa, y darle ha el pago debido a los criados infieles. Los que hayan recibido directamente las instrucciones del amo, serán flagelados más rigurosamente. Los otros a quienes no había trasmitido el amo directamente sus órdenes, y cuya conducta haya sido reprensible, serán castigados, pero con menos severidad. Porque se pedirá cuenta de mucho a aquel a quien se le entregó mucho; y a quien se le han confiado muchas cosas, más cuenta se le pedirá. Yo he venido a poner fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda? Con un bautismo de sangre tengo de ser yo bautizado. ¡Oh! y ¡cómo traigo en prensa el corazón mientras que no lo veo cumplido! ¿Pensáis que he venido a poner paz en la tierra? Os digo que no, sino división. De suerte que desde ahora en adelante, en una familia de cinco miembros, estarán desunidos tres contra dos y dos contra tres: el padre estará contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra 838».

36. No hemos querido cortar con reflexiones inoportunas esta página evangélica. Sería necesario hacerse cargo de cada palabra, si se quisiera notar todos los rasgos de costumbres locales que atestiguan su autenticidad. La ley hereditaria era entre el pueblo Judío eminentemente protectora de la familia. Las propiedades territoriales, como se diría en el día, no se repartían casi nunca, sino que se devolvían al hijo mayor, el cual tenía además derecho a la mitad de los bienes muebles. La civilización hebraica, cuya fuerza excepcional y cuya persistencia verdaderamente extraordinaria admiran a nuestros jurisconsultos modernos, debió mucho a este principio eminentemente conservador. Poco importa que tengamos sobre este punto ideas diametralmente opuestas, porque no tenemos derecho de rehacer lo pasado a nuestra talla. Por lo demás, un brazo de mar separa aquí las dos naciones más poderosas de Europa, y si hubiéramos de juzgar los dos sistemas contradictorios por los resultados ¿estaría la ventaja social de nuestra parte? Como quiera que sea, Jesús se desentendió [501] del Israelita que quería hacerle su juez, y la Iglesia Católica, heredera de la autoridad de su divino Esposo, deja a las legislaciones civilizadas toda latitud respecto a esto. Los bienes que trae al mundo el Verbo encarnado no son de esta naturaleza. El Salvador vino a distribuir a los hombres la herencia de los cielos, dejándoles que se disputen a su fantasía las heredades de la tierra. ¡Insensatos, que piensan agrandar sus moradas, en la misma noche en que va Dios a pedirles su alma! Sin embargo, el Verbo encarnado no entiende excluir a su Iglesia del dominio de las cosas del mundo. Hace largo tiempo que explota el sofisma esta preocupación, y que aspira en nombre de Jesús mismo a despojar a la divina esposa del Cristo. El Salvador ha refutado anticipadamente estas falaces doctrinas. «No temáis pequeño rebaño, dice, porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros un reino». ¿Qué no se ha hecho durante diez y ocho siglos, para arrancar a la Iglesia su reino? ¿Qué no se ha dicho, para relegar al Sacerdote a su confesonario, al Obispo a la sacristía, y al Papa a las catacumbas? «No temáis, pequeño rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros un reino». Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura». Jamás se ha realizado más manifiestamente profecía alguna, y jamás se ha mantenido más solemnemente, a despecho de todas las codicias humanas. Es preciso repetirlo a nuestro 839 siglo, como se decía al tiempo 840 de Federico II o de Enrique IV de Alemania. Hase verificado la experiencia en la más vasta escala que puede imaginar ninguna comisión científica. Cada tiranía vulgar ha querido destronar a la Iglesia, despojarla, y reemplazar el cetro que lleva en la mano con el báculo del mendigo. Mas de una vez hallaron las pretensiones de esta clase, por cómplice, la potestad más elevada de este mundo, el genio. Semejante situación vale la pena de examinarse seriamente. La Iglesia es siempre el pusillus grex, de que habla el Salvador. Fáltale la fuerza material, pudiendo el hombre de Estado más diminuto tener el gusto de insultar esta debilidad y de hollarla a los pies. Pero he aquí el milagro. La Iglesia destronada, vencida, aniquilada en apariencia, vuelve a levantarse siempre, con la diadema en la frente y el cetro en la mano. ¡Dichosa cuando le es dado bendecir el sepulcro de su perseguidor arrepentido! La solidaridad divina entre el gobierno del cielo y el de la Iglesia, es un hecho atestiguado por el testimonio [502] más incontestable, el de la historia. La Iglesia de Jesucristo es hoy el reino más antiguo de Europa, preexistiendo a todos los demás, como ha sobrevivido a todos los que han caído. A no negar la evidencia, esto no podía desconocerse. La Iglesia tiene sobre los demás reinos la inmensa ventaja de creer con una fe divina en su propia inmortalidad. ¿Por qué, pues, todo aquello que quiere vivir, todo lo que aspira a la duración no comprende la absoluta necesidad de apoyarse en la única fuerza que no acabará nunca?

37. Sin embargo, el reinado de la Iglesia es el único que no conoce reposo, ni tregua, ni transacción con las pasiones conjuradas. Los demás poderes viven por los tratados; pero Jesús ha fundado su edificio inmortal en el principio opuesto. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino desunión. ¡Extraño proceder de gobierno! Sin embargo, la Iglesia está en pie. Reflexiónese, pues, en fin sobre ello, y aunque sólo sea bajo el punto de vista del interés político, concédase a este fenómeno sin ejemplo, el honor de una atención menos superficial. El Evangelio ha inaugurado en el mundo una lucha, que comienza en el corazón de cada individuo, se pronuncia en cada familia y estalla en el seno de todas las sociedades. Lucha inmortal de la verdad contra la mentira, de la virtud contra el crimen, de la adhesión y el sacrificio contra la molicie y la sensualidad, del orden contra el desorden, del deber contra la licencia, del espíritu contra la carne, de Dios contra Satanás. La historia, después de Jesucristo, no es más que el campo abierto de este gran desafío. ¡Quién podrá enumerar todos los enemigos cuya espada, genio o pluma se han mellado o gastado contra la armadura invencible de la Iglesia! He aquí por qué decía Nuestro Señor a sus Apóstoles: «Estad con vuestras ropas ceñidas a la cintura». La túnica oriental ancha y flotante tenía que levantarse hasta el talle, y que ceñirse a la cintura para prestarse a la actividad de un ministerio vigilante y laborioso. Tal será hasta el fin de los tiempos la actitud de la Iglesia. Pedro, que debe ser su jefe visible, quiere conocer exactamente la extensión de la responsabilidad que le incumbirá. ¿Son él y los Apóstoles solamente los que tengan que velar y combatir? El divino Maestro le responde con una alegoría tomada de la economía doméstica de aquel tiempo. Los ricos propietarios establecidos en Judea, después de la invasión romana, empleaban numerosos esclavos en el cultivo de sus campos. [503] Estas explotaciones rurales, verdaderas colonias serviles, eran vigiladas por un encargado que dirigía los trabajos y distribuía cada mes 841 en nombre del dueño, la provisión de trigo correspondiente a las necesidades de las diversas familias. Este encargado era también un esclavo; si daba muestra de celo y de una verdadera capacidad, podía llegar a ser administrador general, y este día veía romperse sus cadenas, dándole libertad la manumisión. A esto aludía la palabra del Salvador: «¡Dichoso el esclavo a quien encuentre su Señor fiel a sus deberes! En verdad os digo; el amo le confiará la administración de todos sus bienes». Pero por lo común no se aprovechaban estos esclavos de su elevación, sino para entregarse al instinto brutal y a groseros apetitos que la esclavitud desarrolla en las almas, haciendo pesar su autoridad sobre sus compañeros. «El amo no volverá en mucho tiempo, dicen ellos; y abruman a golpes a criados y criadas, pasando los días en comer, beber y embriagarse». Sin embargo, el amo volvía al fin. Juez supremo en su tierra, teniendo el derecho de vida o muerte sobre todos sus esclavos, reservaba para el encargado infiel los rigores más duros del ergastulum y la flagelación más repetida; lo cual no le impedía castigar los delitos de los demás esclavos, pero con menos severidad, porque dice Nuestro Señor: «Se exige mucho de aquel a quien se ha dado mucho, y se pide más a aquel a quien más se ha confiado». Así, pues, la responsabilidad en el gobierno de la Iglesia es proporcionada a la magnitud de las funciones. El Señor a quien se sirve es Dios, cuya mirada nadie puede engañar, ni sorprender su vigilancia, ni torcer su justicia. He aquí por qué se frustrarán siempre las tentativas de influencia o de corrupción humana, ante los sucesores de Pedro, a quien se dijo: «¿De qué servirá al hombre ganar el universo si pierde su alma?» Vendrá el Señor a la hora menos pensada; juzgará al servidor culpable, y le impondrá suplicios tanto mayores, cuando era más eminente la administración que tenía a su cargo.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § II. La Fiesta de los tabernáculos