Evangelium vitae ES 99


99 En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin caer en la tentación de seguir modelos « machistas », sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.

Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: « Reconciliad a los hombres con la vida ».133 Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: « La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer ».134 En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.

Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto.La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.

133. Mensajes del Concilio a la humanidad (8 diciembre 1965): A las mujeres.
134. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988),
MD 18: AAS 80 (1988), 1696.


100 En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4,26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la muerte » y los de que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del amor ». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible (cf. Mt 19,26).

Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan: 135 es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4,1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9,29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía deorar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor.

135. Cf. Carta a las Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), LF 5: AAS 86 (1994), 872


« Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1JN 1,4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres

101 « Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1Jn 1,4). La revelación delEvangelio de la vida se nos da como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1Jn 1,3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.

El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.

Por esto, nuestra acción de « pueblo de la vida y para la vida » debe ser interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente —desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, « quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil ».136

El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.

En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.

No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social ».137

El « pueblo de la vida » se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el « pueblo para la vida » y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.

136. Discurso a los participantes en la reunión de estudio sobre el tema «El derecho a la vida y Europa» (18 diciembre 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446.
137. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS 68 (1976), 711-712.




CONCLUSION

102 Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, « el Niño nacido para nosotros » (cf. Is 9,5), para contemplar en El « la Vida » que « se manifestó » (1Jn 1,2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.

Quien acogió « la Vida » en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10,10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.

Por esto María, « como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella ».138

Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de María comomodelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.

138. Bto. Guerrico D'Igny, In Assumptione B. Mariae, sermo I, 2: PL, 185, 188.


« Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol »la maternidad de María y de la Iglesia

103 (Ap 12,1)
La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la « gran señal » descrita en el Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza » (Ap 12,1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el « germen y el comienzo » del Reino de Dios. 139 La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.

La « Mujer vestida del sol » —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— « está encinta » (Ap 12,2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios verdadero de Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de los creyentes, madre de los « vivientes » (cf. Gn 3,20).

La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en medio de « los dolores y del tormento de dar a luz » (Ap 12,2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron » (Jn 1,4-5).

Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc 2,34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la cruz de Jesús » (Jn 19,25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" » (Jn 19,26).

139. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 5.


« El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz »: la vida amenazada por las fuerzas del mal

104 (Ap 12,4)
En el Libro del Apocalipsis la « gran señal » de la « Mujer » (Ap 12,1) es acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata de « un gran Dragón rojo » (Ap 12,3), que simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la misión de la Iglesia.

También en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño a Egipto (cf. Mt 2,13-15).

María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12,4), figura de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los tiempos » (Ga 4,4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque —como recuerda el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».140Precisamente en la « carne » de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa presentando incansablemente: « El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe » (Mt 18,5); « En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25,40).

140. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 22.


« No habrá ya muerte »: esplendor de la resurrección

105(Ap 21,4)
La anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: « No temas, María » y « Ninguna cosa es imposible para Dios » (Lc 1,30 Lc 1,37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Esta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra « un lugar » (Ap 12,6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2,16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: « Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta ».141

El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus « sellos » (cf. Ap 5,1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la « nueva Jerusalén », es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, « no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado » (Ap 21,4).

Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia « un cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21,1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros « señal de esperanza cierta y de consuelo ».142

Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II



141. Misal romano, Secuencia del domingo de Pascua de Resurrección.
142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 68.






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