Discursos 1979 56
Queridos hermanos y hermanas del mundo universitario católico:
1.Con inmensa alegría y esperanza acudo a esta cita con vosotros, estudiantes, profesores y auxiliares de las Universidades Católicas de México, en los que veo también al mundo universitario de América Latina entera.
57 Recibid mi saludo más cordial. Es el saludo de quien se encuentra tan a gusto entre la juventud, en la que cifra tantísimas esperanzas, sobre todo cuando se trata de sectores tan calificados como los que van pesando por las aulas universitarias, preparándose para un futuro que será determinante en la sociedad.
Permitidme que en primer lugar ponga un recuerdo para los miembros de la Universidad Católica La Salle, en cuyo recinto debía celebrarse este encuentro. Pero no es menos cordial mi recuerdo para las otras Universidades Católicas mexicanas: Universidad Ibero-Americana, Universidad Anáhuac, Universidad de Monterrey, Instituto Superior de Ciencias de la Educación en Ciudad de México, Facultad de Contaduría Pública de Veracruz, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente en Guadalajara, Universidad Motolinia, Universidad Femenina de Puebla, Facultad canónica de Filosofía con sede en esta Ciudad, y Facultad –todavía en ciernes– de Teología, igualmente en esta metrópoli.
Se trata de universidades jóvenes. Tenéis sin embargo una antepasada venerable en la “Real y Pontificia Universidad de México”, fundada el 21 de septiembre de 1551, con la finalidad explícita de que en ella “los naturales y los hijos de los españoles fuesen instruidos en las cosas de la santa fe católica y en las demás facultades”.
Hay también entre vosotros –y ciertamente son numerosísimos en todo el territorio mexicano– profesores y estudiantes católicos que enseñan o estudian en las Universidades de diversa denominación. A ellos igualmente dirijo mi afectuoso saludo y manifiesto mi profundo gozo al saber que todos estáis comprometidos de la misma forma en la instauración del Reino de Cristo.
Alarguemos ahora la vista por el vasto horizonte latinoamericano. Así mi saludo y pensamiento se detendrá complacido en tantos otros Centros Católicos Universitarios, que en cada Nación son motivo de legítimo orgullo, donde convergen tantas miradas ilusionadas, de donde se irradian la cultura y civismo cristianos, donde se forman las personas en un clima de concepción integral del ser humano, con rigor científico y con una visión cristiana del hombre, de la vida, de la sociedad, de los valores morales y religiosos.
2. Y ahora ¿qué más os puedo decir en estos momentos que necesariamente habrán de ser breves? ¿Qué puede esperar el mundo universitario católico mexicano y latinoamericano de la palabra del Papa?
Creo poder resumirlo, bastante sintéticamente, en tres observaciones, siguiendo la línea de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI.
a) La primera es que la Universidad Católica debe ofrecer una aportación específica a la Iglesia y a la sociedad, situándose en un nivel de investigación científica elevado, de estudio profundo de los problemas, de un sentido histórico adecuado. Pero esto no basta para una Universidad Católica. Esta debe encontrar su significado último y profundo en Cristo, en su mensaje salvífico, que abarca al hombre en su totalidad, y en las enseñanzas de la Iglesia.
Todo esto supone la promoción de una cultura integral, es decir, la que mira al desarrollo completo de la persona humana, en la que resalten los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia, fraternidad, basados todos en Dios Creador y que han sido elevados maravillosamente en Cristo (cf. Gaudium et spes GS 61): una cultura que se dirija de modo desinteresado y genuino al bien de la comunidad y de toda la sociedad;
b) La segunda observación es que la Universidad Católica debe ser formadora de hombres realmente insignes por su saber, dispuestos a ejercer funciones comprometidas en la sociedad y a testimoniar su fe ante el mundo (cf. Gravissimum educationis GE 10). Finalidad que hoy es indudablemente decisiva. A la formación científica de los estudiantes conviene, pues, añadir una profunda formación moral y cristiana, no considerada como algo que se añade desde fuera, sino como un aspecto con el que la institución académica resulte, por así decirlo, especificada y vivida. Se trata de promover y realizar en los profesores y en los estudiantes una síntesis cada vez más armónica entre fe y razón, entre fe y cultura, entre fe y vida. Dicha síntesis debe procurarse no sólo a nivel de investigación y enseñanza, sino también a nivel educativo-pedagógico.
c) La tercera observación es que la Universidad Católica debe ser un ámbito en el que el cristianismo sea vivo y operante. Es una vocación irrenunciable de la Universidad Católica dar testimonio de ser una comunidad seria y sinceramente comprometida en la búsqueda científica, pero también caracterizada visiblemente por una vida cristiana auténtica. Esto supone, entre otras cosas, una revisión de la figura del profesor, el cual no puede ser considerado únicamente como un simple transmisor de ciencia, sino también y sobre todo como un testigo y educador de vida cristiana auténtica. En este privilegiado ambiente de formación, vosotros, queridos estudiantes, estáis llamados a una colaboración consciente y responsable, libre y generosa, para realizar vuestra misma formación.
58 3. La implantación de una pastoral universitaria, ya sea como pastoral de las inteligencias ya sea como fuente de vida litúrgica, y que debe atender a todo el sector universitario de la nación, no dejará de encontrar frutos preciosos de elevación humana y cristiana.
Queridos hijos que os dedicáis completa o parcialmente al sector universitario católico de vuestros respectivos países, y todos vosotros que, en cualquier ambiente universitario, estáis comprometidos en implantar el Reino de Dios:
— cread una verdadera familia universitaria, empeñada en la búsqueda, no siempre fácil, de la verdad y del bien, aspiraciones supremas del ser racional y bases de sólida y responsable estructura moral;
— perseguid una seria actividad investigadora, orientadora de las nuevas generaciones hacia la verdad, hacia la madurez humana y religiosa;
— trabajad infatigablemente para el progreso auténtico y completo de vuestras Patrias. Sin prejuicios de ningún tipo, dad la mano a quien se propone, como vosotros, la construcción del auténtico bien común;
— unid vuestras fuerzas de obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, de laicos, en la programación y realización de vuestros centros académicos y de sus actividades;
— caminad alegres e infatigables bajo la guía de la Santa Madre Iglesia, cuyo Magisterio, prolongamiento del de Cristo, es garantía única para no perder el justo camino, y guía segura hacia la herencia imperecedera que Cristo reserva a quien le es fiel.
Os encomiendo a todos a la Eterna Sabiduría: “esplendente e inmarcesible es la sabiduría; fácilmente se deja ver de los que la amen y es hallada por los que la buscan” (Sab 6, 12).
¡Que la Sede de la Sabiduría, a la que México y toda América Latina venera en el Santuario de Guadalupe, os proteja a todos bajo su manto maternal! Así sea. Y muchas gracias por vuestra presencia.
Queridos amigos del mundo de la información:
59 En muchas ocasiones, durante estas jornadas que el entusiasmo de los mexicanos ha hecho febriles y emocionadas, momentos llenos de belleza y significación religiosa transcurridos en lugares y ambientes inolvidables, he tenido la oportunidad de observaros mientras acudíais de un lugar a otro llenos de la determinación y empeño que distingue vuestra tarea informativa.
Me encuentro ahora a punto de regresar a Roma, después de haber asistido al inicio de este importante acontecimiento eclesial, maravilloso por su significado profundo de unidad y creatividad de futuro de la Iglesia, que es la Conferencia de Puebla, y haber peregrinado por las inolvidables tierras de la Virgen de Guadalupe. Y agradezco a la Providencia que en este momento me dé la esperada ocasión de encontrar a los profesionales de la información, que han querido acompañarme en este viaje.
Muchos continuaréis aquí, para seguir llevando a la opinión pública el acontecer de Puebla, otros me acompañarán en mi regreso, mientras otros se verán reclamados por otras misiones. En todo caso vale la pena arrancar unos minutos a nuestro apretado horario para poder estar juntos, reflexionar y charlar un poco, esta vez de persona a persona. Por una vez sin tener como intermediario ningún medio de transmisión o estar en función de hacer presentes espiritualmente auditorios lejanos. Disfrutemos sin más de la alegría de estar juntos.
Desde luego no se me olvida que detrás de las cámaras se encuentra una persona, que una persona es la que habla a través del micrófono, que es una persona la que perfila y corrige cada línea del artículo que publicará el periódico de mañana. Quisiera, en este breve encuentro, ofrecer a todos mi gratitud y respeto, y dirigirme a cada uno con su nombre. Siento el deseo y la necesidad de agradecer a cada cual el trabajo de estos días y el que se va a continuar en Puebla, que reflejará una Iglesia que acoge todas las culturas, talantes e iniciativas, con tal que vayan dirigidas a la construcción del Reino de Dios.
Comprendo las tensiones y dificultades en las que se desarrolla vuestro trabajo. Sé bien el esfuerzo que requiere la comunicación de la noticia. Imagino la fatiga que supone trasladar, montar y desmontar, de una parte a otra, todo este complicado utillaje vuestro. Me doy cuenta también de que el vuestro es un trabajo que exige largos desplazamientos y os separa de la familia y amigos. No es una vida fácil, pero, en compensación, como toda actividad creativa, en especial la que significa un servicio a los demás, os ofrece un especial enriquecimiento. Seguro que todos tenéis experiencia de ello.
Recuerdo ahora una ocasión análoga, hace pocas semanas, en que tuve ocasión de charlar con los profesionales que acudieron a informar sobre mi elección e inauguración del pontificado. Hice referencia a esta profesión como una vocación.Uno de los documentos más importantes de la Iglesia, sobre las comunicaciones sociales, declara que “es necesario que el hombre de nuestro tiempo conozca las cosas plena y fielmente, adecuada y exactamente” (Communio et progessio, 34), y proclama que cuando una información así viene facilitada por los medios de comunicación social “todos los hombres se hacen partícipes... de los asuntos de toda la humanidad” (ib., 19).
Con vuestro talento y experiencia, vuestra competencia profesional, la necesaria inclinación y los medios que están a vuestra disposición, podéis facilitar este gran servicio a la humanidad. Y sobre todo, como lo mejor de vosotros mismos, queréis ser buscadores de la verdad, para ofrecerla a todo aquel que quiera oírla. Servid ante todo a la verdad, a lo que construye, a lo que mejora y dignifica al hombre.
En la medida en que persigáis este ideal, os aseguro que la Iglesia permanecerá a vuestro lado, porque éste es su ideal también. Ella ama la verdad y la libertad: libertad de conocer la verdad, de predicarla, de comunicarla a los demás.
Ha llegado el momento de saludarnos y de renovaros mi gratitud por el servicio prestado a la difusión de la verdad que se manifiesta en Cristo, y que se está expresando estos días en actos de la mayor importancia para la vida de la fe en estos países americanos, tan próximos a la Iglesia. Nos despedimos con respeto y amistad, dispuestos a ser consecuentes con nuestros mejores ideales. El Papa se complace en saludaros y bendeciros, recordando los medios que representáis: diarios, cadenas televisivas, emisoras radiofónicas, y también a vuestras familias. Por vosotros y por ellas ofrezco frecuentemente mi oración. Que el Señor os acompañe.
Campesinos, empleados y, sobre todo, obreros de Monterrey,
60 Gracias por todo lo que he podido oír. Gracias por todo lo que puedo ver. A todos y a cada uno muchas gracias.
Os agradezco de corazón esta acogida tan calurosa y cordial en vuestra ciudad industrial de Monterrey. En torno a ella discurre vuestra existencia y se desarrolla vuestro trabajo diario para ganaros el pan y el pan de vuestros hijos. Ella es testigo también de vuestras penas y de vuestras aspiraciones. Ella es obra vuestra, obra de vuestras manos y de vuestra inteligencia, y en este sentido símbolo de vuestro orgullo de trabajadores y un signo de esperanza para un nuevo progreso y para una vida cada vez más humana. Me siento feliz de encontrarme entre vosotros como hermano y amigo vuestro, como compañero de trabajo en esta ciudad de Monterrey, que es para México algo parecido a lo que significa Nueva Hutta en mi lejana y querida Cracovia. No olvido los años difíciles de la guerra mundial, en los que yo mismo tuve la experiencia directa de un trabajo físico como el vuestro, de una fatiga cotidiana y su dependencia, de su pesadez y monotonía.
He compartido las necesidades de los trabajadores, sus justas exigencias y sus legítimas aspiraciones. Conozco muy bien la necesidad de que el trabajo no enajene y frustre, sino que corresponda a la dignidad superior del hombre. Puedo dar testimonio de una cosa: en los momentos de mayor prueba el pueblo de Polonia ha encontrado en su fe en Dios, en su confianza en la Virgen María Madre de Dios, en la comunidad eclesial unida en torno a sus Pastores, una luz superior a las tinieblas, y una esperanza inquebrantable. Sé que estoy hablando a trabajadores que son conscientes de su condición de cristianos y que quieren vivir esa condición con todas sus energías y consecuencias. Por eso el Papa quiere haceros algunas reflexiones que tocan vuestra dignidad como hombres y como hijos de Dios. De esa doble fuente brotará la luz para conformar vuestra existencia personal y social. En efecto, si el espíritu de Jesucristo habita en nosotros, debemos sentir la preocupación prioritaria por aquellos que no tienen el conveniente alimento, vestido, vivienda, ni tienen acceso a los bienes de la cultura. Dado que el trabajo es fuente del propio sustento, es colaboración con Dios en el perfeccionamiento de la naturaleza, es un servicio a los hermanos que ennoblece al hombre, los cristianos no pueden despreocuparse del problema del desempleo de tantos hombres y mujeres, sobre todos jóvenes y cabezas de familia, a quienes la desocupación conduce al desanimo y a la desesperación. Los que tienen la suerte de poder trabajar aspiran a hacerlo en condiciones más humanas, más seguras, a participar más justamente en el fruto del esfuerzo común en lo referente a salarios, seguridad social, posibilidades de desarrollo cultural y espiritual. Quieren ser tratados como hombres libres y responsables, llamados a participar en las decisiones que conciernen a su vida y a su futuro. Es derecho fundamental suyo crear libremente organizaciones para defender y promover sus intereses y para contribuir responsablemente al bien común. La tarea es inmensa y compleja. Se ve complicada hoy por la crisis económica mundial, por el desorden de círculos comerciales y financieros injustos, por el agotamiento rápido de algunos recursos, y por los riesgos de contaminación irreversibles del ambiente biofísico.
Para participar realmente en el esfuerzo solidario de la humanidad los pueblos de América Latina exigen con razón que se les devuelva su justa responsabilidad sobre los bienes que la naturaleza les ha confiado y las condiciones generales que les permitan conducir un desarrollo en conformidad con su espíritu propio con la participación de todos los grupos humanos que los componen: Se hacen necesarias innovaciones atrevidas y renovadoras para superar las graves injusticias heredadas del pasado y para vencer el desafío de las transformaciones prodigiosas de la humanidad.
En todos los niveles, nacional e internacional, y por parte de todos los grupos sociales, de todos los sistemas, las realidades nuevas exigen aptitudes nuevas. La denuncia unilateral del otro y el fácil pretexto de las ideologías ajenas, fueren cuales fueren, son coartadas cada vez más irrisorias. Si la humanidad quiere controlar una evolución que se le escapa de la mano, si quiere sustraerse a la tentación materialista que gana terreno en una huida hacia adelante desesperada, si quiere asegurar el desarrollo auténtico a los hombres y a los pueblos, debe revisar radicalmente los conceptos de progreso, que bajo sus diversos nombres, han dejado atrofiar los valores espirituales.
La Iglesia ofrece su ayuda. Ella no teme denunciar con fuerza los ataques a la dignidad humana. Pero reserva lo esencial de sus energías para ayudar a los hombres y grupos humanos, a los empresarios y trabajadores para que tomen conciencia de las inmensas reservas de bondad que llevan dentro, que ellos han hecho ya fructificar en su historia y que hoy deben dar frutos nuevos.
El movimiento obrero, al que la Iglesia y los cristianos han aportado una contribución original y diversa, particularmente en este continente, reivindica su justa parte de responsabilidad en la construcción de un nuevo orden mundial. El ha recogido las aspiraciones comunes de libertad y de dignidad. Ha desarrollado los valores de solidaridad, fraternidad y amistad. En la experiencia compartida, ha suscitado formas de organización originales, mejorando sustancialmente la suerte de numerosos trabajadores, y contribuyendo, por más que no siempre se quiera decirlo, a dejar una huella en el mundo industrial. Apoyándose en este pasado, deberá comprometer su experiencia en la búsqueda de nuevas vías, renovarse a si mismo y contribuir de manera aún más decisiva a construir la América Latina del mañana.
Hace diez años que mi predecesor el Papa Pablo VI estuvo en Colombia. Quería traer a los pueblos de América Latina el consuelo del Padre Común. Quería abrir a la Iglesia Universal las riquezas de las Iglesias de este continente. Algunos años después, celebrando el octogésimo aniversario de la primera Encíclica Social, la Rerum novarum, escribía: “La enseñanza social de la Iglesia acompaña con todo su dinamismo a los hombres en su búsqueda. Si bien no interviene para dar autenticidad a una estructura determinada o para proponer un modero prefabricado, ella no se limita simplemente a recordar unos principios generales. Se desarrolla por medio de una reflexión madurada al contacto con situaciones cambiantes de este mundo, bajo el impulso del Evangelio como fuente de renovación desde el momento que su mensaje es aceptado en su totalidad y en sus exigencias. Se desarrolla con la sensibilidad propia de la Iglesia, marcada por una voluntad desinteresada de servicio, y una atención a los más pobres. Finalmente se alimenta en una experiencia rica de muchos siglos, lo que permite asumir en la continuidad de muchos siglos, lo que permite asumir en la continuidad de sus preocupaciones permanentes la innovación atrevida y creadora que requiere la situación presente del mundo” (Octogesima adveniens, 42 ). Son palabras de Pablo VI.
Queridos amigos: en fidelidad a esos principios la Iglesia quiere hoy llamar la atención sobre un fenómeno grave y de gran actualidad: el problema de los emigrantes. No podemos cerrar los ojos a la situación de millones de hombres que en su búsqueda de trabajo y del propio pan, han de abandonar su patria y muchas veces la familia, afrontando las dificultades de un ambiente nuevo no siempre agradable y acogedor, una lengua desconocida y condiciones generales, que les sumen en la soledad y a veces en la marginación a ellos, a sus mujeres y a sus hijos, cuando no se llega a aprovechar esas circunstancias para ofrecer salarios más bajos, recortar los beneficios de la seguridad social y asistencial, a dar condiciones de viviendas indignas de seres humanos. Hay ocasiones en que el criterio puesto en práctica es el de procurar el máximo rendimiento del trabajador emigrante sin mirar a la persona. Ante este fenómeno la Iglesia sigue proclamando que el criterio a seguir en este, como en otros campos, no es el de hacer prevalecer lo económico, lo social, lo político por encima del hombre, sino que la dignidad de la persona humana está por encima de todo lo demás y a ello hay que condicionar el resto.
Crearíamos un mundo muy poco habitable si solo se mirase a tener más y no se pensara ante todo en la persona del trabajador, en su condición de ser humano y de hijo de Dios, llamado a una vocación eterna, si no se pensara en ayudarle a ser más. Ciertamente, por otra parte, el trabajador tiene unas obligaciones que ha de cumplir con lealtad, ya que sin ello no puede haber un recto orden social.
A los poderes públicos, a los empresarios y a los trabajadores invito con todas mis fuerzas a reflexionar sobre estos principios y a deducir las consiguientes líneas de acción. No faltan ejemplos, hay que reconocerlo también, en los que se ponen en práctica con ejemplaridad estos principios de la doctrina social de la Iglesia. Me complazco de ello. Alabo a los responsables, y aliento a imitar este buen ejemplo. Ganará con ello la causa de la convivencia y hermandad entre grupos sociales y naciones. Podrá ganar aún la misma economía. Sobre todo ganará ciertamente la causa del ser humano.
61 Pero no nos quedemos en el solo hombre. El Papa os trae también otro mensaje. Un mensaje que es para vosotros, trabajadores de México y de América Latina: abríos a Dios. Dios os ama. Cristo os ama. La Madre de Dios, la Virgen María, os ama. La Iglesia y el Papa os amen y os invitan a seguir la fuerza arrolladora del amor que todo puede superar y construir. Hace casi dos mil años, cuando Dios nos envió a su Hijo no esperó a que los esfuerzos humanos hubieran eliminado previamente toda clase de injusticias. Jesucristo vino a compartir nuestra condición humana con su sufrimiento, con sus dificultades, con su muerte. Antes de transformar la existencia cotidiana, El supo hablar al corazón de los pobres, liberarlos del pecado, abrir sus ojos a un horizonte de luz y colmarlos de alegría y de esperanza. Lo mismo hace hoy Jesucristo que está presente en vuestras Iglesias, en vuestras familias, en vuestros corazones, en toda vuestra vida. Abridle todas las puertas. Celebremos todos juntos en estos momentos con alegría el amor de Jesús y de su Madre. Nadie se sienta excluido, en particular los más desdichados, pues esta alegría que proviene de Jesucristo no es insultante para ninguna pena. Tiene el sabor y el calor de la amistad que nos ofrece Aquel que sufrió más que nosotros, que murió en la cruz por nosotros, que nos prepara una morada eterna a su lado y que ya en esta vida proclama y afirma nuestra dignidad de hombres, de hijos de Dios.
Estoy con amigos trabajadores y me quedaría con vosotros mucho más tiempo. Pero he de concluir. A vosotros aquí presentes, a vuestros compañeros de México, y a cuantos compatriotas vuestros trabajan fuera del suelo patrio, a todos los obreros de América Latina, os dejo mi saludo de amigo, mi bendición y mi recuerdo. A todos, a vuestros hijos y familiares, mi abrazo de hermano.
Queridos hermanos:
Antes de dejar el suelo de México siento la necesidad de enviar a vosotros y, por vuestro conducto, a todos los fieles confiados a vuestros cuidados pastorales un paterno saludo.
Saludo marcado con el signo de la pena por no haber podido visitar a esos queridos hijos, aun estando tan cerca de vuestros países.
Pena que se traduce en una expresión más profunda de amor.
Decidles que el Papa, en los días que ha vivido en el Nuevo Continente, ha pensado mucho en ellos y ha rezado mucho por ellos.
La vecindad material debida a mi visita a México, me ha hecho sentir más vivamente mi afecto y mi interés por toda la América Latina, y en particular he recordado con especial amor a todo el Archipiélago de las Antillas durante mi breve estancia en Santo Domingo.
Ahora que mi pensamiento y mi afecto está más cercano a vosotros viene a mi memoria de manera especial el recuerdo de las calamidades materiales que aún hace poco tiempo flagelaron a algunos países, muy singularmente a Guatemala y Nicaragua. Damos gracias a Dios que el proceso de reconstrucción continúa realizándose satisfactoriamente.
¡Si pudieseis comprender cuánto desea el Papa que las gentes de estos países fuesen comprendidas en toda su dimensión de seres humanos, y que los que tienen en sus manos las posibilidades y el poder lo ejercitaran con una justicia cabal que es condición de la paz y el desarrollo de los pueblos!
62 El Papa regresa a Roma, pero queda con vosotros su palabra: que sea un estímulo constante a que sigáis trabajando con renovado esfuerzo cada día para que el grande amor a vuestras Patrias se manifieste a través de vuestro empeño en favor del bien y de la convivencia fraterna de esa gran familia que componen todos y cada uno de los países del continente americano.
Al impartir a los obispos, y por su medio a todos los pueblos de estas tierras la bendición, el Papa desea consolidar, acrecentar y hacer más profundos estos lazos que se han establecido gracias a su misión pastoral.
Sea alabado Dios omnipotente que nos ha permitido, con motivo de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, hacer por unos días el centro de la Iglesia en tierras de América, días todos importantes para el presente y el futuro de la evangelización en ese amado y gran continente.
1 de febrero de 1979
Os estoy agradecido por esta acogida. Es para mí una gran alegría poder detenerme en Nassau a mi vuelta a Roma, la alegría grande de encontrarme con el querido pueblo de Bahamas.
Mi primer agradecimiento va a las autoridades de esta nación joven, independiente desde hace poco. Amablemente habéis dado facilidades para mi visita, y deseo expresaros mi agradecimiento cordial por ello. Además, podéis estar seguros de mis oraciones por el cumplimiento fiel de las importantes tareas que estáis llamados a cumplir al servicio de los hombres y mujeres de esta nación.
Al encontrarme esta tarde aquí entre vosotros, se me presenta la oportunidad de manifestaros mis mejores deseos para toda la población de Bahamas. Abrigo la esperanza de que cada uno avance constantemente a lo largo del camino del progreso humano auténtico e íntegro. Ojalá todo el pueblo de estas islas, convencido profundamente de la dignidad eminente de la persona humana, contribuya con su aportación individual y singular al bien común que tiene en cuenta los derechos personales y los deberes de todos los ciudadanos
Estar con vosotros es también compartir la esperanza de que, como nación soberana dentro de la familia de las naciones, aportaréis vuestra parte propia y especial a la sociedad, es decir, ayudaréis a construir el edificio de la paz mundial sobre las sólidas columnas de la verdad y la justicia, la caridad y la libertad. Dios bendiga vuestros esfuerzos y os ayude a cumplir esta importante tarea para bien de esta generación y de las que están por venir.
En esta ocasión maravillosa quiero dirigir una palabra de particular saludo a todos los hijos e hijas de la Iglesia católica. Os digo todo mi amor en Nuestro Señor Jesucristo, y confío en que mi presencia es prueba auténtica de los lazos de fe y caridad que os vinculan a los católicos de todas las partes del mundo. Rezo para que esta solidaridad y amistad os dé fuerza y alegría, y para que seáis testimonio constante de vuestras creencias a través de la autenticidad de vuestra vida cristiana. Las palabras de Jesús son un reto continuo para todos nosotros: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).
Con profundo respeto y amor fraterno deseo saludar también a todos los otros hermanos cristianos, a todos los que confiesan con nosotros que «Jesús es el Hijo de Dios» (1Jn 4,15). Estad seguros de nuestro deseo de colaborar leal y perseverantemente para obtener de Dios la gracia de la unidad querida por Cristo el Señor. Mi expresión de amistad va asimismo a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que residen en esta región del Océano Atlántico. Cual hijos de un único Padre celestial estamos unidos en la solidaridad del amor y en el afán por impulsar hasta la plenitud, la incomparable dignidad de la persona humana.
63 Por tanto, en estos momentos de breve parada siento la misma esperanza que tenéis vosotros, pueblo de Bahamas, la esperanza de un futuro grande como el Océano que os rodea. Tengo el privilegio de compartir esta esperanza con vosotros y de manifestárosla ahora con la confianza de que ello os dará aliento en vuestros meritorios esfuerzos como pueblo unido. Pido a Dios que os guíe hasta el logro pleno de vuestro destino. Que El otorgue bendiciones copiosas y continuas al pueblo de Bahamas. Que socorra a los pobres, conforte a los enfermos, guíe a la juventud y conceda paz a todos los corazones. Dios bendiga a Bahamas hoy y por siempre.
He recibido con viva satisfacción, Señor Presidente del Consejo de Ministros, las amables palabras de saludo y parabién que ha querido dirigirme, también en nombre del Gobierno italiano.
Al final de este primer viaje apostólico que me ha llevado más allá del Océano a la tierra noble y querida de México, prevalece un sentimiento sobre tantos como se agolpan en mi ánimo estremecido y emocionado: el sentimiento de gratitud.
Ante todo, doy gracias al Señor y a la Santísima Virgen de Guadalupe por la ayuda constante con que me han favorecido en estos días, permitiéndome coronar felizmente una iniciativa delicada e importante emprendida en cumplimiento del mandato universal que el mismo Cristo me ha confiado llamándome a la responsabilidad de Vicario suyo en la Sede de Pedro.
Pienso también con muy vivo reconocimiento en tantas demostraciones de atención, devoción y afecto de que me han hecho objeto los pueblos con quienes me he encontrado en el curso de mi peregrinación, y especialmente mis venerados hermanos en el Episcopado reunidos en Puebla en representación de toda la jerarquía católica de América Latina. Mi corazón ha podido latir al unísono con el suyo: he gozado, sufrido. esperado con ellos; sobre todo he rezado con ellos, implorando al Padre común la venida de un mundo más pacífico, más justo, más humano por la adhesión sincera al mensaje de amor de su Hijo encarnado.
Y ahora, a mi regreso a esta sede romana, en la que el orbe católico reconoce el centro y la fuente de su unidad, vuestra acogida tan espontánea y cordial suscita en mí una nueva y grata emoción: por tanto, saludo con deferencia y gratitud al Señor cardenal Secretario de Estado y demás personalidades eclesiásticas, a las autoridades políticas, civiles y militares italianas, a los miembros del Cuerpo Diplomático y a todos vosotros que no habéis parado mientes en incomodidades con tal de poderme dar personalmente vuestra bienvenida.
Quiera Dios recompensaros tanta cortesía y con vosotros colme también de sus favores a cuantos se han entregado generosamente para el feliz resultado del viaje, comenzando por los directivos, pilotos y personal de las Compañías Aéreas, a quienes debo que la travesía haya sido encantadora y confortable. En confirmación de estos deseos me complazco en impartir a los aquí presentes, a la querida ciudad de Roma y a cuantos me han acompañado con el pensamiento y la oración, una especial y confortadora bendición apostólica.
Señores cardenales:
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