Discursos 1979 16
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Os doy sinceramente las gracias por vuestra presencia en este lugar, en el momento en que me separo unos días de mi querida diócesis y de Italia, para ir a América Latina.
Vuestro gesto, tan delicado y atento, me conforta y es un auspicio sereno del feliz resultado del viaje que quiere ser ante todo, como sabéis, peregrinación de fe: el Papa va a postrarse ante la imagen prodigiosa de la Virgen de Guadalupe de México, a invocar su ayuda maternal y su protección sobre el propio ministerio pontificio; a repetirle con fuerza acrecida por las nuevas e inmensas obligaciones: «¡Soy todo tuyo!»; y a poner en sus manos el futuro ce la evangelización en América Latina.
Además, el Papa va a algunas zonas del Nuevo Mundo como mensajero del Evangelio ante millones de hermanos y hermanas que creen en Cristo; quiere conocerlos, abrazarlos, decir a todos —niños, jóvenes, hombres, mujeres, obreros, campesinos, profesionales— que Dios los ama, que la Iglesia los ama, que el Papa los ama; y también para recibir de ellos el estímulo y el ejemplo de su bondad, de su fe. Por lo tanto, el Papa sigue en espíritu las huellas de misioneros, sacerdotes y de todos los que, desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, han difundido con sacrificio, abnegación y generosidad, en aquellas inmensas tierras, el mensaje de Jesús predicando amor y paz entre los hombres.
Finalmente, el Papa realiza este viaje para participar, con sus hermanos obispos, en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que se celebrará en Puebla. En esta reunión se tratarán problemas importantes referentes a la acción pastoral del Pueblo de Dios, acción que debe tener presentes, a la luz del Concilio Vaticano II, las complejas situaciones socio-políticas locales para penetrarlas del fecundo fermento del anuncio evangélico. El Papa irá a Puebla para ayudar y «confirmar» (cf. Lc Lc 22,32) a sus hermanos obispos.
Al disponerme a emprender el vuelo, después de haberme despedido del cardenal Secretario de Estado y de otros cardenales que están con él, expreso mi aprecio agradecido al Presidente del Consejo del Gobierno Italiano y a las autoridades civiles y militares; saludo al señor Decano del Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede, y a los Embajadores de América Latina; y a cuantos han venido a desearme buen viaje. A todos bendigo de corazón.
Gracias otra vez. Hasta pronto, con la ayuda de Dios.
¡Oh Virgen Inmaculada
Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia!
Tú, que desde este lugar manifiestas
tu clemencia y tu compasión
17 a todos los que solicitan tu amparo;
escucha la oración que con filial confianza te dirigimos,
y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro.
Madre de misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso,
a Ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores,
te consagramos en este día todo nuestro ser y todo nuestro amor.
Te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos,
nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.
Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros pueblos;
ya que todo lo que tenemos y somos lo ponernos bajo tu cuidado,
Señora y Madre nuestra.
18 Queremos ser totalmente tuyos y recorrer contigo el camino
de una plena fidelidad a Jesucristo en su Iglesia:
no nos sueltes de tu mano amorosa.
Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas,
te pedimos por todos los obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos
de intensa vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.
Contempla esta inmensa mies, e intercede para que el Señor infunda
hambre de santidad en todo el Pueblo de Dios, y otorgue abundantes
vocaciones de sacerdotes y religiosos, fuertes en la fe
y celosos dispensadores de los misterios de Dios.
Concede a nuestros hogares
19 la gracia de amar y de respetar la vida que comienza.
con el mismo amor con el que concebiste en tu seno
la vida del Hijo de Dios.
Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, protege a nuestras familias,
para que estén siempre muy unidas, y bendice la educación de nuestros hijos.
Esperanza nuestra, míranos con compasión,
enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos
a levantarnos, a volver a El, mediante la confesión de nuestras culpas
y pecados en el sacramento de la penitencia,
que trae sosiego al alma.
Te suplicamos que nos concedas un amor muy grande a todos los santos sacramentos
20 que son como las huellas que tu Hijo nos dejó en la tierra.
Así, Madre Santísima, con la paz de Dios en la conciencia,
con nuestros corazones libres de mal y de odios,
podremos llevar a todos la verdadera alegría y la verdadera paz,
que vienen de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo,
que con Dios Padre y con el Espíritu Santo,
vive v reina por los siglos de los siglos.
Amén.
México, enero de 1979.
Señor Presidente,
21 hermanos en el Episcopado,
hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios, que me permite llegar a este pedazo de tierra americana, tierra amada de Colón, en la primera etapa de mi visita a un continente al que tantas veces ha volado mi pensamiento, lleno de estima y confianza, sobre todo en este período inicial de mi ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia.
El anhelo del pasado se hace realidad con este encuentro, en el que con afecto entusiasta participan –y tantos otros lo habrán deseado– tan numerosos hijos de esta querida tierra dominicana, en cuyo nombre y en el suyo propio usted, señor Presidente, ha querido darme una cordial bienvenida con significativas y nobles palabras. A ellas correspondo con sentimientos de sincero aprecio y honda gratitud, testimonio del amor del Papa para con los hijos de esta hospitalaria nación.
Pero en las palabras escuchadas y en la acogida jubilosa que me tributa hoy el pueblo dominicano siento también la voz, lejana pero presente, de tantísimos otros hijos de todos los países de América Latina, que desde las tierras mexicanas hasta el extremo sur del continente se sienten unidos al Papa por vínculos singulares, que tocan los ámbitos más recónditos de su ser de hombres y de cristianos. A todos y a cada uno de estos países y a sus hijos, llegue el saludo más cordial, el homenaje de respeto y afecto del Papa, su admiración y aprecio por los estupendos valores de historia y cultura que guardan, el deseo de una vida individual, familiar y comunitaria de creciente bienestar humano, en un clima social de moralidad, de justicia para todos, de cultivo intenso de los bienes del espíritu.
Me trae a estas tierras un acontecimiento de grandísima importancia eclesial. Llego a un continente donde la Iglesia ha ido dejando huellas profundas, que penetran muy adentro en la historia y carácter de cada pueblo. Vengo a esta porción viva eclesial, la más numerosa, parte vital para el futuro de la Iglesia católica, que entre hermosas realizaciones no exentas de sombras, entre dificultades y sacrificios, da testimonio de Cristo y quiere hoy responder al reto del momento actual, proponiendo una luz de esperanza, para el aquí y para el más allá, a través de su obra de anuncio de la Buena Nueva, que se concreta en el Cristo Salvador, Hijo de Dios y Hermano mayor de los hombres.
El Papa quiere estar cercano a esta Iglesia evangelizadora para alentar su esfuerzo, para traerle nueva esperanza en su esperanza, para ayudarle a mejor discernir sus caminos, potenciando o modificando lo que convenga, para que sea cada vez más fiel a su misión: la recibida de Jesús, la de Pedro y sus Sucesores, la de los Apóstoles y los continuadores suyos.
Y puesto que la visita del Papa quiere ser una empresa de evangelización, he deseado llegar aquí siguiendo la ruta que, al momento del descubrimiento del continente, trazaron los primeros evangelizadores. Aquellos religiosos que vinieron a anunciar a Cristo Salvador, a defender la dignidad de los indígenas, a proclamar sus derechos inviolables, a favorecer su promoción integral, a enseñar la hermandad como hombres y como hijos del mismo Señor y Padre, Dios.
Es este un testimonio de reconocimiento que quiero tributar a los artífices de aquella admirable gesta evangelizadora, en esta misma tierra del Nuevo Mundo donde se plantó la primera cruz, se celebró la primera Misa, se recitó la primera Avemaría y de donde, entre diversas vicisitudes, partió la irradiación de la fe a les otras islas cercanas y de allí a la tierra firme.
Desde este evocador lugar del continente, tierra de férvido amor a la Virgen María y de ininterrumpida devoción al Sucesor de Pedro, el Papa quiere reservar su recuerdo y saludo más entrañable a los pobres, a los campesinos, a los enfermos y marginados, que sienten cercana a la Iglesia, que la aman, que siguen a Cristo aun en medio de obstáculos y que con admirable sentido humano ponen en práctica la solidaridad, la hospitalidad, la alegría honesta y esperanzada, a la que Dios prepara su premio.
Pensando en el mayor bien de estos pueblos buenos y generosos, abrigo la confianza de que los responsables, los católicos y hombres de buena voluntad de la República Dominicana y de toda América Latina comprometerán sus mejores energías, ensancharán las fronteras de su creatividad, para edificar un mundo más humano y a la vez más cristiano. Es el llamado que el Papa os hace en este primer encuentro en vuestra tierra.
22 Señor cardenal,
hermanos en el Episcopado,
amadísimos hijos:
Hace pocos momentos que he tenido la dicha de llegar a vuestro país, y ahora siento una nueva alegría al encontrarme con vosotros en esta catedral dedicada a la Anunciación –la catedral primada, situada al lado de la que fue la primera sede arzobispal en América– donde tantos habéis querido venir para ver al Papa.
Gracias, ante todo a usted, señor cardenal, por sus bondadosas palabras, que han llenado mi espíritu de satisfacción, de admiración y esperanza.
Deseo deciros que el Papa también anhela estar con vosotros, para conoceros y quereros más todavía. Mi única pena es no poder encontrar y hablar a cada uno en particular.
Pero aunque ello no es posible, sabed que ninguno queda fuera del afecto, fuera del recuerdo del Padre común, que aun estando lejos piensa en vosotros y ruega por vuestras intenciones.
Para que este encuentro sea más íntimo, hagamos un instante de oración y pidamos al Señor, por intercesión de Nuestra Señora de la Altagracia, cuya imagen está aquí presente, que os conceda ser siempre buenos hijos de la Iglesia, que crezcáis en la fe y sea la vuestra una vida digna de cristianos.
A vosotros, a vuestros connacionales y familiares, sobre todo a los enfermos y a los que sufren, os concedo muy gustoso mi bendición.
23 Y rezad también vosotros por el Papa.
Excelencias,
señoras y señores:
No quería que en mi breve visita a este país faltase este encuentro con vosotros, que por múltiples y variados motivos sois acreedores de una muestra de especial atención por parte del Papa.
Habéis querido venir a rendirme vuestro homenaje de respeto y adhesión como Representantes de vuestros respectivos países, como detentores a diversos niveles de la autoridad en la nación dominicana, como personas vinculadas a la Santa Sede por lazos particulares o como exponentes del mundo cultural.
A todos expreso mi sentido reconocimiento por vuestra presencia benévola, así como mi aprecio profundo por vuestras respectivas funciones. Os deseo todo bien en vuestras tareas, que pueden y deben tener una clara orientación de servicio al bien común, a la causa de la convivencia humana, al bienestar de la sociedad civil y, para muchos, también de la Iglesia.
Muchas gracias.
*AAS 71 (1979), p. 158-159.
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. II 1979 p.132.
L' Osservatore Romano 27.1.1979 p.2.
24 L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.44 p.9, 10. n.5 p.3.
Amadísimos hijos del barrio “ Los Minas ”:
Desde el primer momento de la preparación de mi viaje a vuestro país, he colocado en puesto prioritario una visita a este barrio, a fin de poder encontrarme con vosotros.
Y he querido venir aquí precisamente porque se trata de una zona pobre, para que tuvierais la oportunidad –diría por título más alto– de estar con el Papa. El ve en vosotros una presencia más viva del Señor, que sufre en los hermanos más necesitados, que sigue proclamando bienaventurados a los pobres de espíritu, a quienes padecen por la justicia y son puros de corazón, trabajan por la paz, son compasivos y mantienen la esperanza en el Cristo Salvador.
Pero al invitaros a cultivar esos valores espirituales y evangélicos, deseo haceros pensar en vuestra dignidad de hombres y de hijos de Dios. Quiero alentaros a ser ricos en humanidad, en amor a la familia, en solidaridad con los demás. A la vez, os animo a desarrollar cada vez más las posibilidades que tenéis de lograr una mayor dignificación humana y cristiana.
Mas no acaba aquí mi discurso. La vista de vuestra realidad debe hacer pensar a tantos en la acción que pueda ser llevada a cabo para remediar eficazmente vuestra condición.
En nombre de estos hermanos nuestros, pido a cuantos puedan hacerlo que les ayuden a vencer su actual situación, para que, sobre todo con una mejor educación, perfeccionen sus mentes y corazones, y sean artífices de su propia elevación y de una más proficua inserción en la sociedad.
Con esta urgente llamada a las conciencias, el Papa alienta vuestros deseos de superación y bendice con gran afecto a vosotros, a vuestros hijos y familiares, a todos los habitantes del barrio.
Señor Presidente:
25 Con hondo sentimiento por mi parte, llega el momento de tener que dejar esta querida tierra de la República Dominicana, donde la brevedad de mi permanencia se ha visto compensada con una gran abundancia de intensas vivencias religiosas y humanas.
He podido admirar algunas de las bellezas del país, de sus monumentos histórico-religiosos y sobre todo he podido constatar con profunda satisfacción el sentido religioso y humano de sus habitantes.
Son recuerdos imborrables que me acompañan y continuarán haciéndome presente las hermosas jornadas vividas en esta cuna del catolicismo en el Nuevo Mundo.
Gracias, Señor Presidente, por les innumerables atenciones que se me han prestado y por su presencia en este momento. Gracias a todo el querido pueblo dominicano por su entusiasta recibimiento, por sus constantes pruebas de amor al Papa y por su fidelidad a la fe cristiana.
Amadísimos hijos:
Después de recibir el saludo de bienvenida del señor cardenal José Salazar y del señor arzobispo de esta ciudad, Monseñor Ernesto Corripio, acabo de terminar la celebración de mi primera Misa en tierra mexicana, ofrecida en esta catedral metropolitana.
Estoy muy contento de encontrarme aquí con vosotros y saludo a todos y cada uno, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas, personal adultas, padres y madres de familia. Pero llegue mi saludo especialmente cordial a los jóvenes, a los niños, a los ancianos y enfermos.
Sabed que el Papa ha rezado en la Misa por todas vuestras intenciones, pidiendo al Señor que os conduzca por el camino de la rectitud moral, del amor a Cristo y a la Iglesia, que os dé su consuelo si tenéis algún motivo de tristeza o dolor, y os conceda vivir con autenticidad vuestra vida cristiana.
Sobre todo en estos días en que estaremos cercanos, rezad también vosotros por el Papa y por la Iglesia. Y pidamos con fervor a la Virgen de Guadalupe que Ella nos ayude en nuestro camino y sea nuestra guía hacia su Hijo y Hermano nuestro, Jesús.
A todos el Papa os da con gran afecto su bendición.
26 : Excelencias,
ilustrísimos miembros del Cuerpo Diplomático:
Me complace de veras que en medio del programa tan apretado de mi visita a México, esté colocado este encuentro de saludo a un grupo tan distinguido de personas, como es el Cuerpo Diplomático acreditado en Ciudad de México.
Son muchas las ocasiones en las que la Santa Sede ha demostrado su alta estima y aprecio por la función de los Representantes diplomáticos. Lo he hecho yo también al principio de mi pontificado. Y gustoso reitero hoy ante ustedes mi positiva valoración de esta noble tarea, cuando es puesta al servicio de la gran causa de la paz, del entendimiento entre las naciones, del acercamiento entre los pueblos y de un intercambio mutuamente provechoso en tantos campos de la interdependencia en la comunidad internacional.
Vosotros y yo, señores, sentimos también una preocupación común: el bien de la humanidad y el porvenir de los pueblos y de todos los hombres. Si vuestra misión es, en primer lugar, la defensa y promoción de los legítimos intereses de vuestras respectivas naciones, la interdependencia ineludible que vincula cada vez más en nuestros días a todos los pueblos del mundo, invito a todos los diplomáticos a hacerse, con espíritu siempre renovado y original, los artífices del entendimiento entre los pueblos, de la seguridad internacional y de la paz entre las Naciones.
Vosotros sabéis muy bien que todas las sociedades humanas, nacionales o internacionales, serán juzgadas en este campo de la paz por la aportación que hayan dado al desarrollo del hombre y al respeto de sus derechos fundamentales. Si la sociedad debe garantizar, en primer lugar, el disfrute de un derecho verdadero a la existencia y a una existencia digna, no se podrá desligar de este derecho otra exigencia también fundamental y que podríamos llamar el derecho a la paz y a la seguridad.
En efecto, todo ser humano aspira a las condiciones de la paz que permitirán un desarrollo armonioso de las generaciones futuras, al abrigo del azote terrible que será siempre la guerra, al abrigo del recurso a la fuerza o de otra forma de violencia.
Garantizar la paz a todos los habitantes de nuestro planeta quiere decir buscar, con toda la generosidad y dedicación, con todo el dinamismo y perseverancia de que son capaces los hombres de buena voluntad, todos los medios concretos aptos a promover las relaciones pacíficas y fraternas, no sólo en el plano internacional, sino también en el plano de los distintos continentes y regiones, donde será a veces más fácil conseguir resultados que, no por ser limitados, serán menos importantes. Las realizaciones de paz en el plano regional constituyen en efecto un ejemplo y una invitación para la entera comunidad internacional.
Yo quisiera exhortar a cada uno de vosotros y, a través de vosotros, a todos los responsables de las naciones que representáis a eliminar el miedo y la desconfianza, y a sustituirlos por la confianza mutua, por la vigilancia acogedora y por la colaboración fraterna. Este nuevo clima en las relaciones entre las naciones hará posible el descubrimiento de campos de entendimiento frecuentemente insospechados.
Permitid al Papa, a este humilde peregrino de la paz que soy yo, reiterar a vuestra atención el llamamiento que hice a todos los responsables de la suerte de las naciones en mi Mensaje para la Jornada de la Paz: no dudéis en comprometeros personalmente por la paz mediante gestos de paz, cada uno en su ámbito y en su esfera de responsabilidad. Dad vida a gestos nuevos y audaces, que sean manifestaciones de respeto, de fraternidad, de confianza y de acogida. Por medio de estos gestos empeñaréis todas vuestras capacidades personales y profesionales al servicio de la gran causa de la paz. Y yo os prometo que, por el camino de la paz, encontraréis siempre a Dios que os acompaña.
27 En el contexto de este llamamiento, yo quisiera compartir también con vosotros un deseo particular. Me refiero al número creciente de refugiados por todo el mundo y a la situación trágica en que se hallan los refugiados en el sudeste asiático. Expuestos no solamente a los riesgos de un viaje no sin peligros, éstos últimos están expuestos además a que sea rechazada su petición de asilo o, al menos, a una larga espera antes de recibir la posibilidad de comenzar una nueva existencia en un país dispuesto a acogerlos. La solución de este problema trágico es responsabilidad de todas las naciones, y yo deseo que las organizaciones internacionales apropiadas puedan contar con la comprensión y la ayuda de los países de todos los continentes, especialmente de un continente como América Latina que ha hecho siempre honor a su tradición secular de hospitalidad, para afrontar abiertamente este problema humanitario.
Permítanme pues alentarlos en este cometido, conscientes como son del profundo sentido de ética profesional que debe acompañar este servicio sacrificado, a veces incomprendido, a la sociedad.
Para que Dios bendiga vuestros esfuerzos, vuestras personal y familias, invoco la protección del Todopoderoso.
*AAS 71 (1979), p. 169-171.
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol.II 1979 pp.154-156.
L' Osservatore Romano 28.1.1979 pp.1, 2.
L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.6 p.2
¡Alabado sea Jesucristo!
Querría deciros ante todo que el Papa es siempre católico, además de que en esta ocasión es polaco: y me alegro mucho de que este Papa católico sea polaco.
No necesito explicaros ampliamente por qué me alegro de esto. Actualmente el hecho de que el Papa católico provenga de Polonia, o como vosotros decís el "Papa-Polaco", me impone primero a mí y también a vosotros, a los polacos en todas las partes del mundo, deberes particulares; no es sólo una fuente de alegría el que podamos encontrar de este modo el sitio en el corazón de la Iglesia, sino que comporta además las obligaciones con que se enfrenta la Iglesia en Polonia y los polacos esparcidos por el mundo, porque los polacos, en cualquier parte del mundo en que se hallen, mantienen vínculos con la patria a través de la Iglesia, a través del recuerdo de la Madre de Dios de Jasna Gora, a través de nuestros santos patronos, a través de los lazos mantenidos gracias a las tradiciones religiosas en las que ha vivido el pueblo durante mil años y vive todavía. Por esto nuestro sitio en la Iglesia —en ella tienen sitio numerosos pueblos y naciones—, el sitio de Polonia en la Iglesia se ha puesto de relieve especialmente hoy, pero con él se nos ha impuesto el nuevo deber de ser todavía más "la Iglesia", y de estar más con la Iglesia. Diría, mirad aún más a la Iglesia como a nuestra patria espiritual.
28 Queridos compatriotas, os deseo esto de corazón con motivo de nuestro encuentro en tierra mexicana.
Ayer en la catedral hice alusión a la frase que ya tiene derecho de ciudadanía en la historia de la Iglesia y de Polonia: "Polonia semper fidelis (Polonia siempre fiel), y dije también: "Mexicum semper fidele (México siempre fiel). Considero un hecho providencial el que mis primeros pasos fuera de Italia, fuera de Roma, durante mi pontificado, me han traído precisamente aquí, a esta tierra donde sus habitantes, ciudadanos cristianos y católicos, han sufrido tanto por Cristo; esto nos une con ellos; también ellos lo sienten y lo manifiestan. Sin duda la mayor parte de ellos no conocen la historia de Polonia, como nosotros no conocemos la de México, que es más breve —vosotros sois una excepción—, pero sienten que entre ellos y nosotros hay un vínculo espiritual, como una semejanza de destino espiritual; y la Madre de Dios del santuario de Guadalupe nos recuerda vivamente a nuestra Madre de Dios de Jasna Gora. Y por eso hoy, esperando peregrinar al santuario de la Madre de Dios de Guadalupe, vivo los mismos sentimientos que cuando iba —y espero que en un futuro no lejano podré ir todavía— al santuario de la Madre de Dios de Jasna Gora en Czestochowa.
Os diré además que si tuve el valor de emprender este viaje a México, ya en los primeros meses de mi pontificado, para participar en una labor tan difícil como es la Conferencia de los Obispos Latinoamericanos en Puebla, lo hice guiado por la confianza en la Madre de Dios, por su ayuda; como me ayudó en Polonia, en Cracovia, así me ayudará también aquí en México, aunque éste es un mundo distinto, el Nuevo Mundo, gente distinta, pero tan cercana.
Debo confesaros que estoy profundamente emocionado por el recibimiento con que me ha acogido toda la sociedad y la nación mexicana, sobre todo en esta gran ciudad con 12 millones de habitantes.
Tengo confianza en que la Madre Santísima me ayudará en el trabajo que se presenta ante nosotros, ante mí. Creo que la experiencia adquirida durante 20 años como obispo en Polonia me ayudará a ver tantos problemas que aún atormentan como nuevos, como no concretados en la mentalidad del pueblo, y quizá tampoco en la mentalidad de los sacerdotes de este continente, y me ayudarán a encontrar la respuesta sencilla y clara esperada por todos, porque éste es el deber del Papa: hablar de manera sencilla y clara, y así confirmar a sus hermanos.
Me parece que he terminado. Espero que vosotros, mis compatriotas, unidos de modo particular al Papa, velaréis con vuestras oraciones, con vuestros pensamientos, con vuestra entrega, para que en el continente latinoamericano, en el centro de América que está en México, este vuestro Papa-Polaco, como decís, apruebe el examen de Papa verdaderamente católico.
Y esto es todo, no hablaré más. Mejor hubiera querido escuchar todo lo que me dijerais de vosotros mismos. Es verdad que se pueden encontrar polacos en todos los continentes y probablemente en todos los países. Se puede decir que éste es nuestro destino, vale decir nuestra misión de estar presentes en los diversos pueblos de la tierra.
Querría saber de vosotros cómo habéis venido aquí. Supongo que a la mayoría os han traído las vicisitudes de la segunda guerra mundial. De todos modos, os agradezco mucho este encuentro.
Debéis excusarme por haber llegado con retraso, pero el Papa jamás llega tarde. Nunca llega tarde porque siempre tiene mucho que hacer, y además porque le vigila siempre su secretario, y entonces, aunque haya llegado con retraso, no ha llegado tarde.
Deseo abrazaros una vez más a todos con el corazón y bendeciros en este nuestro camino polaco y católico.
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Amadísimos sacerdotes, diocesanos y religiosos:
Uno de los encuentros que con mayor ilusión esperaba durante mi visita a México es el que tengo con vosotros, aquí en el santuario de nuestra venerada y querida Madre de Guadalupe.
Ved en ello una prueba del afecto y solicitud del Papa. El, como obispo de toda la Iglesia, es consciente de vuestro papel insustituible y se siente muy cercano a quienes son piezas centrales en la tarea eclesial, como principales colaboradores de los obispos, como participantes de los poderes salvadores de Cristo, testigos, anunciadores de su Evangelio, alentadores de la fe y vocación apostólica del Pueblo de Dios. Y no quiero aquí olvidar a tantas otras almas consagradas, colaboradores preciosos, aun sin el carácter sacerdotal, en muchos e importantes sectores del apostolado de la Iglesia.
Pero no sólo tenéis una presencia calificada en el apostolado eclesial, sino que vuestro amor al hombre por Dios es bien notable entre los estudiantes de los diversos grados, entre los enfermos y necesitados de asistencia, entre los hombres de cultura, entre los pobres que reclaman comprensión y apoyo, entre tantas personal que a vosotros acuden en búsqueda de consejo y aliento.
Por vuestra sacrificada entrega al Señor y a la Iglesia, por vuestra cercanía al hombre recibid mi agradecimiento en nombre de Cristo.
Servidores de una causa sublime, de vosotros depende en buena parte la suerte de la Iglesia en los sectores confiados a vuestro cuidado pastoral. Ello os impone una profunda conciencia de la grandeza de la misión recibida y de la necesidad de adecuarse cada vez más a ella.
Se trata, en efecto, queridos hermanos e hijos, de la Iglesia de Cristo –¡qué respeto y amor debe esto infundirnos!– a la que habéis de servir gozosamente en santidad de vida.
Este servicio alto y exigente no podrá ser prestado sin una clara y arraigada convicción acerca de vuestra identidad como sacerdotes de Cristo, depositarios y administradores de los misterios de Dios, instrumentos de salvación para los hombres, testigos de un reino que se inicia en este mundo, pero que se completa en el más allá. Ante estas certezas de la fe ¿por qué dudar sobre la propia identidad? ¿ por qué titubear acerca del valor de la propia vida? ¿ por qué la hesitación frente al camino emprendido?
Para conservar o reforzar esta convicción firme y perseverante, mirad al modelo, Cristo, avivad los valores sobrenaturales en vuestra existencia, pedid la fuerza corroborante de lo alto, en el coloquio asiduo y confiado de la oración. Hoy como ayer os es imprescindible. Y sed también fieles a la práctica frecuente del Sacramento de la Reconciliación, a la meditación cotidiana, a la devoción a la Virgen mediante el rezo del rosario. Cultivad, en una palabra, la unión con Dios mediante una profunda vida interior. Sea éste vuestro primer empeño. No temáis que el tiempo consagrado al Señor quite algo a vuestro apostolado. Muy al contrario, ello será fuente de fecundidad en el ministerio.
Sois personas que habéis hecho del Evangelio una profesión de vida. Del Evangelio deberéis sacar los criterios esenciales de fe –no meros criterios psicológicos o sociológicos– que produzcan una síntesis armónica entre espiritualidad y ministerio. Sin permitir una “profesionalización” del mismo, sin rebajar la estima que debe mereceros vuestro celibato o castidad consagrada, aceptada por amor del Reino, en una ilimitada paternidad espiritual (cf. 1Co 1Co 4,15): “A ellos (los sacerdotes) debemos nuestra regeneración bienaventurada –afirma San Juan Crisóstomo– y conocer una verdadera libertad” (Sobre el sacerdocio, 4-6).
30 Sois participantes del sacerdocio ministerial de Cristo para el servicio de la unidad de la comunidad. Un servicio que se realiza en virtud de la potestad recibida para dirigir al Pueblo de Dios, perdonar los pecados y ofrecer el sacrificio eucarístico (cf. Lumen gentium LG 10 Presbyterorum ordinis PO 2). Un servicio sacerdotal específico, que no puede ser reemplazado en la comunidad cristiana por el sacerdocio común de los fieles, esencialmente diverso del primero (cf. Lumen gentium LG 10).
Sois miembros de una Iglesia particular, cuyo centro de unidad es el obispo (cf. Christus Dominus CD 28), con quien todo sacerdote ha de observar una actitud de comunión y obediencia. Por su parte los religiosos, en lo referente a las actividades pastorales, no pueden negar su leal colaboración y obediencia a la jerarquía local, alegando una exclusiva dependencia respecto de la Iglesia universal (cf. ib., 34). Mucho menos sería admisible en sacerdotes o religiosos una práctica de magisterios paralelos respecto de los obispos –auténticos y solos maestros en la fe– o de las Conferencias Episcopales.
Sois servidores del Pueblo de Dios, servidores de la fe, administradores y testigos del amor de Cristo a los hombres; amor que no es partidista, que a nadie excluye, aunque se dirija con preferencia al más pobre. A este respecto, quiero recordaros lo que dije hace poco a los superiores generales de los religiosos en Roma: “El alma que vive en contacto habitual con Dios y se mueve dentro del ardiente rayo de su amor sabe defenderse con facilidad de la tentación de particularismos y antítesis que crean el riesgo de dolorosas divisiones; sabe interpretar a la justa luz del Evangelio las opciones por los más pobres y por cada una de las víctimas del egoísmo humano, sin ceder a radicalismos sociopolíticos que a la larga se manifiestan inoportunos, contraproducentes” (A los superiores generales de las órdenes religiosas, 24 de noviembre de 1978) .
Sois guías espirituales que se esfuerzan por orientar y mejorar los corazones de los fieles para que, convertidos, vivan el amor a Dios y al prójimo y se comprometan en la promoción y dignificación del hombre.
Sois sacerdotes y religiosos; no sois dirigentes sociales, líderes políticos o funcionarios de un poder temporal. Por eso os repito: “No nos hagamos la ilusión de servir al Evangelio si tratamos de 'diluir' nuestro carisma a través de un interés exagerado hacia el amplio campo de los problemas temporales” (Discurso al clero de Roma, 9 de noviembre de 1978) .No olvidéis que el liderazgo temporal puede fácilmente ser fuente de división, mientras el sacerdote debe ser signo y factor de unidad, de fraternidad. Las funciones seculares son el campo propio de acción de los laicos que han de perfeccionar las cosas temporales con el espíritu cristiano (cf. Apostolicam actuositatem AA 4).
Amadísimos sacerdotes y religiosos: os diría muchas otras cosas, pero no quiero alargar demasiado este encuentro. Algunas las diré en otra sede y a ellas os remito.
Termino repitiéndoos mi gran confianza en vosotros. Espero tanto de vuestro amor a Cristo y a los hombres. Mucho hay que hacer. Emprendamos el camino con nuevo entusiasmo. Unidos a Cristo, bajo la mirada materna de la Virgen, Nuestra Señora de Guadalupe, dulce madre de los sacerdotes y religiosos. Con la afectuosa bendición del Papa, para vosotros y para todos los sacerdotes y religiosos de México.
Discursos 1979 16