
Compendio catecismo 176
176 (CEC 861-865)
La sucesión apostólica es la transmisión, mediante el sacramento del Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus sucesores, los obispos. Gracias a esta transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de fe y de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su apostolado a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra.
177 (CEC 871-872)
Los fieles son aquellos que, incorporados a Cristo mediante el Bautismo, han sido constituidos miembros del Pueblo de Dios; han sido hecho partícipes, cada uno según su propia condición, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y son llamados a llevar a cabo la misión confiada por Dios a la Iglesia. Entre ellos hay una verdadera igualdad en su dignidad de hijos de Dios.
178 (CEC 873 CEC 934)
En la Iglesia, por institución divina, hay ministros sagrados, que han recibido el sacramento del Orden y forman la jerarquía de la Iglesia. A los demás fieles se les llama laicos. De unos y otros provienen fieles que se consagran de modo especial a Dios por la profesión de los consejos evangélicos: castidad en el celibato, pobreza y obediencia.
179 (CEC 874-876 CEC 935)
Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica con la misión de apacentar al Pueblo de Dios en su nombre, y para ello le dio autoridad. La jerarquía está formada por los ministros sagrados: obispos, presbíteros y diáconos. Gracias al sacramento del Orden, los obispos y presbíteros actúan, en el ejercicio de su ministerio, en nombre y en la persona de Cristo cabeza; los diáconos sirven al Pueblo de Dios en la diaconía (servicio) de la palabra, de la liturgia y de la caridad.
180 (CEC 877)
A ejemplo de los doce Apóstoles, elegidos y enviados juntos por Cristo, la unión de los miembros de la jerarquía eclesiástica está al servicio de la comunión de todos los fieles. Cada obispo ejerce su ministerio como miembro del colegio episcopal, en comunión con el Papa, haciéndose partícipe con él de la solicitud por la Iglesia universal. Los sacerdotes ejercen su ministerio en el presbiterio de la Iglesia particular, en comunión con su propio obispo y bajo su guía.
181 (CEC 878-879)
El ministerio eclesial tiene también un carácter personal, en cuanto que, en virtud del sacramento del Orden, cada uno es responsable ante Cristo, que lo ha llamado personalmente, confiriéndole la misión.
182 (CEC 881-882 CEC 936-937)
El Papa, Obispo de Roma y sucesor de san Pedro, es el perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Es el Vicario de Cristo, cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la potestad plena, suprema, inmediata y universal.
183 (CEC 883-885)
El colegio de los obispos, en comunión con el Papa y nunca sin él, ejerce también él la potestad suprema y plena sobre la Iglesia.
184 (CEC 886-890 CEC 939)
Los obispos, en comunión con el Papa, tienen el deber de anunciar a todos el Evangelio, fielmente y con autoridad, como testigos auténticos de la fe apostólica, revestidos de la autoridad de Cristo. Mediante el sentido sobrenatural de la fe, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe, bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia.
185 (CEC 891)
La infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano Pontífice, en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia, o el colegio de los obispos en comunión con el Papa, sobre todo reunido en un Concilio Ecuménico, proclaman con acto definitivo una doctrina referente a la fe o a la moral; y también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio ordinario, concuerdan en proponer una doctrina como definitiva. Todo fiel debe adherirse a tales enseñanzas con el obsequio de la fe.
186 (CEC 893)
Los obispos ejercen su función de santificar a la Iglesia cuando dispensan la gracia de Cristo, mediante el ministerio de la palabra y de los sacramentos, en particular de la Eucaristía; y también con su oración, su ejemplo y su trabajo.
187 (CEC 894-896)
Cada obispo, en cuanto miembro del colegio episcopal, ejerce colegialmente la solicitud por todas las Iglesias particulares y por toda la Iglesia, junto con los demás obispos unidos al Papa. El obispo, a quien se ha confiado una Iglesia particular, la gobierna con la autoridad de su sagrada potestad propia, ordinaria e inmediata, ejercida en nombre de Cristo, Buen Pastor, en comunión con toda la Iglesia y bajo la guía del sucesor de Pedro.
188 (CEC 897-900 CEC 940)
Los fieles laicos tienen como vocación propia la de buscar el Reino de Dios, iluminando y ordenando las realidades temporales según Dios. Responden así a la llamada a la santidad y al apostolado, que se dirige a todos los bautizados.
189 (CEC 901-903)
Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando ofrecen como sacrificio espiritual «agradable a Dios por mediación de Jesucristo» (1P 2,5), sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas las obras, oraciones e iniciativas apostólicas, la vida familiar y el trabajo diario, las molestias de la vida sobrellevadas con paciencia, así como los descansos físicos y consuelos espirituales. De esta manera, también los laicos, dedicados a Cristo y consagrados por el Espíritu Santo, ofrecen a Dios el mundo mismo.
190 (CEC 904-907 CEC 942)
Los laicos participan en la misión profética de Cristo cuando acogen cada vez mejor en la fe la Palabra de Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la vida y de la palabra, mediante la evangelización y la catequesis. Este apostolado «adquiere una eficacia particular porque se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (Lumen Gentium LG 35).
191 (CEC 908-913 CEC 943)
Los laicos participan en la misión regia de Cristo porque reciben de Él el poder de vencer el pecado en sí mismos y en el mundo, por medio de la abnegación y la santidad de la propia vida. Los laicos ejercen diversos ministerios al servicio de la comunidad, e impregnan de valores morales las actividades temporales del hombre y las instituciones de la sociedad.
192 (CEC 914-916 CEC 944)
La vida consagrada es un estado de vida reconocido por la Iglesia; una respuesta libre a una llamada particular de Cristo, mediante la cual los consagrados se dedican totalmente a Dios y tienden a la perfección de la caridad, bajo la moción del Espíritu Santo. Esta consagración se caracteriza por la práctica de los consejos evangélicos.
193 (CEC 931-933 CEC 945)
La vida consagrada participa en la misión de la Iglesia mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos, dando testimonio de la esperanza del Reino de los Cielos.
194 (CEC 946-953 CEC 960)
La expresión «comunión de los santos» indica, ante todo, la común participación de todos los miembros de la Iglesia en las cosas santas (sancta): la fe, los sacramentos, en particular en la Eucaristía, los carismas y otros dones espirituales. En la raíz de la comunión está la caridad que «no busca su propio interés» (1Co 13,5), sino que impulsa a los fieles a «poner todo en común» (Ac 4,32), incluso los propios bienes materiales, para el servicio de los más pobres.
195 (CEC 954-959 CEC 961-962)
La expresión «comunión de los santos» designa también la comunión entre las personas santas (sancti), es decir, entre quienes por la gracia están unidos a Cristo muerto y resucitado. Unos viven aún peregrinos en este mundo; otros, ya difuntos, se purifican, ayudados también por nuestras plegarias; otros, finalmente, gozan ya de la gloria de Dios e interceden por nosotros. Todos juntos forman en Cristo una sola familia, la Iglesia, para alabanza y gloria de la Trinidad.
196 (CEC 963-966 CEC 973)
La Bienaventurada Virgen María es Madre de la Iglesia en el orden de la gracia, porque ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Jesús, agonizante en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27).
197 (CEC 967-970)
Después de la Ascensión de su Hijo, la Virgen María ayudó con su oración a los comienzos de la Iglesia. Incluso tras su Asunción al cielo, ella continúa intercediendo por sus hijos, siendo para todos un modelo de fe y de caridad y ejerciendo sobre ellos un influjo salvífico, que mana de la sobreabundancia de los méritos de Cristo. Los fieles ven en María una imagen y un anticipo de la resurrección que les espera, y la invocan como abogada, auxiliadora, socorro y mediadora.
198 (CEC 971)
A la Virgen María se le rinde un culto singular, que se diferencia esencialmente del culto de adoración, que se rinde sólo a la Santísima Trinidad. Este culto de especial veneración encuentra su particular expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el santo Rosario, compendio de todo el Evangelio.
199 (CEC 972 CEC 974-975)
Contemplando a María, la toda santa, ya glorificada en cuerpo y alma, la Iglesia ve en ella lo que la propia Iglesia está llamada a ser sobre la tierra y aquello que será en la patria celestial.
200 (CEC 976-980 CEC 984-985)
El primero y principal sacramento para el perdón de los pecados es el Bautismo. Para los pecados cometidos después del Bautismo, Cristo instituyó el sacramento de la Reconciliación o Penitencia, por medio del cual el bautizado se reconcilia con Dios y con la Iglesia.
201 (CEC 981-983 CEC 986-987)
La Iglesia tiene la misión y el poder de perdonar los pecados porque el mismo Cristo se lo ha dado: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).
202 (CEC 976-980 CEC 984-985)
El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y mortalidad. «La carne es soporte de la salvación» (Tertuliano). En efecto, creemos en Dios que es el Creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la Creación y de la redención de la carne.
203 (CEC 990)
La expresión «resurrección de la carne» significa que el estado definitivo del hombre no será solamente el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida.
204 (CEC 988-991 CEC 1002-1003)
Así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el último día, con un cuerpo incorruptible: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5,29).
205 Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, éste cae en la corrupción, mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando éste resurja transformado en la segunda venida del Señor. Comprender cómo tendrá lugar la resurrección sobrepasa la posibilidad de nuestra imaginación y entendimiento.
206 (CEC 1005-1014 CEC 1019)
Morir en Cristo Jesús significa morir en gracia de Dios, sin pecado mortal. Así el creyente en Cristo, siguiendo su ejemplo, puede transformar la propia muerte en un acto de obediencia y de amor al Padre. «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él» (2Tm 2,11).
207 (CEC 1020 CEC 1051)
La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final.
208 (CEC 1021-1022 CEC 1051)
Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al infierno.
209 (CEC 1023-1026 CEC 1053)
Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación, son reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a Dios «cara a cara» (1Co 13,12), viven en comunión de amor con la Santísima Trinidad e interceden por nosotros.
«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén).
210 ¿Qué es el purgatorio?
(CEC 1030-1031 CEC 1054)
El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza.
211 (CEC 1032)
En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia.
212 (CEC 1033-1035 CEC 1056-1057)
Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras «Alejaos de mí, malditos al fuego eterno» (Mt 25,41).
213 (CEC 1036-1037)
Dios quiere que «todos lleguen a la conversión» (2P 3,9), pero, habiendo creado al hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de Dios.
214 (CEC 1038-1041 CEC 1058-1059)
El juicio final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá respecto «de los justos y de los pecadores» (Ac 24,15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular.
215 (CEC 1040)
El juicio final sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el día y la hora.
216 (CEC 1042-1050 CEC 1060)
Después del juicio final, el universo entero, liberado de la esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando «los nuevos cielos y la tierra nueva» (2P 3,13). Así se alcanzará la plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización definitiva del designio salvífico de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ep 1,10). Dios será entonces «todo en todos» (1Co 15,28), en la vida eterna.
217 (CEC 1061-1065)
La palabra hebrea Amén, con la que se termina también el último libro de la Sagrada Escritura, algunas oraciones del Nuevo Testamento y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, significa nuestro «sí» confiado y total a cuanto confesamos creer, confiándonos totalmente en Aquel que es el «Amén» (Ap 3,14) definitivo: Cristo el Señor.
218 (CEC 1066-1070)
La liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio Pascual. Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, se manifiesta y realiza en ella, a través de signos, la santificación de los hombres; y el Cuerpo Místico de Cristo, esto es la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público que se debe a Dios.
219 (CEC 1071-1075)
La liturgia, acción sagrada por excelencia, es la cumbre hacia la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que emana su fuerza vital. A través de la liturgia, Cristo continúa en su Iglesia, con ella y por medio de ella, la obra de nuestra redención
220 (CEC 1076)
La economía sacramental consiste en la comunicación de los frutos de la redención de Cristo, mediante la celebración de los sacramentos de la Iglesia, de modo eminente la Eucaristía, «hasta que él vuelva» (1Co 11,26)
221 (CEC 1077-1083 CEC 1110)
En la liturgia el Padre nos colma de sus bendiciones en el Hijo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, y derrama en nuestros corazones el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la Iglesia bendice al Padre mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias, e implora el don de su Hijo y del Espíritu Santo.
222 (CEC 1084-1090)
En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Al entregar el Espíritu Santo a los Apóstoles, les ha concedido, a ellos y a sus sucesores, el poder de actualizar la obra de la salvación por medio del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, en los cuales Él mismo actúa para comunicar su gracia a los fieles de todos los tiempos y en todo el mundo.
223 (CEC 1091-1109 CEC 1112)
En la liturgia se realiza la más estrecha cooperación entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo prepara a la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes, hace presente y actualiza el Misterio de Cristo, une la Iglesia a la vida y misión de Cristo y hace fructificar en ella el don de la comunión.
224 (CEC 1113-1131)
Los sacramentos son signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, a través de los cuales se nos otorga la vida divina. Son siete: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden y Matrimonio.
225 (CEC 1114-1116)
Los misterios de la vida de Cristo constituyen el fundamento de lo que ahora, por medio de los ministros de su Iglesia, el mismo Cristo dispensa en los sacramentos.
«Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus sacramentos»
(San León Magno).
226 (CEC 1117-1119)
Cristo ha confiado los sacramentos a su Iglesia. Son «de la Iglesia» en un doble sentido: «de ella», en cuanto son acciones de la Iglesia, la cual es sacramento de la acción de Cristo; y «para ella», en el sentido de que edifican la Iglesia.
227 (CEC 1121)
El carácter sacramental es un sello espiritual, conferido por los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden. Constituye promesa y garantía de la protección divina. En virtud de este sello, el cristiano queda configurado a Cristo, participa de diversos modos en su sacerdocio y forma parte de la Iglesia según estados y funciones diversos. Queda, por tanto, consagrado al culto divino y al servicio de la Iglesia. Puesto que el carácter es indeleble, los sacramentos que lo imprimen sólo pueden recibirse una vez en la vida.
228 (CEC 1122-1126 CEC 1133)
Los sacramentos no sólo suponen la fe, sino que con las palabras y los elementos rituales la alimentan, fortalecen y expresan. Celebrando los sacramentos la Iglesia confiesa la fe apostólica. De ahí la antigua sentencia: «lex orandi, lex credendi», esto es, la Iglesia cree tal como reza.
229 (CEC 1127-1128 CEC 1131)
Los sacramentos son eficaces ex opere operato («por el hecho mismo de que la acción sacramental se realiza»), porque es Cristo quien actúa en ellos y quien da la gracia que significan, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe.
230 (CEC 1129)
Para los creyentes en Cristo, los sacramentos, aunque no todos se den a cada uno de los fieles, son necesarios para la salvación, porque otorgan la gracia sacramental, el perdón de los pecados, la adopción como hijos de Dios, la configuración con Cristo Señor y la pertenencia a la Iglesia. El Espíritu Santo cura y transforma a quienes los reciben.
231 (CEC 1129 CEC 1131 CEC 1134 CEC 2003)
La gracia sacramental es la gracia del Espíritu Santo, dada por Cristo y propia de cada sacramento. Esta gracia ayuda al fiel en su camino de santidad, y también a la Iglesia en su crecimiento de caridad y testimonio.
232 (CEC 1130)
En los sacramentos la Iglesia recibe ya un anticipo de la vida eterna, mientras vive «aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2,13).
¿Quién celebra?
233 (CEC 1135-1137 CEC 1187)
En la liturgia actúa el «Cristo total» (Christus totus), Cabeza y Cuerpo. En cuanto sumo Sacerdote, Él celebra la liturgia con su Cuerpo, que es la Iglesia del cielo y de la tierra.
234 (CEC 1138-1139)
La liturgia del cielo la celebran los ángeles, los santos de la Antigua y de la Nueva Alianza, en particular la Madre de Dios, los Apóstoles, los mártires y «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). Cuando celebramos en los sacramentos el misterio de la salvación, participamos de esta liturgia eterna.
235 (CEC 1140-1144 CEC 1188)
La Iglesia en la tierra celebra la liturgia como pueblo sacerdotal, en el cual cada uno obra según su propia función, en la unidad del Espíritu Santo: los bautizados se ofrecen como sacrificio espiritual; los ministros ordenados celebran según el Orden recibido para el servicio de todos los miembros de la Iglesia; los obispos y presbíteros actúan en la persona de Cristo Cabeza.
236 (CEC 1145)
La celebración litúrgica está tejida de signos y símbolos, cuyo significado, enraizado en la creación y en las culturas humanas, se precisa en los acontecimientos de la Antigua Alianza y se revela en plenitud en la Persona y la obra de Cristo.
237 (CEC 1146-1152 CEC 1189)
Algunos signos sacramentales provienen del mundo creado (luz, agua, fuego, pan, vino, aceite); otros, de la vida social (lavar, ungir, partir el pan); otros de la historia de la salvación en la Antigua Alianza (los ritos pascuales, los sacrificios, la imposición de manos, las consagraciones). Estos signos, algunos de los cuales son normativos e inmutables, asumidos por Cristo, se convierten en portadores de la acción salvífica y de santificación
238 (CEC 1153-1155 CEC 1190)
En la celebración sacramental las acciones y las palabras están estrechamente unidas. En efecto, aunque las acciones simbólicas son ya por sí mismas un lenguaje, es preciso que las palabras del rito acompañen y vivifiquen estas acciones. Indisociables en cuanto signos y enseñanza, las palabras y las acciones litúrgicas lo son también en cuanto realizan lo que significan.
239 (CEC 1156-1158 CEC 1191)
Puesto que la música y el canto están estrechamente vinculados a la acción litúrgica, deben respetar los siguientes criterios: la conformidad de los textos a la doctrina católica, y con origen preferiblemente en la Sagrada Escritura y en las fuentes litúrgicas; la belleza expresiva de la oración; la calidad de la música; la participación de la asamblea; la riqueza cultural del Pueblo de Dios y el carácter sagrado y solemne de la celebración.
«El que canta, reza dos veces» (San Agustín).
240 (CEC 1159-1161 CEC 1192)
La imagen de Cristo es el icono litúrgico por excelencia. Las demás, que representan a la Madre de Dios y a los santos, significan a Cristo, que en ellos es glorificado. Las imágenes proclaman el mismo mensaje evangélico que la Sagrada Escritura transmite mediante la palabra, y ayudan a despertar y alimentar la fe de los creyentes.
241 (CEC 1163-1167 CEC 1193)
El centro del tiempo litúrgico es el domingo , fundamento y núcleo de todo el año litúrgico, que tiene su culminación en la Pascua anual, fiesta de las fiestas.
242 (CEC 1168-1173 CEC 1194-1195)
La función del año litúrgico es celebrar todo el Misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta su retorno glorioso. En días determinados, la Iglesia venera con especial amor a María, la bienaventurada Madre de Dios, y hace también memoria de los santos, que vivieron para Cristo, con Él padecieron y con Él han sido glorificados.
243 (CEC 1174-1178 CEC 1196)
La Liturgia de las Horas, oración pública y común de la Iglesia, es la oración de Cristo con su Cuerpo, la Iglesia. Por su medio, el Misterio de Cristo, que celebramos en la Eucaristía, santifica y transfigura el tiempo de cada día. Se compone principalmente de salmos y de otros textos bíblicos, y también de lecturas de los santos Padres y maestros espirituales.
244 (CEC 1179-1181 CEC 1197-1198)
El culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24) de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo, porque Cristo es el verdadero templo de Dios, por medio del cual también los cristianos y la Iglesia entera se convierten, por la acción del Espíritu Santo, en templos del Dios vivo. Sin embargo, el Pueblo de Dios, en su condición terrenal, tiene necesidad de lugares donde la comunidad pueda reunirse para celebrar la liturgia.
245 (CEC 1181 CEC 1198-1199)
Los edificios sagrados son las casas de Dios, símbolo de la Iglesia que vive en aquel lugar e imágenes de la morada celestial. Son lugares de oración, en los que la Iglesia celebra sobre todo la Eucaristía y adora a Cristo realmente presente en el tabernáculo.
246 (CEC 1182-1186)
Los lugares principales dentro de los edificios sagrados son éstos: el altar, el sagrario o tabernáculo, el receptáculo donde se conservan el santo crisma y los otros santos óleos, la sede del obispo (cátedra) o del presbítero, el ambón, la pila bautismal y el confesionario.
247 (CEC 1200-1204 CEC 1207-1209)
El Misterio de Cristo, aunque es único, se celebra según diversas tradiciones litúrgicas porque su riqueza es tan insondable que ninguna tradición litúrgica puede agotarla. Desde los orígenes de la Iglesia, por tanto, esta riqueza ha encontrado en los distintos pueblos y culturas expresiones caracterizadas por una admirable variedad y complementariedad.
248 (CEC 1209)
El criterio para asegurar la unidad en la multiformidad es la fidelidad a la Tradición Apostólica, es decir, la comunión en la fe y en los sacramentos recibidos de los Apóstoles, significada y garantizada por la sucesión apostólica. La Iglesia es católica: puede, por tanto, integrar en su unidad todas las riquezas verdaderas de las distintas culturas.
249 (CEC 1205-1206)
En la liturgia, sobre todo en la de los sacramentos, existen elementos inmutables por ser de institución divina, que la Iglesia custodia fielmente. Hay después otros elementos, susceptibles de cambio, que la Iglesia puede y a veces debe incluso adaptar a las culturas de los diversos pueblos.
Los siete Sacramentos de la Iglesia
Bautismo
Confirmación
Eucaristía
Penitencia
Unción de los enfermos
Orden
Matrimonio
Septem Ecclesiae Sacramenta
Baptismum
Confirmátio
Eucarístia
Paeniténtia
Únctio infirmórum
Ordo
Matrimónium
Compendio catecismo 176