Compendio catecismo
© Copyright 2005 - Libreria Editrice Vaticana
para la aprobación y publicación
del Compendio
del Catecismo de la Iglesia Católica
A los Venerables Hermanos Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Presbíteros, Diáconos y a todos los Miembros del Pueblo de Dios
Hace ya veinte años se iniciaba la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica, a petición de la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Agradezco infinitamente a Dios Nuestro Señor el haber dado a la Iglesia este Catecismo, promulgado en 1992 por mi venerado y amado Predecesor, el Papa Juan Pablo II.
La gran utilidad y valor de este don han sido confirmados, ante todo, por la positiva y amplia acogida que el Catecismo ha tenido entre los obispos, a quienes se dirigía en primer lugar, como texto de referencia segura y auténtica para la enseñanza de la doctrina católica y, en particular, para la elaboración de catecismos locales. Pero una ulterior confirmación ha venido de la favorable y gran acogida dispensada al mismo por todos los sectores del Pueblo de Dios, que lo han podido conocer y apreciar en las más de cincuenta lenguas a las que, hasta el momento, ha sido traducido.
Ahora, con gran gozo, apruebo y promulgo el Compendio de este Catecismo.
Dicho Compendio había sido vivamente deseado por los participantes al Congreso Catequético Internacional de octubre de 2002, que se hacían así intérpretes de una exigencia muy extendida en la Iglesia. Acogiendo este deseo, mi difunto Predecesor decidió su preparación en febrero de 2003, confiando la redacción del mismo a una restringida Comisión de Cardenales, presidida por mí y ayudada por un grupo de expertos colaboradores. Durante el desarrollo de los trabajos, el proyecto de este Compendio fue sometido al juicio de los Eminentísimos Cardenales y los Presidentes de las Conferencias Episcopales, que en su inmensa mayoría lo han acogido y valorado favorablemente.
El Compendio, que ahora presento a la Iglesia Universal, es una síntesis fiel y segura delCatecismo de la Iglesia Católica. Contiene, de modo conciso, todos los elementos esenciales y fundamentales de la fe de la Iglesia, de manera tal que constituye, como deseaba mi Predecesor, una especie de vademécum, a través del cual las personas, creyentes o no, pueden abarcar con una sola mirada de conjunto el panorama completo de la fe católica.
El Compendio refleja fielmente, en su estructura, contenidos y lenguaje, el Catecismo de la Iglesia Católica, que podrá ser mejor conocido y comprendido gracias a la ayuda y estímulo de esta síntesis.
Entrego, por tanto, con confianza este Compendio, ante todo a la Iglesia entera y a cada cristiano en particular, para que, por medio de él, cada cual pueda encontrar, en este tercer milenio, nuevo impulso para renovar el compromiso de evangelización y educación de la fe que debe caracterizar a toda comunidad eclesial y a cada creyente en Cristo de cualquier edad y nación.
Pero este Compendio, por su brevedad, claridad e integridad, se dirige asimismo a toda persona que, viviendo en un mundo dispersivo y lleno de los más variados mensajes, quiera conocer el Camino de la Vida y la Verdad, entregado por Dios a la Iglesia de su Hijo.
Leyendo este valioso instrumento que es el Compendio, gracias especialmente a la intercesión de María Santísima, Madre de Cristo y de la Iglesia, puedan todos reconocer y acoger cada vez mejor la inagotable belleza, unicidad y actualidad del Don por excelencia que Dios ha hecho a la humanidad: Su Hijo único, Jesucristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 28 de Junio de 2005, víspera de la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, año primero de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
1. El 11 de Octubre de 1992, el Papa Juan Pablo II entregaba a los fieles de todo el mundo elCatecismo de la Iglesia Católica, presentándolo como «texto de referencia»[1] para una catequesis renovada en las fuentes vivas de la fe. A treinta años de la apertura del Concilio Vaticano II (1962-1965), se cumplía de este modo felizmente el deseo expresado en 1985 por la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos de que se compusiera un catecismo de toda la doctrina católica, tanto de la fe como de la moral.
Cinco años después, el 15 de Agosto de 1997, al promulgar la editio typica del Catechismus Ecclesiae Catholicae, el Sumo Pontífice confirmaba la finalidad fundamental de la obra: «Presentarse como una exposición completa e íntegra de la doctrina católica, que permite que todos conozcan lo que la Iglesia misma profesa, celebra, vive y ora en su vida diaria».[2]
2. En orden a un mayor aprovechamiento de los valores del Catecismo y para responder a la petición del Congreso Catequético Internacional de 2002, Juan Pablo II instituía en 2003 una Comisión especial, presidida por mí, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con el encargo de elaborar un Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que recogiera una formulación más sintética de los mismos contenidos de la fe. Tras dos años de trabajo se preparó un proyecto de compendio, que fue enviado a consulta a los Cardenales y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales. El proyecto, en su conjunto, obtuvo una valoración positiva por parte de la absoluta mayoría de cuantos respondieron. La Comisión, por tanto, procedió a la revisión del mencionado proyecto y, teniendo en cuenta las propuestas de mejora recibidas, redactó el texto final de la obra.
3. Tres son las características principales del Compendio: la estrecha dependencia delCatecismo de la Iglesia Católica, el estilo dialogal y el uso de imágenes en la catequesis.
Ante todo, el Compendio no es una obra autónoma ni pretende de ningún modo sustituir alCatecismo de la Iglesia Católica: más bien remite a él constantemente, tanto con la puntual indicación de los números de referencia como con el continuo llamamiento a su estructura, desarrollo y contenidos. El Compendio, además, pretende despertar un renovado interés y aprecio por el Catecismo, que, con su sabiduría expositiva y unción espiritual, continua siendo el texto de base de la catequesis eclesial de hoy.
Como el Catecismo, también el Compendio se articula en cuatro partes, correspondientes a las leyes fundamentales de la vida en Cristo.
La primera parte, titulada «La profesión de la fe», contiene una oportuna síntesis de la lex credendi, es decir, de la fe profesada por la Iglesia Católica, tomada del Símbolo Apostólico, ulteriormente explicitado y detallado por el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, cuya constante proclamación en la asamblea cristiana mantiene viva la memoria de las principales verdades de la fe.
La segunda parte, titulada «La celebración del misterio cristiano», presenta los elementos esenciales de la lex celebrandi. El anuncio del Evangelio encuentra, efectivamente, su respuesta privilegiada en la vida sacramental. En ella los fieles experimentan y dan testimonio en cada momento de su existencia, de la eficacia salvífica del misterio pascual, por medio del cual Cristo ha consumado la obra de nuestra redención.
La tercera parte, titulada «La vida en Cristo», presenta la lex vivendi, es decir, el compromiso que tienen los bautizados de manifestar en sus comportamientos y en sus decisiones éticas la fidelidad a la fe profesada y celebrada. Los fieles, en efecto, están llamados por el Señor Jesús a realizar las obras que se corresponden con su dignidad de hijos del Padre en la caridad del Espíritu Santo.
La cuarta parte, titulada «La oración cristiana», ofrece una síntesis de la lex orandi, es decir, de la vida de oración. A ejemplo de Jesús, modelo perfecto de orante, también el cristiano está llamado al diálogo con Dios en la oración, de la que es expresión privilegiada el Padre Nuestro, la oración que nos enseñó el mismo Jesús.
4. Una segunda característica del Compendio es su forma dialogal, que recupera un antiguo género catequético basado en preguntas y respuestas. Se trata de volver a proponer un diálogo ideal entre el maestro y el discípulo, mediante una apremiante secuencia de preguntas, que implican al lector, invitándole a proseguir en el descubrimiento de aspectos siempre nuevos de la verdad de su fe. Este género ayuda también a abreviar notablemente el texto, reduciéndolo a lo esencial, y favoreciendo de este modo la asimilación y eventual memorización de los contenidos.
5. Una tercera característica es la presencia de algunas imágenes, que acompañan a la articulación del Compendio. Provienen del riquísimo patrimonio de la iconografía cristiana. De la secular tradición conciliar aprendemos que también la imagen es predicación evangélica. Los artistas de todos los tiempos han ofrecido, para contemplación y asombro de los fieles, los hechos más sobresalientes del misterio de la salvación, presentándolo en el esplendor del color y la perfección de la belleza. Es éste un indicio de cómo hoy más que nunca, en la civilización de la imagen, la imagen sagrada puede expresar mucho más que la misma palabra, dada la gran eficacia de su dinamismo de comunicación y de transmisión del mensaje evangélico.
6. Cuarenta años después de la conclusión del Concilio Vaticano II y en el año de la Eucaristía, el Compendio puede constituir un ulterior instrumento para satisfacer tanto el hambre de verdad de los fieles de toda edad y condición, como la necesidad de todos aquellos que, sin serlo, tienen sed de verdad y de justicia. Su publicación tendrá lugar en la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia universal y evangelizadores ejemplares en el mundo antiguo. Estos apóstoles vieron lo que predicaron, y dieron testimonio de la verdad de Cristo hasta el martirio. Imitémosles en su impulso misionero, y roguemos al Señor para que la Iglesia siga siempre las enseñanzas de los Apóstoles, de quienes ha recibido el primer anuncio gozoso de la fe.
Domingo de Ramos, 20 de marzo de 2005.
Joseph Card. Ratzinger
Presidente de la Comisión especial
Notas
[1]Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum, 11 de octubre de 1992.
[2]Juan Pablo II, Carta ap. Laetamur magnopere, 15 de agosto de 1997.
1 (CEC 1-25)
Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu Santo y herederos de su eterna bienaventuranza.
(CEC 30)
«Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza (…). Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín).
2 (CEC 27-30 CEC 44-45)
Dios mismo, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió en el corazón de éste el deseo de verlo. Aunque el hombre a menudo ignore tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia sí, para que viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. En consecuencia, el hombre, por naturaleza y vocación, es un ser esencialmente religioso, capaz de entrar en comunión con Dios. Esta íntima y vital relación con Dios otorga al hombre su dignidad fundamental.
3 (CEC 31-36 CEC 46-47)
A partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita.
4 (CEC 37-38)
Para conocer a Dios con la sola luz de la razón, el hombre encuentra muchas dificultades. Además no puede entrar por sí mismo en la intimidad del misterio divino. Por ello, Dios ha querido iluminarlo con su Revelación, no sólo acerca de las verdades que superan la comprensión humana, sino también sobre verdades religiosas y morales, que, aun siendo de por sí accesibles a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error.
5 Se puede hablar de Dios a todos y con todos, partiendo de las perfecciones del hombre y las demás criaturas, las cuales son un reflejo, si bien limitado, de la infinita perfección de Dios. Sin embargo, es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de fantasioso e imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios.
6 (CEC 50-53 CEC 68-69)
Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y el designio de benevolencia que él mismo ha preestablecido desde la eternidad en Cristo en favor de los hombres. Este designio consiste en hacer partícipes de la vida divina a todos los hombres, mediante la gracia del Espíritu Santo, para hacer de ellos hijos adoptivos en su Hijo Unigénito.
7 (CEC 54-58 CEC 70-71)
Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros primeros padres, y les invita a una íntima comunión con Él. Después de la caída, Dios no interrumpe su revelación, y les promete la salvación para toda su descendencia. Después del diluvio, establece con Noé una alianza que abraza a todos los seres vivientes.
8 (CEC 59-64 CEC 72)
Dios escogió a Abram llamándolo a abandonar su tierra para hacer de él «el padre de una multitud de naciones» (Gn 17,5), y prometiéndole bendecir en él a «todas las naciones de la tierra» (Gn 12,3). Los descendientes de Abraham serán los depositarios de las promesas divinas hechas a los patriarcas. Dios forma a Israel como su pueblo elegido, salvándolo de la esclavitud de Egipto, establece con él la Alianza del Sinaí, y le da su Ley por medio de Moisés. Los Profetas anuncian una radical redención del pueblo y una salvación que abrazará a todas las naciones en una Alianza nueva y eterna. Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey David, nacerá el Mesías: Jesús.
9 (CEC 65-66 CEC 73)
La plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la que Él mismo llevó a cabo en su Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud de la Revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios hecho hombre, Él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el don del Espíritu, la Revelación ya se ha cumplido plenamente, aunque la fe de la Iglesia deberá comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos.
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (San la Cruz)
10 (CEC 67)
Aunque no pertenecen al depósito de la fe, las revelaciones privadas pueden ayudar a vivir la misma fe, si mantienen su íntima orientación a Cristo. El Magisterio de la Iglesia, al que corresponde el discernimiento de tales revelaciones, no puede aceptar, por tanto, aquellas “revelaciones” que pretendan superar o corregir la Revelación definitiva, que es Cristo.
11 (CEC 74)
Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), es decir, de Jesucristo. Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los hombres, según su propio mandato: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). Esto se lleva a cabo mediante la Tradición Apostólica.
12 (CEC 75-79 CEC 83 CEC 96 CEC 98)
La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo.
13 (CEC 76)
La Tradición Apostólica se realiza de dos modos: con la transmisión viva de la Palabra de Dios (también llamada simplemente Tradición) y con la Sagrada Escritura, que es el mismo anuncio de la salvación puesto por escrito.
14 (CEC 80-82 CEC 97)
La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas entre sí. En efecto, ambas hacen presente y fecundo en la Iglesia el Misterio de Cristo, y surgen de la misma fuente divina: constituyen un solo sagrado depósito de la fe, del cual la Iglesia saca su propia certeza sobre todas las cosas reveladas.
15 (CEC 84 CEC 91 CEC 94 CEC 99)
El depósito de la fe ha sido confiado por los Apóstoles a toda la Iglesia. Todo el Pueblo de Dios, con el sentido sobrenatural de la fe, sostenido por el Espíritu Santo y guiado por el Magisterio de la Iglesia, acoge la Revelación divina, la comprende cada vez mejor, y la aplica a la vida.
16 (CEC 85-90 CEC 100)
La interpretación auténtica del depósito de la fe corresponde sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, es decir, al Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con él. Al Magisterio, el cual, en el servicio de la Palabra de Dios, goza del carisma cierto de la verdad, compete también definir los dogmas, que son formulaciones de las verdades contenidas en la divina Revelación; dicha autoridad se extiende también a las verdades necesariamente relacionadas con la Revelación.
17 (CEC 95)
Escritura, Tradición y Magisterio están tan estrechamente unidos entre sí, que ninguno de ellos existe sin los otros. Juntos, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente, cada uno a su modo, a la salvación de los hombres.
18 (CEC 105-108 CEC 135-136)
Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es una «religión del libro», sino de la Palabra de Dios, que no es «una palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval).
19 (CEC 109-119 CEC 137)
La Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con la ayuda del Espíritu Santo y bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, según tres criterios: 1) atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura; 2) lectura de la Escritura en la Tradición viva de la Iglesia; 3) respeto de la analogía de la fe, es decir, de la cohesión entre las verdades de la fe.
20 (CEC 120 CEC 138)
El canon de las Escrituras es el elenco completo de todos los escritos que la Tradición Apostólica ha hecho discernir a la Iglesia como sagrados. Tal canon comprende cuarenta y seis escritos del Antiguo Testamento y veintisiete del Nuevo.
21 (CEC 121-123)
Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios: todos sus libros están divinamente inspirados y conservan un valor permanente, dan testimonio de la pedagogía divina del amor salvífico de Dios, y han sido escritos sobre todo para preparar la venida de Cristo Salvador del mundo.
22 (CEC 124-127 CEC 139)
El Nuevo Testamento, cuyo centro es Jesucristo, nos transmite la verdad definitiva de la Revelación divina. En él, los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, siendo el principal testimonio de la vida y doctrina de Jesús, constituyen el corazón de todas las Escrituras y ocupan un puesto único en la Iglesia.
23 (CEC 128-130 CEC 140)
La Escritura es una porque es única la Palabra de Dios, único el proyecto salvífico de Dios y única la inspiración divina de ambos Testamentos. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo, mientras que éste da cumplimiento al Antiguo: ambos se iluminan recíprocamente.
24 (CEC 131-133 CEC 141-142)
La Sagrada Escritura proporciona apoyo y vigor a la vida de la Iglesia. Para sus hijos, es firmeza de la fe, alimento y manantial de vida espiritual. Es el alma de la teología y de la predicación pastoral. Dice el Salmista: «lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Ps 119,105). Por esto la Iglesia exhorta a la lectura frecuente de la Sagrada Escritura, pues «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (San Jerónimo).
25 (CEC 142-143)
El hombre, sostenido por la gracia divina, responde a la Revelación de Dios con la obediencia de la fe, que consiste en fiarse plenamente de Dios y acoger su Verdad, en cuanto garantizada por Él, que es la Verdad misma.
26 (CEC 144-149)
Son muchos los modelos de obediencia en la fe en la Sagrada Escritura, pero destacan dos particularmente: Abraham, que, sometido a prueba, «tuvo fe en Dios» (Rm 4,3) y siempre obedeció a su llamada; por esto se convirtió en «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11 Rm 4,18). Y la Virgen María, quien ha realizado del modo más perfecto, durante toda su vida, la obediencia en la fe: «Fiat mihi secundum Verbum tuum – hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,38).
27 (CEC 150-152 CEC 176-178)
Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas, porque Dios es la Verdad. Significa creer en un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
28 (CEC 153-165 CEC 179-180 CEC 183-184)
La fe, don gratuito de Dios, accesible a cuantos la piden humildemente, es la virtud sobrenaturalnecesaria para salvarse. El acto de fe es un acto humano, es decir un acto de la inteligencia del hombre, el cual, bajo el impulso de la voluntad movida por Dios, asiente libremente a la verdad divina. Además, la fe es cierta porque se fundamenta sobre la Palabra de Dios; «actúa por medio de la caridad» (Ga 5,6); y está en continuo crecimiento, gracias, particularmente, a la escucha de la Palabra de Dios y a la oración. Ella nos hace pregustar desde ahora el gozo del cielo.
29 (CEC 159)
Aunque la fe supera a la razón, no puede nunca haber contradicción entre la fe y la ciencia, ya que ambas tienen su origen en Dios. Es Dios mismo quien da al hombre tanto la luz de la razón como la fe.
«Cree para comprender y comprende para creer» (San Agustín)
30 (CEC 166-169 CEC 181)
La fe es un acto personal en cuanto es respuesta libre del hombre a Dios que se revela. Pero, al mismo tiempo, es un acto eclesial, que se manifiesta en la expresión «creemos», porque, efectivamente, es la Iglesia quien cree, de tal modo que Ella, con la gracia del Espíritu Santo, precede, engendra y alimenta la fe de cada uno: por esto la Iglesia es Madre y Maestra.
«Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre»
(San Cipriano)
31 (CEC 170-171)
Las fórmulas de la fe son importantes porque nos permiten expresar, asimilar, celebrar y compartir con los demás las verdades de la fe, utilizando un lenguaje común.
32 (CEC 172-175 CEC 182)
La Iglesia, aunque formada por personas diversas por razón de lengua, cultura y ritos, profesa con voz unánime la única fe, recibida de un solo Señor y transmitida por la única Tradición Apostólica. Profesa un solo Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– e indica un solo camino de salvación. Por tanto, creemos, con un solo corazón y una sola alma, todo aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o transmitida y es propuesto por la Iglesia para ser creído como divinamente revelado.
Símbolo de los Apóstoles
Creo en Dios, Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo,
Nuestro Señor,
Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir
a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida eterna.
Amén.
Credo
Niceno-Constantinopolitano
Creo en un solo Dios,
Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios,
Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo,
y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe
una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia, que es una,
santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo
para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro.
Amén.
Symbolum Apostolicum
Credo in Deum, Patrem omnipoténtem,
Creatórem caeli et terrae,
et in Iesum Christum, Filium Eius únicum,
Dóminum nostrum,
qui conceptus est de Spiritu Sancto,
natus ex María Virgine,
passus sub Póntio Piláto,
crucifixus, mórtuus, et sepúltus,
descendit ad ínferos, tértia die resurréxit
a mórtuis, ascéndit ad caelos, sedet
ad déxteram Dei Patris omnipoténtis,
inde ventúrus est iudicáre vivos
et mórtuos.
Et in Spíritum Sanctum,
sanctam Ecclésiam cathólicam,
sanctórum communiónem,
remissiónem peccatórum,
carnis resurrectiónem,
vitam aetérnam.
Amen.
Symbolum
Nicaenum-Constantinopolitanum
Credo in unum Deum,
Patrem omnipoténtem,
Factórem caeli et terrae,
visibílium ómnium et invisibílium.
Et in unum Dóminum Iesum Christum,
Filium Dei unigénitum
et ex Patre natum ante ómnia saécula:
Deum de Deo,
Lumen de Lúmine,
Deum verum de Deo vero,
génitum, non factum,
consubstantiálem Patri:
per quem ómnia facta sunt;
qui propter nos hómines et proper nostram
salútem, descéndit de caelis,
et incarnátus est de Spíritu Sancto
ex María Virgine et homo factus est,
crucifixus etiam pro nobis
sub Póntio Piláto,
passus et sepúltus est,
et resurréxit tértia die secúndum Scriptúras,
et ascendit in coelum, sedet ad déxteram Patris,
et íterum ventúrus est cum glória,
iudicáre vivos et mórtuos,
cuius regni non erit finis.
Credo in Spíritum Sanctum,
Dóminum et vivificántem,
qui ex Patre Filióque procédit,
qui cum Patre et Fílio simul
adorátur et conglorificátur,
qui locútus est per Prophétas.
Et unam sanctam cathólicam
et apostólicam Ecclésiam.
Confíteor unum Baptísma in
remissiónem peccatórum.
Et exspécto resurrectiónem mortuórum,
et vitam ventúri saéculi.
Amen.
33 (CEC 185-188 CEC 199 CEC 197)
Los símbolos de la fe, también llamados «profesiones de fe» o «Credos», son fórmulas articuladas con las que la Iglesia, desde sus orígenes, ha expresado sintéticamente la propia fe, y la ha transmitido con un lenguaje común y normativo para todos los fieles.
34 (CEC 189-191)
Los símbolos de la fe más antiguos son los bautismales. Puesto que el Bautismo se administra «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19), las verdades de fe allí profesadas son articuladas según su referencia a las tres Personas de la Santísima Trinidad.
35 (CEC 193-195)
Los símbolos de la fe más importantes son: el Símbolo de los Apóstoles, que es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma, y el Símbolo niceno-constantinopolitano, que es fruto de los dos primeros Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381), y que sigue siendo aún hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.
36 (CEC 198-199)
La profesión de fe comienza con la afirmación «Creo en Dios» porque es la más importante: la fuente de todas las demás verdades sobre el hombre y sobre el mundo y de toda la vida del que cree en Dios.
37 (CEC 200-202 CEC 228)
Profesamos un solo Dios porque Él se ha revelado al pueblo de Israel como el Único, cuando dice: «escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el Único Señor» (Dt 6,4), «no existe ningún otro» (Is 45,22). Jesús mismo lo ha confirmado: Dios «es el único Señor» (Mc 12,29). Profesar que Jesús y el Espíritu Santo son también Dios y Señor no introduce división alguna en el Dios Único.
Compendio catecismo