Discursos 1979 139

139 Os acompañe a todos vosotros mi cordial bendición apostólica como signo de renovada gratitud y benevolencia, y como prenda de los abundantes favores del Señor que sabe recompensar adecuadamente a sus servidores.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL SECRETARIADO

PARA LOS NO CRISTIANOS


Viernes 27 de abril de 1979



Muy queridos en Cristo:

Me proporciona gran alegría encontrarme con vosotros, cardenales y obispos de distintos países, miembros del Secretariado para los No Cristianos; y consultores expertos en las principales religiones del mundo, reunidos ahora en Roma para celebrar vuestra primera asamblea plenaria.

Sé que teníais planeado celebrar esta reunión en octubre pasado, pero os lo impidieron los acontecimientos dramáticos de esos meses. El difunto Pablo VI, que fundó el Secretariado y prodigó gran parte de su amor, interés y aliento en el sector de los No Cristianos, no está ya visiblemente entre nosotros, y estoy seguro de que algunos os preguntáis si el nuevo Papa dedicará igual cuidado y atención al vasto mundo de las religiones no cristianas.

En mi Encíclica Redemptor hominis procuré responder a esta pregunta. En ella hice referencia a la primera Encíclica de Pablo VI Ecclesiam suam, y al Concilio Vaticano II, y escribí: "El Concilio ecuménico ha dado un impulso fundamental para formar la autoconciencia de la Iglesia dándonos de manera tan adecuada y competente, la visión del orbe terrestre como de un 'mapa' de varias religiones... El documento conciliar dedicado a las religiones no cristianas está particularmente lleno de profunda estima por los grandes valores espirituales, es más, por la primacía de lo que es espiritual y que en la vida de la humanidad encuentra su expresión eh la religión y después en la moralidad que refleja en toda la cultura" (Nb 11). No hay duda de que el mundo de los no cristianos se encuentra constantemente ante los ojos de la Iglesia y del Papa. Estamos empeñados de verdad en ocuparnos de él generosamente.

Es bueno asimismo recordar que pronto se cumplirán los quince años de cuando Pablo VI anunció solemnemente en la basílica de San Pedro el domingo de Pentecostés de 1964, la institución de este Secretariado. Con la ayuda de Dios, la semilla sembrada aquel día ha crecido hasta ser hoy un signo claro y definido que actúa en todas las partes en que está la Iglesia, a través de una red de organizaciones locales. El Secretariado es símbolo y expresión de la voluntad de la Iglesia de entrar en comunicación con cada persona y, en particular, con la muchedumbre de los que buscan significado y orientación de vida en las tradiciones religiosas no cristianas. Un cristiano pone el mayor interés en observar a la gente auténticamente religiosa, en leer y escuchar los testimonios de su sabiduría, y en tener de su fe pruebas directas tales que. hagan recordar las palabras de Jesús: "En verdad os digo que en nadie de Israel he hallado tanta fe" (Mt 8,10). Y a la vez, el cristiano tiene la tremenda responsabilidad y la alegría inmensa de hablar a estas personas con sencillez y apertura (¡la parrhesía de los Apóstoles!) (Ac 2,11), de lo que Dios mismo ha hecho por la felicidad y salvación de todos en un tiempo determinado y en un hombre determinado, al que hizo hermano y Señor, Jesucristo, "nacido de la descendencia de David, ...Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad" (Rm 1,4).

Me complace ver que el Secretariado ha hecho suya esta voluntad de entrar en comunicación, voluntad que es característica de la Iglesia en su totalidad, y la pone en práctica a través de lo que San Pablo llamó "diálogo de salvación". Al mismo tiempo, el Secretariado ha buscado para este diálogo métodos y formas que puedan ser adecuados al "círculo" particular de personas a quienes va dirigido. En este punto es oportuno que se haga mención del sabio trabajo del cardenal Paolo Marella, Presidente del Secretariado durante los primeros nueve años de existencia, y que guió sus primeros pasos "in nomine Domini", como el Papa le dijo que hiciera. Me complace asimismo manifestar públicamente mi agradecimiento al cardenal Sergio Pignedoli que juntamente con mons. Rossano y todo el abnegado personal, a través de un trabajo constante y de contactos cordiales y respetuosos, dan testimonio del hondo interés de la Iglesia por nuestros hermanos no cristianos.

Casi quince años de experiencia han enseñado mucho, y con visión clara vuestra asamblea puede puntualizar el estado actual del diálogo con los no cristianos en las distintas áreas culturales, señalando las dificultades, problemas y resultados obtenidos en cada área, y fijando programas a corto y largo plazo para los años próximos.

Espero y deseo que el esfuerzo en favor del diálogo de salvación se refuerce en toda la Iglesia, incluidos los países donde hay mayoría cristiana. La educación para el diálogo con seguidores de otros credos debería entrar en la preparación de los cristianos, sobre todo de los cristianos jóvenes.

En su Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi Pablo VI escribió que el encuentro con las religiones no cristianas "suscita cuestiones complejas y delicadas que conviene estudiar a la luz de la Tradición cristiana y del Magisterio de la Iglesia, con el fin de ofrecer a los misioneros de hoy y de mañana —yo añadiría: y a todos los cristianos— nuevos horizontes en sus contactos con las religiones no cristianas" (Nb 53). Sois conscientes de que el vuestro es un trabajo delicado. Debe hacerse con generosidad y gozo; pero también con la convicción resplandeciente de que el diálogo es, como dice Pablo VI, "un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual" (Ecclesiam suam, 31).

140 El respeto y estima "del otro" y de todo lo que éste tiene en lo hondo del corazón, son esenciales al diálogo. A ello debe añadirse discernimiento y conocimiento sinceros y profundos. Este último no se aprende sólo en los libros. Reclama amistad e identificación. Hace tiempo que se dio a estas condiciones del diálogo una formulación filosófica moderna: San Pablo escribió sobre su disponibilidad a hacerse todo para todos: "todo lo hago por el Evangelio, para participar en él" (1Co 9,23). Como nos enseña asimismo San Pablo, en el diálogo la palabra no llega a ser constructiva ni provechosa sin amor. Palabra y amor son el verdadero vehículo de comunicación. La única palabra verdaderamente perfecta es la que se dice con amor. Y precisamente porque para ser eficaz la palabra debe ir unida al amor, es necesario y urgente, según escribí en mi Encíclica, que la misión y el diálogo con los no cristianos se lleve a cabo por cristianos que colaboran y viven en comunión entre sí (cf. Redemptor hominis RH 6 y 11). Por ello, me da alegría ver aquí presentes en esta asamblea plenaria a representantes cualificados de la Iglesia ortodoxa griega y del Consejo mundial de las, Iglesias.

Sed bienvenidos, por tanto, y Dios bendiga esta colaboración. A todos vosotros, queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, y a todos los expertos y colaboradores del Secretariado para los No Cristianos, expreso mis buenos deseos y oraciones, invocando sobre todos la bendición de Jesucristo resucitado de entre los muertos, "el Redentor del mundo... el centro del universo y de la historia".


DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE SRI LANKA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 28 de abril de 1979



Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Al vernos reunidos en la unidad del Episcopado, nuestro pensamiento vuela espontáneamente a Jesucristo. Somos muy conscientes de la urgencia que invadía su ánimo y que El expresó con estas palabras: "Es preciso que anuncie también el reino de Dios... porque para esto he sido enviado" (Lc 4,43).

Reflexionando sobre esta misión de Cristo, alcanzamos a comprender la naturaleza evangelizadora de su Iglesia; al mismo tiempo, penetramos con mayor profundidad en nuestra misión de obispos que comunican la Palabra de Dios. En el centro de la Buena Nueva que estamos llamados a proclamar se halla el gran misterio de la redención y, en especial, la persona del Redentor. Todos nuestros afanes de Pastores de la Iglesia van dirigidos a conseguir que sea más conocido y amado el Redentor. Encontramos nuestra identidad de obispos en la predicación de "la incalculable riqueza de Cristo" (Ep 3,8), en la transmisión del mensaje salvífico de su revelación.

La fidelidad absoluta a la tarea especial de evangelizar, inherente a. nuestra función episcopal, constituye el objetivo de nuestra vida diaria. Las palabras siguientes de mi reciente Encíclica se aplican antes que a nadie, a nosotros tos Obispos:. "Sentimos profundamente lo mucho que nos compromete la verdad que se nos ha revelado. Advertimos en particular el gran sentido de responsabilidad ante esta verdad. La Iglesia es su custodia y maestra, por institución de Cristo, estando precisamente dotada de una singular asistencia del Espíritu Santo para que pueda custodiarla fielmente y enseñarla en su más exacta integridad" (Redemptor hominis RH 12).

Por esta razón estamos resueltos a mantener la pureza de la fe católica; vigilamos para que el contenido de la evangelización corresponda al mensaje predicado por Cristo, transmitido por los Apóstoles y autenticado por el Magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos. Día tras día hablamos a nuestro pueblo del nombre, enseñanzas, vida, promesas, Reino y ministerio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Proclamamos clara y explícitamente ante el mundo que la salvación es don de la gracia y misericordia de Dios, y que se ofrece a todos en Jesucristo Hijo de Dios, que murió y resucitó de entre los muertos. Predicamos una salvación trascendente y escatológica comenzada en el tiempo, pero que será consumada sólo en la eternidad.

Al mismo tiempo, la evangelización implica el. mensaje explícito de los derechos y deberes de todo ser humano. El mensaje del Evangelio está necesariamente relacionado con el progreso humano en sus dos aspectos de desarrollo y liberación, desde el momento en que no es posible proclamar el mandamiento nuevo del amor de Cristo sin impulsar el bien del hombre en justicia y paz.

Sin embargo, nuestros esfuerzos por llevar este mensaje universal a la vida de cada comunidad eclesial y traducirlo en un lenguaje capaz de entenderse, debe estar en estrecha armonía con toda la Iglesia, pues sabemos que adulterar el contenido del Evangelio con el pretexto de adaptarla, es disipar su poder. Nuestra responsabilidad es grave, pero tal que debemos afrontarla con serenidad y confianza, convencidos como estamos de que el Espíritu de verdad nos guía, según nos lo prometió el Señor, con tal de que permanezcamos fieles a la comunión de la Iglesia de Cristo.

Es también significativo observar con qué fuerza insiste Pablo VI en su eran tratado sobre la evangelización, en que la eficacia de al evangelización depende de la santidad de vida (cf. Evangelii nuntiandi EN 21, 26, 41, 76). El Evangelio se ha de proclamar con el testimonio, el testimonio de una vida cristiana vivida en fidelidad al Señor Jesús. Y precisamente porque todas las personas están invitadas en la Iglesia a cumplir su parte en la labor de evangelización, por eso se exhorta encarecidamente a todos a una vida de auténtica santidad.

141 Reflexionando sobre la evangelización, es conveniente insistir también en la unidad que Jesús vino a traer. Al transmitir a los discípulos las palabras que le entregó su Padre, Jesús pidió que todos fuéramos de verdad uno (cf Jn 17,8 y 11). Cristo superó con su Evangelio las divisiones del pecado y de la debilidad humana, reconciliándonos con el Padre y dejándonos el testamento de su mandamiento nuevo del amor. Tenía que morir "para reunir en uno a todos los hijos de Dios, que estaban dispersos" (Jn 11,52).

Esta unidad entre nosotros y entre nuestro pueblo, es la prueba de que somos sus discípulos, es la medida de nuestra fidelidad a Jesús. La unidad a que se nos convoca es unidad de fe y amor, evita la alienación entre hermanos y supera las divisiones humanas. La unidad traída por Cristo garantiza también la eficacia de nuestro testimonio ante el mundo: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros" (Jn 13,35).

El mismo Cristo evangelizador que nos dice que debemos proclamar la Buena Nueva, nos dice asimismo: "el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mt 20,28). Aquí Cristo nos invita a nosotros miembros suyos, a participar en su tarea de servicio regio; Cristo llama a su Iglesia a servir al hombre. He procurado recalcar también esto en la Redemptor hominis: "La Iglesia, que está animada de fe escatológica, considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también por la orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento esencial de su misión, indisolublemente unido con ella. Y encuentra el principio de esta solicitud en Jesucristo mismo, como atestiguan los Evangelios" (Nb 15).

Para expresar, pues, su modo de entender el Evangelio, la Iglesia se moviliza con caridad renovada a fin de servir al mundo. Se compromete libremente en todos sus miembros a practicar la caridad de Cristo. Y uno de los servicios más importantes que pueden prestar los cristianos es amar a sus hermanos con el mismo amor con que ellos han sido amados; un amor personal traducido en comprensión, compasión, sensibilidad hacia las necesidades y deseo de comunicar el amor del Corazón de Cristo. Hablando de la dimensión humana de la redención he escrito: "El hombre no puede vivir sin amor. Permanece un ser incomprensible para sí mismo, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor, si no participa en él vivamente" (Redemptor hominis RH 10).

Al entender esto nos percatamos de que la cabida para la caridad de Cristo en el mundo es inmensa. El servicio de nuestro amor no tiene límites. Estamos continuamente llamados a hacer más, a servir más, a amar más.

Queridos hermanos: Además de estas reflexiones breves sobre evangelización y servicio —que no pretenden ser exhaustivas— hay muchas otras cosas sobre las que me gustaría hablar con vosotros, para animaros en vuestra misión pastoral, y para que así podáis a vuestra vez animar a los sacerdotes, religiosos, seminaristas y laicos. Pero estoy seguro de que ya en nuestra misma comunión eclesial encontraréis fuerza y motivación tiara continuar vuestro ministerio, edificando por el poder del Espíritu Santo a las comunidades de fieles confiadas a vuestro cuidado pastoral.

Os encomiendo a la intercesión de María Inmaculada, Madre de Dios, y le pido que os mantenga fieles y alegres. Con vosotros envío mi bendición a vuestro pueblo, a las Iglesias y a los hogares de Sri Lanka, "la perla del Océano Indico", a los ancianos y a los jóvenes, a todos los que sufren o están necesitados. Mi amor está con vosotros en Jesucristo y en su Evangelio.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ORDEN DE LOS AGUSTINOS RECOLETOS

Sábado 28 de abril de 1979



Amadísimos hermanos en Cristo,

Habéis querido concluir aquí, junto al Papa, esta segunda semana de Pascua, durante la cual os habéis reunido en Roma para adentraros en vosotros mismos y reflexionar en torno a les realidades y exigencias de la vida religiosa en la actualidad, con vistas a la preparación del capítulo general.

Deseo por ello congratularme con vosotros, tanto más cuanto que esta visita me permite expresaros no sólo mi participación en vuestras inquietudes eclesiales, sino también mi afecto cordial hacia la Orden de Agustinos Recoletos y a todos sus miembros.

142 Sin duda alguna, estas jornadas han sido días de recogimiento auténtico, días vividos en intimidad familiar alabando a Dios y dialogando juntos, sintiéndoos gozosamente afines en el pensamiento y en el corazón con la espiritualidad y el estilo de vida heredados del obispo de Hipona, San Agustín.

A través de la comunión de mente y de ánimo con este gran Padre y Doctor de la Iglesia, cuya atrayente personalidad humana y religiosa se nos ofrece aún imperecedera después de siglos, sabéis muy bien con quién estáis sintonizados: con la Palabra y el Amor de Dios, con Cristo. Es El y no otro, el que os busca, el que os invita insistentemente a optar en todo momento por entregaros en una aventura exigente y a la vez acogedora, a esa realidad última que confesaba San Agustín: “Fecisti nos, Domine, ad te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te” (Confession.1,1).

Que no se desfigure nunca en vuestra fisonomía espiritual este rasgo eminentemente contemplativo de la “sequela Christi”. La contemplación, “el oficio más noble del alma”, es además nota peculiar de vuestra familia religiosa. Sea esta vivencia particular, en frase del mismo San Agustín, un volcarse hacia lo eterno: no es ociosidad, sino descanso del espíritu, pues el alma está invitada al descanso de la contemplación.

Esta unión con Dios, nacida de una actitud de donación total e incondicional, ha de ser el núcleo, a partir del cual os aprestáis a dar sentido pleno a vuestra vida religiosa, como embajadores de Cristo en medio de este mundo, según el Espíritu que os ha sido dado.

Con el apóstol San Pablo, quisiera repetiros hoy: “no apaguéis el Espíritu” (
1Th 5,19), dejaos llevar por su impulso, pedid que os haga experimentar día a día su gracia; sólo así os iréis renovando en lo más hondo de vuestro ser, hasta asimilar la acción de Dios, que no se dispensa meramente a través de su ciencia y poder, sino que es a su vez don de fidelidad, de servicio, de abnegación, de paz, en una palabra, de amor. Y sólo así lograreis también una renovación exterior, que sea verdadera y fructuosa, en línea con les directrices marcadas por el Concilio.

Queridos hermanos e hijos: Hace dos días celebrabais la festividad de la Virgen del Buen Consejo, que ocupa un lugar señalado en vuestra Institución y en vuestros corazones.

En esta hora de reflexión y de renovación eclesial, dejaos iluminar y guiar por la Madre de Cristo, Madre de la Palabra, hecha carne. Pedid su ayuda para que, en unión de fe y de sentimientos, la obra comenzada por San Agustín en un día lejano tenga vigencia hoy en la Iglesia y pueda indicar a todos los hombres que Cristo, el muerto y resucitado, es el verdadero “camino, verdad y vida”.

Con sentimientos de afecto, recibid mi Bendición que extiendo cordialmente a todos vuestros hermanos.


DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A CINCO MIL EMPLEADAS DE HOGAR

Domingo 29 de abril de 1979

Queridísimas hermanas en el Señor:

¡Grande es mi alegría al encontrarme esta tarde con vosotras! En verdad, no podía faltar este encuentro tan singular y tan importante con el Vicario de Cristo!

143 Con ocasión del décimo congreso nacional, convocado por la Asociación profesional italiana de empleadas del hogar, que tendrá lugar estos días en Frascati, habéis deseado esta audiencia para dar comienzo a vuestras discusiones sobre el tema: “El trabajo doméstico en la economía italiana y en la familia”.

Agradecido por esta devota idea vuestra, os doy mi más cordial bienvenida y mi saludo más afectuoso, y quiero saludar en vosotras a todas vuestras compañeras y amigas, empleadas de hogar de Italia y de todo el mundo.

Doy las gracias sentidamente a la Presidenta nacional de la Asociación, juntamente con la Presidenta romana, por la ocasión que se me ofrece de conversar con vosotras, para escuchar vuestros problemas específicos, vuestras dificultades personales, vuestros ideales, las metas que queréis alcanzar.

Vuestras personas representan el trabajo oculto, y no obstante necesario e indispensable; el trabajo sacrificado y no llamativo, que no goza de aplausos y a veces no recibe siquiera reconocimiento y gratitud; el trabajo humilde, repetido, monótono y, por eso, heroico de un conjunto innumerable de madres y de mujeres jóvenes, que con su esfuerzo cotidiano contribuyen al presupuesto económico de tantas familias y resuelven tantas situaciones difíciles y precarias, ayudando a los padres lejanos o a los hermanos necesitados.

El Papa, que ha conocido las estrecheces de la vida, está con vosotras, os comprende, os estima, os acompaña en vuestras aspiraciones y en vuestras esperanzas, y desea de corazón que el congreso, en el que se tratarán vuestros problemas, ponga de relieve cada vez más vuestras justas exigencias y vuestras responsabilidades inderogables. Pero habéis venido aquí, a la casa del Padre, también para recibir del Vicario de Cristo una exhortación particular, y yo con sencillez y familiaridad, pero con profundo afecto, os diré algunas palabras que puedan serviros de “viático” durante el congreso y después también durante toda la vida.

1. Ante todo, os digo con la solicitud de mi ministerio apostólico; ¡os sirva de consuelo la fe en Jesucristo!

Hay muchos y hermosos consuelos humanos en la vida y el progreso los ha aumentado y perfeccionado, y debemos saberlos valorar y gozar justa y santamente. Pero el consuelo supremo es y debe ser todavía y siempre la presencia de Jesús en nuestra vida. Jesús, el divino Redentor, ha penetrado en las vicisitudes humanas, se ha puesto a nuestro lado, para caminar con nosotros en cada sendero de la existencia, para acoger nuestras confidencias, para iluminar nuestros pensamientos, para purificar nuestros deseos, para consolar nuestras tristezas.

Es particularmente conmovedor meditar en la actitud de Jesús hacia la mujer: se mostró audaz y sorprendente para aquellos tiempos, cuando, en el paganismo, la mujer era considerada objeto de placer, de mercancía y de trabajo, y, en el judaísmo, estaba marginada y despreciada.

Jesús mostró siempre la máxima estima y el máximo respeto por la mujer, por cada mujer, y en particular fue sensible hacia el sufrimiento femenino. Traspasando las barreras religiosas y sociales del tiempo, Jesús restableció a la mujer en su plena dignidad de persona humana ante Dios y ante los hombres. ¿Cómo no recordar sus encuentros con Marta y María (
Lc 10,38-42), con la Samaritana (Jn 4,1-42), con la viuda de Nain (Lc 7,11-17), con la mujer adúltera (Jn 8,3-9) con la hemorroisa (Mt 9,20-22), con la pecadora en casa de Simón el fariseo (Lc 7,36-50) ? El corazón vibra de emoción al sólo enumerarlos. ¿Y cómo no recordar, sobre todo, que Jesús quiso asociar algunas mujeres a los Doce (Lc 8,2-3), que le acompañaban y servían y fueron su consuelo durante la vía dolorosa hasta el pie de la cruz? Y después de la resurrección Jesús se apareció a las piadosas mujeres y a María Magdalena, encargándole anunciar a los discípulos su resurrección (Mt 28,8).

Deseando encarnarse y entrar en nuestras historia humana, Jesús quiso tener una Madre, María Santísima, y elevó así a la mujer a la cumbre más alta y admirable de la dignidad, Madre de Dios encarnado, Inmaculada, Asunta, Reina del cielo y de la tierra. ¡Por eso, vosotras, mujeres cristianas, debéis anunciar, como María Magdalena y las otras mujeres del Evangelio debéis testimoniar que Cristo ha resucitado verdaderamente, que El es nuestro verdadero y único consuelo! Tened, pues, cuidado de vuestra vida interior, reservándoos cada día un pequeño oasis de tiempo para meditar y rezar.

2. En segundo lugar, os digo: ¡sea vuestro ideal la dignidad de la mujer y de su misión!

144 Es triste ver cómo la mujer en el curso de los siglos ha sido tan humillada y maltratada. ¡Sin embargo, debemos estar convencidos de que la dignidad del hombre, como la de la mujer, se encuentra de modo total y exhaustivo sólo en Cristo!

Hablando a las mujeres italianas, inmediatamente después de la guerra, decía mi venerado predecesor Pío XII: “En su dignidad personal de hijos de Dios, el hombre y la mujer son absolutamente iguales, como también respecto al fin último de la vida humana, que es la unión eterna con Dios en la felicidad del cielo. Es gloria imperecedera de la Iglesia el haber restituido a su lugar y a su debido honor esta verdad y haber liberado a la mujer de una servidumbre degradante, contraria a la naturaleza”. Y, bajando a lo concreto, añadía: “La mujer ha de concurrir con el hombre al bien de la civitas, en la que es igual a él en dignidad. Cada uno de los dos sexos debe tomar la parte que le corresponde según su naturaleza, su índole, sus aptitudes físicas, intelectuales y morales. Ambos tienen el derecho y el deber de cooperar al bien total de la sociedad, de la patria; pero es claro que, si el hombre por temperamento se siente más inclinado a ocuparse en los asuntos exteriores, en los negocios públicos, la mujer posee, generalmente hablando, mayor perspicacia y tacto más fino para conocer y resolver los problemas delicados de la vida doméstica y familiar, base de toda la vida social; lo que no quita para que algunas sepan dar pruebas de gran pericia incluso en cualquier campo de la actividad pública” (Alocución del 21 de octubre de 1945). Esta ha sido también la enseñanza del Concilio Vaticano II y el magisterio continuo e insistente de Pablo VI (cf. p. e., las intervenciones para el año internacional de la mujer: AAS 57 (1975); AAS 68 (1976). Esta doctrina, tan clara y equilibrada, da pie para insistir también en el valor y la dignidad del trabajo doméstico.

Ciertamente, este trabajo debe ser mirado, no como una imposición implacable e inexorable, como una esclavitud; sino como una opción libre, consciente, querida, que realiza plenamente a la mujer en su personalidad y en sus exigencias. En efecto, el trabajo doméstico es parte esencial en el buen ordenamiento de la sociedad y tiene un influjo enorme en la colectividad; exige una dedicación continua y total y por lo tanto, es una ascética cotidiana, que requiere paciencia, dominio de sí mismo, clarividencia, creatividad, espíritu de aceptación, ánimo en los imprevistos, y colabora también a producir ganancia y riqueza, bienestar y valor económico.

De aquí nace además la dignidad de vuestro trabajo de colaboradoras familiares: ¡no es una humillación vuestra tarea, sino una consagración! Efectivamente, vosotras colaboráis directamente a la buena marcha de la familia; y ésta es una gran tarea, se diría casi una misión, para la que son necesarias una preparación y una madurez adecuadas, para ser competentes en las diversas actividades domésticas, para racionalizar el trabajo y conocer la psicología familiar, para aprender la llamada “pedagogía del esfuerzo”, que hace organizar mejor los propios servicios, y también para ejercitar la necesaria función educadora. Es todo un mundo importantísimo y precioso que se abre cada día a vuestros ojos y a vuestras responsabilidades. ¡Por eso, va mi aplauso a todas las mujeres comprometidas en la actividad doméstica y a vosotras, colaboradoras familiares, que aportáis vuestro ingenio y vuestra fatiga para el bien de la casa!

3. Finalmente, os digo además: ¡sed sembradoras de bondad!

En tantos años de justas reivindicaciones y de respeto más acentuado a la persona, habéis visto reconocidos vuestros derechos, se han fijado las normas para la retribución. alojamiento, cuidado y asistencia en la enfermedad, la previsión, el descanso semanal y anual, las justas indemnizaciones, el certificado de trabajo, etc. Aún quedan muchas cosas por hacer, muchas realidades que afrontar; y vosotras las estudiaréis en vuestro congreso, especialmente para la defensa de los derechos y de la personalidad de las colaboradoras provenientes del extranjero. Pero yo querría exhortaros a trabajar, sobre todo, con amor en las familias en las que sois tomadas. Vivimos tiempos difíciles y complicados. Fenómenos grandiosos y que no se pueden eliminar, como la industrialización, el urbanismo, la culturización, la internacionalización de las relaciones, la inestabilidad afectiva, la precocidad intelectual, han traído el desorden a las familias, a las que vosotras podéis llevar, con vuestra presencia, serenidad, paz, esperanza, alegría, consuelo, estímulo para el bien, especialmente donde se encuentran personas ancianas, enfermas, que sufren, niños minusválidos, jóvenes desorientados o desorientados o descaminados. ¡Ningún código os prescribe la sonrisa! Pero vosotras la podéis dar; podéis ser levadura de bondad en la familia. Recordad lo que ya escribía San Pablo a los primeros cristianos: “Todo cuanto hacéis de palabra o de obra hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él” (
Col 3,17). “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia” (Col 3,23-24). ¡Amad vuestro trabajo! ¡Amad a las personas con quienes colaboráis! ¡Del amor y de la bondad nacen también vuestra alegría y vuestra satisfacción!

Os asista Santa Zita, vuestra celeste Patrona, que se santificó sirviendo humildemente con amor y dedicación total.

Os ayude y conforte, sobre todo, María, que se consagró totalmente al cuidado de la familia, dando ejemplo y enseñando dónde están los valores auténticos.

Os acompañe mi propiciadora bendición apostólica.

Mayo de 1979




A LOS OBISPOS DE ANTILLAS


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 4 de mayo de 1979



145 Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Os doy la bienvenida con amor fraterno.

En cuanto miembros y observadores de la Conferencia Episcopal de Antillas os habéis reunido junto a la tumba del Apóstol Pedro —y con su Sucesor— para celebrar vuestra unidad en Cristo y en la Iglesia. Por pertenecer a una Conferencia que está al servicio de tantas naciones y pueblos diferentes de las islas del Caribe y del continente, pienso que os halláis en situación de reflexionar con interés especial sobre el gran tema de la unidad de la Iglesia. Creo asimismo que el énfasis del Concilio Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia en cuanto "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium
LG 1), tiene un significado especialmente hondo para vosotros; y puesto que la reflexión sobre este tema es causa de gozo inmenso y, al mismo tiempo de fuerza pastoral, os lo propongo esta mañana pidiendo al Espíritu Santo, por cuyo poder está unida la Iglesia en su comunión eclesial y en su ministerio (cf. Lumen gentium LG 4) que derrame sobre vosotros la gracia por la que Cristo oró: "para que sean consummati in unum!" (Jn 17,23).

Comunión y ministerio son, por tanto, dos grandes aspectos de la unidad de la Iglesia, de la que somos servidores y custodios. Ver la Iglesia como comunión es penetrar mejor en el corazón de su misterio y en la identidad de nuestro ministerio de obispos llamados a proclamar que "esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3).

La comunión que impulsamos y fomentamos es comunión de fe en Dios. Creemos en el Padre que se revela a Sí mismo por la fuerza de su amor infinito, y a través del Espíritu Santo nos da la salvación en su Verbo Encarnado. Creemos en Nuestro Señor Jesucristo que reúne por su muerte a los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn Jn 11,52).

Para nosotros los obispos, esta comunión de fe es el fundamento de nuestra tarea apostólica de edificar la Iglesia por la proclamación del Evangelio, y por ello nos encontramos solidarios con San Pablo cuando dice: "del Evangelio he sido yo hecho heraldo, apóstol y doctor" (2Tm 1,11). Nuestra comunión de fe proyecta luz sobre la unidad de nuestro ministerio, por el que anunciamos el mensaje inmutable de la salvación en Cristo. Nuestra comunión de fe impone sobre nosotros la gran responsabilidad de dar a nuestro pueblo la totalidad de la doctrina cristiana, y en esta responsabilidad nos sostiene el poder de Dios. En el último discurso del mismo día que murió, mi predecesor Juan Pablo I habló de ello bajo el punto de vista del Pueblo de Dios diciendo: "Entre los derechos de los fieles, uno de los mayores es el derecho a recibir la palabra de Dios en toda su integridad y pureza, con todas sus exigencias y su fuerza" (A un grupo de obispos filipinos en la visita ad Limina Apostolorum, 28 de septiembre de 1978: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de octubre de 1978, pág. 4).

La unidad de la Iglesia queda patente también en nuestra comunión de amor, amor que es mayor que nuestros propios poderes y que se nos ha infundido en el bautismo, amor por el que amamos a Dios con todo nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt Mt 22,37-39). San Agustín muestra su gran penetración de la verdad cuando dice: "El amor a Dios es el primero en la lista de los preceptos, pero en cuanto a la acción el amor al prójimo es el primero" (Dei dilectio prior est ordine praecipiendi, proximi autem dilectio prior est ordine faciendi, In Ioann. Tract. 17). Sobre esta base nuestro ministerio cobra vigor nuevo cuando conseguimos extender el amor de Cristo a todo el pueblo, para poner en práctica su mandamiento de amor. En la comunión de amor encontramos la fuerza que nos sostiene en el servicio de la humanidad. En el mensaje del Evangelio aprendemos a honrar al hombre y salir al encuentro de las exigencias ineludibles de la dignidad humana, y ayudar a la humanidad a cumplir la tarea de construir la civilización del amor.

Según las palabras del Concilio Vaticano II, la gran unidad querida por Cristo para su Iglesia se modela y encuentra su fuente en la unidad de la Santísima Trinidad, y perdura en la Iglesia católica (cf. Lumen gentium LG 8 Unitatis redintegratio UR 2,3). Y, sin embargo, sabemos que la tarea de impulsar la vuelta a la unidad entre los cristianos está lejos de completarse. Es una tarea que nos ha encomendado el Señor. La fidelidad a Jesucristo exige que abracemos con fuerza la causa de la unidad cristiana. En nuestros días el Espíritu Santo ha infundido fuertemente en el mundo la urgencia de esta empresa: ut omnes unum sint (Jn 17,21). Esta meta del Concilio Ecuménico es clara, y he afirmado siendo ya Papa que "desde mi elección me comprometí formalmente a impulsar la puesta en práctica de sus normas y orientaciones, considerando que esto era para mí un deber primordial" (Al Secretariado para la Unión de los Cristianos, 18 de noviembre, 1978; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de diciembre, 1978, pág. 8).

Al mismo tiempo, nos debemos proponer comprometernos a hacer un esfuerzo y adoptar los medios que conducen a la unidad cristiana. El Concilio propone sugerencias minuciosas. Es de particular importancia examinar nuestra fidelidad a Cristo: estamos constantemente llamados a la conversión o al cambio de corazón. Es oportuno repetir hoy la aclaración del Concilio de que "esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y con toda verdad pueden llamarse ecumenismo espiritual" (Unitatis redintegratio UR 8).

Es insoslayable y saludable de verdad que al luchar como cristianos por restaurar la unidad, se sienta el dolor por las divisiones existentes. Como dije en la alocución citada: "No se cura el mal suministrando analgésicos, sino atacando las causas". Debemos seguir trabajando humilde y resueltamente para eliminar las divisiones reales y restaurar esa plena unidad de fe que es condición para participar en la Eucaristía. Es de gran importancia el hecho de que "en cada celebración eucarística entra en acción toda la fe de la Iglesia, y se manifiesta y realiza la comunión eclesial en todas sus dimensiones" (ib.). La participación en la Eucaristía presupone unidad de fe. La intercomunión entre cristianos separados no es la respuesta al llamamiento de Cristo a la perfecta unidad. Dios tiene señalada una hora para la realización de su designio salvífico de unidad cristiana. A la vez que suspiramos por esta hora en oración conjunta y en diálogo, y nos afanamos por ofrecer al Señor un corazón cada vez más purificado, debemos igualmente esperar la acción del Señor. Se debe repetir una y otra vez que la restauración de la unidad cristiana es, ante todo, don del amor de Dios. Mientras tanto, sobre la base de nuestro bautismo común y del patrimonio de fe que ya compartimos, debemos intensificar nuestro testimonio conjunto del Evangelio y nuestro servicio común a la humanidad. En este contexto quisiera repetir las palabras que dije en mi reciente visita a Nassau: "Con profundo respeto y amor fraterno deseo saludar también a todos los otros cristianos de Bahamas" —y hoy añado: de todas las Antillas—, "a todos los que confiesan con nosotros que 'Jesús es el Hijo de Dios' "(1Jn 4,15). Tened la seguridad de que deseamos colaborar leal y perseverantemente para obtener de Dios la gracia 'de la unidad querida por Cristo el Señor".

Queridos hermanos en el Episcopado: Este misterio de la unidad en Cristo y en su Iglesia debe ser vivido hasta el fondo por el Pueblo de Dios; y la base y centro de toda comunidad cristiana es la celebración de la Eucaristía (cf. Presbyterorum ordinis PO 6). Os pido que recordéis a vuestros fieles el gran privilegio que tienen de reunirse en la Misa del domingo, de unirse con Cristo en su culto al Padre. La Misa dominical tiene valor primario en la vida de los fieles, no en el sentido de que las demás actividades carezcan de importancia y significado en la vida cristiana, sino más bien en el sentido de que la Misa dominical sostiene, ennoblece y santifica todo lo que se hace a lo largo de la semana.

146 Cuando volváis al campo de vuestras tareas pastorales, os ruego que digáis una vez más a todos vuestros sacerdotes que les amo, y que os esforcéis por vivir junto con ellos la unidad de la comunión eclesial y del ministerio en toda su intensidad. Los misioneros, necesarios todavía en vuestro país, tienen un lugar especial en mi corazón y en el corazón de Cristo Salvador. Encomiendo también los misioneros a vuestro cuidado pastoral, de modo que puedan aprender por experiencia cuán intensamente personal es el amor que están llamados a manifestar en el nombre de Cristo Buen Pastor, que conoce por su nombre a sus ovejas. Y a cuantos colaboran con vosotros en la causa del Evangelio, en especial a los catequistas, expreso mi agradecimiento. Dedico una palabra especial a las familias cristianas que luchan por dar testimonio de la alianza del amor de Dios y de la unidad de la Iglesia de Cristo.

Antes de terminar, dirijo un llamamiento a los jóvenes de vuestras Iglesias locales. Constituyen un signo de la juventud y dinamismo de la misma Iglesia, dentro de la comunión eclesial; son la esperanza de su futuro. Hagamos cuanto está en nuestro poder para que los jóvenes se formen en la justicia y la verdad, y se alimenten de la Palabra de Dios; de modo que rechazando las ideologías engañosas, puedan vivir en libertad verdadera como hermanos y hermanas de Jesucristo.

A todas las personas unidas a vosotros en la comunión de la Iglesia envío mi bendición apostólica invocando la intercesión de María Reina del cielo y Madre de Cristo resucitado.

No me olvido ni mucho menos de que entre vosotros hay varios obispos de lengua francesa e incluso de departamentos franceses de ultramar; pero la cercanía y semejanza de problemas pastorales os llevan a vivir en solidaridad con los otros obispos de las Antillas. Transmitid a vuestros sacerdotes, religiosos y religiosas, y a los laicos cristianos de vuestras diócesis, el recuerdo afectuoso del Papa con la exhortación a formar comunidades bien unidas, que sepan ahondar en su fe y manifestarla, y se afanen por vivir el Evangelio en el corazón de su vida.

A vosotros, queridos hermanos, mis mejores deseos cordiales para vuestro ministerio, y mi bendición apostólica.




Discursos 1979 139