DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § IV. Parábolas



§ V. La fiesta de las Encenias

38. «Celebrábase, continúa el Evangelista, la fiesta de las Encenias (o dedicación del Templo) en Jerusalén, fiesta que era en invierno. [504] Y Jesús se paseaba en el Templo por el pórtico de Salomón. Rodeáronle, pues, los Judíos, y le dijeron: ¿Hasta cuándo has de tener suspensa nuestra alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. -Respondioles Jesús: Os lo estoy diciendo y no lo creéis: las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas están dando testimonio de mí; mas vosotros no creéis, porque no sois mis ovejas. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen; y yo les doy la vida eterna, y no se perderán jamás, y ninguno las arrebatará de mis manos. Pues lo que mi Padre me ha dado, todo lo sobrepuja, y nadie puede arrebatarlo de las manos de mi Padre. Mi Padre y yo somos una misma cosa. -Al oír esto los Judíos, cogieron piedras para apedrearle. -Díjoles Jesús: Muchas obras buenas he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis? -Respondiéronle los Judíos: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por una blasfemia, y porque siendo tú como eres un hombre, te proclamas Dios. -Replicoles Jesús: ¿No está escrito en vuestra ley: «Yo dije: Vosotros sois dioses?» Pues si llamó dioses a aquellos a quienes habló Dios, y no puede faltar la Escritura, ¿cómo a mí, a quien ha santificado el Padre y ha enviado al mundo, decís vosotros que blasfemo, porque he dicho: Soy hijo de Dios? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, cuando no queráis darme crédito a mí, dádselo a mis obras, a fin de que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre. -Quisieron entonces prenderle los Judíos, pero él se escapó de sus manos, y saliendo de Jerusalén se dirigió a las fronteras de Judea, para ganar la otra ribera del Jordán 842.

39. El relato evangélico se halla estrechamente ligado a los detalles más íntimos de la historia judía. El Antiguo Testamento constituye una especie de comentario perpetuo que ilustra el Testamento Nuevo. Esta conexión entre lo pasado de Israel y los hechos de la época mesiánica, es una de las pruebas más manifiestas de la autenticidad del Evangelio. He aquí por qué es absolutamente indispensable volver a hacer hoy el estudio descuidado en demasía de la historia bíblica. La generación actual en Francia (y en España) sólo conoce [505] el Antiguo Testamento por los manuales llamados «clásicos» que en realidad son compendios de compendios. No parece sino que la revelación divina ha infundido temor a nuestro siglo; puesto que se la ha reducido a dosis infinitesimales, como esos venenos activos que una ciencia reciente ha encontrado el secreto de resolver en gránulos

casi imponderables. La verdad se borra en las inteligencias, por medio de estas diluciones sistemáticas, habiéndose hecho desaparecer de esta suerte las pruebas más directamente apreciables de la autenticidad de los Evangelios. Pregúntese a uno de esos millares de jóvenes literatos, que salen cada año de nuestras escuelas, lo que era en Jerusalén la fiesta de las Encenias, y ninguno de ellos sabrá siquiera su nombre. ¡Dichoso de él si no se gloría en su ignorancia, y si no acoge con una sonrisa de desprecio un término tan evidentemente legendario como el de Encenias! Tiempo es ya de que salgan las almas, redimidas por la sangre de Jesucristo, de esta pedagogía reducida e incompleta. Cuando una época se muestra tan orgullosa de su propia ciencia, no le es permitido permanecer así tan profundamente extraña a la única ciencia indispensable, la de la salvación. La solemnidad de las Encenias recordaba a los Judíos una fecha memorable de su existencia religiosa y nacional. La persecución de Antíoco-Epifanes había desterrado a Jehovah de su Templo. El culto Mosaico había cesado en la Ciudad Santa, y se sacrificaba a Júpiter y a Venus en el altar del Dios vivo. Degollados los sacerdotes, reducidos a esclavitud los Hebreos fieles, prohibido el nombre mismo de la Ley como un grito de rebelión; toda clase de opresiones, de violencias y atrocidades, habían llenado la Judea de terror y de lágrimas. En medio de la defección o del desaliento general, se levantó un héroe en las rocas de Modein. Con un puñado de valientes, se atrevió Judas Macabeo a levantar la bandera proscrita de Jehovah. Sus afiliados, sin esperanza humana, sin otro apoyo en la tierra que su gran corazón y una espada puesta al servicio de una causa santa, luchó contra el poder triunfante de un monarca que reinaba sobre las tres cuartas partes del Asia. Tres años, día por día, después de haberse ofrecido el primer sacrificio idolátrico a Júpiter Olímpico en el altar de los holocaustos, el 25 del mes de Casleu (27 de noviembre), Judas Macabeo, vencedor del tirano de su patria, borraba los rastros de las impías profanaciones de que había sido teatro el Templo. Todos los Judíos fieles llenaban los atrios. Al cántico de los himnos [506] santos, a los sonidos armoniosos del kinnor, de la lira y de los címbalos, fue consagrado el nuevo altar. Verificáronse el holocausto y los sacrificios, según el ceremonial mosaico. La multitud prosternada adoraba al Señor. Elevábanse hasta el cielo cánticos de júbilo y de reconocimiento 843. Prolongáronse las fiestas durante ocho días, y esta renovación tan súbita y tan inesperada tomó al lenguaje mismo que habían introducido los Sirios helenistas en Palestina su nombre significativo de Encenias (e)gkai/nia 844 «Renovación», en hebreo: Hanucca). El enemigo no había tenido tiempo de consumir en honor de los ídolos, toda la provisión de aceite que tenía de reserva para los usos del Templo. Esta circunstancia había redoblado los trasportes de la alegría nacional. Durante los ocho días de la fiesta, fue permanente la iluminación del sagrado edificio. La ciudad entera quiso asociarse a esta piadosa demostración, y ardieron día y noche antorchas encendidas en las fachadas de todas las casas. De aquí el nombre de Fiesta de las Luces, que se dio también a la solemnidad de las Encenias. Judas Macabeo y sus hermanos, reunidos en asamblea nacional con los descendientes de Aarón, ordenaron que en lo sucesivo celebrase Israel, durante ocho días, este sagrado aniversario. Tal era esta Dedicación del Templo de Jerusalén, imagen de la Dedicación de las Iglesias cristianas, celebrada actualmente en todo el universo.

40. Cada palabra del Evangelio es un rasgo de autenticidad. «Era invierno», dice el texto santo. En efecto, la estación de las lluvias comienza en Palestina a mediados de noviembre 845. «Jesús [507] se paseaba en el pórtico de Salomón». He aquí, según el historiador Josefo, la descripción de los atrios levantados por Herodes alrededor del Templo de Jerusalén. Es un testigo ocular un sacerdote judío, que nos vuelve a trazar las magnificencias de un monumento que fue la cuna de su infancia, el asilo respetado de su juventud, y cuyo recuerdo, sobreviviendo a los desastres de la ruina, arrancaba lágrimas a su vejez. «Los pórticos del Templo, dice, fueron la obra más admirable de que han oído hablar jamás los hombres. Las puertas exteriores, abriéndose sobre los atrios, formaban grandes y magníficos arcos triunfales, de los que había colgados tapices de seda, decorados con flores bordadas en púrpura y con columnas figuradas en el tejido. Por encima de las cornisas corría una vid de oro macizo, cuyos racimos pendientes maravillaban al espectador, más aun por su admirable trabajo que por la riqueza de la materia. Todo el perímetro del sagrado recinto se hallaba cercado por un muro de piedra tallada, sosteniendo en la fachada oriental un doble pórtico, tan largo como el muro, y dando frente a la puerta de entrada del Templo, en cuyo eje formaban radio todos los atrios exteriores. El lado Sudeste servía de apoyo al Pórtico de Salomón, que era triple y se extendía a todo lo ancho del valle del Tyrapeon. El muro de cuatrocientos codos de altura (216 metros), que sostenía este Pórtico, había sido construido por Salomón. He aquí por qué se conservó el nombre de este príncipe al nuevo edificio construido por Herodes. Desde aquel punto se sumergía la vista en un verdadero precipicio. A esta altura natural, ya tan considerable, añadió Herodes la espantosa sobreelevación del atrio; de suerte que si de la plataforma superior se quería medir con la vista su total profundidad, se desvanecía la cabeza 846. De un extremo a otro del pórtico de Salomón se ostentaban cuatro columnas paralelas. El diámetro de cada columna era tal, que se necesitaban tres hombres para abarcarlo; su elevación era de veinte y siete pies, y su cuerpo coronado de chapiteles corintios, tenía hacia la base, una doble espiral. Estas columnas llegaban al número de ciento sesenta y dos. En razón del paralelismo de las columnas dispuestas de cuatro en [508] cuatro, era triple el pórtico; las dos arcadas laterales eran de proporciones semejantes, teniendo cada una treinta pies de ancho y un estadio 847 de largo, y más de cincuenta pies de alto. La arcada central tenía el doble de alto y de ancho, de suerte que dominaba completamente las otras dos. El remate se hallaba adornado de esculturas en madera, de alto relieve y de variados dibujos. El de la bovedilla o techo del centro era muy elevado; las paredes superiores estaban cortadas por el arquitrabe, y divididas por columnas empotradas; siendo el conjunto de una arquitectura tan maravillosa, que los que no han visto este edificio no pueden creer lo que de él se refiere; mientras que los que lo han visto, hallan todas sus descripciones inferiores a la realidad. El suelo se hallaba enteramente cubierto de mosaicos 848».

41. Ahora comprendemos por qué el pórtico de Salomón, en la exposición Sudeste del Templo, se hallaba frecuentado preferentemente por los Judíos en la estación de invierno. Así se adaptan maravillosamente al cuadro de la historia las menores particularidades del texto sagrado, resaltando manifiestamente la imposibilidad absoluta de suponer apócrifo el Evangelio, de la armonía perpetua de conjunto y de pormenores entre el relato del Escritor sagrado y las realidades contemporáneas de la civilización hebraica. No es menos significativa la actitud más y más embarazada de los Judíos, en presencia de la personalidad augusta del divino Maestro. Según la teoría del racionalismo moderno, no hizo Jesús ningún milagro. Así, la pasmosa curación del ciego de nacimiento no alteró entonces la opinión de los habitantes de Jerusalén. No tuvieron pretexto alguno: los Fariseos y los Príncipes de los Sacerdotes, para manifestar sus temores y sus antipatías, respecto del Salvador. ¿Cómo, pues, se estrechan los Judíos en el pórtico de Salomón, rodeando a Jesús, y diciendo: «¿Hasta cuándo tendrás nuestro espíritu en incertidumbre? ¡Si eres Cristo, dínoslo sin rodeos!» El Cristo que esperaban los Judíos debía hacer milagros; pues así lo habían anunciado los Profetas: «Jesucristo, vuestro Dios, vendrá en persona, había dicho Isaías, y os salvará. Entonces se abrirán los ojos de los ciegos; y [509] oirán los oídos de los sordos; y el cojo saltará como el ciervo; y se desatará la lengua de los mudos; y se convertirán los rescatados por el Señor 849». Tal era la designación profética del Mesías. Todo el mundo lo sabía en Jerusalén. Si, pues, Jesús no hubiese hecho ningún milagro; si no hubiera abierto los ojos del ciego de nacimiento; si no hubiera obrado uno solo de los prodigios de misericordia, cuyo relato contiene el Evangelio, nadie hubiera pensado en ver en él al Cristo tan deseado. Sin embargo, los mismos Profetas habían sido taumaturgos, no siendo en su consecuencia la señal del milagro la única en que debiera reconocerse al Mesías. La descripción de los esplendores del reinado del Hijo de David, tan elocuentemente trazada con anterioridad por los escritores inspirados, se avenía muy poco entonces con la humildad del Hijo del hombre, que no tenía sobre qué reclinar su cabeza. Así, pues, vacilaban los Judíos, y decían: «¿Hasta cuándo prolongarás nuestra ansiedad y nuestra incertidumbre? ¡Si eres realmente el Cristo, decláralo abiertamente!» Jesús responde a esta pregunta categórica con una majestad suprema, afirmando, por la vigésima vez, su divinidad. Pero los Judíos querían un Cristo, hijo de David, y no querían un Cristo, Hijo de Dios. Todavía repiten hoy los hijos de Jacob, como dirigiendo una acusación de idolatría contra los Cristianos, la palabra de Moisés: «Oye, Israel. Jehovah, nuestro Dios, el Señor, es uno 850». Permanece, pues, encubierto a sus miradas, como lo estaba a las de sus antepasados, el misterio de la unidad divina, en los fecundos esplendores de la Trinidad. «¡Qué! ¡Sois un hombre y osáis proclamaros Dios!» exclaman, y se arman todos con piedras para lapidar al blasfemo. Pues bien; Jerusalén era el único lugar del mundo en que se considerase la apoteosis como un crimen. Roma, Atenas, Alejandría, todas las ciudades del Oriente y del Occidente, desde Antioquía hasta la Lugdunum de los Galos, se hallaban pobladas de altares erigidos en honor del dios Tiberio. César, asesinado por su propio hijo, era dios; Augusto era dios; Livia era diosa; ¡haced, pues, que se componga el Evangelio por un autor extraño a las leyes y a las costumbres judaicas! ¡Imaginad, para los relatos evangélicos, otro teatro distinto del de Judea; otros actores que los hijos de Abraham; otro [511] centro que la civilización mosaica!



Capítulo IX

Últimos momentos de ministerio público

Sumario

§ I. VIAJE DE JESÚS A LA PEREA.

1. Marta, y María. La acción y la contemplación. -2. La mujer encorvada durante diez y ocho años. -3. Comida en casa de un jefe de los Fariseos. El hidrópico. El banquete de los pobres. Parábola de la cena ofrecida por el padre de familia. -4. Exposición del milagro verificado en el hidrópico. -5. Los primeros sitios en el festín. -6. La caridad cristiana. -7. Del número de los escogidos. -8. Parábolas de la Torre y del rey que emprende una guerra. -9. Sentido de las dos parábolas. -10. El buen pastor. La dracma perdida. -11. El hijo pródigo. -12. Explicación de la parábola. -13. Parábola del administrador infiel. -14. El racionalismo y la parábola evangélica. -15. El Evangelio sustituido a la ley y a los profetas. -16. Pregunta de los Fariseos sobre el divorcio. -17. Milagrosa potestad de la doctrina de Jesús. -18. Jesús y los niños. -19. Un joven noble y rico a los pies de Jesús. -20. Los tres consejos evangélicos. -21. La pregunta ambiciosa de los hijos de Zebedeo y de su madre. -22. Interrogación de los Fariseos relativamente al advenimiento del reino de Dios. -23. Primera interpretación de la respuesta del Salvador. -24. Segunda interpretación. -25. La pobre viuda y el mal juez. El Fariseo y el Publicano. -26. Parábola de los viñadores y del padre de familia. -27. Pormenores de costumbres locales. -28. Parábola del rico avariento y del pobre Lázaro. -29. Aplicación histórica de la parábola.

§ II. RESURRECCIÓN DE LÁZARO.

30. Enfermedad y muerte de Lázaro en Bethania. Mensaje de las dos hermanas a Jesús. -31. Lúgubre comedia inventada por Woolston y reproducida por el racionalismo actual. -32. Imposibilidades materiales. -33. Imposibilidades morales. -34. Llegada de Jesús a Bethania. Las dos hermanas de Lázaro. -35. Los funerales y el luto entre los Judíos. -36. La hipótesis racionalista y las realidades evangélicas. -37. Resurrección de Lázaro. Jamfaetet. -38. Monumentos y tradiciones.

§ III. EXCOMUNIÓN.

39. Sentencia de muerte pronunciada por el Sanhedrín contra Jesús. -40. El reino de Jesús. -41. La excomunión entre los Judíos. -42. La ley de purificación antes de la Pascua.

§ IV. REGRESO A JERUSALÉN.

43. La ciudad inhospitalaria. -44. Jesús predice por tercera vez su muerte y su resurrección. -45. Zaqueo. -46. Parábola de las diez minas de plata. -47. La parábola y la historia judaica. -48. Aplicación de la parábola. -49. Bartimeo, el ciego de Jericó. -50. El festín de Bethania. María Magdalena y el vaso de alabastro. -51. Pruebas de autenticidad intrínseca. -52. Excomunión de Lázaro por el Sanhedrín. -53. Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.



§ I. Viaje de Jesús a la Perea

1. Jesús abandonó la ciudad ingrata; queriendo mostrar a los Apóstoles el camino que debían seguir ellos mismos, y la multitud [512] de las naciones llamada a ocupar en el reino de Dios, el sitio repudiado por los hijos de Abraham. «Sucedió, pues, dice el Evangelio, que prosiguiendo Jesús su viaje, entró en cierta aldea, donde una mujer, por nombre Marta, le hospedó en su casa. Tenía ésta una hermana, llamada María, la cual, sentándose a los pies del Señor, estaba oyendo su palabra. Mientras tanto Marta andaba muy afanada en disponer todo lo que era necesario, por lo cual, se presentó a Jesús, y dijo: Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las faenas de la casa? Dile, pues, que me ayude. -Pero el Señor le dio esta respuesta: Marta, Marta, tú te afanas y te inquietas distraída en muchas cosas, y a la verdad, una sola cosa es necesaria (que es la salvación eterna). María ha escogido la mejor parte, de que jamás se verá privada 851. Puede creerse que la aldea hospitalaria, cuyo nombre no ha inscrito San Lucas, era la de Bethania, a 15 estadios, o cerca de 2 millas romanas 852 de Jerusalén, sobre la vertiente oriental del monte de los Olivos. Atravesábala en todo rigor el camino que conducía de la Ciudad Santa a Jericó. Tal vez había acompañado María al divino Maestro en el viaje. Recordarase, sobre esto, las palabras del Evangelio que hemos reproducido ya: «Cuando Jesús recorría las ciudades y aldeas predicando y anunciando el reino de Dios, acompañado de los doce, seguíanle algunas mujeres que habían sido libradas de los espíritus malignos, y curadas de varias enfermedades: María, por sobrenombre Magdalena, de la cual había echado siete demonios; Juana, mujer de Chusa, mayordomo del rey Herodes; Susana y muchas otras que le servían y proveían a sus necesidades con sus bienes 853». En esta enumeración no aparece, pues, Marta; la cual guardaba el hogar doméstico de su hermano Lázaro, por lo que tuvo el honor de abrir su casa al divino Huésped, que se dignó descansar en él un día. Como quiera que sea, Marta y María representan los dos tipos de la vida nueva que trae el Salvador al mundo. Las almas cristianas podrán escoger entre dos vías, cuyo término y objeto es igualmente la caridad. La acción, es decir, el ministerio exterior del amor de [513] Dios y del prójimo, con sus trabajos, sus fatigas, su adhesión sin medida y sin límites: la contemplación, es decir, la elevación de una alma humana aproximándose cada día más al foco divino del amor, haciéndose en cierto modo la mediadora de los torrentes de gracia que rebosan del corazón de Jesús, y colocándose entre el mundo divino y el mundo terrestre, como el ideal de la más elevada perfección del uno, y el más poderoso intercesor cerca del otro. El silencio de María Magdalena, sentada a los pies de Jesús, se parece algún tanto al silencio de María, Madre de Jesús, «que conservaba, meditándolas en su corazón, todas las palabras de su Hijo. «¡Qué impulso no han hecho tomar a las almas estos nobles ejemplos, en el espacio de diez y nueve siglos! ¡Qué divina profecía en la respuesta del Salvador! «¡Marta, Marta! ¡tú te afanas e inquietas distraída en muchas cosas, y a la verdad una sola es necesaria! ¡María ha escogido la mejor suerte de que jamás se verá privada!» ¡Cuántas tentativas, no obstante, para arrancar a María y a las almas que se le asemejan, a la contemplación de Jesús; a la meditación solitaria de la verdad; al retiro de los claustros; a la vida silenciosa de un amor sin partición, y de una oración que no cesa de día ni de noche! ¡Cosa extraña! Los siglos y los países que necesitan socorros de arriba, son los que menos comprenden la necesidad de semejante intercesión para con Dios. La manifestación exterior, el movimiento activo y visible de la caridad cristiana conservan sus atractivos, aun en las épocas más turbadas; pero la noción de la caridad en su forma excelente, la actitud de Moisés orando sobre la montaña durante el combate, o de María Magdalena sentada a los pies del Salvador, el sacrificio de la individualidad en su potestad más elevada, la continuación por las almas privilegiadas de la inmolación del Gólgota, no son comprendidas por la multitud. ¡Como si la obra de nuestra redención hubiese sido completa por las obras de misericordia exterior del divino Maestro! ¡Como si en la agonía de la cruz no hubiera conquistado Jesús más almas que dando vista a los ciegos o salud a los enfermos! La debilidad de nuestras concepciones humanas o las mudanzas de la opinión, no más que la violencia de las pasiones desencadenadas o los deseos de los instintos ávidos, en nada cambiarán la divina constitución dada por Jesucristo a su reino. En la hora presente la acción y la contemplación Marta y María, se hallan aun, la una sentada y la otra afanada y [514] laboriosa, alrededor del divino Maestro. Son hermanas y en la unión del amor, trabajan y ruegan por la salvación del mundo.

2. «Enseñando Jesús un día de sábado en la sinagoga, continúa el Evangelio, he aquí que vino allí una mujer que hacía diez y ocho años padecía una enfermedad causada por un espíritu maligno, y andaba encorvada sin poder mirar poco ni mucho hacia arriba. Como la viese Jesús, llamola a sí, y le dijo: Mujer, libre quedas de tu enfermedad. Y puso sobre ella las manos, y al instante la mujer se enderezó y daba gracias y alabanzas a Dios. -El jefe, de la sinagoga, indignado de que Jesús hiciera en sábado esta curación, dijo al pueblo: Seis días hay destinados al trabajo: en esos podéis venir a curaros, y no en día de sábado. -Mas el Señor, dirigiéndole a él la palabra, dijo: ¡Hipócritas! ¿cada uno de vosotros no desata su buey o su asno del pesebre, aunque sea sábado, y los lleva a abrevar? Pues, ¿por qué a esta hija de Abraham, a quien tenía atada Satanás diez y ochos años hace, no debía ser permitido desatarla de este lazo en día de sábado? -A estas palabras, quedaron avergonzados todos sus adversarios; y todo el pueblo se regocijaba de las obras gloriosas que él hacía 854». La máscara cómica con que afectaba cubrirse el rostro el Fariseo, para revindicar las prerrogativas de la ley sabática, no puede sostenerse un momento ante la superior lógica de Jesús. Encorvada la raza de Abraham durante diez y ocho siglos bajo los terrores de la ley sinaítica, exagerados por la ambiciosa tradición de los Escribas y Doctores, no podía levantar la cabeza, para contemplar en las alturas celestiales, la misericordia del Dios de Moisés y de los Patriarcas. Un judío desataba en día de sábado, sin escrúpulo alguno, el buey o el asno del establo, para llevarlo al abrevadero. ¡Y Jesús, enderezando por medio de una simple imposición de manos a la infeliz mujer encorvada por una enfermedad de diez y ocho años, era culpable de una infracción irremisible! La penosa operación de sacar del establo a buey o al asno, los dos animales que constituían la riqueza de un hebreo, y de llevarlos del cabestro hasta la fuente pública, no constituía un delito contra una ley que hacía elástica el interés sabático. ¡Pero, curar con una palabra o un gesto, a una hija de Abraham era un crimen! ¡Diez y ocho años de enfermedad padecidos por una [515] mujer no admitían comparación con una hora de sed, sufrida por un animal irracional! Tal era la locura del rigorismo farisaico. Había llegado la hora en que la humanidad, encorvada hacia tierra bajo el yugo de Satanás, y no atreviéndose a levantar los ojos al cielo, iba a responder al llamamiento de Jesús: «¡Mujer, libre estás de tu enfermedad!» ¡Cuántas almas perdidas en el fango del vicio se han enderezado a esta palabra suprema! La obra de la salvación de las almas es por excelencia la obra del sábado. He aquí por qué elegía el Redentor con preferencia, para sus milagrosas curaciones, este día privilegiado. Desde que Dios ha reposado, después del prodigio de la creación, parece haberse concentrado su omnipotencia entera en el trabajo de la Redención. El Archisynagogo trastorna toda la economía providencial, diciendo: «Tenéis seis días de la semana en que es permitido trabajar y en que podéis haceros curar!» -Y precisamente el sétimo día, es el día de Dios y el de la curación de las almas. No insistimos más sobre el sentido más directo de la exclamación del jefe de la sinagoga. No obstante, el racionalismo haría bien en meditarla. ¿Cómo, si no hubiera hecho milagros Jesucristo, hubiera podido hacer al pueblo semejante intimación? Así, pues, cada palabra del Evangelio supone en la vida del Salvador, una verdadera efusión de prodigios, de los que sólo ha referido los principales el escritor sagrado, y los que ofrecían un carácter particular de permanencia en el mundo regenerado por Jesucristo.

3. «Sucedió, continúa el Evangelista, que habiendo entrado Jesús en casa de uno de los principales Fariseos a comer en un día de sábado, le estaban éstos acechando. Y he aquí que se puso delante de él un hombre hidrópico. Y Jesús, dirigiéndose a los Doctores de la Ley y a los Fariseos, les preguntó: ¿Es lícito curar en día de sábado? -Mas ellos callaron. Y Jesús, tomando con la mano al hidrópico, con sólo tocarle, le curó y le despachó. Y dirigiéndose después a ellos, les dijo: ¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no le sacará luego 855, aunque sea día de sábado? -Y no sabían qué responder a esto. -Notando entonces que los convidados [516] iban escogiendo los primeros puestos en la mesa, les propuso esta parábola, diciéndoles: Cuando fueres convidado a algunas bodas, no te pongas en el sitio preferente o lecho de honor 856, no sea que haya otro convidado de más distinción que tú; y viniendo el que a ti y a él os convidó, te diga: Amigo; cede ese lugar a éste, y entonces tengas el sonrojo de verte precisado a ponerte el último: antes bien, cuando fueres convidado, vete a poner en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba, lo que te granjeará honor en presencia de los demás convidados 857. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla, será ensalzado. -Dirigiéndose entonces al Fariseo que lo había convidado, le dijo Jesús: Cuando des alguna comida o cena, no convides a tus amigos ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos que son ricos: para que no suceda que te conviden también ellos a ti, y esto te sirva de recompensa, de lo que recibieron de ti: sino que cuando tuvieres algún banquete, convida a los pobres, y a los tullidos, y a los cojos, y a los ciegos; y serás afortunado, porque no pueden recompensarte, y así serás recompensado en la resurrección de los justos. -Habiendo oído esto uno de los convidados, le dijo: ¡Bienaventurado aquel que tuviere parte en el convite del reino de Dios! -Mas Jesús le respondió: Un hombre dispuso una gran cena y convidó a mucha gente: A la hora de cenar, envió un criado a decir a los convidados que viniesen, pues ya todo estaba dispuesto. Y empezaron [517] todos, como de concierto, a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito salir a verla; ruégote que me des por excusado. El segundo dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas; ruégote que me tengas por escusado. Otro dijo: acabo de casarme, y así no puedo ir allá». Habiendo vuelto el criado, refirió todas estas excusas a su señor. Irritado entonces el padre de familias, dijo a su criado: Sal luego por las plazas y barrios de la ciudad, y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos y cojos hallares. -El criado ejecutó las órdenes de su señor, y volvió a decir a su amo: Señor; he hecho lo que mandaste y aun sobra lugar. -Respondiole el amo: Sal a los caminos y cercados e impele a los que halles a que vengan para que se llene mi casa; pues os protesto que ninguno de los que antes fueron convidados ha de probar mi cena 858».

4. El hidrópico, introducido en la sala del banquete, lo fue verdaderamente por un cálculo de hipocresía farisaica. ¿Qué haría Jesús al ver a este enfermo? ¿Osaría curarle en un día de sábado? Los convidados se guardan bien de solicitar semejante favor para el enfermo. A sus ojos, es el milagro un trabajo que prohibirían al mismo Dios, en virtud del precepto sabático, impuesto por Jehovah. La argumentación del racionalismo moderno es exactamente idéntica. El Criador ha dado a su obra leyes que los nuevos sofistas pretenden, en adelante y por siempre ser superiores a su voluntad creadora. De suerte que la esencia divina, al crear el mundo, hubiera producido una obra superior al artífice, un resultado más poderoso que la causa, un efecto mayor que el principio. La inanidad de este paralogismo en el orden puramente natural en que se colocan los racionalistas, no es menos evidente que en el orden de la revelación mosaica, en que se acantonaban los Fariseos. Como quiera que sea, el divino Maestro parece salir al encuentro de las objeciones de sus enemigos. «¿Es permitido curar en día de sábado?» Esta cuestión clara y terminante había sido resuelta anteriormente por los doctores de la Ley, en el sentido negativo más absoluto. Sin embargo, ninguno de los convidados se atreve en esta circunstancia a formular semejante respuesta. A la vista de un enfermo a quien puede volver la salud una sola palabra que salga de los labios de Jesús, [518] nadie quiere echar sobre sí la responsabilidad de tan cruel prohibición, así, que todos se abisman en el silencio. Verdaderamente que si no hubiera hecho jamás milagros Jesucristo, hubiera sido muy distinta la actitud de los Fariseos. ¡Cuán unánimemente hubieran desafiado al Salvador a obrar la curación más sencilla, el menor prodigio, no tan sólo en día de sábado, sino en cualquiera otro día de la semana o del año! El silencio de los Fariseos en aquel momento, y su sistema habitual de ataque, concentrado en la interpretación rigorista de la ley sabática, son otras tantas pruebas perentorias que establecen la notoriedad universal de los milagros verificados por Jesús. De otra suerte, hubieran expresado sus labios una negación, con invencible seguridad. No, hubieran dicho a un impostor vulgar, ¡tú no haces milagros! Jamás has hecho ni uno solo. ¡Cura, pues, a este hidrópico que está ahí a tu vista! Tal hubiera sido necesariamente la disposición de los espíritus en la hipótesis racionalista. Así pues, lo sobrenatural forma el fondo del Evangelio. «Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo, exclamaban los Judíos en el Gólgota 859».

5. No solamente se muestra taumaturgo el Salvador en el episodio del banquete en casa del Fariseo, si no que viene a curar a la humanidad de enfermedades más inveteradas y más peligrosas que las del cuerpo. Las enfermedades morales de que es el mundo presa, requieren un médico supremo. El orgullo farisaico, disputándose los primeros sitios de preferencia en un banquete, es una de las manifestaciones más espontáneas de este espíritu de limitado individualismo y de odioso egoísmo que dominaba entonces al mundo. Se lee en el Talmud, que un día el príncipe asmoneo, Alejandro Janeo, dando un festín en su palacio de Jerusalén a los embajadores persas, el rabino Simeón Ben-Shetah, que era del número de los convidados, fue a tomar sitio entre el rey y la reina. Este acto presuntuoso excitó un movimiento de sorpresa, y el rabino se justificó con una palabra todavía más orgullosa: «Está escrito, dijo: Ensalza la sabiduría y ella te ensalzará y ceñirá tus sienes con esclarecida diadema 860». La nacionalidad judía entera revindicaba de las razas extranjeras la superioridad que se arrogaban estos doctores sobre los Hebreos. El banquete de la vida, a que había [519] convidado el Padre de familias celestial a la humanidad, era pues invadido por esos hambrientos de la gloria y de las vanidades terrestres. Tal es el sentido profundo de la parábola evangélica. La humildad, virtud desconocida del mundo antiguo, va a ser la base de las sociedades cristianas, pues un hombre humilde, antes de Jesucristo, hubiera pasado por un cobarde. El Verbo encarnado echa por tierra con una palabra el aparato de cuarenta siglos de orgullo satánico. «Quien se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado». Esta palabra ha tomado en la actualidad de tal manera posesión del mundo moral, que el orgullo humano se ve obligado a disimularse, con tanto cuidado como el que tenía entonces para ostentar sus pretensiones, y que los ambiciosos más furibundos se ven obligados a hacerse los hipócritas de la humildad.

6. A pesar de la decadencia del verdadero espíritu de la ley mosaica, en el seno del pueblo hebreo, conservaba aún la civilización judía preciosos vestigios de su divino origen. Así, era uso en casi todos los festines suntuosos, tener una mesa para los pobres. Cuando Judas Iscariote se queja de la profusión con que derramaba María Magdalena a los pies del divino Maestro un perfume precioso, tiene cuidado de añadir, que hubiera sido mejor empleado este dinero improductivo en socorrer a los pobres. Las tradiciones de hospitalidad que ascendían hasta los patriarcas, habían sobrevivido a todas las revoluciones. Tobías, cautivo en las riberas de Babilonia, llamaba a su mesa a sus hermanos indigentes. Tal vez el hidrópico que acababa de curar Jesús era uno de los convidados pobres admitidos aquel día en casa del Fariseo. En Judea eran casi los dos únicos medios de existencia los trabajos de la arquitectura y de la vida pastoril, por lo que reducía infaliblemente a la indigencia una enfermedad crónica a la clase media. He aquí por qué se encuentra tan frecuentemente en el Evangelio esta enumeración, «de pobres, tullidos, cojos y ciegos». El divino Maestro toma de las costumbres y de los usos nacionales dos admirables parábolas. En la una resuelve, con el principio nuevo de la caridad, la cuestión del pauperismo, este problema que ha desconcertado a todos los legisladores humanos, y que en el día conmueve las sociedades incrédulas. Sin comprometer el derecho imprescriptible e inviolable de la propiedad, abre a la indigencia tesoros inagotables. «¡Afortunados seréis por haber dado a quien no puede compensaros, porque se encargará el mismo Dios [520] de su deuda, y os recompensará en la resurrección de los justos!» Tal es el contrato que propone Jesucristo a la avidez, a la avaricia, a la riqueza egoísta y sin entrañas. Empeño esencialmente voluntario, cuyo registro no se verificará en este mundo, cuyo juez será sólo Dios, cuya penalidad se remite a más allá de los límites de esta vida. Pero ¿quién era pues este legislador para estipular así, con condiciones que exceden al poder humano? El racionalismo moderno obraría con prudencia estudiando atentamente esta palabra evangélica. Jesucristo asume la responsabilidad de pagar centuplicadas todas las deudas de reconocimiento, contraídas por el pauperismo insolvente. Y esta promesa ha cambiado la faz del mundo. Si hay en nuestros días un fenómeno que atraiga todas las miradas, es seguramente el de la caridad cristiana, libre, espontánea, perseverante, multiplicando la adhesión en proporción de la miseria, sosteniendo los sacrificios al nivel de los padecimientos, y honrándose en socorrer, en la persona de los pobres, a los representantes de que se ha constituido fiador el mismo Jesucristo. Ciertamente que para ejercer semejante influencia, para dominar de esta suerte el interés, y acrecentar la caridad en una tierra que había secado y esterilizado la sed del oro, era preciso ser más que un sabio, más que un filósofo, más que un genio; era preciso ser Dios. Así, en la segunda parábola, ofrece Jesús como modelo y tipo supremo de la caridad humana, la caridad del mismo Dios. Dios es el verdadero Padre de familias que prepara desde el umbral del Edén, el banquete a que convida a todas las naciones. Desde luego fue convidado el pueblo judío; pero cuando llegó la hora, desdeñó tal honor este convidado privilegiado, absorto por el amor del lucro, las preocupaciones de la codicia y los goces sensuales. Entonces saldrán los predicadores del Evangelio del recinto del judaísmo, y salvarán la muralla de separación levantada por los Escribas, recorrerán el universo, e impelerán a las almas a venir a sentarse en el banquete divino. «Impeledles a entrar», dice el Padre de familias, compelle intrare. Suave y benéfica violencia, pero eficaz y enérgica, de que dirá más adelante San Pablo: «Nuestra predicación del Evangelio entre vosotros, no fue solamente la obra de la palabra, sino la del poder, en el Espíritu Santo, y en la plenitud de una fuerza invencible 861. [521]

7. «Jesús, dice el Evangelista, recorría las ciudades y aldeas enseñando a la muchedumbre. Y uno le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? Y él en respuesta dijo a los oyentes: Esforzaos a entrar por la puerta angosta, porque os aseguro que muchos buscarán cómo entrar y no podrán. Y después que el Padre de familias hubiere entrado y cerrado la puerta, empezaréis, estando fuera, a llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos; y él os responderá: No os conozco, ni sé de dónde sois. Entonces alegaréis a favor vuestro: Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú predicaste en nuestras plazas. Y él os repetirá: No os conozco ni sé de dónde sois: apartaos lejos de mí, todos vosotros, artífices de iniquidad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham y a Isaac y a Jacob, y a todos los profetas, en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán también gentes del Oriente y del Occidente, del Norte y del Mediodía, y se pondrán a la mesa en el convite del reino de Dios. Y ved aquí que los que son (ahora) los últimos, serán (entonces) los primeros, y los que son primeros, serán (entonces) los últimos 862». ¡Sentencia terrible pronunciada contra la obstinación judía! Su realización, visible desde este mundo, es uno de los hechos mejor consignados de la historia. Cada página del Evangelio es así, o un milagro de profecía o un milagro de poder, o un milagro de revelación divina.

8. «Sucedió que yendo con Jesús gran multitud de gentes, se volvió hacia ellas, y les dijo: Si alguno viene a mí, y me prefiere 863 a su padre, su madre, su mujer, sus hijos, sus [522] hermanos, sus hermanas, y aun a su misma vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva a cuestas su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Por qué ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, en su viña 864, no echa primero despacio sus cuentas para ver si tiene el caudal necesario con qué acabarla, no sea que después de haber echado los cimientos, y no pudiendo concluirla, todos los que lo vean, comiencen a burlarse de él, diciendo: ¡Ved ahí un hombre que comenzó a edificar y no pudo acabar! ¿O cuál es el rey que habiendo de hacer guerra contra otro rey, no considera primero despacio, si podrá con diez mil hombres hacer frente al que viene contra él con veinte mil? ¿Y si no puede, le envía embajadores cuando aún está lejos, pidiéndole la paz? Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. La sal es buena, mas si la sal se desvirtúa o hace insípida ¿con qué será sazonada? [523] Nada vale, ni para la tierra, ni para servir de abono; así es, que se arroja fuera, como inútil. ¡Quién tiene oídos para escuchar, atienda (bien a esto)!»

9. Tales son las rigurosas condiciones del apostolado, formuladas por el Salvador, y que excitan la indignación de los racionalistas. «Entonces había en las palabras de Jesús, dicen ellos, algo más que humano y extraño; parecía como un fuego que devoraba la vida en su raíz, reduciéndolo todo a un horrible desierto. El áspero y triste sentimiento de disgusto hacia el mundo, de violenta abnegación que caracteriza la perfección cristiana, tuvo por fundador, no al sutil y festivo moralista de los primeros días, sino al gigante sombrío, a quien arrojaba más y más fuera de la humanidad una especie de presentimiento grandioso 865». La distinción indicada por la crítica entre la doctrina de los primeros días del ministerio de Jesucristo y la de los últimos, es aquí tan marcada, que tenemos el deber de censurarla con energía. No existe tal distinción, y es verdaderamente preciso haber especulado con la ligereza de nuestro siglo para afirmarlo así. Desde el año segundo de su predicación pública, desde el momento en que agrupó Nuestro Señor en torno de su divina persona el colegio de los doce apóstoles, les dijo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí, y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí 866». Así hablaba el Salvador, en la montaña de Galilea, a los Apóstoles reunidos para recibir la investidura del ministerio evangélico. ¿Hay en esta enseñanza sombra siquiera de la menor diferencia respecto del lenguaje del divino Maestro, en los últimos meses de su predicación? ¿Qué significa, pues, la sacrílega antítesis, entre «el sutil y festivo moralista de los primeros días y el gigante sombrío de los últimos?» ¿En qué se funda? Porque en fin, si no es permitido, ni a un novelista, disfamar sin pruebas una memoria que ha dejado representantes y vengadores en la tierra, ¿qué diremos de la temeraria pretensión de un historiador que sustituye su calumniadora fantasía a los más terminantes textos, y prodiga gratuitamente injurias a un nombre ante el cual doblan la rodilla trescientos millones de hombres? ¡Retóricos! ¿No comprendéis [524] que haya impuesto Jesús sus condiciones a los apóstoles encargados de edificar la torre inmortal de la Iglesia, que ni vuestros antepasados, ni vuestros sucesores en la interminable genealogía del sofisma, han conseguido ni conseguirán derribar nunca? ¿No comprendéis que haya definido claramente Jesús el carácter de la lucha que iba a empeñarse, en la hora solemne en que sus soldados, sin otras armas que las de su fe, sin otro poder que el de la Iglesia santa, trabaran contra el Príncipe del mundo una guerra en que se comprara cada victoria con el martirio? Es verdad, que tales previsiones exceden los alcances de un genio humano. Para echar una mirada tan penetrante sobre el porvenir, era necesario ser Dios. Pero habla un Dios y toma en su mano como Dios las conciencias y los corazones. Todos los afectos legítimos, aun el que se halla más arraigado y que es más indestructible en el ser humano, el amor de la propia vida, deben subordinarse por el discípulo de Jesucristo al amor divino, centro nuevo de las almas, foco sobrenatural de toda existencia. Concebir el pensamiento de semejante dislocación del polo moral de la humanidad, excede ya los alcances de una inteligencia humana; realizarlo, como hizo Jesucristo, es una obra eminentemente divina. Diez y ocho siglos hace que mueren generaciones enteras por Jesús, y le sacrifican todos los intereses, todos los afectos, todos los goces terrestres, todos, sin restricción. Y es necesario que así sea. Esta vida se sostiene y se renueva sin cesar en el mundo a despecho de las pasiones, de los sofismas y de los odios conjurados. El amor de Jesucristo es el único divino que impide la corrupción general de la tierra. «Quien tiene oídos para oír que entienda».

10. «Solían los publicanos y pecadores acercarse a Jesús para oírle. Y los Fariseos y Escribas murmuraban de esto, diciendo: Mirad cómo se familiariza con los pecadores y come con ellos. Entonces les propuso esta parábola: ¿Quién hay de vosotros que teniendo cien ovejas, y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en la dehesa, y no vaya en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y en hallándola, se la pone sobre sus hombros muy gustoso, y llegando a casa, convoca a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Regocijaos conmigo, porque he hallado la oveja mía, que se me había perdido. De este modo os digo, que habrá en el cielo mayor júbilo por un pecador que se arrepintiese, que por noventa y [525] nueve justos que no tienen necesidad de penitencia. O ¿qué mujer, teniendo diez dracmas, si pierde una, no enciende la luz y barre bien la casa, y lo registra todo, hasta dar con ella? Y en hallándola, convoca a sus amigas y vecinas, diciendo: Alegraos conmigo, que ya he hallado la dracma que había perdido. Tal será el gozo que habrá entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia 867».

Los Fariseos, verdaderos puritanos del Judaísmo, afectaban huir del contacto de los publicanos, estos agentes del fisco de Roma, a quienes ponían los deberes de su religión en relaciones diarias con los Gentiles. Bajo el pretexto de un respeto escrupuloso por las menores observancias relativas a las impurezas legales, se ocultaba en realidad un cálculo de ambición política, fácil de discernir. La dominación extranjera ajaba profundamente el instinto nacional. Los Fariseos se aseguraban, pues, el favor de la propiedad, rehusando comunicar con los agentes de un poder odioso. Por otra parte, coloreando su falta de comunicación con un motivo religioso, desarmaban a los gobiernos romanos. Sabido es, en efecto, que el principio de la dominación universal, aplicado por la Roma antigua, dejaba entera libertad a los vencidos para conservar su religión, sus leyes y hasta su administración interior. Esta ancha política tan opuesta al sistema estrecho o limitado de los conquistadores modernos, fue precisamente la que hizo posible, en dilatados siglos, la concentración del mundo bajo una sola mano. Como quiera que sea, los Fariseos podían, sin ser inquietados por los gobiernos romanos, negarse a dar la mano a un agente del fisco, y excluirle de su mesa. Con tal que se pagara el impuesto, se mostraba Roma tolerante. Pero cuando trataba Jesús públicamente con una caridad divina a estos excomulgados del rigorismo farisaico; cuando se veía rodeado de pecadores, es decir, de una multitud de gentes que no se cuidaban absolutamente de las abluciones de la muñeca o de la mano, ni de otras tradiciones impuestas por los Doctores y los Escribas, debían redoblarse contra él los murmullos y el odio de los ambiciosos sectarios. El Verbo encarnado que descendió a la tierra en busca de las ovejas descarriadas de la humanidad, nos dice el precio de una alma. Él mismo se representa bajo la figura del Buen Pastor, que [526] carga en sus hombros la oveja perdida o descarriada para volverla al redil. Como si no bastara aun esta conmovedora imagen para pintar la sed de almas de que se halla devorado, emplea otra alegoría no menos significativa. Una pobre judía tenía diez dracmas, fruto del trabajo de toda la familia. Tal vez había destinado esta suma a pagar el tributo anual. Mas se le pierde una moneda ¿cómo satisfacer las exigencias del fisco? ¡Mañana será invadida su humilde casa por los soldados! La mujer consternada barre todos los rincones de su morada, hasta que vuelve a encontrar la dracma perdida, causándole este hallazgo un regocijo igual a su ansiedad anterior. Pues bien; el alma extraviada representa el precio de los trabajos, de los padecimientos y de la muerte del Hombre-Dios. «¡Así, os digo, que será el gozo de los ángeles del cielo por un pecador que haga penitencia!»

11. Jesús añadió también. Un hombre tenía dos hijos, de los cuales el más mozo dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que debe tocarme; y el padre repartió entre los dos la hacienda. Y pocos días después, habiendo reunido el hijo más joven todo cuanto poseía, partió para un país extranjero y remoto, y allí disipó toda su hacienda, viviendo disolutamente. Y después que lo consumió todo, sobrevino una gran hambre en aquel país, y comenzó a padecer necesidad. De resultas, púsose a servir a un morador de aquella tierra, el cual le envió a su granja a guardar puercos. Allí deseaba llenar su estómago de las garrobas 868 que [527] comían los puercos, y nadie se las daba. Y volviendo en sí y recapacitando en su interior, dijo: ¿Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí pereciendo de hambre? Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Con esta resolución se puso en camino para la casa de su padre. Estando todavía lejos, avistole su padre, y enterneciéronsele las entrañas, y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello, y le dio mil besos. Y díjole el hijo: Padre, yo he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Mas el padre, por respuesta, dijo a sus criados: Presto, traed aquí el vestido de honor que llevaba en otro tiempo, y revestídsele. Ponedle un anillo en el dedo y calzadle las sandalias. Id a la dehesa y traed un ternero cebado, matadle y comamos y celebremos un banquete; pues que éste mi hijo estaba muerto y ha resucitado; habíase perdido y ha sido hallado. Y con eso dieron principio al banquete. Hallábase a la sazón el hijo mayor en el campo, y a la vuelta, estando ya cerca de su casa, oyó el concierto de música y el baile, y llamó a uno de los criados, y preguntole qué venía a ser aquello; el cual le respondió: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado, por haberlo recobrado en buena salud y regocijarse de su feliz regreso. Al oír esto el hijo mayor, indignose, y no quería entrar. Salió, pues, su padre afuera, y empezó a instarle con ruegos; pero él le replicó, diciendo: Es bueno que tantos años ha que te sirvo, sin haberte desobedecido en cosa alguna que me hayas mandado, y nunca me has dado un cabrito para merendar con mis amigos; y ¿ahora que ha venido este hijo tuyo, el cual ha consumido su hacienda en la disolución, luego has hecho matar para él un becerro cebado? -Hijo mío, respondió el padre, tú siempre estás conmigo, y todos los bienes míos son tuyos; mas era muy justo tener un banquete y regocijarnos, por cuanto éste tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido encontrado 869». [528]

12. Esta vez se revela la misericordia de Dios a favor del alma pecadora, bajo los rasgos del amor paternal. Los hijos mayores del judaísmo, los orgullosos Fariseos se indignan de ver a los publicanos y prevaricadores llegar a ser objeto de las complacencias de Jesús. Rehúsan, como el hermano mayor de la parábola seguir al Verbo encarnado, y entrar con él en la casa del festín, abierta al Hijo Pródigo. ¡Qué lenguaje el del Salvador! El Dios del Sinaí, cuya palabra temían oír los hijos de Israel y contemplar su majestad, es un Padre que sufre, sin quejarse, la ingratitud y el abandono de sus hijos. Les ve alejarse de su ternura, abandonar el hogar donde los reanimaba en su corazón, la mesa en que les alimentaba con su pan. No profiere su boca una amenaza: parte con ellos los tesoros de sabiduría, de verdad y de ciencia divina, que estos insensatos, ricos con sus dones, y que no poseen otros tesoros que los que reciben de su munificencia, van a disipar en las regiones extranjeras del vicio y de la mentira. El Padre los ve, padece y calla. Sin embargo, reina una hambre eterna en estas desoladas regiones en que consumen estos pródigos en locos excesos las riquezas de la inteligencia y del corazón. Semejantes a aquellos animales inmundos, cuyas manadas cubrían las colinas de los Gerasenos 870, y que eran cebados con los algarrobos de las orillas del lago de Tiberiades, para los mercados de la Fenicia y del alto Oriente, son insaciables sus pasiones, abriendo en las almas abismos de voracidad sin fondo. Un día, disputando los hambrientos pródigos su pasto a los puercos, pensaron en los goces sin mezcla alguna del hogar paterno, en las delicias del banquete divino. No les resta de su antiguo esplendor, de su felicidad perdida, más que un amargo recuerdo. La túnica de inocencia ha quedado a girones en las espinas del camino. El anillo de la santa y noble alianza con el cielo, ha desaparecido hace largo tiempo. Sus pies destrozados, ensangrentados en todas las piedras del camino, ya no son protegidos por el calzado que preparaba la ternura maternal por sí misma. La desnudez del pródigo, tal como lo pinta la Parábola, era en la época evangélica, cual la de los esclavos. El esclavo no llevaba sandalias, sino que andaba con los pies desnudos. La túnica flotante, «este primer vestido» de que habla el Evangelio, se hallaba reservada exclusivamente para los hombres [529] libres. El esclavo llevaba una túnica estrecha y corta, ajustada a la cintura con un ceñidor. Finalmente, el anillo era señal distintiva de nobleza. Sabido es que todos los caballeros romanos lo llevaban entonces; pero su uso se remontaba en Palestina, hasta la época patriarcal. Cada uno de estos pormenores, en perfecta armonía con las costumbres del tiempo, encierra un simbolismo divino. Sin embargo, el esclavo de las pasiones, el pródigo hambriento, vuelve en sí mismo. Levántase en su miseria y desnudez; vuelve a emprender el camino de la patria; y quiere arrojarse a las rodillas de su padre, y decirle llorando: ¡He pecado! Conforme se acerca, se dividen su alma el pensamiento de su ingratitud, la confusión y el temor. ¿Tendrá valor para volver a este padre, a este juez tan cruelmente ofendido? El Padre lo ha previsto. El padre es quien corre a encontrar a este hijo ingrato, quien le estrecha contra su corazón, le presenta a los criados fieles, le hace volver la túnica de honor, y el anillo de la alianza, y el calzado de los hombres libres. El Padre es quien manda el banquete de los regocijos celestiales, donde el pecador arrepentido come el pan de vida, y bebe la sangre de la redención. Misterio inefable de las ternuras de Dios para el hombre, que excederá por siempre a la medida de todas nuestras iniquidades y de todas nuestras ingratitudes. El amor divino, que descendió del cielo a la tierra, y que vuelve a ascender de la tierra al cielo, he aquí todo el Evangelio.

13. «Decía también Jesús sus discípulos. Había un hombre rico que tenía un mayordomo; y este fue acusado delante de él, de que le había disipado sus bienes. Llamole, pues, y díjole: ¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no quiero que en adelante cuides de mi hacienda. Entonces el mayordomo dijo entre sí: ¿Qué haré, pues mi amo me quita la administración de sus bienes? Yo no soy bueno para cavar; y mendigar, me cuesta vergüenza. Pero ya sé lo que he de hacer, para que, cuando sea removido de mi mayordomía, halle yo personas que me reciban en su casa. Llamando, pues, a los deudores de su amo, uno a uno, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? -Respondió: Cien baths o barriles de aceite 871. Díjole el mayordomo. [530] Toma tu obligación, sientate, y haz al instante otra de cincuenta. -Dijo después a otro: ¿Y tú cuánto debes? Respondió. Cien coros 872 o cargas de trigo. Díjole: Toma tu obligación y escribe otra de ochenta. Y habiéndolo sabido el amo, alabó a este mayordomo infiel (no por su infidelidad) sino porque hubiese sabido portarse sagazmente, porque los hijos de este siglo (o amadores del mundo) son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz. Así, os digo yo a vosotros: Granjeaos amigos con el Mammon 873 de la iniquidad (o con las riquezas injustas, manantial de iniquidad, para que cuando falleciereis, seáis recibidos en las moradas eternas 874».

14. «Algunas veces, dicen nuestros racionalistas, Jesucristo, más versado en las cosas del cielo que en las de la tierra, enseñaba una economía política sumamente singular. En una extraña parábola, es elogiado un mayordomo por hacerse amigos entre los pobres, a costa de su amo, para que los pobres le introduzcan a su vez en el reino del cielo. Debiendo ser, en efecto, los pobres, los dispensadores de este reino, no recibirán en él más que a los que a ellos les hayan dado limosna. Así, pues, un hombre previsor y que piense en el porvenir, debe tratar de ganárselos 875». Lo único «extraño [531] y singular» que hay en esto, es el yerro voluntario de nuestros literatos. ¿Cómo se atreven a transformar en un plan de economía política, que enseñase ex profeso el Salvador, ofreciéndolo como tipo de moralidad cristiana, la conducta de este mayordomo, cuya acción culpable tiene cuidado Jesús de censurar tres veces? Es un mayordomo «infiel» que «ha disipado los bienes confiados a su custodia». Es un «hijo del siglo», es decir, según la fuerza de esta locución enteramente hebraica, un hombre de iniquidad, de desórdenes y rapiñas, cuya activa pero odiosa sagacidad, se pone en contraposición con la sencillez de los «hijos de la luz». El amo no aprueba, el injusto procedimiento de este prevaricador, sino que reconoce únicamente su sutil astucia. El sentido de la parábola es, pues, éste: Todos nosotros somos los mayordomos y administradores de los bienes que Dios nos ha confiado. Talentos, poderes, riquezas, todo aquello de que disponen los hombres en este mundo, no es más que una granja arrendada, cuyo propietario pleno es Dios. ¡Cuántos administradores infieles hay en este mundo! ¡Cuán grande es el número de los que disipan los tesoros de inteligencia, de actividad, de virtud, de riquezas propiamente dichas, confiadas a sus manos! ¿El capital social, dado por Dios, no se trasformará con una proporción espantosa, en un Mammon de iniquidad? Y no obstante, acércase la hora en que diga a cada uno de estos depositarios infieles el juez supremo, el propietario, divino: «¡Dad cuenta de vuestra administración!» Y ¿hay uno solo de los administradores de Dios que haya pensado en aplicar, en beneficio de su alma, los cálculos personales del administrador prevaricador del Evangelio, esta industria culpable que roba al amo en beneficio del administrador? Todos «los hijos del siglo», absortos en un cargo, cuya responsabilidad ignoran, preocupados únicamente de gozar sin cuidado alguno de la cuenta que hay que dar, dejan llegar la última hora, la de la eternidad, que les sorprende en medio de su carrera; y el capital gastado ignominiosamente en la tierra, se pierde a un tiempo mismo, para los intereses de este mundo y para los del cielo. He aquí el plan de economía divina que expone Jesucristo a sus discípulos. La «política» de aquí bajo o del mundo, sólo sirve en él como término de comparación. La culpable habilidad de los «hijos del siglo» sirve de estímulo a la indolencia de los «hijos de la luz». El Salvador toma su alegoría en un orden de [532] hechos que la civilización mista de la Judea había hecho familiares a todos sus oyentes. La infidelidad de los agentes, que empleaban entonces los grandes propietarios romanos para la administración de sus dominios, era proverbial. El procedimiento del administrador infiel, que se hace despedir de una casa para ser recibido a título de reconocimiento en otra, era público y notorio en aquel tiempo. No hubo, pues, «singularidad ni extrañeza». de parte del divino Maestro, en tomar de aquí esta admirable parábola que revela un conocimiento tan profundo de las «cosas de la tierra», así como «de las cosas del cielo». Y para marcar aun mejor la culpabilidad de las malversaciones del ecónomo de que habla Jesús, añade: «Quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho; y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho. Si no habéis sido pues fieles, respecto del Mammon de la iniquidad (o en las falsas o injustas riquezas), ¿quién os fiará las verdaderas? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién pondrá en vuestras manos lo propio vuestro?» La humanidad en su condición presente, es una joven menor de edad bajo la tutela de Dios. La palabra de Jesús dilata los horizontes de la vida futura, y nos revela en el porvenir responsabilidades de honor y de gloria, proporcionadas a la rigurosa fidelidad que hayamos tenido en este mundo. «Hay en la casa de mi Padre, dice en otras partes, muchas habitaciones 876». Un día comprenderemos todo el sentido de esta revelación, cuyos términos exceden a los alcances de nuestra mortalidad. Entre los millares de globos luminosos que sigue la mirada de la ciencia en los espacios del éter, hay tal vez una escala jerárquica, cada uno de cuyos peldaños está ocupado por inteligencias bienaventuradas. Circunscrito en los estrechos límites de la materia el espíritu del hombre, no hace más que deletrear el libro de los mundos. El Verbo encarnado nos enseña, que las pruebas de esta vida son el aprendizaje de las grandes responsabilidades de la vida inmortal. Esto es todo lo que podía soportar nuestra limitada inteligencia; porque el peso infinito de gloria que nos espera en los cielos, aplanaría en este momento nuestra debilidad. Ahora nos basta practicar este otro precepto del Salvador: «Nadie puede servir a dos amos, porque o aborrecerá al uno o amará al otro: o se aficionará al primero y no hará caso del segundo: no podéis [533] servir al mismo tiempo a Dios y a Mammon (o a las riquezas 877)».

15. Así se substituía también el desprendimiento evangélico a la vida material y a los goces de este mundo, de que se habían hecho los Fariseos una especie de Paraíso terrenal, a la sombra de la ley mosaica, interpretada por un sensualismo grosero. «Eran avarientos», continúa el Evangelio, y al oír estas palabras se burlaron de Jesús. Entonces él les dijo: «Vosotros afectáis ser Justos delante de los hombres, pero Dios conoce el fondo de vuestros corazones; porque sucede a menudo que lo que parece sublime a los ojos humanos, es abominable a los de Dios. La ley y los Profetas han subsistido hasta Juan Bautista; desde entonces acá ya el reino de Dios es anunciado claramente; y todos se hacen fuerza (o mortifican sus pasiones) para entrar en él. Más fácil es que el cielo y la tierra perezcan (o acaben), que el que deje de cumplirse un sólo ápice de la Ley 878». Imposible es imaginar una afirmación más clara y más exacta del carácter sobrenatural y divino del Evangelio. La ley mosaica fue su preparación en la serie de las edades; los Profetas anunciaban su advenimiento; Juan Bautista era su precursor. La flor del Antiguo Testamento es el Mesías, el Cristo, que da su perfección a la Ley, su cumplimiento a las profecías, su realización a las esperanzas del mundo. No se equivocan los Fariseos sobre las trascendencia de esta doctrina, y aceptan claramente todas las consecuencias que van a deducirse de ella. Jesucristo se erige en legislador soberano, y proclama su derecho imprescriptible de completar la ley Mosaica y de trasformarla en un código universal, que será la regla de todas las generaciones humanas. Para consignarlo mejor, y tal vez con la esperanza de suscitar la indignación popular contra el Salvador, le proponen una cuestión que dividía durante cuarenta años sus escuelas, y a la cual daba el reciente divorcio de Herodes Antipas una peligrosa actualidad. Los discípulos de Schammai pretendían que la autorización del divorcio, concedida por Moisés, debía limitarse exclusivamente al caso de adulterio. Los discípulos de Hillel daban a esta facultad una extensión general y absoluta. La controversia versaba sobre este texto del Deuteronomio: «Si un hombre tomare una mujer, y después de haber cohabitado con ella, viniere a ser mal vista de él por algún [534] vicio notable o falta grave, hará una escritura de repudio y la pondrá en manos de la mujer, y la despedirá de su casa 879». La Ley no definía la gravedad del vicio o falta alegada; las dos escuelas interpretaban a su fantasía la cláusula restrictiva, y permanecía siendo imposible la solución del problema. Parecía, pues, perfectamente inspirado el odio de los Fariseos al elegir una cuestión de esta naturaleza. Jesucristo anunciaba su poder de legislador supremo, debiendo en su consecuencia resolver todas las dificultades legales; pero si se pronunciaba en favor de la doctrina rigorista de Schammai, incurría en todas las cóleras oficiales de los partidarios de Herodes Antipas, y perdía, a los ojos de la multitud, el prestigio que le granjeaban su misericordia y su indulgencia, tan elogiadas. Si por el contrario, adoptaba los principios relajados de Hillel, era un corruptor de la moral pública, un ambicioso vulgar, que acariciaba los instintos degradados y perversos del corazón humano, y sacrificaba la verdad, la justicia y la ley a su deseo de popularidad.

16. «Llegáronse, pues, a él los Fariseos para tentarle, y le dijeron: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquiera causa? Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Qué os mandó Moisés sobre esto? Ellos dijeron: Moisés permitió repudiarla, precediendo escritura legal del repudio 880. -Jesús replicó: ¿No habéis leído que aquel que al principio crió al linaje humano, crió un solo hombre y una sola mujer, y que dijo: ¿Dejará el hombre a su padre y a su madre, y unirse ha con su mujer, y serán dos en una sola carne? Así, que ya no son dos, sino una sola carne 881. Lo que Dios, pues, ha unido, no lo desuna el hombre. -Pero ¿por qué, replicaron ellos, nos autorizó Moisés para dar a la mujer libelo de repudio y despedirla? Respondió Jesús: A causa de la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero no fue así desde el principio. Así, pues, os declaro, que cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio 882 y comételo también, [535] el que se casa con la repudiada por su marido. -Y cuando hubo entrado en casa, volvieron a preguntarle sus discípulos sobre esto mismo. Y él les inculcó: Cualquiera que despidiera a su Mujer y se casare con otra, comete adulterio contra la primera, y si la mujer se aparta de su marido y se casa con otro, es adúltera. Los discípulos le dijeron entonces: Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no le tiene cuenta el casarse. -Jesús les respondió: No todos son capaces de esta resolución sino aquellos a quienes ha sido dado de lo alto. Porque hay eunucos que nacieron tales del vientre de sus madres; hay eunucos que llegaron a serlo [536] por obra de los hombres, y otros lo son por su propio acto por amor del reino de los cielos. Entiéndalo el que pueda 883».

17. La respuesta al capcioso interrogatorio de los Fariseos burla todas sus esperanzas y sirve de tema al divino Maestro para establecer las sociedades cristianas en las dos bases del matrimonio indisoluble, al cual es llamado el mayor número, y el celibato religioso, patrimonio de las almas escogidas, a quienes es concedida por los cielos esta vocación. ¡Cosa extraña! Los filósofos, los sabios, los grandes legisladores necesitan meditaciones solitarias recogimiento, estudio y silencio para elaborar sus doctrinas, sus teorías o sus constituciones. El genio humano se preocupa ante todo, de reunir sus ideas y de coordinarlas en una serie lógica, de exponerlas con método, como los anillos estrechamente soldados de una cadena continua. Interrúmpase el trabajo, cámbiese el curso del pensamiento, córtese el hilo delicado que une los detalles al conjunto, y se destruirá toda la obra. Jesús procede de distinto modo, y esto es, si se quiere reflexionar un instante, una prueba palpable de su divinidad. De sus labios brotan las más sublimes instituciones, como al acaso, de la conversación o de la controversia. Los principios en que descansa todo el orden moral, se manifiestan y brillan como por accidente, sin que el Maestro parezca provocar la ocasión de ponerlos en evidencia. Esto consiste en que los hombres sólo tienen chispas de verdad que reúnen y cobijan con esfuerzo, mientras que Jesús es el foco de toda la verdad; los hombres tienen reflejos de luz, y Jesús es la luz misma que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. ¡La indisolubilidad absoluta del lazo conyugal! ¿Quién pensaba en ella en la época en que vino Nuestro Señor a decretarla con su autoridad suprema? Ignorábala el judaísmo; Roma, largo tiempo avezada a la servidumbre, se hubiera sublevado contra el César que se hubiese atrevido a dar semejante ley. Pero los Césares no pensaban casi en esto. El asombro, próximo a la indignación, que los mismos discípulos no pueden menos de manifestar, nos da la exacta medida de lo que era entonces el mundo. Su lenguaje ha tenido repetidos ecos al través de los siglos. Todas las pasiones han protestado como ellos, y no obstante, hállase hoy la indisolubilidad del lazo conyugal, admitida en derecho, [537] sino respetada en hecho por todas las naciones civilizadas. Esto consiste en que no se ha establecido el matrimonio únicamente para el individuo, sino principalmente para la especie, para la conservación física y moral del género humano. El matrimonio de uno solo con una sola, ha emancipado a la mujer de la esclavitud, a que la condenaban y condenan aún los ignominiosos caprichos de las naciones paganas. Ha constituido y mantiene la familia, el derecho de la infancia, el respeto filial, el honor de la sucesión y del hogar. El sensualismo idólatra desconocía todas estas cosas. El deleite brutal era para él la única ley de la vida. ¿Hubiera creído posible Tiberio, al resplandor de las lámparas perfumadas que iluminaban sus orgías nocturnas en la isla de Caprea, la próxima explosión de una doctrina que había de hacer brotar millares de hombres castos, de vírgenes inmaculadas y de esposos fieles? Este milagro del mundo moral se halla por todas partes hoy a nuestra vista. ¿Quién lo ha verificado?

18. «En esta sazón, continúa el Evangelio, presentaron a Jesús unos niños para que pusiera sobre ellos las manos y orase. Los discípulos creyendo que le importunaban, les reñían. Mas Jesús reprobó su conducta, diciendo: Dejad en paz a los niños y no les estorbéis venir a mí; porque de los que se asemejen a ellos es el reino de los cielos. En verdad os digo, que quien no recibiere el Evangelio del reino de Dios como un niño, no entrará en él. -Y habiendo abrazado a estos niños, les impuso las manos y los bendijo 884». ¿No acababa de crear, en efecto, por la fecundidad de su palabra divina, una doble paternidad, en el orden de la naturaleza y en el orden de la gracia, para estos niños hasta entonces tan desamparados? ¡Cuántas veces al encontrar en medio de nuestras sociedades tan profundamente turbadas por el egoísmo de la sensualidad, las humildes vírgenes de Jesucristo, que se constituyen en madres de los que no tienen madres; las modestas maestras de la infancia, que se hacen los padres de toda una generación de almas jóvenes; cuántas veces no hemos repetido la palabra del divino Maestro: «Dejad venir a mí los niños!» ¡Qué prodigio permanente de sacrificios sin gloria, de trabajos oscuros, de adhesiones desconocidas, verificadas por la influencia del consejo evangélico de la [538] virginidad cristiana! Nuestra civilización, de que se muestran tan envanecidos nuestros literatos, vive, a despecho del racionalismo, de los beneficios del Evangelio, del pan que le distribuye cada día el Salvador. Si cerrase Jesús su mano para tantos ingratos que le maldicen, se moriría el mundo de hambre.

19 «Jesús continuó su camino, dice el Evangelio, y he aquí que acercándosele un hombre joven, le dijo: Maestro bueno, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna? Y Jesús le respondió: ¿Por qué me llamas bueno? Dios sólo es el bueno. Por lo demás, si quieres entrar en la vida eterna, guarda sus mandamientos. Díjole él: ¿Qué mandamientos? -Respondió Jesús: No matarás: No cometerás adulterio: No hurtarás: No levantarás falso testimonio: Honra a tu padre y a tu madre; y ama a tu prójimo como a ti mismo. -Señor, replicó el joven: todos esos los he guardado desde mí mocedad: ¿qué más me falta? -Al oír Jesús estas palabras, mirole de hito en hito, y mostrando quedar prendado de él, le dijo: Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo: ven después y sígueme. Habiendo oído el joven estas palabras, se retiró entristecido, y era que tenía muchas posesiones. Jesús, viéndole tan afligido, se volvió hacia sus discípulos, y les dijo: En verdad os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. -Los discípulos enmudecidos de admiración no respondieron, y Jesús añadió: ¡Ay! hijitos míos, ¡cuán difícil cosa es, que los que ponen su confianza en las riquezas, entren en el reino de Dios! -Más fácil es pasar un cable por el ojo de una aguja, que el entrar un rico semejante en el reino de Dios. -Oyendo esto los discípulos, decían llenos de admiración: ¿Pues quién podrá salvarse? Pero Jesús, fijando en ellos la vista, les dijo: A los hombres es esto imposible, mas no a Dios; pues para Dios todas las cosas son posibles. Aquí Pedro, tomando la palabra, le dijo: Por lo que hace a nosotros bien ves que hemos renunciado todas las cosas por seguirte; ¿Cuál será, pues, nuestra recompensa? -Jesús le respondió: En verdad os digo, que vosotros que me habéis seguido, en el día de la regeneración (o resurrección universal), cuando el Hijo del hombre se siente en el solio de su majestad, vosotros también os sentaréis sobre doce sillas, y juzgaréis a las doce tribus de Israel. Y cualquiera que habrá dejado casa o hermanos o hermanas, o padre o esposa, [539] hijos o heredades por causa de mi nombre, recibirá cien veces más por equivalente de casas y hermanos y hermanas, de madres, de hijos y heredades, y en el siglo venidero la vida eterna».

20. He aquí en boca del divino Maestro, el complemento de la institución de los tres votos de castidad, de pobreza y de obediencia que coronan el edificio de la perfección evangélica, y forman la cúpula de las sociedades cristianas. No puede desconocerse el carácter esencialmente libre, voluntario, y especialmente privilegiado de estas tres instituciones que han cambiado la faz del mundo. El celibato eclesiástico y religioso, armado de su adhesión, fuerte con sus propios sacrificios, aparece en el Evangelio, rodeado de una aureola luminosa. «Hay quienes renuncian al matrimonio, dice Jesús, por el reino de los cielos». Los Apóstoles lo habían hecho ya, puesto que replica en su nombre Pedro, el jefe del colegio apostólico: «Nosotros lo hemos dejado todo por seguirte». Y el divino Maestro, en la enumeración detallada de cada una de las renuncias verificadas por su gloria, menciona formalmente ésta: «Quien quiera que abandone su mujer, por el Evangelio y por mí. «He aquí, pues, el celibato, este voto sublime de castidad, instituido divinamente por el Salvador. No temáis que se destruya por este principio la economía del mundo, o que se vea amenazado el género humano de verse despoblado». No todos comprenden esta palabra, dice Jesús, sino solamente aquellos a quienes se ha concedido de lo alto este privilegio». ¿Qué no se ha intentado en nombre de las pasiones rebeladas, de codicias ignominiosas contra semejante institución? Y sin embargo, se halla en pie: y subsiste a despecho de todos los odios exteriores, y lo que es indudablemente más milagroso, domina, radiante, las debilidades y la corrupción nativas de los hombres que la perpetúan. Hase trasmitido hasta nosotros la antorcha divina de la virginidad cristiana, y atravesará los siglos, luz angélica, llevada siempre en vasos de arcilla, y triunfando siempre de las debilidades de la carne y de las luchas contra la naturaleza y el mundo. ¡Expliquemos el racionalismo cómo no ha costado a Jesucristo más que una sola palabra esta inmensa revolución moral, cuya perseverancia es un hecho constante y visible! Todo efecto debe ser proporcionado a su causa; y es manifiesto que aquí excede el [540] efecto a todo el poder humano. Y no obstante, lo ha producido una sola palabra; por tanto, esta palabra no era la de un hombre. Pero el racionalismo se ha creado para su uso una interpretación del Evangelio, tan fuera del mismo Evangelio, que debemos insistir sobre cada palabra del texto sagrado, para restablecer su verdadero sentido. Por ejemplo, han escrito nuestros literatos, en estos últimos tiempos, la siguiente afirmación: «La doctrina de Jesús fue el puro ebionismo, es decir, la doctrina de que sólo se salvarán los pobres (ebionim). Se entrevé sin dificultad que no podía ser duradero este gusto exagerado de pobreza, siendo uno de esos elementos de utopía, que siempre se mezclan en las grandes fundaciones, y que juzga el tiempo. Transportado al vasto centro de la sociedad humana, debía un día consentir muy fácilmente el cristianismo en poseer a los ricos en su seno 885». Tal es la nueva exégesis. Había, pues, ricos que seguían al Salvador en el curso de sus predicaciones. María Magdalena era rica. Lázaro, el amigo a quien resucitará en breve Jesús, era rico. Juana, mujer de Chusa, mayordomo de Herodes Antipas, era rica; Josef de Arimatea era rico. Y ¿mandó acaso el divino Maestro a Lázaro que vendiera la casa de Bethania y distribuyese su precio entre los pobres? ¿Mandó a Josef de Arimatea que enajenase el sepulcro de sus padres en la falda de la colina del Gólgota, en que debía recibir una hospitalidad de tres días el cuerpo del Hombre-Dios? ¿Mandó a la Magdalena que vendiera los perfumes que derramó a los pies del Verbo encarnado, para distribuirlos a los pobres? ¿Ordenó a las santas mujeres que subvenían sus propias necesidades, y que compraron cien libras de aromas preciosos para su sepultura, que vendieran sus bienes y que se desprendieran de sus tesoros? ¿Cuál era, pues, la verdadera doctrina del Salvador, respecto de la riqueza? Hela aquí: Un joven israelita que pertenecía a una familia principal, princeps, que poseía cuantiosos bienes, se llegó a él y se postró a sus pies, llamándole: ¡Bien Maestro!» Dobló la rodilla: así nos lo dice el Evangelio; de manera que el protestantismo sería tentado de acusar a este joven de idolatría. «¿Qué debo hacer para obtener la vida eterna?» pregunta el adolescente. -«Guarda los mandamientos», responde el Salvador; y enumera todos los artículos del Decálogo. He aquí, [541] pues, lo que debe hacerse para obtener la vida eterna. Pero el joven se cree llamado a una vocación más elevada. Aspira a la perfección. «Ya he hecho todo eso desde mi adolescencia, dice el Joven ¿qué más me falta? -Si quieres ser perfecto, replica Jesús, vende todos tus bienes, da su precio a los pobres, y ven entonces y sígueme». No se considera ya, pues, aquí como bastando rigurosamente la vida común, en que se observa simplemente la ley, para obtener la vida eterna. Exprésase claramente la distinción: «Si quieres ser perfecto», sólo te falta una cosa, el voto de pobreza y de obediencia absoluta, «anda y vende todos tus bienes; y ven entonces y sígueme». Admírase el racionalismo al ver salir de cada palabra del Evangelio una teología ya formada. Jamás presentan los libros escritos por los hombres esta rigurosa aplicación de la fórmula a la práctica, reinando en ellos cierta elasticidad entre la teoría y la acción, porque la palabra humana es una palabra incierta que no tiene eficacia en sí, y que necesita resucitar en cada inteligencia y trasformarse de cierto modo por la asimilación individual. La palabra del Verbo no experimenta estos desmayos ni esta debilidad de origen. El día en que anunciaba Jesucristo al mundo la maravilla de la virginidad voluntaria, de la pobreza perfecta y de la obediencia absoluta, pasaban estas tres ideas al estado de fuerzas sociales, y se hacían vivas, activas y fecundas. Abrazábanlas los Apóstoles como la ley de suprema perfección, y después de mil ochocientos años de revoluciones, de trastornos políticos, de vicisitudes de todo género, se hallan estas instituciones tan vigorosas como en el primer día. ¿Si no es Dios Jesucristo, dígasenos cómo pudo tener su palabra esta potestad creadora? «Las obras, como repetía él mismo, dan testimonio del operario.

21. «Entonces, continúa el Evangelio, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, juntamente con su madre, se acercaron a Jesús. Su madre se postró a sus pies adorándole. Entre tanto, sus hijos dijeron al Señor: Maestro, quisiéramos que nos concedieses todo cuanto te pidamos. ¿Qué deseáis que os conceda? dijo Jesús. -Y su madre respondió: Dispón que estos dos los míos tengan su asiento en tu reino; el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. -Mas Jesús les dio por respuesta: No sabéis lo que os pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo de beber, o ser bautizados con mi bautismo? -Dijéronle ellos: Sí podemos. -En efecto, replicó Jesús, beberéis mi [542] cáliz, y seréis bautizados con mi bautismo; pero el asiento a mi diestra o a mi siniestra no me toca concederlo a vosotros, sino que será para aquellos a quienes lo ha destinado mi Padre. -Y oyendo esto los otros diez Apóstoles, se indignaron contra los dos hermanos. -Mas Jesús los llamó a sí, y les dijo: No ignoráis que los príncipes de las naciones avasallan a sus pueblos, y que sus magnates los dominan con imperio. No ha de ser así entre vosotros; sino que quien aspirase a ser mayor entre vosotros, debe ser vuestro criado; y el que quiera ser entre vosotros el primero, ha de ser vuestro siervo; al modo que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida para la redención de muchos 886.

El programa de la autoridad cristiana en este mundo y de la vida eterna en el otro, se encierra enteramente en esta página del Evangelio. El primer lugar en el cielo y en la tierra, en el reino de Jesucristo, no se dará a la carne ni a la sangre. Los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, eran primos hermanos del Salvador. Su madre Salomé, era cuñada de la Santísima Virgen, por lo que, se comprende hasta cierto punto, la ambición materna que determina a la esposa de Zebedeo a dar este paso. ¿Cuántas solicitaciones de esta naturaleza se encuentran en la historia de la Iglesia? ¿No comprenderán, en fin, los hombres la respuesta de Jesucristo: «El primer sitio pertenece a aquellos a quienes lo ha destinado mi Padre?» Ciertamente, tenía el divino Maestro un amor predilecto a San Juan, cuyo fundamento era más elevado que el de una relación de parentesco humano. El discípulo virgen, a quien fue dada por madre la Virgen María, el Águila del colegio apostólico, cuya mirada penetró en las profundidades de la Santísima Trinidad, podía con justo título enorgullecer a su madre. Sin embargo, se indignan los Apóstoles de una petición en que tenía tanta parte la personalidad. El Espíritu Santo que dirige la Iglesia, no permite a la carne y a la sangre, a la ambición y a la vanidad, introducirse subrepticiamente en la sagrada jerarquía. ¡Desdichados los que entrasen [543] por esta puerta! ¡Desgraciado el rebaño que cayese en manos de tales mercenarios! Aquellos a quienes llama verdaderamente Jesús, son los que jamás solicitaron este formidable honor. Así, Pedro no había pedido nada, y fue escogido. La vocación divina es independiente del rango, de las influencias o de las riquezas de este mundo. Cuando se manifiesta en favor de un escogido, llena su alma de espanto. Lejos de buscar la responsabilidad del gobierno de las almas, huye de ella; lejos de aspirar a la gloria humana, tiembla ante los juicios de Dios. El sucesor de San Pedro lleva el título de «siervo de los siervos». Porque «el más grande en el reino de Jesucristo es, en realidad, el ministro y el siervo de todos los demás».

22. «Los Fariseos preguntaron entonces a Jesús: ¿Cuándo vendrá el reino de Dios?- Y respondió Jesús: El reino de Dios no ha de venir con muestras de aparato, ni se dirá: Vele aquí o vele allí; porque el reino de Dios (o el Mesías) está ya en medio de vosotros. Tiempo vendrá en que desearéis ver uno de los días del Hijo del hombre, y no le veréis. Entonces os dirán: Vele aquí y vele allí; pero no vayáis tras ellos, ni sigáis estas vanas indicaciones, porque como el relámpago brilla y se deja ver de un cabo del cielo al otro, iluminando la atmósfera, así se dejará ver el Hijo del hombre en el día suyo, (o de su gloria). Pero antes es necesario que sufra una pasión dolorosa, y sea desechado de este pueblo 887. Lo que acaeció en tiempo de Noé, igualmente acaecerá en el día del Hijo del hombre. En los días que precedieron al diluvio, los hombres comían y bebían, casábanse y celebraban bodas, hasta el día en que Noé entró en el arca, y sobrevino entonces el diluvio de improviso y acabó con todos. Como también lo que sucedió en los días de Lot. Se comía y se bebía; se compraba y se vendía; se hacían plantíos y se edificaban casas; mas en el día que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre que los abrasó a todos: lo mismo será en el día en que aparezca el Hijo del hombre. En aquella hora, quien se hallare en el terrado y tuviese también sus muebles dentro de casa, no entre a sacarlos, y el que estuviere en el campo, no vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot. Todo aquel que quisiere salvar su vida (abandonando la fe) la perderá (eternamente); y quien la perdiere [544] (por defenderla), la salvará. Os digo que en aquella noche, dos estarán en un mismo lecho, el uno será tomado (o libertado), y el otro dejado (o abandonado): estarán dos mujeres moliendo grano juntas, y una será libertada y otra abandonada; dos hombres en el mismo campo, el uno será tomado y el otro dejado. Preguntáronle los discípulos: ¿Dónde será esto, señor? Jesús les respondió: Do quiera que esté el cuerpo (o cadáver) allí acudirán las águilas 888».

23. Según la idea de los Fariseos, y conforme a las preocupaciones populares en Judea, el reino de Dios inaugurado por el Mesías, debía ser un quinto imperio, sucediendo a los de los Babilonios, de los Persas, de los Griegos y de los Romanos, teniendo por capital a Jerusalén, a un hijo de David por rey, y al mundo entero por tributario. Cuando los hijos de Zebedeo hacen pedir al Salvador los primeros sitios de su reino, no tenían aún ellos mismos otras ideas que las de sus compatriotas. Santiago y Juan pretendían ser en el nuevo imperio lo que habían sido en Babilonia Daniel, ministro de Nabucodonosor o Mardoqueo, ministro del Asuero 889 de la Escritura. He aquí por qué dirigen al Señor los Fariseos esta pregunta: ¿en qué época vendrá el reino de Dios? «Puesto que Jesús proclamaba en alta voz su título de Mesías, debía saber el momento preciso en que se realizaría la expectación de Israel. Así, pues, ocultaba la pregunta farisaica en su aparente sencillez, una idea hostil preconcebida y un supuesto capcioso. Si era evasiva e indeterminada la respuesta, sería fácil deducir de ella que ignoraba Jesús el término fijado por los decretos providenciales para la liberación del mundo, y que su título de Mesías era una impostura. Al contrario, si asignaba un tiempo limitado, si indicaba una fecha, se encargarían los mismos acontecimientos contemporáneos de darle un solemne mentís. Era entonces tan formidable el poder de Roma, que no podía la previsión humana señalar la caída. La contestación de Jesús echa por tierra todo este aparato de ardides y de odios. «El advenimiento del reino de Dios se verificará sin aparato o brillo exterior. En este momento está el medio de vosotros». Con esta tranquila y solemne declaración, afirmaba claramente Jesús su divinidad; porque, al cabo la única aparición [545] real y efectiva que se hubiera verificado entonces, en medio de la Judea, era la del mismo Jesús. Si, pues, se halla establecido por este solo hecho el reino de Dios a los ojos de los Fariseos, es que el divino Rey prometido a la descendencia de Abraham, de Isaac y de Jacob, no es otro que Jesús. Sin embargo, ¡qué radical diferencia entre el cetro que él revindica y el cetro que quisieran ver en su mano los Judíos! «Es necesario que antes sufra el Hijo del hombre una pasión dolorosa y que sea desechado por esta nación (o generación)». Jamás separa el Salvador la idea de su reino de la de sus ignominias o ultrajes. Hállase en acción el contraste entre el nombre de «Hijo de Dios» y el de «Hijo del hombre» en todo el curso de su ministerio público. «Es preciso que dé el buen Pastor la vida por sus ovejas», y temiendo que haga olvidar su divinidad la perspectiva de sus futuras humillaciones, de sus padecimientos y de su muerte, traslada a sus oyentes al día del juicio final, del último advenimiento en la gloria, cuando fije para siempre la sentencia pronunciada por el Hijo del hombre el destino de las generaciones humanas reunidas, respecto de la vida o de la muerte eternas. El conmovedor espectáculo de este gran juicio, cuya hora es desconocida, y cuya instantaneidad ha de sorprender a los mortales, provoca un sentimiento de curiosidad respecto de los discípulos. «¿Dónde será el teatro de este juicio supremo?» preguntan ellos. Otra pregunta que prueba las preocupaciones de un grosero materialismo. El Divino Maestro responde con un proverbio judío, cuya aplicación, en estas circunstancias, destruye todas las ideas mezquinas y limitadas que se formaban los Hebreos respecto de la resurrección de los muertos. «Donde quiera que haya un cadáver, acudirán las águilas», es decir, donde quiera que haya un culpable, vendrá también el juez supremo, con su séquito de ángeles y de santos.

24. En otro sentido, «el reino de Dios es el reino de su ley. Ahora bien; la ley de Dios debe reinar en cada hombre individualmente, y en la sociedad en general; en cada hombre para reglar su amor y sus actos; en la sociedad, para que, constituida según el orden verdadero, sea lo que Dios quiso, una familia sin hermanos, bajo una dirección paternal; y que, marchando así por los caminos de una justicia de cada vez más perfecta, de una caridad de cada vez más viva, la humanidad llegue a su fin. Con relación al individuo, [546] el reino de Dios no viene, de modo que atraiga las miradas; «hállase dentro de cada uno», puesto que no es más que la sumisión interior a la ley, la pureza del corazón, la rectitud de la voluntad, de donde nacen, por la fidelidad de los deberes, todas estas santas y oscuras virtudes que nadie advierte, y sin las cuales, no obstante, perecería el mundo entregado al mal. Pero, con respecto a la sociedad, debía verificarse el establecimiento del reino de Dios, el reinado del Hijo del hombre, en medio de violentas conmociones, las cuales lo trastornan y destruyen todo a la hora en que menos lo esperaban los hombres. En la víspera compraban y vendían, plantaban y edificaban; y he aquí que súbitamente tiembla la tierra; relampaguea el cielo; cúbrense los caminos de gentes que van huyendo, y por do quiera sólo se ve inundación y fuego, como en tiempo de Lot y de Noé. Jesús anuncia estas cosas a sus discípulos para que no se sorprendan cuando acontezcan. Y ¿qué es lo que les recomienda? Que salgan al punto, que salgan sin llevar nada de la casa que se desploma, del campo que va a ser devastado. Este campo, esta casa es la vieja sociedad condenada a morir, lo que no tiene ya en sí el soplo que anima, lo que debe desaparecer para siempre. No llevéis nada de ella ¿qué haríais de esos restos de lo pasado? ¿Qué uso habíais de hacer de ellos en el nuevo orden de cosas próximas a nacer? ¿Para qué os servirían? ¿Acaso germina en los sepulcros la vida? ¿Acaso se forman los jóvenes seres de trozos de cadáveres? Entrad, sin mirar atrás, en el mundo de los vivos, y dejad a los muertos que sepulten a sus muertos 890».

25. «Velad, pues, y orad, decía el Salvador. Y añadió esta parábola para hacer ver a sus discípulos que conviene orar perseverantemente y no desfallecer nunca. En cierta ciudad había un juez, que ni tenía temor de Dios, ni respeto a hombre alguno. Vivía en la misma ciudad una viuda, la cual solía ir a él diciendo: Hazme justicia de mi contrario. Mas el juez en mucho tiempo no quiso hacérsela. Pero después dijo para consigo: Aunque yo no temo a Dios, ni respeto a hombre alguno, con todo, para que me deje en paz esta viuda, le haré justicia, a fin de que no venga más a abrumarme con sus continuas instancias. -Ved, añadió el Señor, lo que dijo ese juez inicuo; y ¿creéis que Dios dejará de hacer justicia a sus [547] escogidos que claman a él día y noche y que ha de sufrir siempre que se les oprima? Os aseguro que no tardará en hacerles justicia. Mas pensáis que cuando viniere el Hijo del hombre hallará fe sobre la tierra? -Y propuso también esta parábola a ciertos hombres que presumían de justos y que despreciaban a los demás. Dos hombres subieron al Templo a orar, uno fariseo, y publicano o alcabalero el otro. El fariseo puesto en pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! yo te doy gracias de que no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano, pues ayuno dos veces a la semana, y pago los diezmos de todo lo que poseo. -El publicano, al contrario, puesto allá lejos, ni aun los ojos osaba levantar al cielo; sino que se daba golpes de pecho, diciendo: ¡Dios mío, ten misericordia de mí que soy un pecador! -Os declaro, pues, que éste volvió a su casa justificado, mas no el otro; porque todo aquel que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será ensalzado 891». La perseverancia en la oración, en la humildad de corazón, tales son, pues, las dos grandes leyes de la vida cristiana. El abismo de nuestras miserias solicita la infinita misericordia del Dios, que perdona a los humildes y castiga nuestro orgullo rebelado.

26. La parábola siguiente nos da, en cierto modo, la medida de la inconmensurable ternura de Dios, que excede a todas las proporciones relativas de que puede nuestra inteligencia formarse una idea, y que se armoniza con la justicia infinita, a una altura que no puede alcanzar mirada mortal. «El reino de los cielos, dijo Nuestro Señor, es semejante a un padre de familias que a la primer hora del día 892 salió a tomar jornaleros para su viña; y ajustándose con ellos por un denario por día, los envió a su viña. Saliendo después cerca de la hora tercera (o de tercia), se encontró con otros que estaban mano sobre mano en la plaza, y les dijo: Id también vosotros a mi viña y os daré lo que fuere justo. Y ellos fueron. Y habiendo vuelto a salir cerca de la hora de sexta y de la hora de nona, el padre de familias hizo lo mismo. Finalmente, salió cerca [548] de la hora undécima, y les dijo: ¿Cómo os estáis aquí ociosos todo el día? -Porque nadie nos ha tomado a jornal, respondieron. -Y él les dijo: Pues id también vosotros a mi viña. Y habiendo llegado la tarde, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los trabajadores y págales el jornal, empezando desde los postreros, y acabando en los primeros que vinieron. Viniendo, pues, los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron un denario cada uno. Cuando al fin llegaron los primeros, se imaginaron que les darían más; pero no obstante, no recibió cada uno sino un denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familias, diciendo. Estos últimos no han trabajado más que una hora y los has igualado con nosotros que hemos soportado el peso del día y del calor. Mas él por respuesta, dijo a uno de ellos: Amigo, yo no te hago agravio; ¿no te ajustaste conmigo en un denario? Toma, pues, lo que es tuyo y vete; yo quiero dar a éste, aunque sea el último, tanto como a ti. ¿Acaso no puedo yo hacer de lo mío lo que quiera? O ¿ha de ser tu ojo malo 893, porque yo soy bueno? -Así, los primeros serán los últimos, y los últimos, los primeros; porque son muchos los llamados, mas pocos los escogidos 894».

27. Esta parábola encarna en el hecho y dibuja con admirable claridad los hábitos sociales de los Judíos. Como en tiempo del anciano Tobías, se situaban en la plaza pública o en la puerta de la ciudad los jornaleros sin trabajo, los servidores disponibles, ofreciendo sus brazos a quien los necesitaba, y esperando a que vinieran el viñador, el labrador, el ganadero a emplearles en los trabajos de la vida agrícola o pastoril. Ajustábase amistosamente y con anticipación el precio de todo el día o de la parte del día, que se dedicaba al trabajo, y cada tarde se distribuía fielmente el salario a estos artesanos libres, que era preciso agregar como suplentes a los servidores o esclavos de jornal u ocupación fija, para los trabajos urgentes. El precepto de Moisés era formal sobre este punto. «No negarás el jornal a tu hermano menesteroso y pobre, o al forastero que mora contigo en la tierra y dentro de tus ciudades, sino que le pagarás en el mismo día, antes de ponerse el sol, el salario de su trabajo, [549] porque es un pobre, y con eso sustenta su vida, no sea que clame contra ti al Señor, y se te impute a pecado 895». El precio de un jornal de trabajo que comenzaba a las seis de la mañana, y que concluía a las seis de la tarde, era en la época evangélica un denario o diez y seis ases romanos, que representaban cerca de 0,80 c. de nuestra moneda actual. Deben tenerse aquí en cuenta dos elementos que modifican el resultado de la comparación que se quisiera hacer entre la exigüedad de semejante remuneración y el precio actual de la mano de obra entre nosotros. Por una parte, los géneros de primera necesidad eran proporcionalmente menos caros, pues sabido es que lo que eleva el precio de todas las mercancías, es la abundancia de valores de oro y de plata. Por otra parte, se trata aquí de un trabajo campesino, menos retribuido en todas partes que el de una industria propiamente dicha, que supone un aprendizaje preparatorio, y que se ejerce por lo común en medio de las ciudades, en las que todo lo que se refiere a la vida material exige gastos más considerables. No ha mucho tiempo aún que en Francia, en las provincias vinícolas, las bandas de trabajadores que cubren las colinas en la época de las vendimias, recibían por todo un día de trabajo, un jornal inferior al de los viñadores del Evangelio. Tal es, pues, la explicación literal de la parábola. Es una escena familiar de la vida de los campos que expone Nuestro Señor Jesucristo en su real y viva sencillez. Es una página que no podía escribirse por un apócrifo Griego o Romano. Pero sobre la autenticidad, por decirlo así, flagrante del texto sagrado, ¡qué profundidad de la revelación divina! El Padre de familias, es Dios; la viña, la Iglesia; los operarios, son los hombres que están situados, antes de la vocación divina, en la plaza pública del mundo, en la ociosidad espiritual. El mayordomo del Padre de familias es el mismo Jesucristo, y el denario, la vida eterna. En todas las horas de la historia humana, desde Adán hasta Noé, desde Noé hasta los tiempos de Abraham, desde Abraham a Moisés, desde Moisés a Jesucristo, desde Jesucristo hasta nosotros, no ha cesado Dios de enviar operarios a su viña. Todo el trabajo social de la humanidad se ha verificado bajo esta acción providencial. La misma ley se aplica a las individualidades; unas son llamadas desde la aurora de la vida, otras en la época de la adolescencia o de [550] la edad madura; otras también al declinar el día, en los últimos límites de la vejez, en las puertas de la muerte. A todos da por jornal el mayordomo del Padre de familias el mismo denario de la vida eterna, porque Dios es bueno, de una bondad excelente e infinita, que no podrían vencer la ingratitud, la rebelión y la pereza de los hombres. Pero la misericordia de Dios en nada amengua la justicia infinita, y he aquí la alianza cuyo misterio contempla nuestra vista, en los esplendores de la radiante eternidad. Después de la parábola de la misericordia, oigamos la de la justicia.

28. «Hubo cierto hombre muy rico, que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos banquetes. A su puerta vacía un mendigo cubierto de llagas, llamado Lázaro, el cual deseaba alimentarse con las migajas que caían de la mesa del rico; mas nadie se las daba, y sólo los perros venían a lamerle sus llagas. Sucedió, pues, que murió este mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico, y fue sepultado en el infierno. Y cuando estaba en el fondo del abismo 896 (o en los tormentos), levantando los ojos, vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno 897 y clamó diciendo: Padre mío, Abraham, compadécete de mí, y envíame a Lázaro, para que mojando la punta de su dedo en agua, me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas. -Respondiole Abraham: Hijo, acuérdate que recibiste bienes durante tu vida, y Lázaro al contrario, males, y así, éste ahora es consolado y tú atormentado; además de que entre nosotros y vosotros hay de por medio un abismo insondable, de suerte que los que aquí quisieran pasar a vosotros, no podrían, ni tampoco de ahí pasar acá. -Entonces dijo el rico: Ruégote, pues, ¡oh Padre! que envíes al menos a Lázaro a casa de mi padre, donde tengo cinco hermanos para que les advierta de esto, y no les suceda el venir también a este lugar de tormentos. -Replicole Abraham: Tienen [551] a Moisés y los Profetas; escúchenlos. -No basta esto, dijo él, ¡oh Padre Abraham! pero si alguno de los muertos fuere a ellos, harán penitencia. -Respondiole Abraham: si no escuchan a Moisés ni a los Profetas, aun cuando resucite uno de los muertos, tampoco le darán crédito 898».

29. El nombre de Lázaro es en hebreo el mismo que el de Eliezer, el siervo de Abraham, enviado en otro tiempo a Mesopotamia para pedir la mano de Rebeca, futura esposa de Isaac. Este nombre era igualmente el del hermano de Marta y de María Magdalena, a quien iba el Señor a resucitar de entre los muertos. Aproximábase la hora en que presenciando la obstinación farisaica una resurrección, debía persistir en la incredulidad. La parábola del pobre Lázaro y del rico avariento ofrece, con la historia de Lázaro resucitado, analogías que es imposible desconocer, y que notaron hace largo tiempo San Cirilo, San Ambrosio y San Gerónimo. Más adelante veremos, que después del milagro evidente de Bethania, pronunció el gran sacerdote Caifás contra el resucitado, la excomunión solemne, lo cual según las costumbres judías, era reducírle a la miserable condición del mendigo, que yacía a la puerta y solicitaba, sin poderlo obtener, las migajas que caían de la mesa inhospitalaria. Solamente los perros osaron acariciar al proscrito y lamer sus llagas. El Farisaísmo imponía el epíteto de «perros», según ya hemos advertido a propósito de la Cananea, a quien vivía fuera de la ley judía. La conducta del rico avariento relativamente al Lázaro de la parábola, es, pues, exactamente la de Caifás, con relación al hermano de Marta y de María. Lázaro resucitado será excluido de la sociedad judía; sin que ninguno de sus compatriotas se atreva a acercarse a él, teniendo solamente los perros este valor. Mas no es esto todo; los cinco hermanos del rico avariento han permanecido en la tierra, y el condenado implora para ellos el favor de que se les avise por un medio extraordinario, para que les preserve del mismo suplicio. Pues bien, Caifás tenía cinco cuñados, hijos del gran sacerdote Anás, cuyos nombres nos ha trasmitido el historiador Josefo; tales son: Eleazar, Jonatás, Teófilo, Matías y Anano. Todos ellos persistieron en los errores paternos. Eran tan estrechos los lazos de familia en esta casa sacerdotal, que se había visto al gran Pontífice Anás [552] hacer pasar su dignidad suprema por primera vez a su hijo mayor Eleazar, y por segunda, a su yerno Caifás. Si se piensa en los sacrificios de dinero que imponía la codicia de los gobiernos romanos en cada nueva investidura, se comprenderá la energía del sentimiento que unía entre sí a todos los miembros de esta raza, y hacía predominar su ambición sobre el interés pecuniario. He aquí por qué sobrevivió el amor paternal en el condenado de la parábola, aun en medio de los odios infernales. Como quiera que sea, esta parte histórica de la alegoría del rico avariento, será siempre muy inferior a la revelación que de ella se desprende. Dos mundos eternos, separados uno de otro por un abismo insondable se hallan a la vista, habiéndose interpuesto entre ellos el gran caos magnum chaos, por el poder divino. Nadie sabría pasar, pues, por este camino. La eternidad de los goces celestiales está paralela a la eternidad de los tormentos en las llamas. En nada cambiarán esta ley inmutable de la eternidad, la delicadeza de nuestros racionalismos humanos, la exageración de nuestra sensibilidad afectada. Hase dicho que no convenía ya hablar del infierno en este siglo de progreso, en que se dulcifican las costumbres y se halla proscrito todo rigor, como vestigio de una añeja barbarie. Hase dicho esto en nombre de la filantropía, en nombre de la civilización, en nombre de la misma caridad evangélica, porque no se han avergonzado de disfrazar así el Evangelio de Jesucristo. ¡Sépase, pues! No son ni los sacerdotes, ni los monjes, ni los concilios, ni los papas, ni los inquisidores, ni lo que se ha convenido en llamar ignorancia de la edad media, los que han inventado, a la manera de un espantapájaros, el dogma de la eternidad de las penas. Hállase escrito en caracteres indelebles, en el Evangelio de Jesucristo. ¿Me atreveré a decirlo? Sería inconcebible la bondad de Dios, tal como nos la representa la parábola de los viñadores y del Padre de familia, sin el corolario de la justicia absoluta, cuya imagen nos ofrece la parábola del rico avariento. Cada uno de los atributos divinos es inmenso e infinito. La alianza, en Dios, de la justicia y de la misericordia eternas sólo puede expresarse con las dos eternidades del cielo y del infierno. [553]


DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § IV. Parábolas