DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § IV. Regreso a Jerusalén



Capítulo X

La Semana Santa

Sumario

§ I. LUNES SANTO.

1. Situación de los espíritus en Jerusalén. -2. Vuelta de Jesús al Templo. Solicitan hablarle varios extranjeros. -3. ¿Quiénes eran estos extranjeros? -4. Respuesta de Eusebio a esta pregunta. -5. La narración de Eusebio es desechada como apócrifa por la crítica moderna. -6. Descubrimiento de un monumento que confirma la autenticidad del relato de Eusebio. -7. Texto de la Historia de Armenia, por Moisés de Corene. La tradición victoriosa de los argumentos de la crítica moderna.

§ II. MARTES SANTO.

La higuera maldita en el camino de Bethania. Objeciones del racionalismo. -9. La estación de los higos. -10. Sentido de la parábola en acción, de la higuera maldita. -11. Origen del poder de Jesús. Parábola de los dos hijos. -12. Parábola de los viñadores y del Padre de familia. -13. Parábola del festín nupcial. -14. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». -15. Falta de inteligencia de la exégesis racionalista. -16. Los saduceos y la resurrección de los muertos. -17. El mandamiento mayor. -18. Último anatema contra los Escribas y los Fariseos. El cepillo de las ofrendas. La pobre viuda. -19. Profecía de la ruina de Jerusalén. -20. Autenticidad de la profecía evangélica. -21. El fin del mundo. -22. Parábola de las diez Vírgenes. -23. Juicio final.§ III. MIÉRCOLES SANTO.

24. La higuera maldita en la víspera, queda completamente estéril. -25. El conciliábulo del Sanhedrín. Judas Iscariote vende a su Maestro.

§ IV. JUEVES SANTO

26. Preparación de la última Pascua. El Parasceve. El Cenáculo. Jesús lava los pies a los Apóstoles. -27. La Cena Pascual según el ritual judaico. -28. Institución de la Eucaristía. -29. Jesús revela a los Apóstoles la traición de Judas y designa al traidor a San Pedro y a San Juan. -30. Confirmación de la primacía conferida a San Pedro. 31. Predicción de la caída de San Pedro. Promesa de enviar el Espíritu Santo a los Apóstoles. -32. Salida del Cenáculo. La verdadera viña. Últimas enseñanzas. Acto de fe de los Apóstoles. -33. El torrente Cedron. Oración de Jesús.





§ I. El Lunes Santo

1. La entrada triunfal de Nuestro Señor en Jerusalén había deslindado claramente las posiciones. El Sanhedrín y el pueblo se hallaban a la sazón divididos. Por una parte, la sentencia de excomunión, y por otra, la ovación popular; la muerte que meditaba el [590] Gran consejo el reino de David, que aclamaba la multitud de gentes, tales eran los dos elementos contradictorios que resumían el estado de los espíritus. El Evangelista representa claramente la situación con estas palabras. «La multitud de gentes que estaban con Jesús cuando llamó a Lázaro del sepulcro y le resucitó de entre los muertos, daba testimonio del milagro. Por esta causa salió tanta gente a recibir a Jesús; por haber oído que había hecho este milagro. En vista de lo cual, dijéronse unos a otros los Fariseos. ¿Ves cómo no adelantamos nada? He aquí que todo el mundo se va en pos de él 951». La resurrección de Lázaro había sido, pues, para la multitud, la última y solemne demostración de la divinidad de Jesús. Después de este prodigio patente e irresistible, desaparecen todas las anteriores vacilaciones. ¡Jesús es el Mesías, el heredero del trono de David, el verdadero rey de Israel! Sin embargo, no era Lázaro el único a quien hubiera resucitado de entre los muertos el divino Maestro. La hija de Jairo 952, el hijo de la viuda de Naín 953, vueltos a la vida con una palabra del Salvador, habían demostrado hacía largo tiempo a toda Judea el divino poder de Jesús. Pero las circunstancias de las dos anteriores resurrecciones, el sitio en que se habían verificado, las personas que habían sido su objeto, no ofrecían igual notoriedad ni el mismo carácter solemne. La hija del oficial de Cafarnaúm se hallaba aun en el lecho de muerte en que acababa de exhalar el último suspiro, cuando la reanimó la voz omnipotente de Jesús. El hijo de la viuda de Naín no había entrado todavía en posesión de su tumba, «de la casa de su eternidad», como decían los Judíos, cuando se levantó del féretro a la orden de Nuestro Señor. Ya hemos dicho que los Hebreos creían, que el alma revoloteaba durante tres días alrededor de sus mortales despojos, para volver a entrar en ellos, y que los abandonaba definitivamente cuando comenzaban a manifestarse señales de descomposición en el cadáver. La consignación oficial de la muerte requería, pues, tres días; he aquí por qué no se cerraba sin remisión el monumento fúnebre hasta que trascurría este plazo. Por esta misma razón quiso sin duda el Salvador del mundo resucitar el mismo día tercero después de su muerte. Verdaderamente las condiciones bajo las cuales se verificó la resurrección de Lázaro realzaron a los ojos de los Judíos lo pasmoso [591] del prodigio. El teatro del acontecimiento, su fecha, la persona respecto de la cual se verificaba, todo desafiaba aquí la crítica más recelosa o suspicaz. Jerusalén se hallaba, al aproximarse las Pascuas, invadida de una multitud de gentes que acudían de todos los puntos del universo. Bethania estaba a las puertas de Jerusalén, y el mismo Lázaro era conocido de toda la capital. La enfermedad, la muerte, la sepultura y la resurrección de Lázaro no habían podido quedar ignoradas. Una inmensa publicidad cercaba estos hechos. Los Príncipes de los Sacerdotes mismos no intentan ponerlos en duda, y sólo se lamentan de ver al pueblo correr hacia Jesús. Excomulgan a Lázaro y quisieran darle muerte, para desembarazarse de un testigo vivo, cuya sola presencia decía más, sobre la divinidad de Jesús, que todos los razonamientos y discursos. Durante la noche, deliberan sobre los medios de verificar su obra de odio y de venganza. Entre tanto, Jesús se retira según su costumbre al Monte de los Olivos a orar por el mundo que iba a redimir con su sangre 954.

2. Al día siguiente (lunes) volvió al Templo. «Entre la multitud de gentes reunida bajo los pórticos, dice el Evangelista, había algunos Gentiles, de los que habían venido para adorar a Dios en la solemnidad pascual. Éstos se llegaron a Felipe, natural de Betsaida en Galilea, y le hicieron esta súplica: Señor, deseamos ver a Jesús. Felipe se lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús. Jesús les respondió diciendo: Ha llegado la hora en que debe ser glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. Así, el que ama su vida (desordenadamente) la perderá, mas el que la aborrece (o la mortifica) en este mundo, la conserva para la vida eterna. Si alguno me sirve, sígame, y donde yo estoy, allí estará también el que me sirve, y a quien me sirviere, le honrará mi Padre. Pero ahora mi alma está agitada o conturbada 955. ¿Y que diré?, ¡Oh Padre, líbrame de esta hora! Mas no; que para esa misma [592] hora he venido al mundo. ¡Oh Padre! glorifica tu nombre. Entonces se oyó una voz del cielo que decía: ¡Le he glorificado ya, y le glorificaré todavía más! -La gente que allí estaba y oyó esta voz, decía que había dado un trueno. Otros decían: Un Ángel le ha hablado. Pero Jesús les respondió y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora mismo va a ser juzgado el mundo: ahora el príncipe de este mundo va a ser lanzado fuera. Y cuando yo seré levantado en alto en la tierra, todo lo atraeré a mí. (Esto lo decía para dar a entender de qué muerte había de morir.) Respondiole el pueblo. Nosotros sabemos por la Ley 956, que el Cristo debe vivir eternamente ¿pues cómo dices que debe ser levantado en alto (o crucificado) el Hijo del hombre? ¿Quién es ese Hijo del hombre de quien hablas? -Respondioles Jesús. La luz aún está entre vosotros por un poco tiempo. Caminad, pues, mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas, que quien anda entre tinieblas no sabe adónde va. Mientras tenéis luz, creed en la luz para que seáis hijos de la luz. Mas con haber hecho Jesús tantos milagros delante de ellos, no creían en él, de suerte que vinieron a cumplirse las palabras que dio el profeta Isaías: ¡Oh Señor! ¿quién ha creído lo que oyó de nosotros? ¿y quién reconoció el poder de vuestro brazo? 957» Por eso no podían creer, y su obstinación realizaba esta otra predicción de Isaías: El Señor cegó sus ojos y endureció su corazón, para que con los ojos no vean y no perciban en su corazón, por temor de convertirse y de que yo los cure 958!» Esto dijo Isaías cuando vio anticipadamente la gloria del Cristo, y predijo su advenimiento. No obstante, hubo aun de los magnates que creyeron en él; mas por temor de los Fariseos no lo confesaban, para que no los echasen de la Sinagoga. Y es que amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios. Jesús, pues, alzó la voz y dijo: Quien cree en mí, no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que a mí me ve, ve al que me envió». Yo, que soy la luz, he venido al mundo para que quien cree en mí, no permanezca entre las tinieblas. Que si alguno oye mis palabras y no las observa, yo no le doy la sentencia, pues no he venido (ahora) a juzgar al mundo, sino a salvarle. Quien me menosprecia y no recibe mis palabras, ya tiene juez que le juzgue; la palabra que yo [593] he predicado, ésa será la que le juzgue en el último día. Puesto que yo no he hablado de mí mismo, sino que el Padre que me envió, él mismo me ordenó lo que debo decir, y cómo he de hablar. Y yo sé que lo que me ha mandado enseñar es lo que conduce a la vida eterna. Las cosas, pues, que yo hablo, las digo como el Padre me las ha dicho 959. -Después de haber hablado así, habiéndose hecho tarde, los dejó, y saliendo de la ciudad se fue a Bethania con los doce 960».

3. Sabido es que la solemnidad nacional de la Pascua atraía una multitud de Judíos dispersos por toda la haz del imperio romano. Gran número de extranjeros debían trasladarse naturalmente a Jerusalén, en esta circunstancia, ya con una intención piadosa, (porque la religión romana era cosmopolita y no tenía el menor escrúpulo en adorar a los dioses de las naciones extranjeras) ya por los intereses del comercio, o aun por simple atractivo de curiosidad, y únicamente para ver el Templo, una de las siete maravillas del mundo, en el brillo y esplendor no acostumbrados que le daban la reunión de tantos fieles y las pompas de la festividad pascual. Pero aquí nos revela el Evangelio un hecho significativo. Entre «los Gentiles o Helenos», como los llama San Juan, que acudieron en este año a Jerusalén, tienen algunos otro objeto: «Quieren ver a Jesús». La reputación del Salvador había, pues, salvado los límites de la Judea. La fama de sus milagros se había divulgado, según atestiguan expresamente San Mateo 961 y San Marcos 962 por la Fenicia, la Siria y las provincias Árabes. Pero, ¿por qué, puesto que se halla a la sazón el divino Maestro en el Templo, por qué tienen estos extranjeros necesidad de recurrir a la intervención de Felipe, uno de los Apóstoles? Este pormenor, que nota de paso un escritor sagrado, es también una prueba de autenticidad intrínseca. Los «extranjeros» no podían traspasar el recinto del Atrio, llamado con su nombre «Atrio de los Gentiles 963». Pues bien, Nuestro Señor Jesucristo enseñaba entonces a la multitud en el «Atrio de los Judíos», adonde no podían entrar los extranjeros. Los «Helenos» se dirigen, pues, al Apóstol Felipe para obtener el favor de «ver a Jesús». La [594] palabra Helenos, en lengua judía, se aplicaba, desde el imperio de Alejandro el Grande, y sobre todo desde el reinado de Antioco Epifanes, no solamente a los Griegos propiamente dichos, sino a la universalidad de las naciones Orientales, sometidas a la influencia de la civilización griega. «¿Cuál fue, dice el doctor Sepp, el objeto preciso de la entrevista que deseaban obtener del Salvador estos extranjeros? No nos lo indica el Evangelio, pero suplen este silencio dos documentos de una importancia capital 964» que vamos a reproducir íntegros.

4. Eusebio de Cesarea, en su Historia Eclesiástica, se expresaba así en el año 315 de la Era cristiana: «Manifestándose la Divinidad de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo por obras tan prodigiosas, atraía de las comarcas extranjeras más remotas de la Palestina una multitud innumerable de enfermos y lisiados que esperaban que los curase. El rey Agbar, que gobernaba entonces, y no sin gloria, las naciones situadas más allá del Eúfrates, se hallaba afectado de una enfermedad que había declarado incurable la medicina humana. Al saber los pasmosos milagros obrados por Jesús, cuyo nombre se hallaba entonces en todos los labios, y cuyo poder era atestiguado unánimemente, le dirigió, por medio de su secretario, cartas en que le suplicaba fuera a Edessa a curarle. Pero Jesús no fue a esta invitación. Sin embargo, no se desdeñó de contestarle por medio de una carta en que le prometía enviarle un discípulo suyo que le haría recobrar la salud a él mismo, y que salvaría cuanto le rodeaba. No tardó mucho tiempo en realizarse esta promesa. En efecto, después de la Resurrección de Cristo y de su Ascensión al cielo, Tomás, uno de los doce Apóstoles, obedeciendo a una inspiración divina, envió a Tadeo, uno de los setenta y dos discípulos, a Edessa, a predicar el Evangelio. Tenemos la prueba solemne de esto en los archivos de esta ciudad, donde reinaba entonces Agbar, puesto que se han conservado hasta nuestros días las actas públicas que contenían la historia antigua de Edessa, las cuales hemos recorrido, habiéndonos parecido importante transcribir aquí las dos cartas, tales como las hemos sacado de estos Archivos, traduciéndolas fielmente del siriaco:

«Ejemplar de la carta escrita por Agbar a Jesús, y enviada a Jerusalén con el correo Ananías. [595]

»Agbar, toparca de Edessa, a Jesús, el Salvador excelente, que ha aparecido en la región de Jerusalén, salud. He oído hablar de vos y de las curaciones que obráis, sin medicamentos ni plantas medicinales. Se dice que volvéis la vista a los ciegos; que hacéis andar a los cojos; que purificáis de la lepra; que expulsáis a los demonios y a los espíritus impuros; que curáis a los enfermos de las dolencias más inveteradas; y finalmente, que resucitáis a los muertos. Al saber de vos todas estas maravillas, me he persuadido o de que sois el mismo Dios que ha descendido del cielo, o ciertamente el Hijo de Dios. Así, he querido escribiros, para que os dignéis visitarnos, y curarme de la enfermedad que padezco. He sabido que en efecto os persiguen los Judíos, formando contra vos tramas hostiles. La ciudad en que reino es pequeña, pero bastante bien adornada, y bastará para los dos.

»Tal es esta carta escrita por Agbar, en una época en que el rayo de la luz divina no le iluminaba aun más que débilmente. He aquí ahora la respuesta que le envió Jesús, por el mismo secretario. Es corta, pero llena de fuerza y eficacia.

»Contestación de Jesús a Agbar el toparca, llevada por el correo Ananías.

¡Agbar, sois dichoso en haber creído en mí sin haberme visto! Porque está escrito de mí: «Los que me verán, no creerán en mí, a fin de que los que no me vean, tengan fe y recobren la vida eterna 965. Me escribís para que vaya a vuestra corte. Pero tengo que cumplir aquí todas las cosas para que he sido enviado; y después que sean cumplidas debo volver a Aquel que me envió. Cuando haya subido a su lado, os enviaré uno de mis discípulos para que os cure de vuestra enfermedad y abra para vos y para los que os rodean el camino de la vida 966».

5. Este pasaje de Eusebio de Cesarea, citado con elogio por San Gerónimo y conocido de toda la tradición, fue recibido como auténtico durante más de mil años. La crítica del siglo XVII lo relegó con tantos otros, entre los relatos legendarios y las producciones apócrifas. ¿Quién era este Abgar o Agbar? se preguntaban. «Reinó no sin gloria en la Armenia», dice Eusebio; y no obstante, no se encuentra su nombre en parte alguna. ¿Qué autoridad es la de [596] Ananías, el cursor real? Agbar no es nombre Armenio, sino un nombre Árabe. Y por otra parte, ¡qué inverosimilitud en este relato! ¿Cómo suponer que no hubiera dejado rastros semejante mensaje en el Evangelio? Sin embargo, ninguno de los historiadores sagrados dice una palabra sobre él. Finalmente, añaden los críticos, se sabe que Jesús no escribió nunca más que los sagrados caracteres que trazó con el dedo en el pavimento del Templo, en el juicio de la mujer adúltera. Y he aquí que Eusebio se atreve a decir: «¡Jesús no se desdeñó de contestar a una carta escrita por Agbar!» Este último argumento sobre todo, parecía perentorio, puesto que se apoya en la tradición inmemorial de la Iglesia Católica, y por consiguiente, de una verdad absoluta, a saber, que Jesús no dejó en el mundo un solo monumento escrito. Sin embargo, si Eusebio en plena paz, en el reinado de Constantino el Grande, pudo engañar a uno de los siglos más ilustrados de la historia, hablando de los Archivos de Edessa que había visto y en los que tradujo de los mismos originales, del siriaco al griego, dos actos de tanto valor; si pudo inventar todo este relato y legar semejante fábula a la posteridad ¿cuál será el testimonio histórico cuya autenticidad pueda asegurarse nunca? Eusebio de Cesarea, uno de los prelados más célebres de su tiempo, el historiador más exacto y más verídico en todo lo demás, quedará a sabiendas y voluntariamente deshonrado, por una impostura que ni siquiera tenía objeto; porque en fin, acababa de subir al Capitolio la cruz triunfante. No había, pues, necesidad alguna de consolidar, por medio de una mentira oficial pública y peligrosa, una religión que acababa de conquistar al sucesor de los Césares. Tales serían, por tanto, las circunstancias, en medio de las cuales habría dicho el historiador: He encontrado en los Archivos de Edessa dos documentos escritos en siriaco. Todos pueden consultar, si gustan, los originales que han quedado allí. He aquí una traducción literal que he hecho de ellos, con la fidelidad más escrupulosa. Semejante invención atribuida a Eusebio, era absurda. Sin embargo, la crítica mantuvo obstinadamente su negativa, y a la hora presente, preciso es que lo digamos, se halla formada sobre este punto la opinión pública en Francia. Tal vez se habrá preguntado ya el lector: ¿Se habla seriamente cuando se dice que son apócrifas las cartas de Agbar y que éste es un ser fabuloso?

6. Sin embargo, hase presentado en este intervalo un documento [597] inesperado, perfectamente auténtico, y que justifica la tradición de la Iglesia, al paso que da incontestablemente razón a Eusebio de Cesarea contra sus detractores. Nos referimos al texto siriaco de la Historia de Armenia, escrita por Moisés de Corene (370-450). Publicado por primera vez en Londres, en 1736, con una traducción latina y notas, por Whiston, este texto ha sido reproducido en 1841, en Venecia, con una traducción francesa por Le Vaillant y Florival. ¡Cosa extraña! ¡Toda la Francia parece ignorar su existencia, aun hoy día! ¡Hasta tal punto gusta el error acreditado y oficial organizar la conspiración del silencio, en torno de monumentos que podrían turbar su quietud y destruir sus tesis sistemáticas! Moisés de Corene, Arzobispo de Pakrevan, componía en siriaco su Historia de Armenia, en la época misma en que Eusebio de Cesarea reunía todos los documentos oficiales sobre la vida del Salvador, que traducía en griego e insertaba en su Historia Eclesiástica. Moisés de Corene se había hecho el historiador de su nación, mientras que Eusebio llegaba a ser el de la Iglesia universal. Ambos autores no tienen nada de común, ni en el objeto ni en el fin que se propusieron. Así, de diversa patria y de distinto idioma, el uno escribe los anales de su país en el idioma nacional, el otro reúne los elementos de una historia de los orígenes cristianos en el idioma científico de su tiempo. El éxito de ambas obras fue en razón directa de su importancia recíproca. La Historia Eclesiástica de Eusebio se conquistó desde luego un lugar entre los monumentos inmortales, habiéndola conocido y estudiado todas las generaciones cristianas. La Historia de Armenia, por Moisés de Corene, se eclipsó en medio de los desastres del Oriente, y fue completamente olvidada hasta 1736. Desde entonces, su reaparición, casi desapercibida en Francia 967, no cesó de preocupar el mundo sabio en Italia, en Inglaterra y en Alemania.

7. Pues bien, todas las incógnitas que dejó oscuras el texto de Eusebio, se hallan despejadas por el autor armenio, que consagra siete capítulos de su historia al reinado de Agbar. El nombre siriaco de este príncipe era Avagair, que los Griegos y los Latinos, dice [598] Moisés de Corene, para evitar la dificultad de la pronunciación, trasformaron en el de Agbar o Abgar. Célebre en todo el Oriente por su clemencia, su moderación, su justicia y las largas prosperidades de su reinado, Avagair, hijo de Arsames, rey de Armenia, subió al trono en la época en que nacía el Salvador en Belén. En esta fecha se hizo la Armenia tributaria de los Romanos. «Acababa de mandar César Augusto el empadronamiento del universo. En consecuencia de este edicto, fueron enviados a Armenia procuradores romanos, con efigies de César Augusto, las que colocaron en todos los Templos 968». Avagair reconoció el dominio eminente de Roma, pero conservó su independencia relativamente a las pretensiones de Herodes el Idumeo, y más adelante, de Herodes el Tetrarca, a los cuales hizo la guerra con buen éxito. Unido su ejército al de Aretas, hizo sufrir al matador de San Juan Bautista la sangrienta derrota de Maqueronta. En una expedición a Persia, restableció en el trono de este país al rey Artases, a quien querían sus hermanos arrebatar la herencia paterna. Esta intervención acrecentó su influjo. Herodes Antipas, el mismo Pilatos, en cualidad de gobernador de Judea, acriminaron la conducta de Avagair. Sus acusaciones, llevadas a la corte de Tiberio, presentaban al rey de Armenia como un ambicioso, dispuesto a sacudir el yugo imperial, y apoyando en los estados vecinos una política hostil a los intereses de Roma. «En aquel tiempo, dice Moisés de Corene, gobernaba la Fenicia, la Palestina, la Siria y la Mesopotamia el tribuno de César Marino 969. Avagair diputó a su lado dos de sus oficiales, Marihab, gobernador de Alznia 970, y Samsagram, príncipe de la Apahunia 971, a los cuales agregó su fiel Anano. Estos diputados debían exponer al Procónsul los verdaderos motivos de la expedición de Persia, y entregarle una copia del tratado verificado entre Artases y sus hermanos. Los embajadores [599] encontraron a Marino en Eleutherópolis, habiendo obtenido de él la más favorable acogida. El procónsul hizo contestar a Avagair que se tranquilizara respecto de las acusaciones trasmitidas a César, asegurándole que no tendrían ninguna consecuencia desfavorable, con tal que se mostrase fiel en pagar el tributo fijado anteriormente. A su regreso, pasaron los tres diputados por Jerusalén, y quisieron ver a Cristo, cuyos milagros publicaba a la sazón la fama. Ellos mismos fueron testigos de los prodigios que obraba, refiriéndoselos a Avagair, de regreso a su patria. Al oírlos este príncipe, manifestó su admiración. «¡Eso es superior al poder humano! exclamó. ¡Sólo un Dios puede resucitar a los muertos!» Hallábase entonces el rey atacado de una enfermedad que había contraído siete años antes en su expedición a Persia, y que resistía todos los esfuerzos de los médicos. En su consecuencia, escribió a Jesús, suplicándole fuese a Edessa y le volviera la salud. He aquí el texto de esta misiva.

«Carta de Avagair al Cristo Salvador.

»Avagair, hijo de Arsamés, príncipe de Armenia, a Jesús el Salvador bienhechor, que ha aparecido en el país de Jerusalén. He oído hablar de vos y de las curaciones obradas por vuestras manos. Dícese que volvéis la vista a los ciegos; que hacéis andar a los cojos; que purificáis de la lepra; que curáis a los que sufren enfermedades inveteradas y hasta que resucitáis a los muertos. Al saber todas estas maravillas he comprendido, o que eráis Dios bajado del cielo o el Hijo de Dios. Por tanto, os escribo, suplicándoos que vengáis a mi lado y me curéis la enfermedad que padezco. Sé también que los Judíos braman de furor contra vos, y que tratan de perseguiros. Pues bien; yo tengo una ciudad, pequeña es cierto, pero agradable, y que nos bastará a los dos».

Los que debían entregar esta carta a Jesús le encontraron en Jerusalén. El Evangelio ha mencionado el hecho en estos términos: «Algunos Gentiles de los que habían venido al Templo, a adorar en el día de la fiesta, se llegaron a Felipe de Betsaida en Galilea, y le hicieron esta súplica: Señor, deseamos ver a Jesús. Felipe fue y lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús 972». El Salvador, pues en esta época y en las circunstancias en que se hallaba, rehusó acceder a la invitación del rey, pero se dignó contestarle en estos términos: [60]

«Respuesta a la carta de Avagair a Jesús, escrita por Tomás, el Apóstol, de orden del Salvador.

»Bienaventurado es quien cree en mí, aunque no me vea; porque se ha escrito de mí: «Los que me ven, no creerán en mí, y los que no me verán, creerán y vivirán»: Me habéis escrito para que vaya a vuestro lado; pero me es preciso cumplir aquí todas las cosas para las que he sido enviado a Jerusalén. Cuando las halla consumado, subiré hacia Aquel que me envió, y después que haya subido a él, os enviaré a uno de mis discípulos que os curará de vuestra enfermedad, y os dará la vida, y asimismo a vuestros súbditos 973.

»Anano, el cursor de Avagair, llevó esta carta, con la imagen del Salvador que existe hoy en Edessa. Consérvanse también las dos cartas en los Archivos públicos de esta ciudad 974».

Hemos reproducido sin reparar en su repetición el texto de las dos cartas citado por Moisés Corenense. Este texto es completamente idéntico al de Eusebio, y sin embargo, no se han copiado los dos escritores, como lo prueban superabundantemente las diferencias que presenta su contexto. Pero ¡qué confirmación más fuerte no se halla en favor del historiador griego, en el descubrimiento del manuscrito del autor siriaco! Agbar, este desconocido, casi fabuloso, de nombre evidentemente árabe, decía la antigua crítica, es actualmente, con su nombre verdadero de Avagair, uno de los soberanos más ilustres de Armenia. El Evangelio ha aludido positivamente a las relaciones de este príncipe con el Salvador 975. Finalmente, la tradición que atestigua que jamás escribió nada Jesús, se halla confirmada de un modo admirable por el texto de Moisés de Corene. Anteriormente, los defensores de Eusebio respondían a la objeción de los adversarios con una conjetura muy plausible, diciendo: Nada hay en la contestación a Agbar, reproducida por el Obispo de Cesarea, que pruebe que se trata de una carta autógrafa. [601] Es perfectamente admisible que uno de los Apóstoles escribiese este mensaje, dictándoselo el Salvador. Tal era su argumentación; pero tenía el defecto de apoyarse en una base, enteramente hipotética. Oponíase teoría a teoría, siendo así interminable la controversia. Mas el monumento siriaco ha cortado la dificultad, puesto que no es el mismo Salvador quien trazó los caracteres de la carta a Agbar, sino que fueron escritos, dictándola el Señor, «por el Apóstol Tomás». He aquí cómo cada descubrimiento en el dominio de la historia, de la arqueología y de las literaturas antiguas, viene a demostrar los errores de otra edad, a corroborar la tradición de la Iglesia e iluminar con un rayo de autenticidad palpable cada palabra del Evangelio.





§ II. Martes Santo

8. «Habiendo salido Jesús a la mañana siguiente (martes) de Bethania con sus discípulos, volvió a la Ciudad Santa. Durante el viaje tuvo hambre. Y habiendo visto de lejos una higuera plantada junto al camino, se acercó a ella por ver si encontraba algún fruto, pero no hallando sino solamente follaje, porque no era la estación de los higos, dirigiéndose al árbol estéril, pronunció estas palabras: ¡Nunca jamás nazca de ti fruto! Y al instante quedó seca la higuera. Y los discípulos oyeron estas palabras 976».

El historiador sagrado deja traslucir más bien que no lo expresa, la admiración de los discípulos en esta circunstancia. A la mañana siguiente, viendo seca hasta las raíces la higuera maldita, preguntaron a su Maestro. Hasta aquí han guardado un silencio respetuoso, que no tratan de imitar los racionalistas modernos; pues he aquí lo que se atreven a escribir: «A veces se hubiera dicho que se turbaba la razón de Jesús. Y parecía haberle abandonado su natural dulzura; era algunas veces duro y excéntrico: los discípulos no le comprendían ya, y experimentaban ante él una especie de temor. Su mal humor contra toda resistencia, le arrastraba aún a actos inexplicables y al parecer absurdos 977». La nueva crítica [602] se cree suficientemente autorizada para formular en nombre de la ciencia, estas generalidades blasfematorias, sin tomarse el trabajo de justificarlas. Es, pues, evidente para ella, que buscar fruto en una higuera, cuando no es la estación de los higos, es «un acto absurdo», y que «el mal humor de Jesús contra toda resistencia, le arrastraba a inexplicables extrañezas». Pero, puesto que se secó la higuera maldita a las palabras de Jesús, puesto que los discípulos fueron testigos de este fenómeno, no nos hallamos ya solos en presencia de un «acto absurdo o de un arrebato causado por mal humor». Cada día acontece a un carácter irritable y violento proferir una maldición contra un objeto inanimado, el árbol de un jardín, los zarzales de un sendero o la rama incómoda que estorba el paso. Sin embargo, el árbol, la zarza, la rama importuna siguen como antes; sólo se han perdido en tales casos las palabras vanas, arrancadas por la cólera al «pasajero de mal humor». Llévaselas el viento, y nadie se acuerda de ellas. El Salvador siente hambre en el camino de Bethania a Jerusalén. Ve de lejos una higuera. Se acerca a ella con serenidad, y sin que revele su paso precipitación alguna, y no halla en ella más que hojas. Entonces, sin dar golpes al árbol estéril con vara alguna, sin proferir ninguna queja dice: «¡Nunca jamás nazca de ti fruto!» y al instante se seca la higuera. He aquí un milagro de primer orden. No se trata ya de una curación «obrada por una palabra suave en una organización nerviosa y agitada, ni sobre una imaginación crédula». Jamás se conmoverán el sistema nervioso de un árbol, la cándida credulidad de una higuera «a la vista de un hombre predilecto o de una naturaleza privilegiada». Así, pues, en este relato evangélico domina soberanamente el milagro. El racionalismo ha podido lisonjearse de hacerlo desaparecer y de engañar a los lectores, apoyándose sobre la apariencia de un «acto absurdo e inexplicable». Pero admitamos por un instante su hipótesis. Supongamos que la conducta de Jesús hubiera sido entonces tan falta de razón como querría el racionalismo; concedámoslo el extraño «capricho», la repugnante dureza de un «mal humor que se irrita contra toda clase de obstáculos». Esto es evidentemente pasiones, violencias y arrebatos de un hombre. ¿Cómo, pues, los Apóstoles, los discípulos, testigos oculares de estas pretendidas extravagancias, se han dejado degollar por afirmar que este hombre «duro y caprichoso y excéntrico», [603] cuya razón se turbaba y cuyo mal humor rayaba en delirio, era Dios? Cuanto más se rebaja el carácter de Jesús viviendo, más se agranda el milagro de la fe en Jesús resucitado. No es necesario ser filólogo, académico, ni literato para distinguir un acto de locura, de una acción dictada por la razón. Si Jesús no hubiera sido más que un loco, hubieran permanecido en Tiberiades o en Cafarnaúm sus discípulos, siendo pescadores de peces, y no hubieran llegado a ser pescadores de hombres.

9. Hay, pues, en la maldición de la higuera del camino de Bethania, un hecho de un carácter eminentemente sobrenatural; un prodigio manifiesto, sobre el que debemos insistir tanto más, cuanto que parece más dispuesto a desconocerlo el racionalismo. «Saliendo por la mañana de Bethania con sus discípulos, dice el texto sagrado, volvió Jesús a la Ciudad Santa, y en el camino tuvo hambre». La distancia de Bethania a Jerusalén no era más que de cerca de cuatro kilómetros. Según nuestros hábitos modernos, se explicaría difícilmente que un viajero que hubiera tomado el alimento de la mañana antes de ponerse en camino, pudiese sentir hambre en tan corto intervalo. Estos pormenores parecerían tal vez indiferentes y demasiado rebuscados y minuciosos a ciertos entendimientos. Por nuestra parte, declaramos que en este siglo en que es universal la ignorancia de las costumbres judías y de la civilización bíblica, el único medio de hacer palpar el absurdo de los ataques que se dirigen contra nuestros Libros Santos, es precisamente aclarar cada pormenor y hacer brotar de él, como de una fuente inagotable, oleadas de luz y de autenticidad. Pues bien; los Hebreos no tomaban alimento alguno antes de la hora del sacrificio de la mañana o de la oración. Por esto, al salir de Bethania Jesús, con intención de llegar a Jerusalén a la hora del sacrificio, tuvo hambre. El Dios no había absorbido en su persona sagrada al hombre, así como el hombre no había hecho desaparecer al Dios. La primer comida de los Judíos se verificaba hacia la hora cuarta, o las diez de la mañana. Así, oiremos al Apóstol San Pedro decir a los Judíos el día de Pentecostés: «Estas gentes no están ebrias, como suponéis, porque no es más que la hora tercia del día 978». Semejante argumento no tendría absolutamente valor en París, en Londres o en Berlín. Pero en Jerusalén [604] que no conocía por dicha suya lo que se llamó progresos de la civilización moderna, no se comía ni bebía antes de la hora cuarta del día. Así, pues, «Jesús tuvo hambre». Sin embargo, se dice, es incomprensible que teniendo hambre buscase el fruto de una higuera en estación que no era de los higos. Pues es seguro que a nadie le ocurriría buscar fruta en un manzano de Normandía en el mes de marzo, cuando comienza este árbol a cubrirse con las primeras flores. Pero la higuera del Oriente, en general, y la de la Judea, en particular, no se parecen en manera alguna a los manzanos de Normandía. El invierno, menos riguroso en estos climas, permite madurar en el árbol los higos de otoño, que se recolectan en la primavera. La higuera cultivada entre nosotros presentaría exactamente el mismo fenómeno, sino se opusiera el frío al desarrollo de los frutos tardíos. Quien haya visto un arbusto de esta clase despojado en la primavera de la cubierta protectora con que nos vemos obligados a abrigarle contra las heladas, ha podido ver fruta verde en sus ramas. Esta fruta tardía, madurada por el sol de Palestina era la que buscaba Jesús en la higuera del camino de Bethania. Así lo observa expresamente el Evangelista, designando con claridad la clase de fruta que deseaba el Salvador, al decir que no era aún «la estación de los higos», es decir, en el mes de agosto, época en que se verifica la gran recolección de esta fruta, que nos suministran los países cálidos, después de disecarlos para llevarlos a países remotos y hacer un objeto de comercio muy lucrativo. Así, en lugar de una contradicción o de un absurdo, es la observación del historiador sagrado, un nuevo rasgo de verdad local y de incontestable autenticidad.

10. Y ahora en este terreno de las realidades Evangélicas en que ha pretendido sentar el racionalismo su irónica exégesis, diremos a los sofistas: Cuando Jesús seca con una palabra un árbol lleno de vida ¿nos habláis seriamente de un acto de arrebato absurdo e inexplicable? Lo que es aquí verdaderamente inexplicable es vuestro lenguaje. La higuera quedó seca: luego os halláis con una intervención divina. ¡Guardaos de que el absurdo que osáis hacer remontar a Dios, no recaiga, como un rayo, sobre vuestras cabezas! Los Ángeles protectores de Jerusalén habían dicho, como el viñador de la Parábola: «Maestro, deja en pie por este año aun la higuera estéril: yo cavaré la tierra a su pie; y abonaré sus raíces: [605] puede que al fin dé fruto». El Maestro había esperado; esperaba en vano durante diez y ocho siglos. En la primera edad de la nación judía, había aparecido Moisés para guiar al pueblo escogido a la verdadera tierra prometida. En la segunda edad, habían recordado los Profetas las promesas y las amenazas del Omnipotente. En la tercera edad, viene el mismo Hijo de Dios, y agota toda la solicitud y las inefables invenciones de una ternura maternal. Tiene hambre de la salvación de estas almas que disputa a su amor el farisaísmo estéril. Ha sonado la hora de la justicia inexorable. La higuera maldita se seca para siempre: igual golpe sufrirá el Judaísmo, con la diferencia, sin embargo, de que Jesús espera hasta el fin en el árbol de la muerte, sin cansarse jamás, las conversiones individuales. Tal es la adorable misericordia de este Dios, en el gobierno de las naciones y de las almas. El brazo de la justicia no hiere hasta la hora suprema. La higuera permanece estéril por años enteros, durante siglos. Jesús espera. El Salvador proviene al Juez hasta el último momento: pues es preciso que el pecador haya cansado la misericordia eterna antes de caer bajo la eterna justicia.

11. «Habiendo llegado a Jerusalén, continúa el escritor sagrado, entró Jesús en el Templo, y paseándose bajo los pórticos, enseñaba y evangelizaba al pueblo. Reuniéndose los Príncipes de los Sacerdotes, los Escribas y los Ancianos del pueblo, le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te ha dado tal potestad? -Respondioles Jesús: Yo también quiero haceros una pregunta, y si me respondéis a ella, os diré luego con qué autoridad hago estas cosas. ¿De dónde procedía el bautismo de Juan, del cielo o de los hombres? Respondedme. -Mas ellos discurrían para consigo, diciendo: Si respondemos, del cielo, nos dirá: Pues ¿por qué no habéis creído en él? Si respondemos, de los hombres, tenemos que temer al pueblo; porque todos miraban a Juan como un profeta. Por tanto, contestaron a Jesús, diciendo: No lo sabemos. Y Jesús replicó en seguida: Pues ni yo tampoco os diré a vosotros con qué autoridad hago estas cosas. -Entonces les dijo esta parábola: ¿Qué os parece de este hecho? Un hombre tenía dos hijos, y llamando al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña. -Y él respondió: No quiero; pero después, arrepentido, fue. Llamando al segundo, le dijo lo mismo, y aunque él respondió: Voy Señor, no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? El primero, [606] dijeron ellos. Y Jesús prosiguió. En verdad, os digo, que los publicanos y las rameras os precederán y entrarán en el reino de Dios. Por cuanto vino Juan a vosotros por las sendas de la justicia, y no le creísteis, al mismo tiempo que los publicanos y las rameras le creyeron; mas vosotros, ni con ver esto os movisteis después a penitencia para creer en él 979.

12. «Escuchad esta otra parábola: Hubo un padre de familias que plantó una viña, y la cercó de vallado, y cavando, hizo en ella un lagar, y edificó una torre y arrendola después a ciertos labradores, y se ausentó a un país lejano. Venida ya la sazón de los frutos, envió a los renteros un criado, para que percibiese el fruto de ella. Mas los labradores, apoderándose de él, le apalearon y le enviaron con las manos vacías. Segunda vez, el padre de familias les envió otro criado, a quien ellos lanzaron a pedradas. Entonces dijo entre sí el dueño de la viña. ¿Qué haré? Voy a enviarles mi hijo amadísimo: tal vez al verle, le respeten; pero los labradores, al ver al hijo, dijeron entre sí: Éste es el heredero; venid, matémosle, y nos alzaremos con su herencia. Y echándole la mano, le arrojaron fuera de la vida y le mataron. Ahora bien; ¿en volviendo el dueño de la viña, qué hará con estos labradores? -Hará, dijeron los Judíos, que esta gente tan mala perezca miserablemente, y arrendará su viña a otros labradores que le paguen los frutos a sus tiempos. Sí, replicó Jesús, vendrá el dueño de la viña y perderá a estos colonos, y dará su viña a otros. -Espantados los Judíos del tono con que pronunciaba esta sentencia, exclamaron: ¡No lo permita Dios! -Pero Jesús clavando los ojos en ellos, les dijo: Pues no habéis leído jamás las palabras de la Escritura: «¿La piedra que desecharon los fabricantes, esa misma vino a ser la clave del ángulo? Esto lo ha hecho el Señor, y es una cosa admirable a nuestros ojos 980. Por eso os digo que se os quitará el reino de Dios, y se dará a una gente que dé sus frutos. Y el que cayese sobre esta piedra, se hará pedazos, pero a aquel sobre quien ella cayere, le reducirá a polvo. Y habiendo oído los Príncipes de los Sacerdotes y los Fariseos estas parábolas de Jesús, comprendieron que hablaba por ellos, y queriendo prenderle, tuvieron miedo al pueblo; porque le tenía por un profeta 981». [607]

Lo que comprendieron los enemigos del Salvador, bajo el punto de su amor propio personal, lo contemplamos hoy nosotros en la radiación de la historia y en las realidades de lo presente. La trasformación del mundo por el Evangelio; el edificio de la nueva humanidad descansando sobre la piedra angular desechada por los arquitectos de lo pasado; la ruina de la infiel Jerusalén; la perpetuidad de la Iglesia, esta roca que quebranta durante diez y ocho siglos todas las manos hostiles; el reino de Dios trasferido a la multitud de las naciones, son otros tantos hechos consumados! ¡Con qué serena y suprema majestad no anuncia estas cosas Jesús, rodeado de los Príncipes, de los Sacerdotes y de los Escribas que van a crucificarle dentro de tres días! «Indudablemente, pues, dice un célebre escritor, tiene Jesucristo la intuición del globo y de la historia y del obstáculo y de la lucha. Quiere lo que es, y dice lo que debe ser, con una certidumbre inmediata y una divina serenidad. Jamás rey alguno vio su imperio, ni general de ejército su campo de batalla, ni labrador sus campos, como ve Jesús el globo, y sobre el globo la lucha de las fuerzas. Jesús está perfectamente seguro de lo que quiere, de lo que puede, y de lo que hará. Lo ve, lo dice y lo hace. ¡Si se comprendiera tan sólo lo que implica esta declaración; que el punto de la historia en que habla es el momento de la gran crisis del mundo! Ésta es la profecía más clara del hecho más divino. Lo que reconocemos hoy todos, después de dos mil años, como siendo la gran crisis de la historia, el punto preciso en que cesa la antigüedad y en que comienza el mundo nuevo, este punto del tiempo es el mismo en que pronunciaba Jesús estas palabras: «Ahora es la crisis (o juicio) de este mundo 982».

13. Extendiendo a todo el universo el beneficio de la vocación divina, la misericordia del Salvador reserva los derechos de la justicia eterna. «El reino de los cielos, replicó Jesús, es semejante a un rey que quiso celebrar las bodas de su hijo. Y envió sus criados a llamar a los convidados a las bodas, mas éstos no quisieron venir. Segunda vez envió otros criados con orden de decir de su parte a los convidados: Tengo dispuesto el banquete, he hecho matar mis terneros y demás animales cebados, y todo está a punto: venid, pues, a las bodas. Mas ellos no hicieron caso, antes bien se marcharon, [608] quién a su granja, quién a su negocio, y los demás prendieron a los criados, y después de haberlos abrumado de ultrajes, los mataron. Lo cual, oído por el rey, montó en cólera, y enviando sus tropas, acabó con aquellos homicidas y entregó la ciudad a las llamas. Después dijo a sus criados. Las prevenciones para las bodas están hechas, mas los convidados no eran dignos de asistir a ellas: id, pues, a las salidas de los caminos, y a todos los que hallaréis, llamadlos a las bodas. Al punto los criados, saliendo a los caminos, reunieron a cuantos hallaron, malos y buenos, de suerte que la sala de las bodas se llenó de gentes que se pusieron a la mesa. Entrando después el rey a ver los convidados, reparó allí en un hombre que no iba con vestido de boda. Y díjole: Amigo, ¿cómo has entrado tú aquí sin vestido de boda? Pero él enmudeció. Entonces, dijo el rey a sus ministros (de justicia). ¡Atado de pies y manos, arrojadle fuera a las tinieblas donde no habrá sino llanto y crujir de dientes! Tan cierto es que muchos son los llamados y pocos los escogidos 983».

En nuestros días, un salón de festín en que se hiciera entrar en el acto pobres, mendigos, desconocidos, reunidos precipitadamente y cual se hubieran hallado en el camino, presentaría más de un convidado que no tuviera el traje de boda. Por tanto, esta parábola Evangélica alude también a costumbres que no son las nuestras. Los reyes de Oriente, dice el doctor Allioli, acostumbraban enviar a aquellos a quienes convidaban a su mesa los vestidos de fiesta con que debían presentarse a su vista 984. Al introducir los servidores a los convidados al festín parabólico, habían tenido cuidado de ofrecer a cada uno de ellos la túnica de honor o «traje nupcial». El desdichado que se descuidaba de revestirse con ella, insultaba voluntariamente la noble hospitalidad que se le ofrecía. He aquí por qué lo hace el rey «arrojar a las tinieblas exteriores». Ya hemos tenido ocasión de observar, que el festín nupcial en Judea se verificaba durante la noche, a la luz de lámparas encendidas 985. «Las tinieblas exteriores» de la parábola, se refieren, pues, a la brusca transición que hace pasar al convidado, expulsado de esta suerte, de las luminosas claridades del salón del festín, a la sombría noche que reina en lo exterior. Pero bajo el sentido literal de [609] esta página Evangélica ¡qué revelación tan formidable! El Rey de los cielos envía sus Apóstoles a todos los puntos del mundo a convidar a los hombres a su banquete divino. Al fin de los siglos pasará revista a los convidados. En aquel día, último de los días mortales, no habrá más luz que en la sala del festín eterno. «Las tinieblas exteriores», el infierno, con su horror y su irremediable desesperación, es lo que espera a los desdichados que no se hayan revestido con la «túnica nupcial».

14. «Entonces los Fariseos, continúa el Evangelio, se retiraron a tratar entre sí cómo podrían sorprenderle en lo que hablase. Y como sólo buscaban la ocasión de perderle, le enviaron espías 986, que hiciesen de los hombres de bien o justos para cogerle en falta en sus respuestas, a fin de entregarle al Sanhedrín y al tribunal del Gobernador. Eligieron, pues, algunos Fariseos discípulos suyos con algunos Herodianos. Éstos dirigieron a Jesús esta pregunta: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de la ley de Dios conforme a la pura verdad, sin respeto a nadie, porque no miras a la calidad de las personas: dinos, pues, qué te parece de esto: ¿es o no lícito a los Judíos pagar tributo al César? -A lo cual Jesús, conociendo su pérfido ardid, respondió: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? enseñadme la moneda con que se paga el tributo. Y ellos le mostraron un denario. Y Jesús les dijo: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? -De César, respondieron ellos. -Dad, pues, al César lo que es del César, dijo, y a Dios lo que es de Dios. -Y no pudiendo censurar esta respuesta delante del pueblo, antes bien, admirados de ella, guardaron silencio y se retiraron 987».

15. Merece fijar la atención el papel de los espías apostados por el Sanhedrín. «Debían, dice el Evangelio, fingirse Justos. Esta Palabra tiene en estas circunstancias un significado particular. Desde el empadronamiento de la Judea, en tiempo de Augusto, debían, todos los Hebreos pagar el impuesto de la capitación, o, según la expresión romana, el «censo». Pero nada era tan odioso a la nación [610] como este tributo. La ley Mosaica, tan fuertemente impregnada en todos los corazones, había inscrito, como un principio fundamental, este texto de la libertad de Israel. «¡No tendréis más que un solo rey, Jehovah!» Así, fueron muy frecuentes las rebeliones contra César, contándose hasta diez en el intervalo de treinta años. Ahogadas siempre en la sangre de sus autores las asonadas, se reproducían sin cesar. Los que tomaban parte en ellas se llamaban Zelotes, «Zelosos de la Ley» o «Justos». Tenían a su favor la conciencia popular. Animábanles en secreto los Fariseos, los Escribas, los Grandes Sacerdotes, los cuales permanecían, no obstante, relativamente a los gobernadores romanos, en una actitud de respetuosa y oficial sumisión. Semejante estado de los espíritus nos da a conocer suficientemente la astuta táctica del Sanhedrín. No se trata ya aquí de acriminar a Jesús, a propósito de doctrinas teológicas. El título de «Hijo de Dios», que ha tomado ostensiblemente, y que excitaba toda la cólera del Farisaísmo, no podrá formar ya la base de una acusación capital. El pueblo que veía a Jesús obrar como Dios, le aclamaba como Cristo. Habituado el Gobernador romano a toda clase de apoteosis, apenas se hallaba dispuesto a castigar con muerte a una nueva divinidad. Era preciso llevar la cuestión a toda costa, al terreno de la política, y hacer de Jesús un criminal de lesa majestad Cesarea. Si se lograba arrancar de sus labios una declaración contra la legitimidad del tributo que se pagaba a Tiberio, enviaría el gobernador romano Pilatos al suplicio al sedicioso doctor. Si por el contrario, proclamaba Jesús el derecho del César y la legitimidad del censo, ultrajaba el sentimiento nacional, y perdía a los ojos de la multitud, todo el prestigio de su carácter de Mesías; entregaba su patria al extranjero, en vez de volver a levantar el trono y el estandarte de David. No fueron escogidos con menos habilidad los emisarios del Sanhedrín encargados de plantear esta peligrosa pregunta. Debían hacerse pasar por «Zelotes» o «Justos», pero iban acompañados de cierto número de «Herodianos». Acababa de llegar a Jerusalén Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, para asistir en ella a la solemnidad pascual. Habiendo este príncipe recibido de César su corona, no dejarían los oficiales que formaban su séquito, designados con el nombre de «Herodianos», de deferir al gobernador romano la respuesta del Salvador, si era contraria a la legitimidad del censo. Asimismo, los falsos Zelotes o Justos se encargarían [611] de sublevar al pueblo contra Jesús, si recomendaba el pago del impuesto. Tal fue el arma de dos filos que pusieron los Príncipes de los Sacerdotes en manos de sus espías. «¿Es permitido o no pagar el tributo al César?» La afirmativa debe sublevar contra el Rabí galileo todo el furor de la multitud. La negativa le atraerá una sentencia de muerte, pronunciada por el representante de César. Basta una palabra al Divino Maestro para romper todos los artificios de esta trama urdida maravillosamente. En vista de tan apremiante peligro, no se advierte la menor sombra de vacilación, de turbación ni de inquietud. «Mostradme la moneda que exige el censo». Sobre esta pregunta del Salvador hace un literato una observación que ha debido creer profunda. «Establecer en principio, dice, que la señal para reconocer el poder legítimo es mirar la moneda, era favorecer toda clase de tiranía 988». Tratemos de hacer resaltar la increíble candidez que hay en esta interpretación racionalista. Supongamos que hoy fuese la tasa de la capitación, o como se diría en lenguaje fiscal, la cuota personal de cada francés un franco. Si pasase en París la escena Evangélica, y quisiera ver Jesús una moneda de este valor, podría suceder que se lo presentara una moneda con la efigie de un monarca extranjero, de un soberano decaído, o de alguna república enterrada. No sería, pues, exacto entre nosotros el raciocinio que quería basar Jesús en el Numisma census, sino con la condición de hallar casualmente una moneda acuñada con la efigie del soberano actual; y como la política inconstante multiplica desgraciadamente en nuestro país los cambios de gobierno, no significa nada la efigie de la moneda, sino que lo es todo el valor intrínseco del metal. No era así en Jerusalén en la época Evangélica. El fisco romano no aceptaba en pago del impuesto más que la moneda romana, mientras que los Judíos no se servían para sus transacciones privadas, y para la tasa o tarifa del Templo, más que de la moneda nacional. He aquí por qué volvemos a hallar en cada página del Evangelio la mención de los cambiantes que especulaban a un tiempo mismo con el fisco romano y con la patriótica preocupación de los Hebreos. El signo de la decadencia, la señal de la servidumbre judía era, pues, realmente entonces la efigie de César, que imponía a los hijos de Jacob su moneda y el censo. Así, pues, [612] el divino Maestro halla en el denario que se le presenta esta imagen y este nombre detestados. Si se le hubiera presentado un dracma judío que tenía el mismo valor, no hubiera sido el Numisma census exigido por el fisco. Ahora, pues, ¿a qué viene a parar la ridícula afirmación del literato racionalista? ¿Dónde encontrar el pretendido a principio establecido por Jesús de que la señal para reconocer la legitimidad del poder es mirar la moneda?» Jesús consigna en presencia de los espías del Farisaísmo, un hecho consumado que tenía para los Hebreos una significación inmensa. Muéstrales, en la moneda de que están obligados a servirse, la imagen y el nombre de un rey extranjero; ésta era la flagrante realización de la antigua profecía: «Cuando caiga el cetro de las manos de Judá, hará su advenimiento el Deseado de las naciones, el Enviado celestial». Y para definir el carácter del reino espiritual que viene a fundar en el mundo él, que es el Cristo, el Mesías, pronuncia esta palabra: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». El Enviado de las colinas eternas, el Deseado de las naciones, el Dios hecho hombre, no viene a conmover los tronos de la tierra, ni a levantar la bandera de la rebelión; viene a salvar a las almas, y a enseñar a todos los pueblos el respeto a los poderes, así como a todos los poderes y a todos los pueblos la sumisión a Dios. Las más contradictorias pasiones políticas se han apoderado alternativamente de esta divina palabra, para amoldarla conforme al sentido de sus exageraciones o de sus caprichos. Mas a pesar de tantos impotentes esfuerzos, conserva la majestad inalterable; es el asilo y la salvaguardia de las conciencias, el fundamento de todas las sociedades humanas: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».

16. «Aquel mismo día, continúa el Evangelio, vinieron los Saduceos que niegan el dogma de la resurrección, y se acercaron a Jesús a proponerle este caso: Maestro, Moisés escribió este precepto en la ley: «Si un israelita que tiene mujer muriere sin hijos, el hermano del muerto cásese con la viuda para dar sucesión a su hermano 989». Es el caso que había entre nosotros una familia compuesta de siete hermanos. El primero, o mayor, tomó mujer, y murió sin hijos: casó con ella el segundo y murió también sin hijos: la tomó el tercero, y así todos siete, y todos murieron sin dejar sucesión. En fin, [613] murió la mujer después de todos. ¿De cuál, pues, de los siete, será esposa en el día de la resurrección, puesto que lo fue de todos? -A lo que Jesús les respondió. Estáis en un error, por no entender el texto de las Escrituras, ni el poder de Dios. Los hijos de este siglo se casan; pero cuando resuciten de entre los muertos, no contraerán enlaces ni tomarán esposas, sino que serán como los Ángeles, los hijos de Dios en el cielo. En cuanto al dogma de la Resurrección de los muertos, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, cómo Dios hablando con él en la zarza ardiendo, le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? 990» Y en verdad que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven. Luego estáis vosotros en un grande error. Algunos Escribas habiéndole oído hablar así, le dijeron: Has respondido bien, Maestro. Y el pueblo estaba asombrado de su doctrina 991».

Los Saduceos formaban desde el año 270 antes de Jesucristo una secta que luchó con buen éxito, bajo los reyes Asmoneos, contra la política del Farisaísmo. En la época Evangélica, se hallaba este último predominante. Menos influyentes, y menos numerosos los Saduceos veían con despecho la popularidad de sus rivales. El paso que dan al lado de Jesucristo no es una pérfida maniobra. Esperan que el divino Maestro, perseguido por el odio Farisaico, se inclinará hacia su propia doctrina, y se aprovechará de esta ocasión para crearse, en tan graves circunstancias, un cuerpo de auxiliares y defensores. Los Saduceos, verdaderos Epicúreos del Judaísmo, eran los discípulos de un famoso Rabí, llamado Sadoc. Negaban la existencia de los espíritus, y la inmortalidad del alma; abriendo así la puerta a las más degradantes teorías. Según ellos, el alma humana moría con el cuerpo, quedando de esta suerte desembarazada la conciencia de los terrores de la otra vida; los premios y las penas después de la muerte, el dogma de la resurrección eran quimeras, de que no se encontraba rastro alguno, decían, en los escritos de Moisés 992. Así, el Pentateuco era el único libro de la Escritura, cuya inspiración admitiesen, desechando todos los demás. El pasaje del Deuteronomio que invocaban en favor de su grosero materialismo, les parecía decisivo. El divino Maestro reconocía su buena fe. Así que, no les dice, como a los Fariseos: «Hipócritas; [614] ¿por qué me tentáis?» sino que les contesta dos veces con misericordiosa dulzura: «Os engañáis». «Estáis en un profundo error». Y refuta su extraña doctrina con el mismo texto de Moisés. Dios no es el Dios de los muertos. No es digno de él, dice Bossuet, no hacer más que como los hombres, acompañar a sus amigos hasta la tumba, sin dejarles ninguna esperanza más allá, y sería para él un oprobio llamarse con tanta fuerza el Dios de Abraham, si no hubiera fundado en el cielo una ciudad eterna donde pudiesen vivir dichosos Abraham y sus hijos». Jesús les revela el estado glorioso de los cuerpos resucitados para la vida, en la que no podrá alcanzarles ninguno de los groseros goces, y donde ninguna de las dolencias de nuestra mortal condición podrá afectarles. «Semejantes a los Ángeles, serán los Hijos de Dios». Así se hallan claramente definidas por el divino Maestro, la existencia de los Ángeles, la inmortalidad de las almas, la resurrección de los muertos, este dogma capital del cristianismo, como lo llama San Agustín; Abraham, Isaac, y Jacob, los patriarcas de la Antigua Ley, viven ante Dios. Su vida, sin medida y sin límites en la felicidad, no les hace olvidar en manera alguna a los descendientes que dejaron en la tierra. En este sentido, se llama Jehovah, a punto de sellar su alianza con el pueblo hebreo «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». La intercesión de los Santos, es, pues, aún un dogma Evangélico. Y cuando los implora un cristiano, del medio de este valle de lágrimas ¿qué es lo que hace, sino repetir la exclamación de la Parábola: «¡Padre Abraham, tened piedad de mí! 993»

17. «Pero los Fariseos, continúa el Evangelio, informados de que había hecho callar Jesús a los Saduceos, se mancomunaron, y uno de ellos, doctor de la Ley, le preguntó para tentarle: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de toda la Ley? Respondiolo Jesús: El primero de todos los mandamientos es éste: Escucha, Israel, el Señor Dios tuyo, es el solo Dios. Amarás al Señor, tu Dios, de todo tu corazón y con toda tu alma y con todo tu entendimiento y con todas tus fuerzas. Éste es el mayor y principal mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento que sea mayor que éstos. En [615] estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los Profetas. Y el Escriba le dijo entonces: Maestro, has dicho bien y con toda verdad que Dios es uno solo y no hay otro fuera de él. Y que el amarle de todo corazón y con todo el espíritu y con toda el alma y con todas las fuerzas, y al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios. -Viendo Jesús que había respondido sabiamente, díjole: No estás, lejos del reino de Dios. Y ya nadie osaba hacerle más preguntas. Jesús se dirigió, pues, a los Fariseos que estaban reunidos, y les preguntó: ¿Qué os parece a vosotros del Cristo? ¿De quién es hijo? -De David, respondieron. -¿Pues cómo, replicó Jesús, pueden decir los Doctores de la Ley que Cristo debe ser hijo de David, cuando el mismo David, inspirado por el Espíritu Santo, habla en el libro de los Salmos de esta suerte: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, mientras tanto que yo pongo a tus enemigos por peana de tus pies? 994Pues si David llama a Cristo su Señor, ¿cómo puede ser Cristo hijo de David? A lo cual nadie pudo responderle una palabra; ni hubo ya quien desde aquel día osase hacerle más preguntas. Y el numeroso auditorio le oía con gusto 995». La última prueba de los Fariseos para «tentar» a Jesús, después que le oyeron rechazar las proposiciones de una secta rival, ofrece el mismo carácter de perfidia y malignidad que marcaba sus interrogaciones precedentes. La primera y la más grande enseñanza de la revelación a los ojos de todos los Judíos, era ésta: «Escucha, Israel, Jehovah, Dios tuyo, es el solo Dios». Esta palabra se hallaba inscrita en los filacterios que llevaban los Hebreos en las sinagogas, en la frente y en la mano izquierda 996, sin que la [616] ignorase un solo hijo de Jacob. Pues bien; ¿no violaba Jesús el dogma sagrado, universal, inmutable de la unidad divina, afirmando su propia divinidad? Si el Salvador aceptaba el principio supremo, sentado por la revelación mosaica, debía renunciar a llamarse Dios. Si lo desechaba, toda la multitud lapidaria al sacrílego. He aquí por qué admirado el Escriba de la respuesta afirmativa que se le dirige, insiste con tanta complacencia en hacer su elogio a los ojos del pueblo. Si es el solo Dios el Dios de Israel, Jesús no podía ser Dios. El Salvador no deja a los Fariseos tiempo para triunfar de lo que creen ser una contradicción. «No estás lejos del reino de Dios», responde; como si hubiese dicho a este Doctor de la Ley: Un solo punto te separa de la verdad Evangélica. Vosotros no admitís en la unidad de la esencia divina, la distinción de las personas. No admitís que Cristo sea Dios. Oíd, pues, la palabra inspirada de David. -Y entonces comenta el magnífico salmo CIX, en que describe el rey Profeta la generación eterna de Cristo. «Jehovah ha dicho a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que haya reducido a tus enemigos a servirte de peana. Contigo está el principado en el día de tu poder creador en los esplendores de los santos, de mis entrañas te engendré antes de existir el lucero de la mañana». Con esta afirmación solemne de su divinidad, predicha por David, cierra Jesús la boca a estos hipócritas doctores.

18. «Entonces, dirigiendo Jesús su palabra al pueblo y a sus discípulos, les dijo: Los Escribas y los Fariseos están sentados en la cátedra de Moisés. Observad, pues, y practicad todo lo que os dijeren, pero no arregléis vuestra conducta por la suya, porque ellos dicen lo que se debe hacer, y no lo hacen. Porque van liando cargas pesadas e insoportables y las ponen sobre los hombros de los demás, cuando ellos no quieren ni aplicar la punta del dedo para moverlas. Todas sus obras las hacen con el fin de ser vistos de los hombres; y devoran las casas de las viudas, recitando oraciones interminables. Afectan pasearse con vestidos rozagantes, ensanchan [617] sus filacterios 997 y multiplican las orlas de su manto 998. Gustan de ser saludados públicamente a su paso; quieren las primeras sillas en las sinagogas, los primeros asientos en los banquetes que los hombres les den el título de Maestros. Vosotros por el contrario, no habéis de querer ser saludados como Maestros, porque uno solo es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos. Tampoco debéis llamar a nadie sobre la tierra vuestro padre, pues uno solo es vuestro verdadero Padre, el cual está en los cielos. Que el mayor de entre vosotros, sea ministro o criado vuestro. -Habiendo hablado así Jesús, se sentó frente al arca de las ofrendas (Gazophylacium 999), y observaba cómo la gente echaba en ella sus ofrendas. Muchos ricos echaban muchas monedas de plata. Vino también una viuda pobre, la cual echó solamente dos pequeñas monedas de cobre, de valor de un cuarto de as; y entonces, convocando a sus discípulos, les dijo: En verdad os digo, que esta pobre viuda ha echado más en el arca que todos los otros. Por cuanto los demás, han echado algo de lo que les sobraba, pero ésta ha dado de su misma pobreza todo lo que tenía, y el único recurso que le quedaba. -Después de haber hablado así, salió del Templo 1000».

19. Jesús no debía pasar ya el recinto de los Atrios Sagrados. Había comenzado su ministerio público por una visita al Templo, y lo terminaba otra visita postrera al Templo. Por esto, sin duda, dicen [618] hoy los racionalistas: «Jesús amaba poco el Templo 1001». Tal es la fórmula que resume, según ellos, con una rigurosa fidelidad, todo el relato Evangélico, y cuando hace el Salvador un elogio tan conmovedor de la pobre viuda que deposita el óbolo de su indigencia en el Gazophylacium, exclaman los racionalistas, siempre con la misma suerte en su interpretación: ¡Era enemigo mortal de las prácticas de los de devotos! 1002» Mientras el divino Maestro descendía por última vez las gradas de la Montaña Santa, le mostraban sus discípulos, continúa el Evangelio, la magnificencia de la fábrica. ¡Qué piedras tan preciosas! ¡Qué riqueza de adornos! decían. -Maestro, dijo uno de ellos, mira qué enormes piedras y qué fábrica tan asombrosa. Jesús le dio por respuesta: ¿Veis toda esa gran fábrica? ¡Pues en verdad os digo, que llegará día en que de tal modo será destruida, que no quedará de ella piedra sobre piedra! Después, habiendo llegado al Monte de los Olivos, se sentó en frente del Templo, y le preguntaron aparte Pedro y Santiago y Juan y Andrés: Maestro, ¿cuándo sucederá esa ruina y cuáles serán las seriales precursoras? -Jesús respondió: Oiréis rumores de guerra y el tumulto de sediciones y el estrépito de las armas: no hay que turbaros por eso; que si bien han de acaecer estas cosas, no serán todavía el fin. Es verdad que se levantará nación contra nación y un reino contra otro reino, y habrá grandes terremotos en varias partes, y pestes y hambres y terror por do quiera y siniestros presagios. Empero todo esto aun no será más que el principio de los dolores. Pero antes se apoderarán de vosotros, y os perseguirán, y os entregarán a las sinagogas, y os encerrarán en las cárceles, y os llevarán por fuerza a los tribunales para ser puestos en los tormentos; y seréis presentados por causa de mí ante los gobernadores y los reyes, lo cual os servirá de ocasión para dar testimonio de mí. Por tanto; grabad esto en vuestros corazones. Cuando os lleven a sus tribunales, no debéis discurrir de antemano lo que habréis de responder, sino hablad lo que os será inspirado en aquel trance, pues yo pondré en vuestros labios una elocuencia y una sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros enemigos. Porque no seréis entonces vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo. Entonces el hermano hará traición a su hermano; y el padre a su [619] hijo; y los hijos se levantarán contra los padres y les quitarán la vida. Padres, hermanos, parientes, amigos, todos os venderán y os abrumarán de ultrajes y os entregarán al suplicio; de suerte que seréis odiados de todo el mundo por causa de mi nombre. Con lo que muchos padecerán escándalo y se harán traición unos a otros y se odiarán recíprocamente. Y aparecerá un gran número de falsos profetas que pervertirán a mucha gente, y por la inundación de los vicios se resfriará la caridad de muchos. No obstante, ni un solo cabello de nuestra cabeza se perderá, y el que perseveraré hasta el fin, se salvará. Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas. Cuando viereis a Jerusalén cercada por un ejército, entonces tened por cierto que su ruina está cerca. Cuando la «abominación de la desolación» que predijo el Profeta Daniel 1003 haya invadido el Lugar Santo (el que lea esto nótelo bien), entonces los que moran en Judea huyan a los montes, y los habitantes abandonen este país, y los de las regiones extranjeras no traten de entrar en él. Porque aquellos días serán los de la venganza, y todas las palabras del Profeta se cumplirán. Ay de las mujeres que estén en cinta o criando en aquellos días. Rogad, pues, a Dios que vuestra huida no sea en invierno o en sábado (en que se puede caminar poco); porque será tan terrible la tribulación entonces cual no la hubo ni habrá jamás semejante. Pues este país se verá en grandes angustias, y la ira de Dios descargará sobre este pueblo. Parte morirán al filo de espada; parte serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será hollada por los Gentiles hasta tanto que los tiempos de las naciones acaben de cumplirse. Si el Señor no hubiese abreviado aquellos días, nadie se salvaría de este desastre; mas en gracia de los escogidos que él eligió, Dios los ha abreviado 1004».

20. En este discurso Evangélico estalla y brilla el milagro de la profecía con el estampido del trueno y el resplandor del relámpago. Más adelante describirá Josefo las conmociones de la Palestina, de la Siria, de todo el Oriente, al aproximarse los ejércitos de Vespasiano y de Tito. Describirá los horrores de la peste, del hambre y los terremotos que se tragarán ciudades enteras de treinta mil almas. Notará las siniestras voces que repetían durante siete años: «¡Ay del Templo! ¡Ay de Jerusalén!» Referir las escenas de carnicería de [620] que será teatro el Lugar Santo cuando llenen el santuario de Jehovah los cadáveres de los Judíos degollados por los Zelotes. «La abominación de la desolación» será tal, «que si hubieran diferido los Romanos castigar tantos horrores, hubiera debido perecer Jerusalén por un nuevo diluvio o por una lluvia de fuego, como Sodoma y Gomorra». Son las mismas palabras de Josefo, quien no dejará que ignoremos ningún pormenor de este famoso sitio. La muralla de circunvalación predicha por el Salvador, será levantada por los soldados romanos, con una energía y una perseverancia increíbles. Verase a las infelices madres degollar a su hijo de pecho, hacerlo asar y devorar el fruto de sus entrañas. En el día en que entre el vencedor en la ciudad, serán pasados al filo de la espada 1.10,00 Judíos. Se paseará la reja del arado sobre los escombres humeantes de Jerusalén. Los hijos de Jacob serán dispersos entre las naciones, y la Ciudad Santa será hollada por los Gentiles. En vano el racionalismo querría desgarrar del libro del Evangelio esta página profética. «Hásela añadido, dice, después del suceso 1005». He aquí por qué refiere, sin duda, Eusebio, «que al acercarse Tito y sus legiones, todos los cristianos que habitaban la Palestina, guiados por el oráculo divino, abandonaron en masa este país, y se refugiaron más allá del Jordán, en las montañas de Galaad 1006». Hay por otra parte en esta profecía, rasgos que no hubiera podido añadir una mano apócrifa. ¿Quién hubiera podido scribir, 1007después de la ruina de Jerusalén por Tito, que los Judíos no volverían a constituir nunca su nacionalidad en el suelo de su patria, que permanecerían dispersos entre todos los pueblos; y que la ciudad de Dios «sería aplanada por el talón 1008 de las razas extranjeras hasta que se completara la era de las naciones? 1009» Sin embargo, así es. La planta de los hijos de Mahoma aplana hoy día a Jerusalén; otros cien vencedores han precedido a los actuales tiranos, y les sucederán tal vez. Jamás han vuelto ni volverán a entrar los Judíos como señores en la tierra de sus abuelos. [621]

21. La ruina de Jerusalén y del Templo, la extinción de la nacionalidad judía, tan claramente predichas por el Salvador, estaban en contradicción formal con la idea que se formaban entonces los mismos Apóstoles, del imperio del Mesías. Según la idea del pueblo Hebreo, debían durar la Ciudad Santa y el Templo de Jehovah tanto como el mundo, y llegar a ser el centro del reino inmortal fundado por Cristo, hijo de David. Cada nacionalidad ha soñado que su duración seria perpetua. A pesar de la inconstancia y movilidad de las cosas humanas, es en el día esta preocupación tan viva en nosotros como pudo serlo nunca en Tebas, en Nínive o en Cartago. Pero entre los Judíos no era tan sólo un sentimiento de orgullo patriótico, sino que constituía una religión verdadera. Por eso no comprenden ya Pedro y los tres Apóstoles cómo podrá fundarse nunca el reino de Cristo, en cuanto les anuncia Jesús la próxima ruina del Templo de la ciudad de David y de la nacionalidad hebrea. Señor, preguntan, ¿cuál será la señal precursora de tu venida y del fin del mundo? -Jesús les respondió: Tened cuidado que nadie os seduzca. Se presentarán muchos en mi nombre, y dirán: Yo soy el Cristo. Porque aparecerán falsos Cristos y falsos Profetas que seducirán a la multitud. Y harán alarde de milagros y prodigios tan pasmosos, que los mismos escogidos, si fuese posible, caerían en error. No los sigáis, pues, sino estad prevenidos, acordándoos que anticipadamente os predijo todas estas cosas. Así, aunque os digan: «He aquí al Mesías que está en el desierto», no vayáis allá, o bien: «¡Mirad que acaba de entrar en esta casa!» no lo creáis; porque, como el relámpago sale del Oriente y se deja ver en un instante hacia el Occidente, así será el advenimiento del Hijo del hombre. Veranse antes fenómenos prodigiosos en el sol, la luna y las estrellas, y en la tierra estarán consternadas y atónitas las gentes por el estruendo del mar y de las olas. Los hombres se secarán de temor y de sobresalto, en la expectación de la catástrofe que amenazará al universo. Y luego, después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no alumbrará, y las estrellas caerán del cielo y las potestades de los cielos temblarán. Y entonces aparecerá en el cielo la enseña del Hijo del hombre, a cuya vista todos los pueblos de la tierra prorrumpirán en llantos, y verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad. El cual enviará sus Ángeles, que a son de trompeta y con una voz [622] formidable congregarán a sus escogidos de las cuatro partes del mundo, desde un horizonte del cielo hasta el otro. Así, pues, cuando veáis las señales precursoras de estas cosas, abrid los ojos y alzad la cabeza, porque vuestra redención se acerca. -En seguida, les propuso esta comparación: Reparad en la higuera y en los demás árboles, dijo. Cuando sus ramas están ya tiernas y brotan sus hojas y aparece el fruto, decís: Ya está cerca el verano; pues así también, cuando vosotros veáis todas estas cosas, tened por cierto que Cristo está para llegar, que está ya a la puerta, y que el reino de Dios se adelanta. Lo que os aseguro es, que no se acabará esta generación 1010 hasta que se cumpla todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no fallarán 1011».

22. «Mas en orden al día y a la hora, nadie lo sabe, ni aun los Ángeles del cielo, ni el Hijo 1012, sino sólo mi Padre. Estad, pues, alerta, velad y orad, ya que no sabéis cuándo será el tiempo. Velad, pues, sobre vosotros mismos, no suceda que se ofusquen vuestros corazones (o entendimientos) con la glotonería y embriaguez y los cuidados de esta vida, y os sobrecoja de repente aquel día, que será como un lazo que sorprenderá a todos los que moran sobre la superficie de toda la tierra. Velad, pues, orando en todo tiempo, a fin de merecer el evitar todos los males venideros, y comparecer con confianza ante el Hijo del hombre. Acontecerá como al padre de familia, que estando para emprender un largo viaje, confió su casa a sus criados, y mandó al portero que velase. Velad, pues, también vosotros, porque ignoráis cuándo vendrá el dueño, si a la tarde o a la media noche, si al canto del gallo o al amanecer, no [623] sea que viniendo de repente, os encuentre dormidos. En fin; lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: Velad. Porque el reino de los cielos es semejante a diez vírgenes, que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo y a la esposa 1013. De las cuales cinco eran necias y cinco prudentes; pero las cinco necias, al coger sus lámparas, no se proveyeron de aceite; al contrario, las prudentes, junto con las lámparas, llevaron aceite en sus vasijas. Como el esposo tardase en venir, se adormecieron todas, y al fin se quedaron profundamente dormidas. Mas llegada la media noche, se oyó una voz que gritaba: Mirad que viene el esposo, salidle al encuentro. Al punto se levantaron todas aquellas vírgenes, y aderezaron sus lámparas. Entonces las necias dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan. Respondieron las prudentes, diciendo: No sea que este que tenemos no baste para nosotras y para vosotras, mejor es que vayáis a los que lo venden y compréis el que os falta. Mientras iban éstas a comprarlo, vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas, y se cerró la puerta. Al cabo vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor! ¡Señor! ábrenos. Pero, el esposo les respondió, y dijo: En verdad os digo, que no os conozco. Así que, velad vosotros, porque no sabéis ni el día ni la hora 1014».

23. «Cuando venga, pues, el Hijo del hombre con toda su majestad y acompañado de todos sus Ángeles, sentarse ha entonces en el trono de su gloria, y hará comparecer delante de él a todas las naciones, y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos: poniendo las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda. Entonces, cual rey supremo, dirá a los que estén a su derecha: ¡Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino (celestial) que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me hospedasteis; estando desnudo me vestisteis; enfermo y me visitasteis; encarcelado y vinisteis a verme (y consolarme)! A lo cual los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos nosotros hambriento para que te hayamos dado de [624] comer; sediento para que te hayamos dado de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino para que te hayamos hospedado; desnudo para que te hayamos vestido; enfermo o en la cárcel para que te hayamos visitado? Y el rey en respuesta, les dirá: En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis. Después dirá a los que están a su izquierda: ¡Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue destinado para el diablo y sus ángeles o ministros: porque tuve hambre y no me disteis de comer; sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me recogisteis; desnudo y no me vestisteis; enfermo y encarcelado y no me visitasteis! A lo que replicaron también los malos: ¡Señor! ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o desnudo, o enfermo, o encarcelado, y dejamos de asistirte? Entonces les responderá: En verdad os digo: siempre que dejasteis de hacerlo con alguno de estos (mis) pequeños (hermanos), dejasteis de hacerlo conmigo. Y en consecuencia, irán éstos al eterno suplicio, y los justos a la vida eterna 1015».

El libro del Evangelio que se abre antes de la aurora de los tiempos en los esplendores de la generación del Verbo, se cierra por más allá de todos los tiempos, en la eternidad del suplicio o en la eternidad del triunfo.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § IV. Regreso a Jerusalén