DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. Viaje de Jesús a la Perea



§ II. Resurrección de Lázaro

30. Después de la festividad de las Encenias y la partida de Jerusalén, no dejó nuestro Señor la ribera oriental del Jordán y la provincia de Perea. «Allí, dice el Evangelio, en el lugar donde había comenzado Juan a bautizar, permaneció durante este intervalo, a donde le siguieron gran muchedumbre de gentes, y curó allí a sus enfermos, y se puso a enseñarles según su costumbre. Entre tanto decía la multitud: Es cierto que Juan no hizo milagro alguno; mas todas cuantas cosas dijo Juan de éste, han salido verdaderas. Y muchos creyeron en Jesús 899.

«Por este tiempo se hallaba enfermo Lázaro en Bethania, donde vivían María y Marta, hermanas suyas 900. Esta María era aquella [554] que ungió al Señor con el ungüento perfumado y le enjugó los pies con sus cabellos, de la cual era hermano el Lázaro que estaba enfermo. Las dos hermanas enviaron, pues, a decir a Jesús: Señor, mira que aquel a quien amas está enfermo. Oyendo lo cual Jesús, dijo: Esta enfermedad no es mortal, sino para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. -Jesús tenía particular afecto a Marta y a su hermana María, y a Lázaro. Después de la noticia de la enfermedad de éste, permaneció aun dos días en el mismo lugar, al otro lado del Jordán. Después dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a la Judea. Los discípulos le dijeron: Maestro, hace poco que los Judíos querían apedrearte, y ¿quieres volver a su país? -Jesús les respondió: Pues qué ¿no son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; al contrario, quien anda de noche tropieza, porque no tiene luz. -Así dijo, y añadioles después: Nuestro amigo Lázaro duerme; mas yo voy a despertarle del sueño. A lo que dijeron los discípulos: Señor, si duerme sanará. -Mas Jesús había hablado del sueño de la muerte, y ellos pensaban que hablaba del sueño natural. Entonces les dijo Jesús claramente: Lázaro ha muerto; y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí, a fin de que creáis; pero vamos a él. Entonces Tomás, por otro nombre Didimo, dijo a los otros discípulos: Vamos también nosotros, y muramos con él 901».

31. El racionalismo anticristiano de todas las épocas ha concentrado preferentemente sus esfuerzos hostiles sobre el hecho evangélico de la resurrección de Lázaro. Sabido es cómo ha desnaturalizado una reciente exégesis esta narración. Pero lo que no parece sospecharse, es que haya reproducido el crítico moderno, sin tener el menor mérito de invención, la teoría formulada en 1729 por el escéptico inglés Woolston, y plagiada después por Strauss, con no menos discreción en el plagiado. ¡Cosa extraña! Es tal la impotencia de los adversarios del Evangelio, que basta un siglo para hacer olvidar sus más ruidosas blasfemias, pudiendo los últimos que [555] llegan al camino de la incredulidad recoger del suelo los enmohecidos sofismas que duermen al lado de los vencidos. El arma ha cambiado de manos, y parece siempre nueva. «Ocurrió en Bethania, dice Woolston, una escena de fingida comedia, cuyos papeles se repartieron Lázaro y sus dos hermanas para acrecentar la popularidad del Cristo 902». -«Creemos, dicen hoy nuestros literatos, que aconteció en Bethania algo que se tuvo por una resurrección. La familia de Lázaro pudo ser inducida, casi sin advertirlo, al acto importante que se deseaba. Tal vez el ardiente deseo de cerrar la boca a los que negaban injuriosamente la misión divina de su amigo, arrastró a estas personas apasionadas más allá de todo límite 903». -«Un solo Evangelista 904, decía Woolston, ha hablado de la resurrección de Lázaro. [556] Sólo Juan la inserta en su relato, después que habían muerto todos los testigos que hubieran podido reclamar contra la falsedad de [557] tal invención. Es evidente su artificio 905». -«A la distancia en que nos hallamos del suceso, repite la joven crítica, y en vista de un solo texto que ofrece señales evidentes de haberse ideado artificiosamente, es imposible decidir, si es todo ficción en el suceso de que se trata, o si aconteció en Belén un hecho real y efectivo que sirviera de base a los rumores divulgados 906». Es, pues, «un hecho muy real en el presente caso» el paralelismo entre los dos lenguajes, y podría, sin la menor apariencia de milagro, «considerarse como una resurrección».

32. Sin embargo, interesa muy poco conocer el verdadero autor de esta rancia exégesis, pero importa demostrar claramente su absurdo. El divino Maestro se hallaba hacía dos meses en la otra ribera del Jordán, separado de Bethania por una distancia de doce horas de camino, cuando cayó enfermo Lázaro. Marta y María no habían abandonado a su hermano, continuando ambas prodigándole los cuidados de su ternura. Sin embargo, el mal hace progresos; los dos tienen el mismo deseo, que es el de participárselo a Jesús. Pero ¿por qué esta prisa? Jesús tenía, pues, el poder de curar, puesto que le llama tan instantáneamente una familia desconsolada para que vaya al lado de un enfermo que le es querido. Ambas hermanas envían a decirle: «Señor, mira que aquel a quien amas, está enfermo». El mensaje no es nada misterioso, y es de un laconismo que no deja recurso alguno a la imaginación de los racionalistas. ¿Cómo introducir en una fórmula tan sencilla todo un plan de una comedia ejecutada de común acuerdo? Por otra parte, Jesús recibe este aviso al aire libre, en medio de la multitud que le rodea, y no se retira a un lado para hablar apartadamente con el mensajero. Hállanse presentes la inmensa multitud que le rodean sin cesar, los Apóstoles y los discípulos que jamás le abandonan. Oyen el mensaje millares de testigos: y no es menos instantánea ni menos pública la respuesta que da el divino Maestro. «Esta enfermedad no es mortal, dice, sino [558] para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». La profecía que contiene estas palabras destruye toda la tesis del racionalismo. Si por imposible hubiera existido entre la familia de Bethania y Jesús la combinación anteriormente elaborada de una estratagema, no se hubieran concebido en estos términos ni el mensaje ni la respuesta. ¡Si se hubiera preparado de antemano la escena del sepulcro de Lázaro, el enviado hubiera ido a decir a Jesús: Aquel a quien tanto amas ha muerto!- Y aun admitiendo que, para usar de suavidad en las transiciones, se hubiera comenzado por avisar tan sólo de la enfermedad, para preparar el desenlace trágico, se hubiera guardado bien de responder un impostor: «Esta enfermedad no es mortal». En la hipótesis de una escena amañada, sabiendo Jesús que debía terminar la enfermedad con la muerte, se hubiera guardado bien de contestar oficialmente: «Esta enfermedad no es mortal». Estas inverosimilitudes morales son patentes; no lo es menos la imposibilidad material. Bethania distaba solamente cinco estadios, es decir, una legua de Jerusalén, y Lázaro y sus hermanas tenían por su condición y por el estado de su fortuna, numerosas relaciones en esta capital. ¿Puede imaginarse un teatro peor escogido para la escena que se prepara? Cuando se medita una impostura de un género tan extraordinario como ésta, ¿le ocurrirá al entendimiento más limitado, ponerse a la puerta de una gran ciudad, adonde acude cada día una multitud de curiosos, de ociosos, de indiferentes, que pueden comprometerlo todo con una sola mirada indiscreta? ¿Qué precauciones de toda clase, qué artificios y disimulos no exigiría el sitio en que había de representarse la comedia que suponen nuestros literatos? «Los amigos de Jesús, dicen, deseaban un gran milagro que afectase vivamente la incredulidad jerosolimitana, debiendo parecer lo más convincente la resurrección de un hombre conocido en Jerusalén 907». Pero por lo menos hubiera sido necesario que hubiese estado Jesús en Bethania; y hacía dos meses que había pasado Jesús el Jordán, siendo verosímil que ignorase el mensajero que se le enviaba en qué región de la Perea le encontraría. ¡Extraño modo de confabularse, separándose por el tiempo y por el espacio! La Judea no tenía muchos de los medios de comunicación actuales, no conociéndose entonces el vapor y el telégrafo. [559] En aquel país, era un verdadero viaje doce horas de marcha; y Jesús que jamás se sirvió de «una mula de ojos negros 908», sino que recorría a pie todas las provincias de Palestina, se hallaba tan lejos de Marta y de María en esta circunstancia, como París lo está en el día de Londres. Pero aun hay más. Si se hallara a peso de oro un malvado que quisiera consentir en hacerse encerrar en un féretro y en dejarse sepultar vivo, para la mayor gloria de un charlatán de baja estofa, lo más que de él se podría conseguir, sería que se prestase por algunas horas a esta fúnebre farsa. Pero inténtese que se preste a permanecer cuatro días envuelto en su sudario, y por consiguiente, sin poder tomar alimento, bajo la losa de un sepulcro, y harán resonar sus gritos de furor todos los ecos del contorno, antes que haya terminado el primer acto de esta comedia. Así, pues, ¿es posible creer que hiciera de buena voluntad y como por vía de juego, Lázaro, que era uno de los hombres más ricos de Bethania, uno de los hombres más conocidos de Jerusalén, lo que no hubiera hecho entre nosotros el más miserable de esos seres desgraciados que populan en los grados inferiores de nuestra civilización moderna? Entre nosotros el sudario funeral es un tejido muy elástico, que no intercepta el aire respirable, y que permitiría, en caso necesario, ciertos movimientos indispensables para vivir; pero entre los Judíos estaba herméticamente cubierta con el sudario la cabeza del muerto; y sus miembros ligados con fajas muy apretadas que paralizaban todos sus movimientos, reduciendo el cuerpo al estado de una momia. Si Lázaro, lleno de vida, se hubiese dejado agarrotar de esta suerte, no hubiera indudablemente vivido una hora; y no obstante, según vuestra hipótesis, ¿había de haber aceptado Lázaro voluntariamente, por espacio de cuatro días, este horrible suplicio, habiendo sobrevivido a él? Cualquiera que tenga sentido común comprenderá, que si hubiera podido concebir Lázaro la idea de semejante impostura, hubiese esperado para comenzarla, a que hubiera entrado su resucitador en Bethania, dispuesto a sacarle de tan arriesgada posición.

33. Sin embargo, Jesús permaneció dos días al otro lado del Jordán, después de haber recibido el mensaje. ¿Han pensado los racionalistas en la significación de estos dos días, perdidos enteramente [560] en una circunstancia tan grave, por el pretendido impostor? ¡Cómo! ¿Va a permanecer dos días en su sepulcro el comparsa de Bethania, que representa un papel tan peligroso? ¿No teme el especulador, a cuyo beneficio se prepara la escena, que se canse la paciencia del segundo actor durante dos días y que vengan a desenlazar toda combinación y a hacer traslucir el secreto un encuentro casual o una indiscreción subalterna? Pásanse dos días en la Perea. A la mañana del tercero, dice Jesús a sus discípulos: «Volvamos a Judea». -Al oír esto, se apodera de ellos el espanto. «Señor, exclaman: ¿No ha mucho te buscaban los Judíos para apedrearle, y vas a volver a su país? Cotéjese esta exclamación con la hipótesis racionalista: «¡Los amigos de Jesús deseaban un gran milagro!» ¡Estos amigos de Jesús que deseaban un gran milagro no tienen prisa de ver cumplidos sus deseos! Cuando deberían contar las horas y los minutos y apresurar la partida, se oponen, por el contrario, con todas sus fuerzas al paso confabulado. Sin embargo, cada segundo que éste se retrase, puede ocasionar las consecuencias más desastrosas. Necesitábase todavía un día de camino para llegar a Bethania, y hasta el día siguiente no podría librarse de su cárcel sepulcral al muerto fingido. Sin embargo, los Apóstoles no piensan en esto, y suplican a su Maestro que renuncie a este viaje. En vano les tranquiliza Jesús con esa divina majestad que se presenta aquí a nuestra consideración. «¿No tiene el día doce horas?, dice: El que camina de día, no tropieza contra ningún obstáculo, porque ve la luz del mundo. El Salvador emplea esta locución para calmar la inquietud de los Apóstoles. Así como nadie puede prolongar ni abreviar las horas del día, así no está en manos de los hombres abreviar o alargar la carrera del Mesías, sol divino del mundo. «Nuestro amigo Lázaro duerme, añade, y voy a dispertarle». Todos los idiomas de la antigüedad tenían una fórmula eufémica, para encubrir el terrible nombre de la muerte. Los Romanos decían: «Ha vivido»; los Árabes: «Ha partido»; los Hebreos: «Duerme». Los Apóstoles conocían perfectamente esta expresión familiar, pero en su terror quieren hacerse ilusión y responden con el proverbio judío: ¡Pues que duerme, sanará!» El sueño, aun en el día, es un síntoma favorable en la mayor parte de enfermedades. «Lázaro duerme», es, pues, inútil ir a encontrarle; curará, pero sin que sea necesario exponernos al furor de los Judíos. Entonces Jesús deshace su error. «Lázaro ha muerto, [561] dice; este acontecimiento, ocurrido durante mi ausencia, confirmará vuestra fe». ¿Quién, pues, había dicho a Jesús que había muerto Lázaro? No había llegado mensajero alguno, hacía dos días, a llevarle tal noticia. Sin embargo, los discípulos no se admiran de esta perspicacia de su Maestro, como no se maravillaban de oírle decir de un enfermo que se hallaba a doce leguas de distancia: «¡Duerme!» Por más que se haga, el Evangelio es un tejido de milagros.

34. «Llegó, pues, Jesús a Bethania, continúa San Juan, y halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba sepultado. Bethania estaba situada 909 como a unos quince estadios de Jerusalén. Y habían ido muchos Judíos a consolar a Marta y María de la muerte de su hermano. Marta, luego que oyó que Jesús venía, le salió a recibir, y María se quedó en casa. Dijo, pues, Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano; pero sin embargo, sé que aún ahora te concederá Dios todo lo que le pidieres. Díjole Jesús: Tu hermano resucitará. Bien se que resucitará, respondiole Marta, en la resurrección universal, que será el último día. Jesús replicó: Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? ¡Oh! Señor, dijo ella, sí que lo creo, y que tú eres el Cristo, hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo. -Y habiendo dicho esto, volvió a su casa y llamó secretamente a María, su hermana, diciéndole: Ha llegado el Maestro, y te llama. Apenas ella oyó esto, se levantó apresuradamente, y fue a encontrarle; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que aun estaba en aquel mismo sitio en que Marta le había salido a recibir. Y los Judíos que estaban con María en la casa, consolándola, al ver a María levantarse tan pronto, y que salía, la siguieron diciendo: Ésta va al sepulcro a llorar. -María, pues, habiendo llegado a donde estaba Jesús, luego que le vio, se echó a sus pies, y le dijo: ¡Señor! ¡Si hubieses estado aquí, no hubiera muerto mi hermano! -Jesús al verla llorar, y llorar también los Judíos que habían venido con ella, estremeciose en su alma, y [562] conturbose a sí mismo, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? -Respondiéronle: Ven, Señor, y lo verás. Entonces se le arrasaron los ojos en lágrimas a Jesús. En vista de lo cual, dijeron los Judíos: ¡Mirad cómo le amaba! Mas algunos de ellos dijeron: Pues este que abrió los ojos de un ciego de nacimiento ¿no podía hacer que Lázaro no muriese? 910»

35. Hase podido advertir anteriormente, que los Judíos no conservaban, como nosotros, por uno o dos días, los restos de un difunto en la casa mortuoria 911; pues no bien era llevado el cadáver al sepulcro, lo cual se verificaba tres horas después de la muerte, se sacaban todas las sillas y lechos para evitar las impurezas legales que podría ocasionar el contacto de estos objetos. Al volver de la fúnebre ceremonia, sentábanse en tierra todos los miembros de la familia, cubierta la cabeza con un velo y con los pies desnudos; los parientes, amigos y vecinos formaban círculo a su alrededor, y respondían a sus quejas con palabras consolatorias. Durante los tres primeros días, se iba al sepulcro a visitar el cadáver. «Los Judíos, dice Sepp, creían que revoloteaba el alma durante tres días alrededor de su despojo mortal, para volver a entrar en él; pero que lo abandonaba definitivamente, cuando comenzaban a manifestarse las señales de descomposición 912». Esta creencia, fruto de la leyenda, no es otra cosa, según la observación del doctor Iahn, que la traducción en lenguaje popular, de la admirable legislación de Moisés relativa a los funerales. Para evitar las horribles consecuencias de las inhumaciones precipitadas, dejando a salvo el interés general de la salud pública, en un clima en que son tan peligrosas las emanaciones pútridas, estaba prohibido que pudiera permanecer el cadáver en lugar habitado; pero debía visitarse durante los tres primeros días el sepulcro de familia, donde se le trasladaba inmediatamente después de la muerte; y no se sellaba definitivamente la piedra, hasta que se consignaba la muerte por las dos señales menos equívocas, la descomposición cadavérica y su olor fétido. Al final, el tercer día, se cerraba, pues, para no volverla a abrir, la entrada del monumento fúnebre. Pero se prolongaba el luto de la familia todavía por cuatro días, durante los cuales se acudía a orar y a llorar [563] a la puerta del sepulcro. Todos estos pormenores, tomados de la civilización judía, nos hacen comprender cada palabra del relato evangélico. El día tercero, después de la muerte de Lázaro, se había verificado, respecto de las dos hermanas, esta separación final que acaba de romper todos los lazos, al arrancar a la ternura de los que sobreviven los restos de una persona querida. María Magdalena y Marta se hallan sentadas en tierra, en la casa de Bethania, continuando el gran duelo que no debe concluir hasta el sétimo día. Rodéalas un círculo de amigos que habían venido de Jerusalén, mientras ellas dejan correr bajo sus largos velos sus lágrimas en silencio. Habíales faltado el único consuelo que habían esperado tanto, la presencia de Jesús. Cuántas veces debieron decirse, durante la agonía de su hermano, y después de su muerte, y en las visitas al sepulcro todavía abierto: «¡Si hubiera estado aquí el Señor, Lázaro no habría muerto!, Así, pues, no había venido el divino Maestro, avisado por un mensaje.

36. Tales son las realidades históricas, al través de cuyo tejido quisiera introducir el racionalismo su ficción de una comedia representada por las dos hermanas. En estos hechos resalta con manifiesta evidencia la imposibilidad de una combinación de este género. Marta y María no están solas ni un instante para confabularse, pues la amistad judía había observado los hábitos de la época patriarcal, rodeando el dolor de sus parientes, como en tiempo de Job, cuyos tres amigos vienen a participar de su aflicción y permanecen sentados en tierra siete días y siete noches, sin interrumpir su quebranto. He aquí, pues, estas dos mujeres cubiertas con sus velos, sin sandalias en los pies, que pasan el día sentadas en tierra en la casa mortuoria, y cada una de cuyas visitas al sepulcro de su hermano [564] se verifica en medio de un séquito de parientes y de amigos. Díganos, pues, el racionalismo ¿por qué don misterioso de invisibilidad podrán sustraerse a tantas miradas para llevar a Lázaro los alimentos de que necesita en su prisión sepulcral? Después de cada visita pública hecha al sepulcro, durante los tres primeros días, volvía a ponerse en su lugar la piedra del monumento. Esta piedra no podían levantarla débiles mujeres. Cuando vayan más adelante al sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, pensarán en esta circunstancia: «¿Quién nos desviará la piedra de la entrada del monumento?» dirán. Pero en sus visitas al sepulcro de su hermano, no tenían que cuidarse de esto, porque los hombres que las acompañaban se encargaban de este cuidado: al llegar, levantaban la piedra y la apartaban; y al partir, volvían a ponerla en su sitio. Entre tanto, ¿cómo podía vivir Lázaro envuelto en fajas y privado de aire en este sombrío calabozo? ¿Supondrase que volvía más tarde un afiliado a abrir la puerta sepulcral? Pero los sepulcros estaban situados entre los Judíos, en la orilla del camino. No faltaban transeúntes en el camino de Jerusalén a Jericó, uno de los más frecuentados de la Palestina, los cuales hubieran notado fácilmente esta maniobra; y por otra parte, ¿quién podía responder de la discreción del mismo afiliado? Pero no es esto todo. En la hipótesis de una escena de impostura preparada de esta suerte, es inexplicable la conducta de los pretendidos actores. Llega Jesús a las puertas de Bethania; sabe que hace cuatro días que está Lázaro en el sepulcro; debe, pues, tener prisa de abreviar el suplicio voluntario de su cómplice. En este caso, es precioso cada momento, y el menor retraso puede hacer abortar todo el complot. Sin embargo, en vez de entrar en el pueblo, de dirigirse a la casa de las dos hermanas, de hacerse conducir sin dilación al sitio de la sepultura, se detiene el divino Maestro a alguna distancia de la aldea. Esto no nos lo dice solamente el Evangelio; muéstrase aun en el día en una altura cercana a Bethania, la piedra en que estaba sentado Nuestro Señor Jesucristo cuando llegó a recibirle Marta 913. Un impostor no hubiera pensado siquiera en sentarse en semejante caso. Pero tal vez Jesús avisó a las dos hermanas para que viniesen inmediatamente a recibirle, con personas crédulas elegidas anticipadamente como testigos del futuro milagro. No. Sólo es avisada Marta de la llegada de Jesús. Sólo ella sale a recibirle; y su primer palabra echa por tierra todo el aparato de la invención racionalista «¡Señor, dice, si hubieras estado aquí, no hubiese muerto mi hermano!» Una farsante hubiera dicho, deshaciéndose en lágrimas: ¡Señor, ven, pues, al fin a resucitar a mi hermano! Marta conoce tan poco el espíritu de su pretendido papel, que ni siquiera comprende el sentido de la respuesta que le da Jesús: «Tu hermano resucitará, dice»; y Marta, [565] lejos de aprovecharse de esta indicación para ostentar su esperando replica: «Ya sé que resucitará en la resurrección universal del último día. «¡Extraños actores que dicen lo contrario que su estudiado papel! Es preciso que Jesús verifique antes, respecto de ellos mismos, el milagro de conversión que va a efectuar en todo un pueblo. Marta que debería saber el secreto de esta comedia, rehúsa creer en el desenlace, que según la hipótesis, habría preparado ella misma. Jesús le afirma, pues, reiteradamente su propio poder. «Yo soy, dice, la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque hubiese muerto, vivirá: ¿crees tú eso?» Entonces Marta exclama: «Señor, creo que eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo». Marta cree en el Hijo de Dios, pero no cree aún en la próxima resurrección de su hermano. En breve lo veremos. Sin embargo, vuelve a la casa a avisar a su hermana María Magdalena. He aquí, pues, que van a hallarse reunidos todos los actores de la escena concertada. ¡Cuánto tiempo perdido en pasos inútiles! Marta llega sola; vuelve a la casa a buscar a su hermana; deberá también volver con ella al lado de Jesús, para ir juntas al sepulcro. ¡Y es posible creer, que si hubiera sido encerrado vivo Lázaro en el sepulcro por las dos hermanas, no se hubiera visto, en vez de esta calma y de esta actitud desconsolada, pero tranquila, todas las señales de la impaciencia más febril, de la más inquieta premura? Finalmente, Marta habla a su hermana, pero en vez de excitar la curiosidad de la asamblea reunida en la casa mortuoria, y de llamar testigos al teatro en que va a manifestarse el desenlace, previene Marta a María «en voz baja, silentio, que ha llegado el Maestro y que la llama». María va a reparar tal vez el olvido de su hermana, y a decir algunas palabras significativas a los asistentes. No: levántase con precipitación y sale, sin proferir una palabra. «Va a llorar al sepulcro», dicen los Judíos, y la siguen. Búsquese alguna «señal de artificio o preparación» en este relato divino del Evangelio, y nunca se la encontrará. María prorrumpe a los pies de Jesús en sollozos, y los amigos que la han acompañado no pueden contener sus lágrimas, en vista de esta nueva efusión de su dolor: «¡Señor, dice ella, si hubieras estado aquí, no hubiese muerto mi hermano! Y Jesús sintió arrasados sus ojos en lágrimas. -¡Mirad cuánto le amaba! dicen los Judíos. ¿No podía impedir que muriera Lázaro, el que abrió los ojos de un ciego de [566] nacimiento?» Entre tanto, el divino Maestro se hace conducir al sepulcro.

37. «Finalmente, prorrumpiendo Jesús en nuevos sollozos que le salían del corazón, vino al sepulcro, que era una gruta cerrada con una gran piedra. -Dijo Jesús: Quitad la piedra. -Respondiole Marta, hermana del difunto: Señor, mira que ya hiede, pues hace ya cuatro días que está ahí. -Díjole Jesús: ¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios? -Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: ¡Oh Padre! gracias te doy, porque me has oído. Bien es verdad que yo bien sé que siempre me oyes, mas lo he dicho por razón de este pueblo, que está alrededor de mí, para que crean que tú eres el que me has enviado. -Habiendo dicho esto, gritó con voz muy alta: ¡Lázaro, sal afuera!- Y al instante, el que había muerto salió fuera, ligado de pies y manos con fajas, y cubierto el rostro con un sudario. Díjoles Jesús: desatadle y dejadle ir 914».

Apenas tenemos valor para proseguir por más tiempo el examen de la sacrílega teoría del racionalismo. La piedra del sepulcro estaba definitivamente cerrada. Cuando pide Jesús que se la quite, como se había practicado durante los tres primeros días de la sepultura, Marta, preocupada únicamente del lamentable espectáculo de la descomposición del cadáver, exclama: «¡Señor, ya hiede!» Este Jam foetet del Evangelio ha espantado al moderno crítico, pues no de a que se trasluzca este pormenor en su relato. Oigamos al nuevo exégeta: «Parece, dice, que Lázaro estaba enfermo, y que Jesús dejó la Perea en virtud de un mensaje de las dos hermanas alarmadas. El gozo de su llegada pudo volver a Lázaro a la vida. ¡Tal vez Lázaro, todavía pálido de su enfermedad, se hizo ligar con fajas como un cadáver, y encerrar en su sepulcro de familia. Estos sepulcros eran grandes estancias abiertas en la roca, donde se penetraba por una tronera cuadrada que cerraba una enorme losa. Marta y María salieron al encuentro de Jesús, y sin dejarle entrar en Bethania, le condujeron a la gruta. La emoción que experimentó Jesús junto al sepulcro de su amigo, a quien creía muerto, pudo considerarse por los asistentes por esa turbación, por ese estremecimiento que acompañaba a los milagros; queriendo la opinión popular que [567] fuera en el hombre la virtud divina como un principio epiléptico y convulsivo. Jesús deseó ver también otra vez a aquel a quien había amado, y habiéndose apartado la piedra, salió Lázaro ligado con sus fajas, cubierta la cabeza con un sudario. Esta aparición debió considerarse naturalmente por todo el mundo como una resurrección 915». ¿Qué se ha hecho, en esta narración cercenada y dificultosa, del Jam foetet del Evangelista? Cuanto más habéis tratado de ocultarlo, más queremos verlo. ¿Acaso hería vuestra delicadeza esta circunstancia? ¿Habéis temido la susceptibilidad de un siglo sobrado impresionable para soportar semejantes espectáculos? Sin embargo, según vuestra hipótesis, ha debido llenarse la tumba en que estuviera Lázaro encerrado durante cuatro días, de un olor tan fétido, que Marta, en beneficio de los asistentes, y por un sentimiento de respetuosa ternura por el mismo muerto, se opone a que se quite la piedra sepulcral. ¿Se comprende la posibilidad de vivir durante cuatro días en una atmósfera tan infecta? Hasta que se dé una explicación satisfactoria sobre el Jam foetet, ante el cual han retrocedido vuestra pluma y vuestra imaginación, no habéis hecho nada contra el texto evangélico. Por lo demás, no se hallan mejor aclarados los otros puntos que toca el racionalismo. ¿Qué decir, por ejemplo, de la «opinión popular, que quiere que la virtud divina fuera en el hombre como un principio epiléptico y convulsivo?» Las afecciones del sistema nervioso son bastante frecuentes entre nosotros para que puedan estudiarlas todas las «comisiones de físicos y de químicos». Aún no hemos oído decir que haya hecho el menor milagro la epilepsia. ¿Dónde encontrar, por otra parte, la apariencia de una «convulsión» en la actitud de Jesucristo en la tumba de Lázaro? El divino Maestro «lloró». Lo advierte el Evangelio, porque Jesús, a quien jamás se vio reír 916, lloró dos veces solamente. La primera vez lloró la muerte individual de un hombre a quien iba a resucitar; la segunda, lloró ante la ceguedad de un pueblo y de una ciudad que corrían a la muerte. No haber reído una vez, y haber llorado dos veces solamente, en treinta y tres años de vida, parece a nuestros racionalistas, síntoma evidente de una constitución tan nerviosa y de un organismo tan debilitado, que reconocen en él todas las señales [568] características de la «epilepsia». Aquí la sinrazón corre parejas con el sacrilegio. Jesús «se estremeció en su alma, y conturbose a sí mismo», dice el Evangelista. Esta circunstancia era tan impropia de la actitud tranquila y soberana de Jesús, que su historiador la señala con admiración. «¡Se conturbó a sí mismo!» ¡Tanto había acostumbrado a los discípulos a verle mantener su alma en la majestad inmutable que conviene a Dios! Al ver a la Magdalena prorrumpir en sollozos y a los Judíos que no pueden contener sus lágrimas, «lloró Jesús». Lloraba en la muerte de Lázaro, dice San Agustín, los desastres de la muerte, hija del infierno y del pecado, cuyo imperio venía a arruinar. «Lloró», pero se admiran de ello los Judíos; tan alta era la idea que tenían todos de la superioridad moral y del poder sobrehumano de Jesús. «¡Mirad cómo le amaba! dicen». ¿No podía, él que abrió los ojos a un ciego de nacimiento, hacer que Lázaro no muriese? Cada palabra del Evangelista es un rayo de luz divina. ¡Qué! ¿Creían estos Judíos que Jesús había podido impedir que muriera Lázaro? ¿Conocen los hombres a alguno, cuyo poder milagroso se proclame de esta suerte? «Lázaro, añaden nuestros literatos, salió ligado con las fajas, y la cabeza cubierta con un sudario, y naturalmente debió considerarse esta aparición como una resurrección. «Verdaderamente, aun cuando todas las comisiones de químicos, de físicos y de filólogos de nuestras modernas academias hubiesen estado allí y presenciádolo, hubieran gritado también: ¡Milagro! El retórico no parece sospechar lo que eran esas famosas fajas «con que salió naturalmente Lázaro del sepulcro». El «natural» de la aparición es una palabra de una candidez exquisita. Las fajas, que hacen en la presente exégesis un papel tan acomodaticio, no se prestaban en manera alguna a la superchería. Ceñíase alrededor del cuerpo una faja de lienzo de dos dedos de ancha, envolviendo los pliegues del sudario que cubría enteramente el rostro, sujetando los brazos al pecho y juntando los pies uno con otro, de suerte que el cadáver se hallaba exactamente en la posición en que lo vemos en las momias de Egipto. Inténtese, pues, con todos los medios de electricidad y de galvanismo de que disponemos en el día, hacer que se ponga en pie por sí mismo, no un cadáver, sino un hombre vivo, cuyo cuerpo se halle agarrotado de la cabeza a los pies de esta suerte. ¡He aquí, no obstante, lo que halla «muy natural» un racionalista! [569]

38. Esto es insistir demasiado sobre miserables sofismas. Los monumentos que forman una guardia solemne alrededor del texto evangélico, bastan para desbaratar tales puerilidades. El pueblo de Bethania, destruido veinte años después de este suceso, dejó lugar a un pueblo que existe todavía y que lleva el nombre árabe de El Azarieh, aldea de Lázaro. Enséñase en él la tumba que volvió a la voz del Hijo de Dios, un muerto a la luz. «Es, dice monseñor Mislin, una cavidad abierta en la roca, y revestida en parte, de mampostería. Bájase a ella por seis gradas; está cubierta con una piedra puesta horizontalmente, y que cierra la entrada; lo cual es perfectamente conforme con las palabras del Evangelio: «Era una gruta, sobre la cual había colocada una piedra. Erat autem spelunca, et lapis superpositus erat ei». Aunque se diferencia de la forma afectada en el Santo Sepulcro, se asemeja, no obstante, a otras tumbas de la misma época, que se encuentran aún en el día, y en las que no se ponía a los muertos en nichos separados, sino en una sola gruta que podía contener muchos cuerpos. Antes de llegar al sepulcro propiamente dicho, se baja por una escalera de veinte y cinco gradas a un subterráneo que sirve de vestíbulo 917. «Si no hubo una resurrección en Bethania, dígasenos ¿por qué este pueblo destruido por los Romanos y que sobrevivió a esta primer ruina, ha cambiado su nombre histórico para llamarse: «Aldea de Lázaro?» ¿Por qué, si el Evangelio no es más que una leyenda, ha conservado la tradición con tal cuidado la memoria de Lázaro, y especialmente, por qué conserva el mismo sepulcro en este momento, después de tantos siglos de revoluciones, la forma exacta y precisa que le da el historiador sagrado? Los apócrifos, los escritores legendarios pueden inventar narraciones, pero no podrían crear ni monumentos, ni tradiciones locales.


DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. Viaje de Jesús a la Perea