Audiencias 1979 38

Miércoles 11 de abril de 1979

Solidaridad con Cristo paciente, crucificado y agonizante

39 1. Durante la Cuaresma, la Iglesia, refiriéndose a las palabras de Cristo, a la enseñanza de los Profetas del Antiguo Testamento, a la propia tradición secular, nos exhorta a una solidaridad particular con todos los que sufren y que, de cualquier modo, experimentan la pobreza, la miseria, la injusticia, la persecución. Hemos hablado de ello el miércoles pasado, continuando nuestras reflexiones cuaresmales sobre el significado actual de la penitencia, que se expresa a través de la oración, el ayuno y la limosna. La exhortación a la solidaridad, en nombre de Cristo, con todas las tribulaciones y necesidades de nuestros hermanos, y no sólo con los que tenemos al alcance de los ojos y de la mano, sino con todos, incluso con los gritos de las almas y los cuerpos atormentados, es casi la esencia misma del vivir espiritualmente el período de Cuaresma en la existencia de la Iglesia. En la última semana de Cuaresma —después de esta preparación (¡y sólo después de ella!)— la Iglesia nos exhorta a una particular y excepcional solidaridad con el mismo Cristo paciente. Aunque el ser conscientes de la pasión de Cristo nos acompaña a lo largo de todas las semanas de este período, sin embargo sólo esta semana, la única en el sentido pleno de la palabra, es la Semana de la Pasión del Señor. Es la Semana Santa. La llamada a una solidaridad particular y excepcional con Cristo paciente se hace sentir hacia el fin del período cuaresmal. Se hace sentir cuando ya ha madurado en nosotros la actitud de conversión espiritual, y especialmente el sentido de solidaridad con todos nuestros hermanos que sufren. Esto corresponde a la lógica de la Revelación: el amor de Dios es el primero y el mayor mandamiento, pero no puede cumplirse fuera del amor del hombre. No se cumple sin él.

2. Al mismo tiempo, los impulsos más profundos y más potentes del amor deben surgir de esta Semana, en la que estamos llamados a una particular, a una excepcional solidaridad con Cristo, en su pasión y muerte en la cruz. “Porque tanto amó Dios al mundo —al hombre en el mundo—, que le dio su unigénito Hijo” (
Jn 3,16). Lo dio en la pasión y en la muerte. Contemplando esta revelación de amor que parte de Dios y va hacia el hombre en el mundo, no podemos detenernos, sino que debemos reemprender el camino “del retorno”: camino del corazón humano que va hacia Dios, el camino del amor. La Cuaresma —y sobre todo la Semana Santa— debe ser, en cada año de nuestra vida en la Iglesia, un nuevo comienzo de este “camino del amor”. La Cuaresma se identifica, como vemos, con el punto culminante de la revelación del amor de Dios para el hombre.

Por tanto, la Iglesia nos exhorta a detenernos de modo muy particular y excepcional al lado de Cristo, sólo a su lado. Nos exhorta a esforzarnos —como San Pablo— (al menos en esta semana) a “no saber cosa alguna..., sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1Co 2,2). La Iglesia dirige esta exhortación a todos: no sólo a la comunidad entera de los creyentes, a todos los seguidores de Cristo, sino también a todos los demás. Detenerse ante Cristo que sufre, encontrar en sí mismo la solidaridad con Él, he aquí el deber y la necesidad de cada corazón humano, he aquí la prueba de la sensibilidad humana. En esto se manifiesta la nobleza del hombre. La Semana Santa es pues el tiempo de la apertura más amplia de la Iglesia hacia la humanidad y, a la vez, el tiempo-cumbre de la evangelización: a través de todo lo que durante estos días la Iglesia piensa y dice de Cristo, a través del modo en que vive su pasión y muerte, a través de su solidaridad con Él, la Iglesia retorna, año tras año, a las raíces mismas de su misión y de su anuncio salvífico. Y si en esta Semana Santa la Iglesia, más que hablar, calla, lo hace para que pueda hablar mucho más el mismo Cristo.Ese Cristo a quien el Papa Pablo VI llamó el primero y perenne evangelizador (cf. Evangelli nuntiandi, 7).

3. La evangelización se realiza con la ayuda de la palabra. Precisamente las palabras de Cristo pronunciadas durante su pasión tienen una enorme fuerza de expresión. Incluso se puede decir que son lugar de encuentro especial con cada uno de los hombres; son la ocasión y la razón para manifestar una gran solidaridad. ¿Cuántas veces volvemos a lo que los Evangelistas han registrado como hilo conductor de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos? “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz” (Mt 26,39). ¿No dice eso cada hombre? ¿No siente así cada hombre en el sufrimiento, en la tribulación, frente a la cruz? “Pase de mí...” ¡Qué profunda verdad humana está contenida en esta frase! Cristo, como verdadero hombre, sintió repugnancia ante el sufrimiento: “Comenzó a entristecerse y angustiarse” (Mt 26,37), y dijo: “Pase de mí...”, ¡no suceda, no me alcance! Es necesario aceptar toda la expresión humana de estas palabras para saberlas unir con las de Cristo. “¡Si es posible, pase de mí este cáliz! Sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú!” (Mt 26,39). Cada hombre, encontrándose frente al sufrimiento, está ante un reto... ¿Es sólo un reto de la suerte? Cristo da la respuesta diciendo: “Como quieres tú”. No se dirige a la suerte, a la “suerte ciega”. Habla a Dios. Al Padre. A veces no nos basta esta respuesta, porque no es la última palabra, sino la primera. No podemos comprender ni Getsemaní ni el Calvario, sino en el contexto de todo el acontecimiento pascual. De todo el misterio.

4. En las palabras de la pasión de Cristo hay un encuentro particularmente intenso de lo “humano” con lo “divino”. Lo demuestran ya las palabras de Getsemaní. Después Cristo más bien callará. Dirá una frase a Judas. Después a los que Judas condujo al Huerto de Getsemaní para prenderlo. Después todavía a Pedro. Ante el Sanedrín no se defiende, pero da testimonio. Así también ante Pilato. En cambio, ante Herodes “no contestó nada” (Lc 23,9). Durante el suplicio se realizarán las palabras de Isaías: “No abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores” (Is 53,7). Sus ultimas palabras caen desde lo alto de la cruz. En su conjunto se explican con el transcurso del acontecimiento, con el horrible suplicio y, al mismo tiempo, a través de ellas, a pesar de su brevedad y condición, se transparenta lo que hay de “divino” y “salvífico”. Volvamos a oír el sentido “salvífico” de las palabras dirigidas a la Madre, a Juan, al buen ladrón, así como las que se referían a los que le crucificaron. Las últimas palabras dirigidas al Padre son desconcertantes: eco último y, a la vez, como continuación de la oración de Getsemaní. Cristo dice: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27,46), repitiendo las palabras del Salmista (cf. Ps 21 [22], 1). En Getsemaní había dicho: “Si es posible, pase de mí este cáliz” (Mt 26,39). Y ahora, desde lo alto de la cruz, ha confirmado públicamente que el “cáliz” no fue alejado, que debió beberlo hasta el fondo. Tal es la voluntad del Padre. De hecho, el eco de la oración de Getsemaní es esta palabra última: “Todo está acabado” (Jn 19,30). Ir finalmente: sólo éstas: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23,46).

La agonía de Cristo. Primero, la moral en Getsemaní. Después, la moral y a la vez la física, en la cruz. Nadie, como Cristo, ha manifestado tan profundamente el tormento humano de morir, precisamente porque era Hijo de Dios, porque lo “humano” y lo “divino” constituían en Él una misteriosa unidad. Por esto también las palabras de la pasión de Cristo, tan penetrantemente humanas, son para siempre una revelación de la “divinidad” que en Cristo se unió a la humanidad, en la plenitud de la unidad personal. Se puede decir: era necesaria la muerte de Dios-Hombre, para que nosotros, herederos del pecado original, viéramos lo que es el drama en la muerte del hombre.

En esta Semana Santa debemos llegar a una solidaridad particular con Cristo paciente, crucificado, y agonizante, para encontrar en nuestra vida la cercanía de lo que es “divino” y de lo que es “humano”. Dios ha decidido hablarnos con el lenguaje del amor, que es más fuerte que la muerte. Acojamos este mensaje.

Saludos

Saludo muy cordialmente a todos los componentes de los grupos de lengua española y a cada una de las personas. Vaya mi especial saludo a las religiosas, a los estudiantes —sobre todo a los "portantes del Cristo" de Villafranca del Panadés—, a los huéspedes mexicanos de la Ciudad de los Niños de Monterrey, que tanto recuerdo.

Amadísimos hermanos y hermanas:

Al concluir la Cuaresma, después de inculcarnos la solidaridad con cuantos padecen la pobreza, la injusticia, la persecución, la Iglesia nos invita en esta Semana Santa a una particular solidaridad o cercanía con el Cristo de la pasión.

40 En Cristo vemos la lección del amor más sublime y fuerte. En efecto, «tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo». La pasión y muerte de Jesús son la prueba más grande del amor de Dios al hombre; un amor que debe ser correspondido y que ha de subir hacia Dios desde el corazón de cada hombre; un amor que se alarga también a cada ser humano sin distinción.

La Semana Santa es el tiempo de la más amplia apertura de la Iglesia a la humanidad. Y es a la vez el tiempo cumbre de la evangelización: las palabras de Cristo que escuchamos en estos días, son de una fuerza tal que abren el camino al encuentro de El con cada hombre. Por ejemplo, la repugnancia al dolor, manifestada en Getsemaní, no impide la plena aceptación de la voluntad del Padre. Es el gran ejemplo para nuestra vida: descubrir y unir lo humano con lo divino, conjugándolo en un arranque de amor. Amor más fuerte que la muerte. Acojamos ese mensaje.

(A los jóvenes)

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, muchachos y muchachas, niños y jóvenes, a quienes veo tan alegres y numerosos como siempre en esta audiencia.

Os saludo con hondo afecto y os agradezco vuestra presencia pletórica de vida y entusiasmo. Al saludaros a vosotros, quiero saludar y dar las gracias a la vez a vuestros padres y profesores.

Estamos en Semana Santa y meditamos la pasión de Jesús, que tendrá su desenlace en la resurrección gloriosa; por ello podemos decir también que estamos en la "Semana de la esperanza".

El mundo tiene hoy necesidad de esperanza y busca cada vez más dramáticamente la "esperanza que no defrauda".

En el mundo de hoy a vosotros corresponde, queridos jóvenes, ser los mensajeros de la esperanza verdadera, que es Cristo.

Dígase cada uno a sí mismo: ¡Quiero ser apóstol de esperanza!

Con estos deseos llegue a todos mi felicitación más afectuosa y mi bendición apostólica.

(A los enfermos)

41 En este encuentro de la Semana Santa quiero saludar sobre todo a los enfermos y a los que sufren; a los que están ahora en esta plaza y a los que viven tan numerosos y frecuentemente en soledad, en toda la faz de la tierra, todos ellos queridísimos para mi corazón. Sobre ellos pesa la mirada Jesús paciente, Jesús crucificado, para infundirles consuelo y fuerza, a fin de que su cruz sea preciosa no sólo para su purificación y santificación personal, sino también para bien de la Iglesia y de la humanidad atribulada. Amados hijos: Esto os dice el Papa hoy, a la vez que reza por vosotros.

(A los recién casados)

Un momento de atención particular y afectuosa deseo dedicar a las parejas de recién casados aquí presentes. Gracias por haber venido a visitar al Papa: es un signo de fe; que la fe os acompañe siempre a vosotros y a vuestras familias; pues la fe es presencia de Dios, y Dios es la fuente del gozo, del amor y, sobre todo, de aquellas virtudes que mantienen y mantendrán siempre firme, segura y serena vuestra unión.





Miércoles 18 de abril de 1979

El misterio pascual de Cristo

1. “Este es el día que hizo el Señor”

Todos estos días, entre el Domingo de Pascua y el segundo domingo después de Pascua, in albis, constituyen en cierto sentido el único día. La liturgia se concentra sobre un acontecimiento, sobre el único misterio. “Ha resucitado, no está aquí” (Mc 16,6) Cumplió la Pascua. Reveló el significado del Paso. Confirmó la verdad de sus palabras. Dijo la última palabra de su mensaje: mensaje de la Buena Nueva, del Evangelio. Dios mismo que es Padre, esto es, Dador de la Vida, Dios mismo no quiere la muerte (cf. Ez 18,23 Ez 18,32), y “creó todas las cosas para la existencia” (Sg 1,14), ha manifestado hasta el fondo, en Él y por Él, su amor. El amor quiere decir vida.

Su resurrección es el testimonio definitivo de la Vida, esto es, del Amor.

“La muerte y la vida entablaron singular batalla. El Señor de la vida, muerto, reina vivo” (Secuencia).

“Este es el día que hizo el Señor” (Ps 117 [118], 24): “más sublime que todos, más luminoso que los demás, en el que el Señor resucitó, en el que conquistó para Sí un pueblo nuevo... mediante el espíritu de regeneración, en el que ha llenado de gozo y exultación las almas de todos” (San Agustín, Sermo 168, in Pascha X, 1; PL 39, 2070).

Este único día corresponde, en cierto modo, a todos los siete días de que habla el libro del Génesis, y que eran los días de la creación (cf. Gn 1-2). Por esto los celebramos todos en este único día. En estos días, durante la octava, celebramos el misterio de la nueva creación. Este misterio se expresa en la persona de Cristo resucitado. El mismo es ya este misterio y constituye para nosotros su anuncio, la invitación a él. La levadura. En virtud de esta invitación y de esta levadura somos todos en Jesucristo la “nueva creatura”.

42 “Así, pues, festejémosla, no con la vieja levadura..., sino con los ácimos de la pureza y la verdad” (1Co 5,8).

2. Cristo, después de su resurrección, vuelve al mismo lugar del que había salido para la pasión y la muerte. Vuelve al Cenáculo, donde se encontraban los Apóstoles. Mientras estaban cerradas las puertas, Él vino, se puso en medio de ellos y dijo: “La paz sea con vosotros”. Y añadió: “Como me envió mi Padre, así os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos” (Jn 20,19-23).

¡Qué significativas son estas palabras de Jesús después de su resurrección! En ellas se encierra el mensaje del Resucitado. Cuando dice: “Recibid el Espíritu Santo”, nos viene a la mente el mismo Cenáculo en el que Jesús pronunció el discurso de despedida. Entonces profirió las palabras cargadas del misterio de su corazón: “Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré” (Jn 16,7). Así dijo pensando en el Espíritu Santo.

Y he aquí que ahora, después de haber realizado su sacrificio, su “partida” a través de la cruz, viene de nuevo al Cenáculo para traerles al que ha prometido. Dice el Evangelio: “Sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Enuncia la palabra madura de su Pascua. Les trae el don de la pasión y el fruto de la resurrección.Con este don los plasma de nuevo. Les da el poder de despertar a los otros a la Vida, aún cuando esta Vida esté muerta en ellos: “a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados” (Jn 20,23).

Pasarán cincuenta días desde la Resurrección a Pentecostés. Pero ya en este único día que hizo el Señor (cf. Ps 117 [118], 24) están contenidos el don esencial y el fruto de Pentecostés. Cuando Cristo dice: “Recibid el Espíritu Santo”, anuncia hasta el fin su misterio pascual.

“Esta es una realidad misteriosa y escondida, que nadie conoce sino quien la recibe, y no la recibe sino el que la desea, y no la desea sino quien está inflamado en el fondo de su corazón por el Espíritu Santo que Cristo envió a la tierra” (San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, cap. 7, 4: Opera omnia, ed. min. Quaracchi, 5, pág. 213).

3. El Concilio Vaticano II ha iluminado de nuevo el misterio pascual en la peregrinación terrestre del Pueblo de Dios. Ha sacado de él la imagen plena de la Iglesia, que siempre hunde sus raíces en este misterio salvífico, y de él saca jugo vital. “El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a Sí y venciendo la muerte con su muerte y resurrección, ha redimido al hombre y lo ha transformado en nueva creatura (cf. Gál Ga 6,15 2Co 5,17). Pues comunicando su Espíritu a sus hermanos congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su Cuerpo. En este Cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que están unidos a Cristo paciente y glorioso, por los sacramentos, de un modo arcano pero real” (Lumen gentium LG 7).

La Iglesia permanece incesantemente en el misterio del Hijo que se ha realizado con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

¡La octava de Pascua es día de la Iglesia!

Viviendo este día, debemos aceptar juntamente con él, las palabras que resonaron por vez primera en el Cenáculo donde apareció el Resucitado: “Como me envió mi Padre, así os envío yo” (Jn 20,21).

Aceptar a Cristo resucitado quiere decir aceptar la misión, así como la aceptaron los que en aquel momento estaban reunidos en el Cenáculo: los Apóstoles.

43 Creer en Cristo resucitado quiere decir tomar parte en la misma misión salvífica, que Él ha realizado con el misterio pascual. La fe es convicción de la ponente y del corazón.

Tal convicción adquiere su pleno significado cuando de ella nace la participación en esta misión, que Cristo aceptó del Padre.

Creer quiere decir aceptar consiguientemente esta misión de Cristo.

Entre los Apóstoles, Tomás estaba ausente cuando Cristo resucitado vino por vez primera al Cenáculo. Tomás, que declaraba en voz alta a sus hermanos: “Si no veo... no creeré” (
Jn 20,25), se convenció con la venida siguiente de Cristo resucitado. Entonces, como sabemos, se desvanecieron todas sus reservas, y profesó su fe con estas palabras: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Junto con la experiencia del misterio pascual, reafirmó su participación en la misión de Cristo. Como si, ocho días después, también llegasen a él estas palabras de Cristo: “Como me envió mi Padre, así os envío yo” (cf. Jn 20,21).

Tomás vino a ser testigo maduro de Cristo.

4. El Concilio Vaticano II enseña la doctrina sobre la misión del Pueblo de Dios, que ha sido llamado a participar en la misión del mismo Cristo (cf. Lumen gentium LG 10-12). Es la triple misión. Cristo —Sacerdote, Profeta y Rey— ha expresado totalmente su misión en el misterio pascual, en la resurrección.

Cada uno de nosotros en esta gran comunidad de la Iglesia, del Pueblo de Dios, participa de esta misión mediante el sacramento del bautismo. Cada uno de nosotros está llamado a la fe en la resurrección como Tomás: “Alarga acá tu dedo y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel” (Jn 20,27).

Cada uno de nosotros tiene el deber de definir el sentido de la propia vida mediante esta fe. Esta vida tiene formas muy diversas. Nosotros mismos tenemos que darle una forma determinada. Y precisamente nuestra fe hace que la vida de cada uno de nosotros esté penetrada en alguna parte de esta misión, que Jesucristo; nuestro Redentor, ha aceptado del Padre y ha compartido con nosotros. La fe hace que alguna parte de misterio pascual penetre la vida de cada uno de nosotros. Una cierta irradiación suya.

Es necesario que captemos este rayo para vivirlo cada día durante todo este tiempo, que ha comenzado de nuevo en el día que hizo el Señor.

Saludos

(A los muchachos y muchachas presentes)

44 Un saludo particularmente afectuoso a los muchachos y muchachas, a todos los jóvenes que han venido en tan gran número a alegrar esta audiencia general. Queridísimos: De corazón os doy las gracias por esta presencia vuestra tan significativa y por el gozo que me proporcionáis con el don de vuestra juventud y vuestra fe en Jesucristo resucitado. En este tiempo pascual os diré con el Apóstol: "Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios: pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra" (Col 3,1-2).

Queridos jóvenes: ¡Arriba los corazones y adelante siempre en el nombre del Señor?

(A los enfermos y a los recién casados)

Una palabra, acostumbrada ya pero siempre nueva y fuertemente sentida, deseo dirigir a cuantos sufren de entre vosotros. Las llagas gloriosas de Cristo resucitado sirvan para dar luz a las vuestras y sanarlas, las físicas y las morales, aún abiertas y dolorosas. Recordad la máxima ascética: Per crucem ad lucem, es decir, a través de los sufrimientos de la cruz se llega a la felicidad de la luz. Sabed que con su resurrección Cristo ha rescatado y redimido el dolor, qua así ha adquirido su dignidad al ser llamado a dejar su inutilidad y transformarse en fuente positiva de bien y signo luminoso de una esperanza no falaz. Os conforte siempre mi bendición apostólica especial.

A los recién casados deseo que el gozo pascual resplandeciente estos días en nuestros corazones, les acompañe toda la vida y les ayude a vencer los peligros del egoísmo siempre en acecho, egoísmo que es el gran mal de la vida familiar. Os acompañe a lo largo del curso de la vida también el canto del Alleluia que resuena estos días en nuestras iglesias.

Este canto litúrgico que significa "Alabad al Señor", resuene siempre en vuestras casas y en vuestros corazones en testimonio de alegría cristiana.

Os bendigo de corazón.
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Un coro polaco interpretó una canción en su lengua y el Papa comentó no sin cierto humor:

Todos han entendido lo que han dicho en polaco... Ahora ya el polaco es una lengua mucho más internacional. Todos han entendido, sobre todo cuando la letra era la la la la...
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45 (Oración por los que sufren)

Una palabra más para invitaros a orar. Hemos gozado juntos por la victoria de Cristo sobra la muerte saboreando la abundancia de gracia y de vida que El nos ha comunicado.

Pascua es realmente una fiesta de gozo y de vida.

Pero no podernos olvidar el dolor y la tristeza que han invadido. precisamente en estos días, con pérdida de vidas humanas y con sufrimientos y privaciones de toda clase, a las poblaciones de algunas regiones del mundo: sea a causa de un cataclismo repentino como el terremoto que afectó la mañana de Pascua a numerosos centros habitados de Yugoslavia y Albania; sea también al agudizarse algunas tensiones políticas y sociales, y luchas armadas en Rodesia, Uganda, Nicaragua; o porque han surgido de nuevo oleadas punitivas, secuela dolorosa de revueltas anteriores.

Quisiera que la oración que elevamos juntos al Señor, por intercesión de María Reina de los cielos, obtuviese paz para los muertos, alivio a los heridos y a los que se han quedado sin casa, protección a las poblaciones amenazadas da incursiones o represalias, humanidad para los prisioneros y clemencia para los vencidos, perdón y reconciliación para todos.

(Después del rezo del Padrenuestro y del "Regina Coeli")

Debernos dar gracias al cielo porque hemos podido celebrar la audiencia aquí en la plaza, pues esta mañana llovía, me parece. Felices Pascuas, otra vez. Pido a los focolarinos que canten. ¡Alabado sea Jesucristo?





Miércoles 25 de abril de 1979



1. ¡Mucho nos dice esta palabra que, hace algunos días, se ha recordado en la ciudad y en el mundo! Mucho dice también a cada uno de los hombres. Porque el hombre es un “ser histórico”. Esto no significa sólo que está sometido al tiempo, como todos los demás seres vivientes de este mundo nuestro. El hombre es un ser histórico, porque es capaz de dar al tiempo, a lo transitorio, al pasado, un contenido particular de la propia existencia, una dimensión particular de la propia “temporalidad”. Todo esto ocurre en los diversos sectores de la vida humana. Cada uno de nosotros, desde el día del nacimiento, tiene una historia propia. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros, a través de la historia, forma parte de la comunidad. La pertenencia de cada uno de nosotros, como “ser social”, a un cierto grupo y a una sociedad determinada, se realiza siempre mediante la historia. Se realiza en una cierta escala histórica.

De este modo tienen su historia las familias. Y tienen su historia también las naciones. Una de las tareas de la familia es recoger la historia y la cultura de la nación y, al mismo tiempo, prolongar esta historia en el proceso educativo.

Cuando hablamos de fundación de Roma, encontramos una realidad todavía más amplia. Ciertamente, las personas para quienes la Roma de hoy constituye su ciudad, su capital, tienen un derecho y un deber particular de referirse a este acontecimiento, a esta fecha. No obstante, todos los romanos de nuestro tiempo saben perfectamente que el carácter excepcional de esta ciudad, de esta capital, consiste en el hecho de que no pueden reducir Roma sólo a su propia historia. Aquí es necesario remontarse a un pasado mucho más lejano en el tiempo y evocar no sólo los siglos del antiguo Imperio, sino tiempos aún más remotos, hasta llegar a esa fecha que nos recuerda la “Fundación de Roma”.

46 Un patrimonio inmenso de historia, varias épocas de cultura humana y de civilización, diversas transformaciones socio-políticas, nos separan de esa fecha y, al mismo tiempo, nos unen a ella. Aún diría más: esta fecha, la fundación de Roma, no marca únicamente el comienzo de una sucesión de generaciones humanas que han habitado en esta ciudad, y a la vez en esta península; la fundación de Roma constituye también un comienzo para pueblos y naciones lejanas, que sienten un vínculo y una particular unidad con la tradición cultural latina, en sus contenidos más profundos.

También yo, aunque venido aquí de la lejana Polonia, me siento ligado por mi genealogía espiritual a la fundación de Roma, así como toda la nación de la que provengo, y otras muchas naciones de la Europa contemporánea, y no sólo de ella.

2. La fundación de Roma tiene una elocuencia totalmente particular para quienes creemos que la historia del hombre sobre la tierra —la historia de toda la humanidad— ha alcanzado una dimensión nueva a través del misterio de la Encarnación. Dios ha entrado en la historia del hombre haciéndose Hombre. Esta es la verdad central de la fe cristiana, el contenido fundamental del Evangelio y de la misión de la Iglesia. Entrando en la historia del hombre, haciéndose Hombre, Dios ha hecho de esta historia, en toda su extensión la historia de la salvación. Lo que se realizó en Nazaret, en Belén, en Jerusalén, es historia y, a la vez, fermento de la historia. Y aunque la historia de los hombres y de los pueblos se haya desarrollado y continúe desarrollándose por caminos propios, aunque la historia de Roma —entonces en la cumbre de su antiguo esplendor— haya pasado casi inadvertidamente junto al nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, sin embargo estos acontecimientos salvíficos se han convertido en levadura nueva para la historia del hombre. Se han convertido en levadura nueva particularmente para la historia de Roma. Se puede decir que en el tiempo en que Jesús nació, en el tiempo en que murió en la cruz y resucitó, la antigua Roma, entonces capital del mundo, conoció un nacimiento nuevo. No por casualidad la encontramos ya inserta tan profundamente en el Nuevo Testamento. San Lucas, que plantea su Evangelio como el camino de Jesús hacia Jerusalén donde se cumple el misterio pascual, pone, en los Hechos de los Apóstoles, como punto de llegada de los viajes apostólicos, Roma, donde se manifestará el misterio de la Iglesia.

El resto nos es bien conocido. Los Apóstoles del Evangelio, y entre ellos el primero Pedro de Galilea, después Pablo de Tarso, vinieron a Roma y también implantaron aquí la Iglesia. Así en la capital del mundo antiguo, comenzó su existencia la Sede de los Sucesores de Pedro, de los Obispos de Roma. San Pablo escribió su Carta magistral a los romanos, incluso antes de venir aquí; a ellos dirigió su testamento espiritual el obispo de Antioquía, Ignacio, en vísperas del martirio. Lo que era cristiano ha hundido sus raíces en lo que era romano, y al mismo tiempo, después de haber arraigado en el humus romano, comenzó a germinar con nueva fuerza. Con el cristianismo lo que era “romano” comenzó a vivir una vida nueva, pero sin dejar de ser auténticamente “indígena”.

Justamente escribe D’Arcy: “Hay en la historia una presencia, que hace de ella algo más que una simple 'sucesión de acontecimientos'. Como en un palimpsesto, lo nuevo se sobrepone a cuanto ya está escrito de manera imborrable y prolonga indefinidamente su significado” (M. C. D'Arcy, s.j., The Sense of History Secular and Sacred, London 1959, 275). Roma debe al cristianismo una nueva universalidad de su historia, de su cultura, de su patrimonio. Esta universalidad cristiana (“católica”) de Roma dura hasta hoy. No sólo tiene detrás de sí dos mil años de historia, sino que continúa desarrollándose incesantemente: llega a pueblos nuevos, a tierras nuevas. Y, por tanto, la gente de todas las partes del mundo afluye muy gustosamente a Roma, para encontrarse, como en su propia casa, en este centro siempre vivo de universalidad.

3. Nunca olvidaré los años, los meses, los días en que estuve aquí por vez primera. Lugar predilecto para mí, al que iba quizá con más frecuencia, era el antiquísimo Foro Romano, todavía hoy tan bien conservado. Era muy elocuente para mí, al lado de este Foro, el templo de Santa María Antigua, que se levanta exactamente sobre un antiguo edificio romano.

El cristianismo entró en la historia de Roma no con violencia, no con la fuerza militar, ni por conquista o invasión, sino con la fuerza del testimonio, pagado al caro precio de la sangre de los mártires, a lo largo de más de tres siglos de historia. Entró con la fuerza de la levadura evangélica que, revelando al hombre su vocación última y su dignidad suprema en Jesucristo (cf. Lumen gentium
LG 40 Gaudium et spes GS 22), comenzó a actuar en lo más profundo del espíritu, para penetrar después en las instituciones humanas y en toda la cultura. ¡Por eso, este segundo nacimiento de Roma es tan auténtico y tiene en sí tanta carga de verdad interior y tanta fuerza de irradiación espiritual!

Aceptad vosotros, viejos romanos, este testimonio de un hombre que ha venido a Roma para convertirse, por voluntad de Cristo, en vuestro Obispo, al fin del segundo milenio.

Aceptad este testimonio e insertadlo en vuestro patrimonio magnífico, del que todos nosotros participamos. El hombre crece en la historia. Es hijo de la historia, para convertirse después en artífice responsable de la misma. Por eso, el patrimonio de esta historia lo compromete profundamente. ¡Es un gran bien para la vida del hombre, que se debe recordar no sólo en las festividades, sino todos los días! Pueda este bien encontrar siempre un puesto adecuado en nuestra conciencia y en nuestro comportamiento. Y procuremos ser dignos de la historia, de la que aquí dan testimonio los templos, las basílicas y más todavía el Coliseo y las catacumbas de la antigua Roma.

En esta fiesta de la fundación de Roma, os dirige este felicitación, queridos romanos, vuestro Obispo a quien, hace seis meses, habéis acogido con tanta apertura de espíritu, como Sucesor de San Pedro y testigo de esa misión universal que la Providencia divina ha inscrito en el libro de la historia de la Ciudad Eterna.

Saludos

47 (Saludo del Papa a los monaguillos)

Un saludo paterno y afectuoso deseo dedicar a ocho mil acólitos procedentes de todas las regiones de Italia.

Gracias, gracias, queridísimos. por vuestra presencia; pero sobre todo por el servicio que prestáis con tanto afán al altar del Señor en vuestras parroquias. La Iglesia, el Papa, vuestros sacerdotes, los fieles, aprecian y admiran vuestra tarea que contribuye a acrecentar la dignidad de las ceremonias litúrgicas.

En cuanto a vosotros, haced que toda vuestra vida sea un servicio ejemplar al Señor a través de la oración asidua, la caridad activa con los demás y la pureza resplandeciente. Y si Jesús deja oír en el corazón de algunos de vosotros las palabras qua dirigió a los apóstoles y discípulos: «Ven y sígueme» (cf.
Mt 4,19 Mt 9,9). sed generosos y disponeos a acoger la invitación que os llama a subir al altar, el día de mañana, como sacerdotes y ministros de Cristo.

Sobre todos vosotros y vuestros seres queridos pido abundancia de favores celestiales, y de corazón os doy mi bendición apostólica.

(A un grupo de sacerdotes italianos dedicados a la pastoral del trabajo)

Un saludo cordial va ahora al nutrido grupo de sacerdotes delegados diocesanos de la pastoral del trabajo, que clausuran hoy su asamblea anual organizada por la Oficina Nacional de Pastoral del Mundo del Trabajo, de la Conferencia Episcopal Italiana.

Queridos sacerdotes: Me ha complacido mucho el programa tan interesante que habéis desarrollado estos días en pro de una más eficaz "Pastoral del Trabajo en las Iglesias de Italia".

Como bien sabéis, la Iglesia sigue con suma atención y con ansia la cuestión social referente a los trabajadores, cuestión vasta, varia y a veces dramática. No pudiendo "permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco permanecer indiferente a lo que le amenaza", la Iglesia trata siempre de salvaguardar el sentido cristiano del trabajo y, al mismo tiempo, la dignidad inviolable del trabajador, tanto más sagrada cuanto más se reconoce al hombre el primer puesto que ocupa en la escala de valores. Porque, en efecto, el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Este debe tender a estar al servicio del hombre y no a sojuzgarlo; si así no fuera, el hombre volvería a ser esclavo y su estatura se mediría —por desgracia—según el criterio del materialismo sofocante.

Es necesario volver a estudiar la figura y situación del trabajador para conseguir que le sea permitido ser más hombre y volver a conquistar su auténtica grandeza de colaborador en la obra creadora de Dios, cuando imprime en la materia la señal de su ingenio operante.

Os corresponde a vosotros, queridos sacerdotes, afanaros de todos los modos posibles para que este. deseo se haga realidad, para que se acorte el espacio entre la Iglesia y la fábrica, y el humo del incienso al subir al cielo se funda con el de las industrias. En vuestra actividad pastoral ocuparos sobre todo de los que aún sufren por la dureza e insalubridad de su trabajo, por la inseguridad del empleo, y por la insuficiencia de sus casas y sueldos. Pero preocuparon también y ante todo de que los trabajadores sepan descubrir y secundar la tendencia hacia los valores más altos del espíritu: la fe, la esperanza y la justicia. En una palabra, sabed proyectar la luz del Evangelio en el difícil pero atrayente mundo del trabajo.

48 Por vosotros, sacerdotes, y por cuantos os ayudan en esta obra de solidaridad humana y cristiana, elevo al Padre celestial mi oración pidiéndole, por inter­cesión de la Santísima Virgen, Madre del Divino Trabajador, una especial bendición apostólica.

(En inglés)

Queridos hermanos y hermanas:

Sed bienvenidos todos a Roma. Saludo en particular a los seminaristas americanos que mañana serán ordenados de diáconos, y pido a Dios que bendiga abundantemente a ellos y a su ministerio futuro. mi saludo va también a todos y a cada uno, sea cual fuere el continente de donde proceda.

(A diversos grupos de peregrinos italianos)

Hoy los peregrinos italianos son realmente muchos. Este día festivo en Italia les ha hecho posible acudir en número especialmente elevado a esta cita con el Papa, para tributarle el testimonio de su devoción y entusiasmo. Os agradezco sinceramente, hijos carísimos, esta nueva prueba de afecto, y aprovecho la ocasión muy gustosamente para renovaros a vosotros y a todos los habitantes de esta tierra gloriosa, la expresión de mi amor paterno y el deseo de una convivencia en concordia constructiva que consolide e impulse las conquistas civiles y sociales germinadas en el sufrimiento y sacrificio de tantos compatriotas.

A todos doy la bienvenida más cordial. Es lástima que no me sea posible decir una palabra a cada grupo. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar explícitamente ante todo a la peregrinación diocesana de Penne y Pescara, presidida por su propio Pastor. Os saludo con todo el corazón, hermanos queridísimos, os doy las gracias por la visita, y con sumo gusto bendigo la primera piedra que habéis traído y que está destinada a la construcción de un hospital en Uagadugu, Alto Volta, en recuerdo del XIX Congreso Eucarístico celebrado en Pescara en 1977.

Deseo saludar también a los participantes en la peregrinación de Faenza, presidida igualmente por su obispo. Queridísimos: Os animo de todo corazón a la devoción a la Virgen de las Gracias, protectora de vuestra ciudad. Como sabéis, es la misma imagen que tanto se venera en Cracovia y en la iglesia de los polacos de Roma. Os ayude siempre la Virgen Santísima con su protección de Madre, y os acompañe asimismo mi bendición.

Dedico después un recuerdo a las peregrinaciones de Prato, Volterra y Comacchio, aquí presentes con sus obispos. Para todos el aprecio agradecido de su visita. mi exhortación a revigorizar la fe junto a la tumba del Apóstol Pedro, y mi bendición prenda de bondad y auspicio de abundantes dones celestiales.
* * *


El miércoles 25 de abril. no todos los peregrinos que hablan anunciado su presencia en la audiencia general pudieron llegar a tiempo. Así ocurrió con 200 chiquillos de la archidiócesis de Bari, que se están preparando para recibir la primera comunión. No pudiendo resignarse a volver a su tierra sin haber visto al Papa, se reunieron en la plaza de San Pedro hacia las 6 de la tarde, y comenzaron a llamarle y a reclamar su presencia. Juan Pablo II se asomó a la ventana desde donde habla a los peregrinos los domingos a la hora del "Ángelus", y les dijo:

49 ¡Alabado sea Jesucristo! Habéis llegado con retraso, así que no habéis recibido la bendición. Sois los chicos y chicas de Bari que os preparáis para la primera comunión.

Pero aunque hayáis llegado tarde, tenéis que recibir la bendición y al menos alguna palabra del Papa. Esta palabra será expresaros mis mejores deseos para vuestro primer encuentro con Jesús Eucaristía al que os preparáis, la primera comunión. Con estos deseos y augurio doy ahora una bendición para vosotros, vuestros padres, vuestra familia, las religiosas que están aquí en la plaza y vuestros sacerdotes.






Audiencias 1979 38