DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § II. Resurrección de Lázaro



§ III. Excomunión. Retirada a Efrén

39. «Con esto, continúa el Evangelista, muchos de los Judíos que habían venido a visitar a María y a Marta y habían visto el milagro verificado por Jesús, creyeron en él. Mas algunos de ellos se fueron a los Fariseos, y les contaron lo que Jesús había [570] hecho. Entonces los Pontífices y Fariseos juntaron, el Consejo y dijeron: ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los Romanos y arruinarán nuestra ciudad y la nación. -En esto, uno de ellos llamado Caifás, que era el Sumo Pontífice de aquel año, les dijo: Vosotros no entendéis nada de esto, ni reflexionáis que os conviene el que muera un solo hombre por el pueblo, y no perezca toda la nación. -Pero esto no lo dijo de propio movimiento, sino que, como era el Sumo Pontífice en aquel año, profetizó 918 que Jesús había de morir por la nación, y no solamente por la nación judía, sino también para congregar en un cuerpo a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Y así, desde aquel día, no pensaban sino en hallar medio de hacerle morir. Por lo que Jesús no se dejaba ver en público entre los Judíos, antes bien se retiró a un territorio vecino al desierto, en la ciudad llamada Efrén, donde moraba con sus discípulos. Y como estaba próxima la Pascua de los Judíos, muchos de aquel distrito fueron a Jerusalén antes de la Pascua, para purificarse. Los cuales iban en busca de Jesús; y se decían en el Templo unos a otros: ¿Qué será que aún no ha venido a la fiesta? Pero los Pontífices y Fariseos tenían ya dada orden de que si alguno sabía dónde estaba Jesús, le denunciase, para hacerle prender 919».

40. Los miembros del Sanhedrín, bajo la presidencia de Caifás, consignan la realidad del milagro obrado en Bethania y del poder taumatúrgico de que daba el Señor a cada instante nuevas pruebas. ¡He aquí, dicen, que este hombre obra multitud de prodigios! ¡Van a creer todos en él! Esta última palabra en boca de los Doctores Fariseos, tiene una significación determinada que debe comprenderse. Muy poco importaría actualmente, en nuestras civilizaciones modernas, que, tomando partido la opinión pública por tal o cual doctor, se pronunciase, por ejemplo, en favor de la homeopatía contra la alopatía; en favor de la doctrina de las generaciones regulares contra la de las generaciones espontáneas. Si se inventase entre nosotros un sistema completo de astronomía que partiera de una base diametralmente opuesta a la de Galileo, y que tuviese la pretensión de explicar todos los fenómenos celestes, aun cuando por [571] falta de reflexión o por amor a la novedad, se declarase unánimemente la multitud a favor de la teoría nueva, se preocuparía de ello muy poco la política de los hombres de Estado, dejando a los sabios directamente interesados en la cuestión, el cuidado de defender sus preocupaciones de corporación, sus precedentes oficiales y su amor propio comprometido. «Si dejamos obrar a Jesús, dicen los hombres de Estado de Jerusalén, todos creerán en él, y vendrán los Romanos a destruir nuestra ciudad y nuestra nación». Para que, la fe de Jesús pudiese hacerles temer tales consecuencias políticas, era preciso que fuera esta fe muy diferente de la adhesión que se podría dar en nuestros días a abstracciones del dominio de la filosofía o de la ciencia. En efecto, «creer en Jesús» significaba para los Judíos, creer que era Jesús el Mesías, el Cristo rey, heredero del cetro de Judá y del trono de David, fundador de un imperio universal, cuya duración no tendría fin. Desde la resurrección de Lázaro se aplica por todos los labios a Jesús y se escapa de todos los pechos el título de Rey de los Judíos. Pero un reinado tan aclamado por el pueblo debía hacer sombra al poder romano, que había reducido la Judea a provincia. No se abría fácilmente la mano de los Césares para soltar su presa. Bajo el limitado punto de vista de los políticos del gran Consejo de Jerusalén, era, pues, perfectamente natural aquel recelo o temor, puesto que les cegaban las ideas materiales y toscas que formaban del reinado y del imperio del Mesías. Si hubieran visto al divino Maestro rodeado de un ejército aguerrido y numeroso, extendiendo ya su cetro sobre el Oriente, por do quiera vencedor de las formidables legiones romanas, cuya marcha conmovía la tierra, conquistador glorioso y coronado, amenazando en el Templo de Jerusalén las tribus del universo sometido, hubiéranse convertido sus gritos de muerte en aclamaciones triunfales. Pero el Hijo del hombre que acababa de resucitar a Lázaro, no tenía una piedra donde reclinar su cabeza. Eran sus Apóstoles doce pescadores de Galilea; en vez de combatir, y de vencer a las potencias de este mundo, predicaba la guerra contra las pasiones, el triunfo de sí mismo, el desprecio de las riquezas, el amor a las humillaciones y el advenimiento del reino de Dios a las almas. Sin duda, nada de todo esto merecía la muerte; era evidente la inocencia de semejante doctrina; pero no lo era menos el peligro político del reinado de la majestad real, que el pueblo adjudicaba a Jesús. [572] He aquí por qué el Gran Sacerdote Caifás, profeta sin saberlo, órgano inconsciente del último oráculo de Jehovah, dado por un sucesor de Aarón, formula la decisión en estos términos: «¡No reflexionáis que os conviene que muera un solo hombre por el pueblo, y no perezca toda la nación!» Caifás no advertía siquiera que proclamaba en el Sanhedrín el decreto dado en los Consejos eternos para la Redención del mundo.

41. «Los Pontífices y los Fariseos dieron, pues, la orden de que si alguno supiese donde estaba Jesús, le denunciase, para hacerlo prender». Las tradiciones rabínicas del Talmud dan a este texto del Evangelio una confirmación tanto más manifiesta cuanto que es de un odio inveterado. Refiérese, pues, que fue excomulgado solemnemente el Hijo de María por las cuatrocientas trompetas, es decir, por los jefes de las cuatrocientas sinagogas de la Palestina; que fue denunciado públicamente cuarenta días antes de su muerte, y condenado al suplicio de la cruz, como mago y seductor del pueblo. La Iglesia judía tenía tres clases de censuras: la exclusión temporal, que imponía a los culpables un entredicho de treinta días, durante los cuales no podía acercarse el condenado ni aun a los miembros de su familia, sino a distancia de cuatro codos; la maldición o destierro perpetuo de la sociedad judía; y finalmente, la excomunión mayor, que llevaba consigo la pena de muerte respecto del culpable y de los que le dieran asilo o abrazaran su partido. Esta última era proclamada al son de las trompetas. Tal fue la penalidad suprema que lanzó contra Jesús el Sanhedrín. El divino Maestro «se retiró, pues», a un territorio vecino al desierto, en una ciudad llamada Efrén, donde permaneció con sus discípulos. «Efrén o Efraín era una pequeña ciudad del antiguo reino de Samaria, no lejos de Bethel, cerca de ocho leguas del Norte de Jerusalén. En el día se halla situada en el sitio que ésta ocupó la ciudad árabe llamada El-Taybieh. Fácilmente se comprenderá, que esta población, habitada en gran parte por samaritanos, enemigos declarados de los Judíos, pudo ofrecer un asilo al divino excomulgado. Por otra parte, Efrén se hallaba situada en la raya de las áridas y montuosas soledades que se extienden desde Bethaven y Scitópolis, hasta el mar Muerto. Esta región, designada por el Evangelista, con el nombre de «Desierto» había servido en los tiempos antiguos, de retiro al profeta Elías. En ella se había pasado la juventud de San [573] Juan Bautista en la austeridad del ayuno y las delicias de la oración. El Hijo de Dios, desconocido de los hombres, a quienes venía a redimir, desterrado de un mundo al que llevaba la luz y la vida, quiso pasar, en medio de estas rocas salvajes; los últimos días de una vida cuyo término debía él solo elegir. Ni el furor de sus enemigos, ni la sentencia de muerte pronunciada por el Sanhedrín, ni a orden de denuncia proclamada en las Sinagogas podían adelantar ni por un minuto, la hora solemne de la Redención por la cruz. Los habitantes de Jerusalén ven afluir, al aproximarse la solemnidad Pascual, las caravanas de peregrinos que venían de la parte de Efrén, esperando que se había agregado Jesús a alguna de ellas. Pero el Salvador vendrá ostensiblemente en el día que ha fijado; porque «él es quien ha de dar por sí mismo su vida, sin que pueda nadie arrebatársela contra su voluntad».

42. El Evangelio nota aquí un pormenor que se refiere a toda la civilización judaica, y ofrece uno de los caracteres de autenticidad intrínseca, de que hemos visto ya tantos ejemplos. «Muchos judíos, dice, subieron a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse». La inmolación y la manducación del cordero Pascual en Jerusalén, exigían una purificación previa, a la que se preparaban, no por medio de la santificación espiritual que prescribe la Iglesia Católica a sus hijos con el divino banquete de la verdadera Pascua, sino por medio de abluciones y sacrificios rituales. Ningún israelita afectado de impureza legal podía tomar parte en la festividad. Así, el contacto de un muerto debía ser purificado durante siete días con la aspersión de agua mezclada con las cenizas de una vaca roja, ofrecida en holocausto. Quien quiera que llevaba en sus sandalias polvo de países habitados por paganos, debía sufrir una purificación especial. Lo mismo era respecto de un hebreo que salía recientemente de la cárcel, o a quien se alzaba por el Sanhedrín una sentencia de excomunión. Por último, todos los Judíos indistintamente, debían, en los siete días precedentes, cortarse los cabellos y lavarse los vestidos. Las prescripciones simbólicas de la ley de Moisés se han trasformado en el seno de la Iglesia de Jesucristo en la realidad del verdadero Cordero Pascual, y de la purificación espiritual de las almas, que precede a la Pascua Eucarística. [574]



§ IV. Regreso a Jerusalén

43. «Estando para cumplirse, dice el Evangelista, el tiempo en que Jesús había de salir del mundo, se puso en camino, mostrando un semblante resuelto para ir a Jerusalén. Y envió delante de sí algunos de sus discípulos, que habiendo partido, entraron en una ciudad de Samaritanos a prepararle hospedaje. Mas los habitantes no quisieron recibirle, porque daba a conocer que iba a Jerusalén. Y viendo esto sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: ¿Quieres que mandemos que llueva fuego del cielo y los devore? Pero Jesús vuelto a ellos, les respondió, diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos. Y con esto se fueron a otra aldea 920». El odio de los Samaritanos contra Jerusalén estalla aquí en toda su violencia. Niégase a Jesús la hospitalidad, únicamente porque se dirige hacia esta ciudad aborrecida. Los sentimientos de indignación de los Apóstoles se traducen en un lenguaje que debe admirar singularmente a nuestros racionalistas modernos. ¡Qué extraña proposición la de Santiago y de Juan! ¿Se concebiría, si no hubieran sido mil veces testigos de los prodigios obrados por su Maestro, que pudieran racionalmente dirigirle semejante palabra? Sin embargo, el buen Pastor que iba a dar su vida por sus ovejas, les atrae al verdadero espíritu de su vocación. «No he venido a perder las almas, sino a salvarlas». La mansedumbre 921 del divino Maestro absuelve a la ciudad inhospitalaria; y en vez de tomar Jesús su camino por el territorio Samaritano, cambia de dirección y se vuelve a Jerusalén por el camino de Jericó, es decir, que arrostra ostensiblemente el peligro que le ha creado el reciente decreto del Sanhedrín, pues en el camino que recorre, podrán darle muerte legalmente todos los judíos, a él y a sus discípulos.

44. «Continuaron, pues, dice el Evangelista, el camino que sube a Jerusalén, y Jesús se les adelantaba, y estaban los discípulos como atónitos, y le seguían llenos de temor. Y tomando aparte de nuevo a los doce, comenzó a repetirles lo que había de sucederle. Nosotros, como veis, les dijo, vamos a Jerusalén, donde [575] el Hijo del hombre será entregado a los Príncipes de los Sacerdotes y a los Escribas y Ancianos, que le condenarán a muerte y le entregarán a los Gentiles, y le escarnecerán y le escupirán, y le azotarán y le quitarán la vida, y al tercer día resucitará. -Pero los doce no comprendieron ninguna de estas cosas, antes era un lenguaje desconocido para ellos, ni entendían la significación de las palabras dichas 922». Era la tercera vez que el Salvador del mundo revelaba tan explícitamente a los Apóstoles el misterio de su pasión, de su muerte y de su resurrección. Sin embargo, a pesar de la claridad de semejante lenguaje, a pesar de la gravedad de las circunstancias en que se encontraban, persuadidos más y más los Apóstoles de la divinidad de su Maestro, rehúsan creer en la posibilidad de tantas humillaciones e ignominiosos suplicios. Obsérvese bien, ellos mismos son los que nos confiesan la obstinación de su credulidad sobre este punto. Sequentes timebant. La animosidad de los Judíos les consterna, respecto de sí mismos; pero en lo concerniente a Jesucristo, no sólo no imaginan tener el menor cuidado, sino que no comprenden ni aun la sencilla, clara y circunstanciada profecía que les dirige. ¿Qué idea tenían, pues, de Jesús los Apóstoles? Evidentemente, si no hubieran tenido la fe más firme y más indestructible en su divinidad, hubieran comprendido demasiado su predicción.

45. Entre tanto, la multitud de peregrinos que se dirigía hacia Jerusalén, se les reunió en breve, y rodeó al Salvador. «En esto, dice el Evangelista, llegaron a Jericó. Y habiendo entrado allí, atravesaba Jesús la ciudad. Y he aquí que un hombre llamado Zaqueo, jefe entre los publicanos, hacía diligencias para conocer a Jesús de vista, y no pudiendo conseguirlo a causa del gentío, por ser de muy pequeña estatura, se adelantó corriendo y subiose a un sicomoro para verle, porque había de pasar por allí. Y habiendo llegado Jesús a aquel lugar, alzando los ojos le vio, y díjole: Zaqueo, baja luego, porque importa que yo me hospede hoy en tu casa. Él bajó a toda prisa y le recibió gozoso. Y todos, al ver esto, murmuraban, diciendo, que se había ido a hospedar a casa de un hombre pecador o de mala vida. Pero Zaqueo, puesto en pie, en presencia del Señor, le dijo: Señor, yo doy la mitad de mis bienes a los pobres, [576] y si he defraudado en algo a alguno, le voy a restituir cuatro tantos más. -Jesús le respondió: Ciertamente que el día de hoy ha sido de salvación para esta casa, pues que también éste es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que había perecido 923».

«El jefe de los publicanos» Princeps publicanorum, es decir, el encargado de las aduanas y de la percepción de los tributos, tasas y peajes de Jericó, para el fisco de César, era a los ojos de los Judíos un excomulgado, un gentil, cuyo solo contacto hacía adquirir la mancha de impureza legal. Tal es el sentido de los murmullos de la multitud. Jesús no teme, al volver a Jerusalén para la festividad de la Pascua, adquirir públicamente esta mancha que evitaban con tanto cuidado sus compatriotas. Ellos, que se purificaban por medio de multiplicadas abluciones, únicamente por haber conservado sus sandalias el polvo de las regiones idólatras que habían atravesado durante la peregrinación, no conciben que pueda ir Jesús a Jerusalén a comer el Cordero Pascual, después de haber comunicado en el camino con «un hombre pecador». Hállase en el empadronamiento de Zorobabel, al regreso de la cautividad de Babilonia, una familia judía llamada Zachai, ya muy importante entonces, puesto que se elevaban los miembros de esta casa al número de setecientos sesenta 924. El Talmud ha conservado igualmente la memoria de esta antigua familia 925. Hay, pues, motivo para creer que el Zaqueo 926 del Evangelio era de origen hebreo. Pero al aceptar la desacreditada función de agente del fisco, había descendido de su clase y condición, según el reglamento farisaico, considerándose desde entonces deshonrado un Judío, en mantener con él otras relaciones que las puramente oficiales. He aquí por qué rehabilita Jesús al publicano, diciendo: «Este hombre es también un hijo de Abraham». El salvador no había encontrado nunca a Zaqueo, y no obstante, le conoce sin que nadie le nombre; le llama por su nombre al verle en el sicomoro, a donde había subido el Publicano para dar más altura a su poca talla. Así buscó la humanidad elevarse hasta Dios sobre los sicomoros de las religiones antiguas, sin poder llegar a las alturas celestiales. Era preciso que el Verbo Encarnado [577] se bajase él mismo, y viniera a decir al orgullo humano: ¡Zaqueo, baja pronto, porque pienso hoy hospedarme en tu casa! Recibir a Jesús, es recibir, con la gracia de conversión, la fuerza de hacer bien. El humilde Zaqueo se eleva un instante por la fe, al heroísmo de la virtud. La tradición judaica había fijado en un quinto de la renta anual la suma de las limosnas de un Hebreo infiel. Nadie estaba obligado a hacer más. El Publicano se ofrece a distribuir a los pobres la mitad de sus bienes, y a dar el cuádruplo a aquellos a quienes hubiera podido defraudar. ¡Verdaderamente, si en la víspera era el Zaqueo «un pecador» como le echaba en cara la multitud, es a la sazón un modelo de caridad, de abnegación y de fe!

46. «Jesús, dice el Evangelista, añadió en seguida esta parábola, atento a que se hallaba vecino a Jerusalén, y las gentes creían que luego se habla de manifestar el reino de Dios. Dijo, pues: Un hombre de ilustre nacimiento marchose a una región remota para recibir la investidura del reino, y volver con ella. Con cuyo motivo, habiendo convocado a diez de sus criados, dioles diez minas 927, diciéndoles. Negociad con ellas hasta mi vuelta. -Es de saber, que sus naturales le aborrecían; y así, despacharon tras de él embajadores, diciendo: No queremos a ése por nuestro rey. -Mas habiendo tomado posesión del reino, volvió e hizo llamar los criados a quienes había dado su dinero, para informarse de lo que había negociado cada uno. -Vino, pues, el primero y dijo: Señor, tu mina ha adquirido diez minas. Y el Señor le dijo: Bien está, buen criado, ya que en esto poco has sido fiel, tendrás mando sobre diez ciudades. Llegó el segundo, y dijo: Señor, tu mina ha dado cinco minas. Dijo asimismo a éste: Tú tendrás también el gobierno de cinco ciudades. Vino otro y dijo: Señor, aquí tienes tu mina que he guardado envuelta en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre de un natural duro y austero, tomas lo que no has depositado, y siegas lo que no has sembrado. -El príncipe respondió: ¡oh mal siervo! por tu propia boca te condeno: sabías que yo soy un hombre duro y austero, que me llevo lo que no deposité, y siego lo que no he sembrado: ¿pues cómo no pusiste mi dinero en el banco para que yo en volviendo lo recobrase con los intereses? Por lo que, dijo a los que estaban presentes: Quitadle la mina, [578] y dádsela al que tiene diez minas. -Pero, Señor, exclamaron, ¡si tiene ya diez minas! Respondió el Señor: Dígoos, que a todo aquel que tiene, dársele ha, y se hará rico; pero al que no tiene, aun lo que parece que tiene se le ha de quitar. Pero en orden a aquellos enemigos míos que no me han querido por rey, conducidlos acá y quitadles la vida en mi presencia 928».

47. «De cada rasgo de los discursos más auténticos de Jesús resulta, que no tuvo conocimiento alguno del estado general del mundo, escribía ha poco un literato. Parece que ignoraba el nuevo estado de sociedad que inauguraba su siglo. No tuvo idea alguna del poder romano, habiendo llegado solamente a él el nombre de «César 929». Esto es correcto como una lección de profesor a un escolar de vigésimo Orden; el cinismo del sacrilegio afecta aquí los aires del pedantismo más estirado, en su proverbial ignorancia. Perdónesenos por esta vez la explosión de un sentimiento que hemos podido comprimir hasta aquí, en ciertos límites. Pero si es permitido a un retórico ultrajar así al Dios de los cristianos y al hombre más grande de la historia para los mismos racionalistas, debe permitirse la indignación a un cristiano que adora a Jesús como Dios, y que le encuentra, como hombre, superior a todo cuanto puede concebir la humanidad. Y ahora, diremos al sofista, ¿habéis leído por acaso la parábola de las diez Minas de plata? ¿La habéis comprendido? ¡Qué inverosimilitud en el tema evangélico! Parte un pretendiente a recibir la corona en una región extranjera, y le envían los habitantes mismos del país una embajada encargada de decirle: «¡No queremos que este hombre reine sobre nosotros!» El nuevo emperador de Méjico parte en este momento para sus remotos Estados, ¿cómo imaginar que alarmada la Germanía, le haga seguir a su futura capital de una diputación que le diga: la Alemania no quiero que el archiduque Maximiliano suba hoy al trono de Viena? No es posible que cupiera semejante concepción política en la cabeza de un demente. Tal es, no obstante, dicen los racionalistas, la idea de la Parábola. Los compatriotas del pretendiente del Evangelio son realmente los que protestan contra él, cuando deberían, por el contrario juzgarse sobrado felices en verse desembarazados de su odiosa presencia. Es inexplicable el paso que dan; y no obstante, el pretendiente [579] coronado vuelve a ejercer su tiranía en su propio país, y quita la vida a los desgraciados que se han permitido combatir sus ambiciosos designios. ¡Cómo hallar en todo esto la apariencia de alguna noción de política! Indudablemente, pues, «Jesús no tenía conocimiento alguno del estado general del mundo; y juzgada su argumentación según las reglas de la lógica aristotélica, era muy débil». Pues bien, esta parábola inverosímil, incoherente, ininteligible, es la historia verdadera, exacta y luminosa de las relaciones políticas de la Judea con el poder romano en tiempo de Nuestro Señor Jesucristo «El hombre de noble raza que parte a una región lejana a recibir la regia investidura», tenía para todos los oyentes de la Parábola, un nombre muy conocido. Su tiranía, impuesta en un principio, y quebrantada en seguida por el poder del César, era para los Judíos uno de los acontecimientos más importantes de su historia contemporánea, habiendo sido su resultado la pérdida de su independencia nacional, la extinción de la monarquía jerosolimitana, y la reducción de la Palestina a provincia romana. Aquí se alude a Arquelao, hijo de Herodes, el Idumeo, que debió embarcarse en Joppé, y volver a Italia a solicitar del emperador Augusto la confirmación del testamento paterno y la investidura del reino de Judea 930. Ya hemos trazado más arriba este episodio. Las circunstancias eran críticas. La degollación de los tres mil Hebreos bajo los Pórticos del Templo, mandada por Arquelao, había levantado un grito de indignación en toda la Palestina. Por todas partes se hallaba armado el pueblo. Arquelao, antes de su partida, había confiado sus tierras, sus bienes muebles y los tesoros de su padre a algunos amigos y servidores fieles, entre los cuales nombra Josefo al oficial Filipo, que defendió, durante la ausencia del príncipe, con riesgo de su vida, las sumas que se le habían entregado, contra la rapacidad de Sabino, gobernador de Siria 931. Estos pormenores históricos son el comentario vivo de las palabras del Evangelio: «Habiendo llamado a diez de sus criados, entregó a cada uno una mina, diciendo: negociad con ellas hasta que yo vuelva». Sin embargo, una diputación de cincuenta Judíos había seguido a Arquelao a Roma. Agregaron a ella los ocho mil Hebreos fijados en la capital del mundo, y todos juntos se postraron a los pies de Augusto, suplicándole [580] que los desembarazase para siempre de la dinastía de Herodes. Herodes, dijeron ellos, no fue un rey, sino un monstruo. Si pudiera reinar sobre los hombres una fiera, sería menos cruel. Esperábamos de su hijo Arquelao una conducta más prudente y moderada, y ha respondido a nuestra esperanza con la degollación de tres mil Hebreos, en el recinto del Templo de Jerusalén 932». Tal es el discurso que pone el historiador Josefo en boca de los embajadores judíos. La Parábola lo resume en una fórmula más concisa y no menos enérgica: «No queremos que reine este hombre sobre nosotros». Sabido es que la política imperial, sin consideración a la protesta de todo un pueblo, confirió al pretendiente el título de Etnarca de la Judea. Arquelao volvió, pues, como señor irritado, a un país que entregaba a su tiranía la investidura concedida por César. Sació de riquezas y de honores a todas sus hechuras, haciendo caer sobre el partido de la oposición todo el peso de su resentimiento y de sus venganzas, hasta que acarreó la misma exageración de sus crueldades su propia ruina y la de la nacionalidad hebraica. Por eso en la Parábola le hace decir el Salvador: «¡Tú sabias que yo soy un Señor implacable que tomo lo que no he depositado, y que siego lo que no he sembrado!»

48. He aquí cómo «no tuvo Jesús conocimiento alguno del estado general del mundo, ni idea alguna exacta del poder romano». Es manifiesta la aplicación de la Parábola al reinado del Salvador. El Hijo de Dios descendía del cielo para venir a buscar en esta región lejana y terrestre, una regia investidura. Iba a Jerusalén a oír los gritos de reprobación de una multitud ciega. «No queremos, dijeron los Judíos, que reine este hombre sobre nosotros». Su trono, será una cruz; su diadema una corona de espinas; su advenimiento la muerte. Y no obstante, vendrá un día con el aparato de la majestad suprema, y pedirá una severa cuenta a los que hayan recibido el depósito de sus enseñanzas, de su doctrina y de sus luces. La mina de plata de la Parábola evangélica, es el don de la fe, confiado por el divino Maestro a la responsabilidad de cada conciencia. Es preciso que fructifique el sagrado depósito en nuestras manos. ¡Desdichado el mandatario negligente e infiel que haya enterrado su tesoro, durante la ausencia del monarca! Al regreso, [581] le abrumará el Juez supremo con su cólera, así como vengará en sus enemigos su sediciosa oposición. Al Nolumus hunc regnare super nos, responderá la sentencia que ha de entregar a los malditos al eterno imperio de Satanás.

49. «Al salir de Jericó Jesús y sus discípulos, seguidos de una multitud inmensa, dice el Evangelista, un ciego llamado Bartimeo (hijo de Timeo) se hallaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Y sintiendo el tropel de la gente, preguntó qué novedad era aquella. Dijéronle que Jesús Nazareno pasaba por allí de camino. Y al punto se puso a gritar: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí. Los que iban delante, le reprendían para que callase. Pero él levantaba mucho más el grito: Hijo de David, ten piedad de mí. Parose entonces Jesús y mandó traerle a su presencia. Llamaron, pues, al ciego, diciéndole: Ea, ten confianza, levántate que te llama. A estas palabras, arrojando al suelo su capa al instante, se puso en pie y vino a Jesús. Cuando Jesús le tuvo ya cerca, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? -El ciego le respondió: Señor, haz que yo vea. Y Jesús le dijo: Anda, que tu fe te ha salvado. Y el ciego vio al momento, y se puso a seguir a Jesús por el camino, dando gloria a Dios. Y todo el pueblo, testigo del milagro, alabó al Todo Poderoso 933». Nuestros literatos se lisonjean de haber resumido imparcialmente este hecho evangélico en las tres líneas siguientes: «Al salir de la ciudad el mendigo Bartimeo le dio sumo gusto, llamándole obstinadamente 'Hijo de David', no obstante intimársele que callara 934».

50. El divino Maestro prosiguió su camino a Jerusalén en medio de ovaciones triunfales y sembrando milagros a su paso. La excomunión del Sanhedrín fue impotente ante el entusiasmo popular, y las precauciones que quisieron tomar los discípulos desde luego contra manifestaciones que comprometían, tales como los clamores del mendigo Bartimeo, llegaban a ser inútiles. Todos debieron creer que se iba camino de un trono. Sólo Jesús sabía que iba al Gólgota. «Seis días antes de la Pascua 935, continúa el Evangelista, volvió Jesús a Bethania, donde había muerto Lázaro, a quien resucitó Jesús. Durante su permanencia allí, le dispusieron una cena en casa de Simón el Leproso. Marta servía y Lázaro era uno de los [582] que estaban a la mesa. Y durante la cena, María, llevando en la mano un vaso de alabastro lleno de un perfume precioso de ungüento de nardo puro 936, se acercó al triclinio en que estaba reclinado Jesús, quebró el vaso de alabastro y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús, ungiendo también sus pies, que enjugó con sus cabellos, y se llenó la casa de la fragancia del perfume. Indignáronse algunos de sus discípulos de esta profusión, y Judas Iscariote, uno de los doce Apóstoles, aquel que había de entregar a su Maestro, dijo: ¿Para qué esta prodigalidad de un perfume que se hubiera podido vender en más de trescientos denarios para limosna de los pobres? Esto dijo, no porque él pasase algún cuidado por los pobres, sino porque era ladrón; y teniendo la bolsa, quitaba el dinero que entraba en ella. Pero Jesús, conociendo estos murmullos, les dijo: ¿Por qué censuráis a esta mujer? La obra que ha hecho conmigo, es buena y laudable; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien (o darles limosna) cuando quisiereis; mas a mí no me tendréis siempre. Al verter sobre mí este perfume, se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo, que do quiera que se predicare este Evangelio por todo el mundo, se contará también en memoria o alabanza de esta mujer lo que acaba de hacer 937».

51. Hay en la narración del festín de Bethania supuestos tales como nos ha suministrado en gran número el estudio del sagrado texto y que son otras tantas pruebas intrínsecas de autenticidad. La Caena, es decir, la comida de la noche, es ofrecida con gran pompa al divino viajero. Jesús llegaba a Bethania el sexto día antes de la Pascua, es decir, el 7.º del mes de Nisan (8 de abril) que caía aquel año en viernes. Pues bien; la cena de la noche del viernes, conforme a la costumbre judaica que contaba los días de [583] una puesta del sol a otra, se llamaba la Cena del Sábado, y era siempre más solemne que las demás. Ocho días después, se ofrecía únicamente por alimento al Hijo del hombre la hiel y el vinagre del Gólgota. La pequeña ciudad quiere obsequiar dignamente en esta ocasión la llegada del Salvador. El Evangelista lo da a comprender suficientemente, indicando que fue la cena obra de los habitantes. Fecerunt autem ei caenam ibi. Pero ¿por qué este universal afán? Si como pretenden los racionalistas, no hubiera sido más que una farsa de familia, representada hábilmente por Marta y María, es evidente que se hubiera sospechado algo en aquella pequeña población. Había en Bethania, como en cada una de nuestras aldeas, entendimientos perspicaces y rebeldes a la seducción, que hubieran adivinado el fraude, y en tal caso se hubiera dejado a la familia que se jactaba de haber sido objeto del pseudo milagro, el honor muy equívoco de ofrecer la hospitalidad al pretendido taumaturgo. Mas, por el contrario, la aldea de Bethania procura una ovación al Salvador. Fecerunt autem caenam ibi. Elígese la casa más considerable de la población, la de Simón el Leproso. ¿Quién era Simón el Leproso? Si recordamos las rigurosas prescripciones de la ley mosaica, relativamente a la lepra, hay motivo para creer, que había sido invadido de esta horrible enfermedad. Había, pues, sido leproso, pero no lo era ya; y según la tradición de todos los Padres, debía su curación a la omnipotencia de Jesús. Uno de los convidados es Lázaro, el resucitado. Marta, su hermana, quiere servir por sí misma, y María derrama sobre la cabeza del Salvador un vaso de alabastro, lleno de un perfume de nardo, de valor de más de trescientos denarios 938. Si no hubo resurrección en Bethania, si jamás curó Jesús leprosos, ni verificó un solo milagro, todo esto es ininteligible. Sin embargo, el texto del Evangelio lleva en cada línea un testimonio irrecusable de veracidad. Supóngase que se quiere ofrecer hoy un festín a un huésped distinguido; ¿quién pensaría nunca en derramar sobre su cabeza, en medio de la comida, un ungüento perfumado? Entre los Judíos era costumbre en los banquetes solemnes, ungir de esta suerte la cabeza del Rabbi que los presidía. María Magdalena celebra la llegada del divino Maestro como el acontecimiento más feliz. La acción espontánea de Magdalena [584] se explica, pues, por las costumbres locales. Pero ¿por qué romper el vaso de alabastro en vez de abrirlo solamente para derramar su contenido? El alabastro era entre los antiguos, así como entre nosotros, una materia preciosa, que no se prodigaba inútilmente. En aquel tiempo lo monopolizaba la ciudad de Tiro, pues según dice Plinio el naturalista, tallábase allí y se hacían vasos que tenían la propiedad de conservar admirablemente los perfumes 939. Sin embargo, María Magdalena quiebra el vaso precioso: Fracto alabastro. Era costumbre judaica en los festines suntuosos, romper un vaso de valor; acción simbólica que debía recordar a los convidados la fragilidad humana y la corta duración de los goces o alegrías de la vida 940. En esta circunstancia, la copa quebrada en Bethania tenía una significación que determina aun más el mismo Jesús. Mientras murmura Judas, el ladrón y el traidor, de esta prodigalidad, llama el Salvador la atención de los oyentes sobre su muerte próxima. Anuncia que María no podrá tributarle otros deberes sepulcrales que este embalsamamiento anticipado; y añade, que no perderá jamás el mundo la memoria de este acto de adicta y respetuosa ternura. Profecía dupla, que se verifica en su primer parte con ocho días de intervalo, y en su segunda parte se efectúa aun a nuestra vista, y no ha cesado de realizarse en un período de diez y ocho siglos. La Iglesia Católica celebra la piedad de Magdalena, la perpetúa en su seno, y no cesa de derramar preciosos perfumes a los pies del Dios de la Eucaristía.

52. El día siguiente, sábado, permaneció Jesús en Bethania. Sabiendo una multitud de Judíos que estaba allí, dice el Evangelio, vinieron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Por eso los Príncipes de los Sacerdotes deliberaron quitar también la vida a Lázaro, visto que muchos de los Judíos, por su causa, se apartaban de ellos, y creían en Jesús 941. «Tal fue la sentencia de excomunión pronunciada por el Sanhedrín contra Lázaro. El Talmud refiere, dice el doctor Sepp, que al día siguiente de la llegada de Jesús a Bethania, habiéndose divulgado esta noticia por Jerusalén, envió allí el Gran Consejo a dos de sus miembros, Ananías y Azarías, con el fin de tenderle [585] algún lazo. Estos dos emisarios llegaron hasta Nobé, población sacerdotal, situada al Oeste y muy próxima a Bathania, pues es verosímil que no se atrevieran a entrar en una población en que se aclamaba al Salvador. Es digno de notarse que la antigua aldea de Nobé, en cuyo solar todavía subsisten algunas cabañas, lleva aún hoy entre los Árabes el nombre de Villa de Jesús, sin que se encuentre nada en el Evangelio que pueda ilustrarnos sobre el origen de este nombre 942».

53. «Al día siguiente 943, dice el Evangelista, acercándose Jesús y sus discípulos a Jerusalén, luego que llegaron a la vista de Bethphagé al pie del Monte de los Olivos, despachó Jesús a sus discípulos, diciéndoles: Id a esa aldea que se ve en frente de vosotros, y a la entrada encontraréis un jumentillo en el cual nadie ha montado hasta ahora, atado junto a su madre. Desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta ¿por qué le desatáis? contestad: El Señor lo ha menester; y al instante se os los dejará llevar. Todo esto sucedió en cumplimiento de lo que dijo el Profeta: Decid a la hija de Sión: mira que viene a ti tu rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino 944». Los dos discípulos hicieron lo que Jesús les mandó, y hallaron el pollino atado junto a su madre ante la puerta de Bethphagé en la confluencia de dos caminos; y estando desatándole, algunos de los que estaban allí, les dijeron: ¿Qué hacéis? ¿Por qué desatáis ese pollino? Lo necesita el Maestro, contestaron los discípulos, conforme a lo que Jesús les había mandado, y se lo dejaron llevar. Y trajeron el pollino a Jesús seguido de su madre, y habiéndolos aparejado con los vestidos de ellos, montó Jesús en él 945. Entre tanto la multitud que acudía de Jerusalén para la fiesta de Pascua, habiendo sabido que llegaba Jesús, salió de la ciudad llevando ramos de palmas en las manos, y fueron a su encuentro, exclamando: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre el Señor! Y las gentes tendían sus vestidos por el camino y cortaban [586] ramas u hojas de los árboles, y las esparcían por donde había de pasar. Y estando ya cercano a la bajada del Monte de los Olivos, todos los discípulos en gran número comenzaron a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto, diciendo: ¡Bendito sea el rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas del firmamento! Y las gentes, tanto las que iban delante como las que iban detrás, clamaban diciendo: ¡Hosanna 946 al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el reino de nuestro padre David que vemos llegar ¡Hosanna en lo más alto de los cielos! -Algunos de los Fariseos que iban entre la gente, dijeron a Jesús: ¡Maestro, haz callar a tus discípulos Respondioles él: En verdad os digo, que si éstos callan, las mismas piedras prorrumpirán en aclamaciones. -Al llegar cerca de Jerusalén, poniéndose a mirar esta ciudad, derramó lágrimas sobre ella, diciendo: ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! que matas a los profetas y apedreas a los que a te son enviados; cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo sus alas, y tú no lo has querido 947. ¡Ah! si por lo menos conocieses en este día que se te ha dado lo que puede atraerte la paz o felicidad; mas ahora, está todo ello oculto a tus ojos. ¡Porque vendrá para ti un tiempo en que tus enemigos, te circunvalarán, y te rodearán de contramuro, y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán con los hijos tuyos que tendrás encerrados dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre [587] piedra, por cuanto has desconocido el tiempo en que Dios te ha visitado 948 -Después de haber hablado así, continuó su camino. Entrado que hubo en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad, diciendo muchos: ¿Quién es éste? -A lo que respondían las gentes: ¡Éste es el Profeta Galileo, Jesús de Nazareth! -Así fue como hizo el Señor su entrada en el Templo. Y al llegar a él, echó fuera a todos los que vendían allí y compraban, y derribó las mesas de los banqueros o cambiantes y las sillas de los que vendían palomas, y les dijo: Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración; mas vosotros la tenéis hecha una cueva de ladrones. -Al mismo tiempo le fueron conducidos varios cojos y ciegos que estaban en los pórticos del Templo, y los curó. Los Príncipes de los Sacerdotes y los Escribas buscaban el medio de perderle, pero temían atacarle, porque le demostraba su admiración la multitud. Testigos, pues, de las maravillas que hacía y oyendo a los mismos niños aclamarle en el Templo, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David, le dijeron: ¿Oyes estas aclamaciones? Jesús les respondió: Sí, por cierto. Pues ¿qué no habéis leído jamás la profecía: De la boca de los infantes y niños de pecho es de donde sacaste la más perfecta alabanza 949? «Si estos niños callaran las mismas piedras hablarían. -Y siendo ya tarde, salió Jesús de la ciudad de Bethania 950».



DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § II. Resurrección de Lázaro