Discursos 1979 8


AL COMITÉ DE PERIODISTAS EUROPEOS


PARA LOS DERECHOS DEL NIÑO


Y DE LA COMISIÓN ITALIANA DEL AÑO INTERNACIONAL DEL NIÑO


Sábado 13 de enero de 1979




Señoras, señores:

Me da gran alegría recibir hoy al "Comité de Periodistas Europeos en favor de la infancia", acompañados de representantes de la Comisión Nacional Italiana del Año Internacional del Niño, bajo cuyo patronazgo se celebra vuestro primer encuentro aquí en Roma. Os agradezco esta visita y la confianza que demuestra. En el marco del Año Internacional del Niño habéis querido fijaros algunas metas para estudiar personalmente la situación de ciertos grupos de niños desvalidos, y sensibilizar —así lo supongo— enseguida a vuestros lectores hacia los problemas de estos niños.

La Santa Sede no se conforma con mirar con interés y simpatía las acciones válidas que se emprenderán este año. Está pronta a alentar todo lo que se proyecte y realice por el bien auténtico de los niños, ya que se trata de una población inmensa, parte notable de la humanidad, necesitada de protección y promoción especiales, dada la precariedad de su suerte.

Felizmente la Iglesia no es la única institución que quiere hacer frente a estas necesidades; pero también es verdad que ha considerado siempre parte importante de su misión la ayuda material, afectiva, educativa y espiritual de la infancia. Y si ha actuado así es porque sin emplear siempre el vocabulario más reciente de "derechos del niño", la Iglesia consideraba de hecho al niño, no como individuo al que se utiliza, ni tampoco como un objeto, sino sujeto de derechos inalienables, personalidad naciente y en desarrollo, poseedora de valor por sí mismo, y con un destino singular. No se terminará nunca de enumerar las obras que ha suscitado el cristianismo con este fin. Ello es normal, puesto que Cristo mismo ha situado al niño en el corazón del reino de Dios: "Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí, porque de los tales es el reino de los cielos" (Mt 19,14). Y, ¿acaso no son especialmente aplicables en favor del niño desvalido estas palabras de Cristo pronunciadas en nombre de los seres humanos necesitados, las cuales nos juzgarán a todos: "Porque tuve hambre, y me disteis de comer...; estaba desnudo, y me vestisteis...; estaba enfermo, y me visitasteis..." (Mt 25,35-36)? Hambre de pan, hambre de afecto, hambre de instrucción... Sí, la Iglesia desea tomar parte cada vez mayor en esta acción en favor del niño e impulsarla con mayor amplitud.

Pero de la misma manera, la Iglesia desea contribuir a formar la conciencia de los hombres, a sensibilizar la opinión pública hacia los derechos esenciales del niño, que vosotros tratáis de promocionar. Ya la "Declaración de los Derechos del Niño", adoptada por la Organización de las Naciones Unidas hace ahora veinte años, expresa un consensus apreciable sobre cierto número de principios sumamente importantes que están lejos todavía de ser puestos en práctica en todos los sitios.

La Santa Sede piensa que se puede hablar también de los derechos del niño ya desde el momento de ser concebido y, sobre todo, del derecho a la vida, pues la experiencia nos demuestra cada día más que ya antes del nacimiento el niño tiene necesidad de protección especial de hecho y de derecho.

Se podría insistir asimismo en el derecho del niño a nacer en una familia verdadera, pues es de importancia capital que se beneficie ya desde el principio, de la aportación conjunta del padre y de la madre unidos en matrimonio indisoluble.

Del mismo modo, el niño debe crecer dentro de su familia, puesto que los padres siguen siendo "sus primeros y principales educadores", y "cuando la educación de los padres falta, difícilmente puede suplirse" (Gravissimum educationis GE 3). Ello es una exigencia del ambiente de afecto y seguridad moral y material requerida por la psicología del niño; hay que añadir que la procreación funda ese derecho natural que es también "obligación grave" (Gravissimum educationis GE 3). E incluso la existencia de vínculos familiares más amplios con los hermanos y hermanas, abuelos y otros familiares más próximos, es un elemento importante —que hoy día se tiende a descuidar— para el equilibrio armónico del niño.

9 En la educación a la que contribuyen, con los padres, la escuela y otros organismos de la sociedad, el niño debe encontrar posibilidades de "desarrollarse sana y normalmente en el plano físico, intelectual, moral, espiritual y social, en condiciones de libertad y dignidad". Como afirma el segundo principio de la Declaración de los Derechos del Niño.

A este respecto, el niño tiene derecho asimismo a la verdad, dentro de una enseñanza que tenga en cuenta los valores éticos fundamentales, y haga posible una educación espiritual de acuerdo con la filiación religiosa del niño, la orientación que deseen legítimamente los padres y las exigencias de una libertad de conciencia bien entendida, para la que el joven debe ser preparado y formado a lo largo de toda la infancia y la adolescencia. En este punto es normal que la Iglesia pueda hacer valer las responsabilidades que le son propias.

A decir verdad, hablar de los derechos del niño es hablar de los deberes de los padres y educadores, que están al servicio de los niños y de los intereses superiores de éstos; pero al ir creciendo, el niño debe tomar parte en su propio desarrollo, con responsabilidades acordes con su capacidad; y tampoco se debe olvidar hablarle de sus deberes con los demás y con la sociedad.

Son éstas algunas de las reflexiones que me dais ocasión de manifestar en relación con los objetivos que os proponéis. Tal es el ideal al que es preciso tender en favor del bien más alto de los niños, para honor de nuestra civilización. Sé que prestáis atención prioritaria a los niños que ni siquiera gozan de los derechos elementales en vuestros países y en los de los otros continentes. Periodistas europeos: No dejéis de dirigir también la mirada a las regiones del globo menos favorecidas que Europa. Pido a Dios que ilumine y que refuerce vuestro interés por estos niños.







DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

AL NUEVO EMBAJADOR DE URUGUAY

CON MOTIVO DE LA PRESENTACIÓN


DE LAS CARTAS CREDENCIALES


Jueves 18 de enero de 1979



Señor Embajador,

ME ES SUMAMENTE grato dar hoy la más cordial bienvenida a Vuestra Excelencia que en este acto solemne presenta sus Cartas Credenciales de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario del Uruguay ante la Santa Sede.

Gracias por sus deferentes y devotas palabras hacia mi persona y hacia la Sede Apostólica. Recuerdo muy bien cómo al comienzo de mi Pontificado vino Vuestra Excelencia con la Misión de su País para hacer patentes en aquella ocasión no sólo las buenas relaciones existentes entre Uruguay y la Santa Sede, sino también los sentimientos cristianos que, como a hijos de la Iglesia, animan a los fieles uruguayos. Hoy viene Vuestra Excelencia a dar testimonio continuado de esa permanente cercanía espiritual: una nobilísima misión, para cuyo feliz desarrollo cuenta con mi benevolencia cordial y sincera.

Sé muy bien que esta proximidad, este buen entendimiento, que a mi juicio debe ser siempre más amplio y más fecundo, tiene como raíz profunda un reconocimiento leal a la labor incansable de la Iglesia en Uruguay; una labor, como corresponde a su misión evangelizadora, de servicio al hombre, a su progreso, a su madurez personal en cuanto individuo y en cuanto miembro de la sociedad. Debe constituir además un empeño firme de no escatimar esfuerzos ni sacrificios, cuando se trata de dar vida y promover los valores, sobre todo morales y espirituales, que son conformes y connaturales a la dignidad humana. En este campo de promoción integral de la persona, hacia el cual han de converger precisamente iniciativas y actividades, la Iglesia en Uruguay seguirà ofreciendo su decidida colaboración, gozosa de contribuir a perfeccionar el edificio comunitario, donde se vean aceptadas y satisfecbas las legítimas aspiraciones de todos y se corroboren los ideales de pacífica convivencia y de progreso solidario.



Señor Embajador,

al reiterarle mi benevolencia, le ruego que transmita mi saludo agradecido al Excelentísimo Señor Presidente del Uruguay, así como a todos los amadísimos hijos de su noble País, sobre el cual invoco los dones del Altísimo.








A LA JUNTA REGIONAL DEL LACIO


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Sábado 20 de enero de 1919



Ilustres señores:

Os agradezco de corazón esta visita, que habéis querido hacerme al comienzo de mi pontificado y al comienzo de este nuevo año, vosotros miembros de la junta regional del Lacio, en nombre de los 60 componentes del consejo regional, con quienes habríamos deseado encontrarnos hoy para saludar a todos con verdadera satisfacción.

Sed bienvenidos, ya que representáis a la región italiana más particularmente vinculada a las solicitudes pastorales del Obispo de Roma, y venís en nombre de sus cinco provincias, esto es, Roma, Viterbo. Frosinone, Latina y Rieti.

1. En los últimos años, los problemas humanos y sociales de la región se han multiplicado; cada vez surge con mayor fuerza la necesidad de crear estructuras y servicios más modernos, que respondan mejor a las exigencias de la dignidad de la persona humana. Todos deben sentirse comprometidos en este esfuerzo, y la Iglesia no puede ser ajena a cuanto está ligado con el bien auténtico del hombre. El Concilio Vaticano II se expresó así con toda claridad: "Ciertamente, la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social: el fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones. luces y energías, que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana, según la ley divina", que es ley de justicia y de amor (cf. Gaudium et spes GS 42). Por eso, la Iglesia ha suscitado siempre, de acuerdo con la necesidad de los tiempos y de los lugares, obras destinadas al servicio de todos, especialmente de los necesitados: obras que han promovido las instituciones religiosas con gran mérito histórico, civil y social.

En vuestra actitud y en la seguridad manifestada a través de las amables palabras que nos ha dirigido el señor presidente de la junta, de dedicar prioridad especial a los sectores que más directamente miran al bienestar del pueblo, me es grato ver un reconocimiento de la aportación que aquellas obras ofrecen al bien común, reconocimiento al que no puede menos de corresponder un compromiso de respetar sus fines institucionales y los espacios de libertad connaturales a ellas, de modo que puedan actuar siempre en conformidad con los principios religiosos y morales de los que traen su razón de ser.

Que puedan la junta y el consejo regional, con verdadero espíritu de servicio y de responsabilidad. dar prontas soluciones adecuadas para que —gracias también a la aportación del conjunto de las fuerzas sociales— todos los ciudadanos lleven una vida auténticamente digna del hombre. con pleno respeto de sus derechos. Mi pensamiento so dirige en este momento a los enfermos, a los niños, a los ancianos. a los desocupados, a los drogadictos.

2. Mas para lograr esto. una de les condiciones fundamentales es asegurar a todos la pacífica, serena y armoniosa convivencia. El pluralismo comporta, ante todo, el respeto a los demás y la renuncia a querer imponerse a los otros por la fuerza. ¿Por qué tanta violencia hoy? Quizá es preciso buscar el origen en esas concepciones, en esos grupos que han proclamado e inculcado especialmente en la conciencia de los jóvenes, como ideal de vida: la lucha contra el otro, el odio contra quien piense u obre de manera distinta, la violencia como único medio para el progreso social o político. Pero la violencia engendra violencia; el odio engendra odio; y ambos humillan y envilecen a la persona humana. Los cristianos no pueden olvidar lo que nos recuerda el Concilio Vaticano II: "No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios. La relación del hombre para con Dios y la relación del hombre para con los hombres, sus hermanos, están de tal forma unidas que, como dice la Escritura: 'El que no ama, no conoce a Dios' (1Jn 4,8)" (Nostra aetate NAE 5).

Deseo de corazón que en toda la región del Lacio, en toda Italia, los ciudadanos puedan, durante este año y en el futuro, vivir una vida pacífica, serena, próspera. y contribuyan, con su trabajo honesto y activo, al continuo crecimiento y al verdadero progreso de la nación.

Con estos deseos, muy gustosamente invoco sobre vuestra delicada actuación la gracia del Señor y os doy mi bendición apostólica.








A UN GRUPO DE AUTOMOVILISTAS DEL 47 RALLY DE MONTECARLO


Sábado 20 de enero de 1979



11 Queridos automovilistas:

Recibí con mucho agrado el deseo que me manifestó la Comisión Deportiva Automovilista Italiana, para que os dirigiera, desde esta ventana, un saludo y os diera la bendición a vosotros pilotos, y a vuestros equipos, que vais a salir de esta sugestiva plaza de San Pedro para participar en el "47 Rally" de Montecarlo, en competición con otros equipos que toman, al mismo tiempo, la salida desde varios puntos de partida en Europa, entre los que se encuentra la siempre querida ciudad de Varsovia.

Os agradezco vivamente esta significativa presencia, queridos atletas, que hacéis del deporte una razón de estilo y de vida, así como un legítimo motivo de prestigio y de honrosa afirmación. Al mismo tiempo, querría exhortaros a que hagáis que estas competiciones deportivas sean palestra, no sólo de las virtudes de lealtad y honradez, sino también de un empeño constante para las conquistas más auténticas y duraderas en las victorias del espíritu, que siempre debe ostentar el primado en la escala de valores humanos, tanto competitivos, como sociales y civiles.

Que os sonría la buena suerte, queridos hermanos, y que os acompañe la especial bendición que ahora os doy a vosotros, a vuestros equipos y a todos los organizadores de esta demostración popular, en prenda y deseo de la continua asistencia y protección divina.








A LOS AGENTES ITALIANOS DE LA SEGURIDAD PÚBLICA


QUE PRESTAN SERVICIO EN LOS ALREDEDORES


DE LA CIUDAD DEL VATICANO


Lunes 22 de enero de 1979



Distinguidos señores:

También vosotros habéis querido venir al Papa para presentarle vuestra afectuosa felicitación por el año nuevo recién comenzado.

Dirijo mi saludo sincero y cordial a cada uno de vosotros, y lo hago extensivo a vuestras respectivas familias. A todos expreso mi agradecimiento y estima por esta visita y por tan gentil felicitación.

Quiero presentar también mi gratitud al inspector jefe por las amables palabras con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos.

Me llena de alegría este primer encuentro con vosotros, que tenéis la misión de salvaguardar el orden público en las cercanías del Vaticano.

La tarea que desarrolláis con esmero y solicitud es ciertamente importante y delicada; exige un profundo sentido de responsabilidad y una actitud de dedicación total al propio deber; requiere fuerza de voluntad e interés por el ideal, en un trabajo humilde y sin apariencias, no siempre bien valorado por el público, pero tan beneficioso para el bien de la comunidad.

12 Aprovecho la ocasión para exhortaros paternalmente a estar siempre a la altura de vuestra misión, y a corresponder a la confianza puesta en vosotros.

Además, vuestra permanencia en el centro de la cristiandad, adonde acuden multitudes inmensas continuamente a recibir luz para el entendimiento y alivio en las vicisitudes de la vida; el hecho de llevar a cabo vuestro trabajo cerca del Vicario de Cristo que, por mandato divino, es "fundamento de la Iglesia" y "Maestro de la verdad", os ayuden a profundizar cada vez más en vuestra fe cristiana, y os comprometan a una vida ejemplar. Hago votos para que vuestras convicciones y vuestra coherencia os llenen de alegría y consuelo en el cumplimiento de vuestro deber.

Os aseguro un recuerdo especial en mi oración: Que el Señor esté cercano a vosotros en vuestras fatigas y en vuestras responsabilidades. Y que la Santísima Virgen os asista y acompañe siempre.

Mientras invoco sobre vosotros y sobre vuestras familias la abundancia de los mejores dones celestiales, os doy de todo corazón, a vosotros y a vuestros seres queridos, la propiciadora bendición apostólica.









DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


AL CONSEJO PERMANENTE


DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Martes 23 de enero de 1979



Queridos hermanos:

1. Estoy muy agradecido a vuestro Presidente por las amables palabras que ha querido dirigirme y expreso a todos mi alegría por el encuentro de hoy. Pienso que las razones de esta alegría son tan obvias que no necesitan explicación. Este encuentro lo he esperado de modo particular, y le concedo una importancia muy grande.

«Por secreto designio de Dios», en virtud de sus inescrutables decretos, llamado el 16 de octubre de 1978 por medio de los votos del Colegio de los Cardenales, asumí, después de mis grandes y queridos predecesores, la guía de la Sede Romana de San Pedro y, juntamente con ella, el servicio a toda la Iglesia, para quien el Obispo de Roma se convierte, según la definición de San Gregorio, en «siervo de los siervos de Dios».

Lo mismo que es mi vivo deseo cumplir con este ministerio y con todos los deberes que de él se derivan, entregando mis fuerzas y mi amor a todas las Iglesias que existen en la unidad universal de la Iglesia católica y a todos sus Pastores, que son mis hermanos en el ministerio episcopal, así también, pero de manera muy particular, quiero prestar mi servicio a la Iglesia, en esta tierra italiana elegida por la Providencia, y a los obispos que, en unión colegial con el Sucesor de Pedro, son sus Pastores.

2. Verdaderamente ésta es la tierra elegida por la Providencia para ser el centro de la Iglesia. Aquí, donde estuvo la capital del Imperio Romano, vino Pedro (y al mismo tiempo también Pablo) para traer el Evangelio y para dar comienzo no sólo a esta Sede, sino a otras muchas: en todas partes surgieron comunidades cristianas llenas de fe y de sacrificio, prontas a dar la vida y a derramar la sangre por Cristo, durante las persecuciones que se vinieron sucediendo hasta el año 313. En esta península, entre los Alpes y Sicilia, se remontan hasta tiempos tan antiguos y a otros más recientes, pero siempre lejanos, numerosas sedes episcopales, que durante dos milenios han sido centro de evangelización y de vida del nuevo Pueblo de Dios, puntos de apoyo para muchos cristianos y de ayuda humana para tantas comunidades, iniciativas e instituciones.

¡Con qué sentimientos de veneración y emoción se encuentra en medio de toda esta riqueza de vida y tradición cristiana el hijo de una nación que, de modo tan evidente, vinculó su historia milenaria a este centro de la fe y la cultura, desarrollada en torno a la Sede de San Pedro!

13 ¡Y qué indeciblemente está agradecido por todo lo que, durante estos primeros meses del nuevo pontificado, le han demostrado los hijos e hijas de esta noble tierra! Deseo poner hoy en vuestras manos la expresión de esta gratitud, queridos y venerados hermanos, que, como miembros del Consejo permanente, representáis aquí a todo el Episcopado italiano. Si la elección de Juan Pablo II ha sido —como oímos decir con frecuencia— una nueva manifestación y una prueba de la universalidad de la Iglesia, entonces, séame permitido decir que de esto también participa el Pueblo de Dios que está en Roma y en toda Italia. La conciencia de la universalidad de la Iglesia es también, ciertamente, uno de los signos de aquel sensus fidei (sentido de fe) de que habla la Constitución Lumen gentium. «La totalidad de los fieles que han recibido la unción del Espíritu Santo (cf. 1Jn 1Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" (cf. San Agustín, De praed. Sanct., 14, 27; PL 44, 980) presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a los santos (cf. Jds 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera Palabra de Dios (cf. 1Tes 1Th 2,13)» (Lumen gentium, núm. 12, cf. núm. Nb 35).

3. Así, pues, al encontrarme hoy ante vosotros, deseo replantear con vosotros esa causa que nos es común a todos, es decir, construir la Iglesia de Dios, anunciar el Evangelio, trabajar por la elevación del hombre a la dignidad de hijo de Dios, difundir los valores del espíritu humano estrechamente ligados con esa elevación. Quiero ejercitar esta misión juntamente con vosotros, queridos hermanos, inspirándome en los principios de la unidad colegial que elaboró el Concilio Vaticano II con profundidad, sencillez y precisión, el cual subraya que el Señor Jesús instituyó a los Apóstoles «a modo de Colegio o grupo estable, a la cabeza del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos» (Lumen gentium LG 19). Y como San Pedro y los demás Apóstoles constituían, por voluntad del Señor, un Colegio único, así los obispos y el Sucesor de Pedro están unidos entre sí en un solo Colegio o cuerpo episcopal con y bajo el Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium LG 19-22 Christus Dominus CD 22).

Por lo cual el Romano Pontífice —como afirma también el Concilio— «es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de los fieles. En cambio, los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única» (Lumen gentium LG 23).

De aquí nace la exigencia de una plena comunión de los obispos entre sí y con el Sucesor de Pedro, en la fe, el amor, los proyectos y la acción pastoral.

Esta comunión se amplía en la comunión de cada obispo con sus propios sacerdotes, con los religiosos y religiosas, es decir, con las almas que han entregado totalmente la propia vida al servicio del Reino. Aquí, la comunión se manifiesta, por una parte, en la solicitud de los Pastores por las necesidades espirituales y materiales de estos hijos, más cercanos a ellos y frecuentemente más expuestos a las dificultades procedentes de un ambiente secularizado, y, por otra, en el interés que ponen los sacerdotes, religiosos y religiosas en unirse en torno a sus obispos, para escuchar dócilmente su voz y seguir fielmente sus directrices.

La comunión entre obispos, clero y religiosos construye la comunión con el laicado, que con toda la riqueza de dones y aspiraciones, capacidades e iniciativas, tiene un papel decisivo en la obra de evangelización del mundo contemporáneo. En la Iglesia pueden existir legítimamente diversos grados de conexión con el apostolado jerárquico, y múltiples formas de compromiso en el campo pastoral. De la aceptación cordial de todas las fuerzas de inspiración claramente católica y de su valoración en los planos de acción pastoral, sólo pueden derivarse ventajas seguras para la presencia cada vez más incisiva de la Iglesia en el mundo.

Además, urge comprometerse en el esfuerzo para recuperar la plena comunión eclesial de los movimientos, organismos, grupos, que, nacidos del deseo de una coherente adhesión generosa al Evangelio, todavía no están en la óptica comunitaria requerida para un actuar cada vez más consciente de la responsabilidad común de todos los miembros del Pueblo de Dios. Será necesario crear nuevas oportunidades de encuentro y de confrontación, en clima de apertura y cordialidad, alimentado en la mesa de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico; será preciso reanudar el diálogo con paciencia y confianza, cuando se haya interrumpido, sin dejarnos desalentar por los obstáculos y asperezas del camino hacia la comprensión y el entendimiento. Pero esto no puede lograrse sin el obsequio que todos los fieles deben al magisterio auténtico de la Iglesia y también respecto de las cuestiones relacionadas con la doctrina sobre fe y costumbres. La armonía entre unidad institucional y pluralismo pastoral es una meta difícil y jamás lograda definitivamente: depende del esfuerzo concorde y constante de todas las fuerzas eclesiales, y hay que buscarla a la luz del axioma siempre actual: «En lo necesario, unidad, en lo dudoso, libertad, en todo, caridad».

4. Por último, querría subrayar que la comunión tiene sus defensas que, por lo que atañe a los obispos, se resumen sobre todo en la vigilancia prudente y valerosa respecto a las insidias que amenazan desde fuera y desde dentro la cohesión de los fieles en torno al patrimonio común de las verdades dogmáticas, los valores morales, y normas disciplinares.

La comunión tiene sus instrumentos, entre los que destaca el representado por vuestra Conferencia nacional, de la que es justo esperar siempre la mayor eficiencia y la unión cada vez más vertebrada con las demás estructuras eclesiales a nivel regional y diocesano.

No se debe infravalorar el instrumento que constituye la prensa, y en particular el diario católico, por las posibilidades que ofrece de diálogo constructivo entre los fieles de cada punto de la nación, en orden a la maduración personal y comunitaria de opciones responsables y, cuando sea necesario, valientemente proféticas, en el contexto de una opinión pública muy frecuentemente acuciada por voces que nada tienen de cristiano. Por esto, me permito hacer una llamada a vuestra buena voluntad, a vuestras energías, a las capacidades organizativas de cada diócesis, en favor de un apoyo cada vez más válido a una causa tan importante y digna.

5. Porque la Iglesia está puesta como «sacramento universal de salvación», a ella «incumbe la necesidad a la vez que el derecho sagrado de evangelizar» (Ad gentes AGD 7).

14 En el precepto del Señor: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15) se funda el «derecho sagrado» de enseñar su doctrina y los principios morales que regulan la actividad humana en orden a la salvación.

Sólo cuando este «derecho sagrado» es respetado en sí mismo y en su ejercicio, se respeta el principio que el Concilio proclama como cosa más importante entre las que miran al bien de la Iglesia, más aún, al bien de la misma ciudad terrestre, y que hay que conservar y defender en todas partes y siempre, a saber, que «la Iglesia en su actuación goce de tanta libertad cuanta le sea necesaria para proveer a la salvación de los hombres».

En efecto, ésta es la libertad sagrada con la que el Unigénito Hijo de Dios enriqueció a la Iglesia, adquirida con su sangre.

A este principio fundamental, la libertad, se remite la Iglesia en sus relaciones con la comunidad política y, en particular, cuando —de común acuerdo— persigue la puesta al día de los instrumentos jurídicos, ordenados a la sana cooperación entre Iglesia y Estado, con respeto leal a la soberanía de ambos, para bien de las mismas personas humanas.

6. Os habría de decir aún muchas cosas. Pero, en este primer coloquio, debernos limitarnos a las más importantes y más actuales.

Deseo que este encuentro sea el comienzo de nuestra cooperación colegial, esto es, de cada uno de vosotros, queridos y venerados hermanos, y de todos los obispos y pastores de la Iglesia en Italia.

Deseo con todo el corazón compartir vuestro ministerio, vuestra solicitud, vuestras dificultades, vuestras esperanzas, vuestros sufrimientos y vuestras alegrías.

En conformidad con mí ministerio y, al mismo tiempo, conservando pleno respeto a la misión individual y colegial de cada uno de vosotros, hijos de esta tierra italiana, querría que se realizase, de modo singular, este deseo: «El Señor lo hizo crecer en medio de su pueblo».

Nos vivifica la fe común y el mismo amor a Cristo, el único que sabe lo que hay dentro del hombre (cf. Jn Jn 2,25).

Salgamos al encuentro de este hombre de nuestros tiempos —a veces extraviado (también en esta tierra tan rica en el patrimonio cristiano más hermoso)—, mediante nuestro servicio ejercido en unión con los sacerdotes, religiosos y religiosas, y en cooperación solidaria con todos los laicos.

Deseo de corazón que, bajo la protección de la Madre de la Iglesia y de los Santos Patronos de Italia, podamos cumplir bien la misión que nos encomendó el Señor, y que nuestros hermanos y hermanas experimenten la alegría de nuestra comunión, y juntamente con vosotros vivan la gran dignidad de la vocación cristiana.








A LOS JÓVENES EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


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Miércoles 24 de enero de 1979

: Queridísimos:

Como todos los miércoles, el encuentro de esta mañana, tan jubiloso y cordial me proporciona mucha alegría y consuelo. Ver esta inmensa basílica colmada de muchachos y jóvenes. tan llenos de vitalidad y de entusiasmo, es un espectáculo que hace exclamar al Papa: «¡Eh aquí le verdadera, la auténtica juventud de la sociedad contemporánea; la juventud que está alegre y serena porque tiene un gran amigo y hermano: Cristo Jesús, Hombre y Dios!».

1. Querría saludaros uno por uno; pero, abrazándoos a todos con la mirada y el corazón, dirijo un pensamiento especial a los grupos más numerosos; a la peregrinación de religiosas, profesores y alumnos, con sus familiares, del instituto romano Santa Úrsula; a la peregrinación de profesores y alumnos de las escuelas medias y superiores de Casalpalocco; a la de la escuela media estatal romana Giulio Salvadori, y a la de los institutos napolitanos Bianch y Denza de los padres barnabitas.

2. Aunque e! tiempo de Navidad ya ha pasado, quiero presentar brevemente a vuestra consideración la actitud de Magos que, cuando, guiados por la estrello misteriosa, encontraron a María con Jesús Niño, «postrándose lo adoraron», y después «abrieron sus cofres y le ofrecieron los dones de oro, incienso y mirra». También el hombre moderno —el joven moderno— se encuentra con Dios, cuando se abre ante El con el don interior de su "yo" humano, para aceptar y corresponder a los dones inmensos que El le ha hecho antes: el don de la existencia. el de la redención y el de la fe.

Y el Niño que aceptó los dones de los Magos, es siempre Aquel ante quien los hombres y los pueblos enteros "abren son cofres", esto es, sus tesoros. Los dones del espíritu humano adquieren un valor especial en este acto de apertura ante Dios Encarnado; llegan a ser los tesoros de las diversas culturas, riqueza espiritual de los pueblos y de las naciones, patrimonio común de la humanidad. El centro de este intercambio es El: el mismo que aceptó los dones de los Magos. El mismo, que es el Don visible y encarnado, suscita la apertura de las almas y el intercambio de dones, de los que vive no sólo cada uno de los hombres, sino también los pueblos, las naciones, la humanidad entera.

3. Estas reflexiones, queridos jóvenes, están ligadas con cuanto voy a deciros ahora. El encuentro de hoy tiene un significado particular para mí y para vosotros: mañana emprenderé, con la gracia de Dios, un viaje a México, para participar en la reunión de la Conferencia Episcopal Latinoamericana. en Puebla. Conoceré al gran pueblo mexicano que tiene una historia antigua y gloriosa, y que en los últimos tiempos ha hecho grandes progresos. Pero, también en medio del progreso político, técnico y civil, el alma mexicana ha mostrado y muestra claramente que quiere ser y permanecer cristiana, demostrando no sólo buenos sentimientos religiosos, sino también fortaleza y firmeza de una fe no indiferente, sino heroica, por cierto, como recordarán muchos.

Al ir a esa nación. pisaré en las huellas de tantos peregrinos que, desde toda América, se encaminan al santuario de la Madre de Dios de Guadalupe. Y en aquel lugar sagrado oraré por la humanidad entera, por la Iglesia, por vosotros, jóvenes, para que seáis siempre buenos, puros, alegres y para que os preparéis con interés y entrega a las tareas que debéis afrontar, como adultos, dentro de poco.

Y vosotros también orad por el Papa durante esta semana, para que, en estos días, sea mensajero de Cristo, esto es, de fe. amor y paz.

Os bendigo paternalmente.







VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,

MÉXICO Y BAHAMAS


ANTES DE SALIR HACIA AMÉRICA LATINA


Aeropuerto de Fiumicino, Roma

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Discursos 1979 8