Discursos 1979 94
95 Queridos muchachos y muchachas, queridos jóvenes:
¡Os veo aquí tan numerosos y tan llenos de vida, que me siento realmente admirado y conmovido! ¡Gracias por vuestra visita! ¡Gracias a cada uno de vosotros, a vuestros padres, a vuestros maestros y educadores! ¡Saludo a todos con particular afecto y quiero estrechar a todos en mi corazón de Padre!
Quiero recordar de modo especial a la peregrinación de los grupos eclesiales juveniles de Acción Católica de la diócesis de Rieti, organizada por el Centro diocesano de evangelización, con mil trescientos niños y adolescentes, y a la peregrinación de los alumnos de Montecatini Terme, en la diócesis de Pescia, acompañados por el obispo, mons. Giovanni Bianchi, quienes en la última Navidad construyeron un grandioso nacimiento.
Habéis venido a Roma también para ver al Papa, para oír la palabra del Vicario de Cristo, para recibir su bendición. Ciertamente, en vuestra vida, que deseo larga y bella, recordaréis siempre este encuentro en la Basílica Vaticana, porque algunos acontecimientos no se olvidan nunca, dada su importancia. Pero yo querría que recordaseis también siempre lo que ahora deseo deciros en este tiempo cuaresmal.
Vosotros sabéis que la Cuaresma es el tiempo litúrgico que nos prepara a la santa Pascua y dura sólo 40 días cada año. Pero en realidad nosotros debemos tender siempre a Dios y, esto es, convertirnos continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida. Debe renovar en nosotros la conciencia de nuestra unión con Jesús, que nos habla de la necesidad de la conversión y nos indica los caminos para realizarla.
El primero de los caminos indicados por Jesús es el de la oración: "Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer" (Lc 18,1).
¿Por qué debemos orar?
1. Debemos orar, lo primero de todo, porque somos creyentes.
En efecto, la oración es el reconocimiento de nuestros límites y de nuestra dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. Por lo tanto, no podemos menos de abandonarnos en El, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza. Algunos afirman, y tratan de demostrar que el universo es eterno y que todo el orden que vemos en el universo, comprendido el hombre con su inteligencia y libertad, es sólo obra del acaso. Pero los estudios científicos y la experiencia admitida por tantas personas honestas dicen que estas ideas, aunque afirmadas y tal vez enseñadas, no están demostradas y dejan siempre extraviados e inquietos a quienes las sostienen, porque comprenden muy bien que un objeto en movimiento debe tener el impulso de fuera. ¡Comprenden muy bien que el acaso no puede producir el orden perfecto que existe en el universo y en el hombre! Todo está maravillosamente ordenado, desde las partículas infinitesimales que componen el átomo, hasta las galaxias que giran en el espacio. ¡Todo señala un proyecto que comprende cada manifestación de la naturaleza, desde la materia inerte hasta el pensamiento del hombre! ¡Donde hay orden, hay inteligencia; y donde hay un orden supremo, está la Inteligencia suprema que nosotros llamamos "Dios", y que Jesús nos ha revelado que es Amor y nos ha enseñado a llamar Padre!
Así, reflexionando sobre la naturaleza del universo y sobre nuestra misma vida, comprendemos y reconocemos que somos criaturas, limitadas y, sin embargo, sublimes, que debemos nuestra existencia a la infinita majestad del Creador!
Por esto la oración es, ante todo, un acto de inteligencia, un sentimiento de humildad y de reconocimiento, una actitud de confianza y de abandono en Aquel que nos ha dado la vida por amor.
96 La oración es un diálogo misterioso, pero real, con Dios, un diálogo de confianza y de amor.
2. Pero nosotros somos cristianos, y por esto debemos orar como cristianos.
Efectivamente, la oración para el cristiano adquiere una característica particular que cambia totalmente su naturaleza íntima y su valor íntimo.
El cristiano es discípulo de Jesús: es el que cree verdaderamente que Jesús es el Verbo encarnado; el Hijo de Dios venido entre nosotros a esta tierra.
Como hombre, la vida de Jesús ha sido una oración continua, un acto continuo de adoración y de amor al Padre, y porque la expresión máxima de la oración es el sacrificio, la cumbre de la oración de Jesús es el sacrificio de la cruz, anticipado con la Eucaristía en la última Cena y transmitido a todos los siglos con la Santa Misa.
Por esto el cristiano sabe que su oración es Jesús; toda oración suya parte de Jesús; es El quien ora en nosotros, con nosotros y por nosotros.
Todos los que creen en Dios, oran; pero el cristiano ora en Jesucristo: ¡Cristo es nuestra oración!
La oración máxima es la Santa Misa, porque en la Santa Misa es el mismo Jesús, realmente presente. quien renueva el sacrificio de la cruz; pero toda oración es válida, especialmente el "Padrenuestro", que El mismo quiso enseñar a los Apóstoles y a todos los hombres de la tierra.
Pronunciando las palabras del "Padrenuestro", Jesús creó un modelo de oración concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, pero al mismo tiempo una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar su sentido.
3. Finalmente, debemos orar también porque somos frágiles y culpables.
Es preciso reconocer humilde y realísticamente que somos pobres criaturas, con ideas confusas, tentadas por el mal, frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo.
97 — La oración da fuerza para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la pureza, la generosidad;
— La oración da ánimo para salir de la indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la tentación y a la debilidad;
— La oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y de la misma historia en la perspectiva salvífica de Dios y de la eternidad. Por esto, ¡no dejéis de orar! ¡No pase un día sin que hayáis orado un poco! ¡La oración es un deber, pero también es una gran alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de Jesucristo! ¡Cada domingo la Santa Misa y, si os es posible, alguna vez también durante la semana; cada día las oraciones de la mañana y de la noche y en los momentos más oportunos!
San Pablo escribía a los primeros cristianos: «Aplicaos a la oración, velad en ella» (Col 4,2). «Con toda suerte de oraciones y plegarias. orando en todo tiempo» (Ep 6,18). Invoquemos a María Santísima que os ayude a orar siempre y a orar bien. y encomendando también mi persona y misión a vuestras fervorosas oraciones, os bendigo a todos con gran afecto y benevolencia.
Queridísimos diáconos de la archidiócesis de Milán:
Muy gustosamente he condescendido a vuestro deseo de tener un encuentro particular conmigo, del que se había hecho intérprete, hacía ya tiempo, vuestro rector y obispo, mons. Bernardo Citterio, que os acompaña hoy.
Por tanto, os saludo a todos con particular afecto, descubriendo en vosotros las levas más jóvenes que están para entrar como operarios en esa porción elegida de la viña del Señor, que es la Iglesia ambrosiana.
Mi palabra en estas circunstancias no puede ser más que de complacencia y júbilo por este acontecimiento auténticamente eclesial, pero también de ánimo y exhortación para que os mostréis no sólo dignos de vuestra llamada, sino también generosos en la correspondencia a la gracia divina.
Como bien sabéis, "diácono" significa "ministro", es decir, "servidor". Y ésta es una cualidad fundamental y estable que os marca irrevocablemente; no renunciaréis a ella, antes bien, la haréis más evidente, cuando dentro de pocos meses lleguéis a ser presbíteros por la imposición de manos de vuestro arzobispo. Sea en verdad el "ministerio" la definición de vuestra vida: como lo fue para Jesús, que no vino «a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45), o como para Bernabé y Pablo, a quienes el antiguo Concilio de Jerusalén definió «hombres que han expuesto la vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ac 15,26).
El Señor quiere repetir a cada uno de vosotros: «donde yo esté, allí estará también mi diákonos» (Jn 12,26). ¿Y dónde está Jesús? Hoy como entonces se encuentra en varios frentes: en la celebración de la Eucaristía y su consiguiente presencia sacramental, en el anuncio del Evangelio, en las necesidades cotidianas de los pobres, en la comunidad cristiana que es su Cuerpo, en los sucesores de sus Apóstoles. Todas estas funciones o ámbitos de la vida de la Iglesia también deben encontraros a vosotros presentes, prontos, totalmente disponibles y gozosos. No os ocurra jamás tener que ser reprendidos por vuestra misma comunidad, como le sucedió al desconocido Arquipo de la Iglesia de Colosas, al que, según el testimonio de Pablo, los fieles debieron decir: «Atiende al ministerio que en el Señor has recibido para ver de cumplirlo bien» (Col 4,17). La dedicación completa a vuestro deber pastoral, realizada con desinterés y alegría, será el testimonio mejor que podéis dar: el que esperan de vosotros el Señor y la Iglesia: y al mismo tiempo signará el resultado de vuestra vida.
98 Os acompañe siempre mi paterna bendición apostólica, que quiere ser prenda cordial de estos deseos.
Queridos hermanos,
queridos hijos e hijas, queridos amigos:
Os agradezco la invitación. Estoy enterado del tema del congreso y de varias intervenciones en programa. ¿Acaso necesito deciros que sigo muy sensibilizado a los problemas pastorales que estudiáis, en orden a garantizar a las comunidades católicas de emigrados la ayuda eclesial y, en particular, el ministerio sacerdotal de que están necesitados? Lo sabéis, he visitado con bastante frecuencia comunidades polacas en el extranjero; hay aquí toda una pastoral interesante y delicada que promover. Y más en general nos debemos preguntar: ¿Qué actitud ha de adoptar la Iglesia local respecto de los emigrantes, cualesquiera que éstos sean?
1. Porque la emigración es un fenómeno masivo de nuestro tiempo, un fenómeno permanente que se presenta incluso con aspectos nuevos y que afecta a todos los continentes y a casi todos los países. Plantea graves problemas humanos y espirituales. Es una prueba, es decir, un riesgo, una oportunidad, tanto para los emigrantes como para quienes los acogen. Sí, supone para los primeros un riesgo muy serio de desarraigo, deshumanización y, en algunos casos, de descristianización; y para los segundos, un riesgo de cerrazón y tirantez. Pero proporciona también ocasión de enriquecimiento humano y espiritual, de apertura, de acogida a los extranjeros y renovación recíproca en el contacto mutuo. Y para la Iglesia es una invitación a ser más misionera, a salir al encuentro del hermano extranjero, a respetarlo, a testimoniar su fe y caridad en tal contexto y a recibir la aportación positiva del otro. ¿Sabe aprovechar la Iglesia esta oportunidad? Ya desde los primeros siglos la hospitalidad fue característica muy marcada de las comunidades eclesiales. La Iglesia, que se siente católica, o sea, universal, encuentra aquí una nota. fundamental de su misión.
2. Por tanto, hay que sensibilizar sin cansarse a las Iglesias de origen y a las de acogida hacia las necesidades de los emigrantes. ¿Se preocupan suficientemente las Iglesias de origen de acompañar a su "diáspora", de preparar y sostener "misioneros" de aquélla? Y las Iglesias de acogida, a veces tan desbordadas, ¿prestan bastante atención a la presencia de los emigrantes? ¿Ponen en práctica los medios que exige esta pastoral? ¿Se interesan sobre todo para que haya sacerdotes, religiosas y laicos que se consagren prioritariamente a estos ambientes que con frecuencia quedan marginados?
3. Entendámonos bien. La pastoral de emigrantes no es obra sólo de estos "misioneros" especializados; es tarea de toda la Iglesia local: sacerdotes, religiosas y laicos; toda la Iglesia local debe tener en cuenta a los emigrantes y situarse en actitud de acogida e intercambios recíprocos. En particular, cuando se trata de favorecer la inserción de los extranjeros, de subvenir a sus necesidades humanas y a su promoción social, de permitirles ejercer sus responsabilidades temporales, los sacerdotes no tienen que ocupar el lugar de los laicos del país de acogida, ni tampoco éstos el puesto de los emigrantes. Pero a los "misioneros" sigue correspondiendo una función capital precisamente en la preparación de unos y otros para su tarea, y tienen que prestar una aportación especial en favor de la vitalidad religiosa de las comunidades de emigrantes. Su función es ciertamente difícil y vuestro congreso mundial hace bien en insistir sobre la formación y deberes de estos "misioneros".
4. En efecto, deben llegar hasta la sensibilidad y lenguaje de los emigrantes. Es más fácil en el caso de que sean compatriotas suyos, pero no pueden con-tentarse con trasplantar pura y simplemente los métodos y medios de apostolado de su país de origen; ni menos aún hacer tabla rasa de éstos. Se necesita continuidad y adaptación. Su corazón de Pastor debe considerar en los emigrados las varias dimensiones de su vida compleja. Por una parte, deben ayudarles a salvaguardar o, mejor, a robustecer sus valores religiosos, familiares y culturales cuando éstos son fruto de generaciones cristianas, pues se corre el riesgo de que aquéllos sean destruidos sin que nada los sustituya realmente. Por otra parte, tampoco pueden olvidar que estos emigrados están ya marcados por el país de acogida, donde también les corresponde desempeñar una tarea; las relaciones que se entablan entre los adultos en los ambientes de trabajo y, más aún quizá, en la escuela y lugares de entretenimiento de los niños y jóvenes; y los medios de comunicación locales que utilizan, como por ejemplo la televisión; evidentemente suscitan en ellos nuevos interrogantes, una nueva mentalidad, con una necesidad nueva de expresión o de participación; la pastoral debe ayudarles a hacer frente a todo ello y a integrar armónicamente lo "nuevo" sin hacer caso omiso de lo "antiguo". El sacerdote o, mejor, los sacerdotes llamados a trabajar en equipo con religiosas y laicos, deben ser prudentes y abiertos a un tiempo, a la simbiosis de estas dos culturas, a fin sobre todo de preparar a las nuevas generaciones que luego se afirmarán en el país de acogida. Ello indica la necesidad de equilibrio de estos "misioneros",, de equilibrio humano y espiritual; y la necesidad de que estén preparados y se apliquen a una formación permanente. Tienen que ser antes que nada hombres de Dios y apóstoles, a fin de colaborar a que los emigrados vivan plenamente su fe con todas las consecuencias.
Hago punto en estas consideraciones que vuestro congreso os permitirá profundizar con Pastores y expertos que están muy al corriente de estos temas. Los métodos y medios tienen su importancia; pero lo que es verdaderamente determinante, en definitiva, es el alma pastoral, el celo iluminado, la fe y la caridad de todos cuantos tienen alguna responsabilidad en el sector de la emigración. Deben estar en comunión con el espíritu de nuestro único Pastor, Cristo Jesús, a quien todos tratamos de servir. Que os ilumine y dé fuerzas a los que trabajáis en la Comisión para la Pastoral de la Migración y el Turismo o estáis en relación con ella. Que sostenga el celo de los que, aparte del congreso, trabajan a diario en la base al servicio directo de los emigrantes haciéndose "todo para todos", como el Apóstol Pablo. En el nombre del Señor los bendigo y os bendigo de todo corazón.
Queridísimos hermanos:
99 Al finalizar vuestro congreso anual, habéis querido encontraros con el Papa, para recibir de él una palabra de ánimo y orientación. Debo deciros que también yo he deseado este encuentro para conoceros personalmente, para expresaros mi viva gratitud por el delicado ministerio que desarrolláis como rectores de los Colegios eclesiásticos de Roma, y para comunicaros algunas reflexiones con sencillez y sinceridad.
1. En estos días de reunión habéis meditado y estudiado juntos el tema: «Nuestros jóvenes en el contexto juvenil de hoy», analizándolo según una perspectiva lógica.
Los alumnos de vuestros colegios —seminaristas o sacerdotes jóvenes—, procedentes de todos los continentes, se deben formar ante todo en un profundo sentido de Iglesia. Deben amar intensamente a la Iglesia como «Cristo la amó y se entregó por ella» (cf. Ef Ep 5,25). El Concilio Vaticano II no ha dejado de inculcar este elemento fundamental para la formación de los sacerdotes: «Imbúyanse de tal forma los alumnos del misterio de la Iglesia..., de manera que, unidos con humilde y filial caridad al Vicario de Cristo y, una vez sacerdotes, con la adhesión a su propio obispo, cual fieles colaboradores, y ayudando a sus hermanos, sepan dar testimonio de esa unidad que atrae a los hombres a Cristo» (Optatam totius OT 9). Amor a la Iglesia, nuestra Madre, que se manifiesta concretamente en una responsabilidad y eficaz acción personal, para que aparezca y sea siempre «gloriosa, sin mancha o arruga, o cosa semejante, sino santa e intachable» (Ep 5,27). Cuanto más santos sean los seminaristas y los sacerdotes, tanto más santa será la Iglesia.
2. Vuestros alumnos vienen desde tocias las partes del mundo a esta ciudad de Roma, centro geográfico del catolicismo. Traen dentro de sí su temperamento, su cultura originaria, sus diversas experiencias históricas, sus deseos de prepararse, en la diócesis del Sucesor de Pedro, al futuro ministerio que desarrollarán en sus diócesis y naciones, después de haberse enriquecido con los grandes valores religiosos y culturales que la Urbe ha acumulado durante siglos y sigue ofreciendo a las almas deseosas de verdad, bondad y belleza. La experiencia de su estancia en Roma es para un seminarista o un sacerdote joven un verdadero don de la Providencia: la visita en oración a sus basílicas espléndidas, a las catacumbas, a los sepulcros de los innumerables mártires y santos, a los monumentos de su historia plurisecular, compleja y singular, el estudio especializado en las Universidades Pontificias, la permanencia en los Colegios eclesiásticos: todo esto incide profundamente en la personalidad y en la maduración de un joven.
Deseo que vuestros alumnos, con sano discernimiento, sepan tomar y aprovechar todos estos elementos para su propia formación humana y sacerdotal. Pero, por otra parte, deseo también que Roma sepa ofrecer siempre estas riquezas espirituales y no defraude jamás las expectativas y esperanzas de estos jóvenes y no deforme o destruya la imagen que se habían formado de ella. Puedan ellos hacer propias y repetir de la diócesis de Roma las palabras que le dirigía San Ignacio de Antioquía, con ferviente entusiasmo: «La Iglesia amada e iluminada en la voluntad de Aquel que ha querido todas las cosas que existen..., digna de Dios, de veneración. de alabanza» (Carta a las romanos, introd.).
3, Finalmente, querría manifestar mí deseo sincero de que la vida común que se practica en los Colegios eclesiásticos no se reduzca a un simple conjunto de relaciones exteriores, sino que tome ejemplo del espíritu que animaba la de los Apóstoles y de los primeros discípulos en el Cenáculo: «Todos... perseveraban unánimes en la oración... con María, la Madre de Jesús» (Ac 1,14). Sí. Esto deben ser justamente los seminarios, los colegios, los convictorios eclesiásticos de Roma: verdaderos cenáculos en los que se respire una vida de intensa oración, personal y comunitaria; una vida de caridad mutua, activa y laboriosa; una vida de recíproca ayuda espiritual para ser siempre fieles a la vocación y a los compromisos sagrados asumidos ante Dios, ante la Iglesia y ante la propia conciencia.
Y que en vosotros, rectores, sepan ver y descubrir los jóvenes no sólo al superior que debe preocuparse de la buena marcha, ordenada v disciplinada, de una casa, sino al guía sereno, al padre, al hermano, al amigo y, sobre todo, al sacerdote que en su porte irradia la presencia de Cristo (cf. Gál Ga 2,20).
Con estos deseos imparto de todo corazón una especial bendición apostólica a todos vosotros y a los jóvenes de vuestros colegios.
Señor Embajador:
En este acto de presentación de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Bolivia ante la Santa Sede, deseo dar a Vuestra Excelencia mi más sincera y cordial bienvenida.
100 He escuchado con ánimo grato sus expresivas palabras de reconocimiento a la labor de la Iglesia en su país; una labor que ha quedado plasmada en tantas obras del pasado –a las que aludía Vuestra Excelencia – y que se continúa actualmente en numerosas iniciativas, cuyo único objetivo es el de servir a Bolivia en sus hombres y propulsar su madurez integral, informando sus vidas y su quehacer diario con los principios del Evangelio.
La Iglesia, fiel a su misión evangelizadora y siempre sensible a las preocupaciones y aspiraciones humanas, no cesará de fomentar con todos los medios a su alcance –como lo ha confirmado en la reciente Conferencia de Puebla– todo aquello que conduce no sólo al desarrollo de la persona, primordialmente en su dimensión moral y religiosa, sino también a la consolidación de aquellos valores que comportan un crecimiento de los derechos básicos para un progreso en la convivencia social y, de acuerdo con las exigencias de un ordenamiento cristiano, en la solidaridad y fraternidad.
Sé perfectamente que la Iglesia en Bolivia, a través de sus obispos, bien secundados por sacerdotes, religiosos y seglares entregados, no cesa de prodigarle, poniendo sus desvelos y mejores energías al servicio de los más necesitados, suscitando en ellos esperanzas fundadas de promoción de sus condiciones de vida religiosa, social y cultura! A la vez que manifiesto aquí mi sentido reconocimiento por este servicio, expreso el deseo de que este compromiso evangélico sea apreciado y sostenido por quienes sientan los imperativos de una sociedad cada vez mejor, garantía de paz activa y de auténtico progreso cristiano.
Sé bien que uno de los problemas que más profundamente afectan al Gobierno y pueblo de Bolivia es la aspiración referente a volver a tener una salida al mar; problema de tanta importancia por lo que se refiere también al desarrollo del País y a la consiguiente perspectiva de mejores condiciones de vida para sus habitantes. Puedo asegurar a Vuestra Excelencia que la Santa Sede sigue con cordial interés los esfuerzos de Bolivia para llegar, a través de un entendimiento pacífico con los otros Países interesados, a ver hecha realidad esta viva aspiración.
Señor Embajador: Al formularle mis mejores votos por el feliz cumplimiento de su misión, le ruego transmita a las autoridades bolivianas mi sincero agradecimiento por su deferente saludo, junto con la seguridad de que tendré muy presentes en mis plegarias a todos los amadísimos hijos bolivianos.
Deseo expresar mi satisfacción y mi alegría por este primer encuentro con vosotros, queridos alumnos de la Pontificia Academia Eclesiástica, que os habéis reunido aquí acompañados por vuestro presidente, mons. Cesare Zacchi, para manifestar al Vicario de Cristo sentimientos de devoción y vuestra promesa sacerdotal de fidelidad.
Os agradezco el generoso don de vuestra juventud a la Iglesia y a su Cabeza visible, y me es grato entretenerme con vosotros, queridos sacerdotes, como un padre entre los hijos, en una atmósfera de cordialidad y sencillez, con vosotros que habéis comenzado o habéis completado los cursos de preparación al servicio de la Santa Sede en las Representaciones Pontificias. Es natural que el Papa quiera manifestaros sus expectativas y esperanzas, y quiera estimularos con toda fuerza a emprender en espíritu de fe y abandono confiado en el Señor los trabajos apostólicos que os esperan.
Efectivamente. vuestro servicio será eminentemente pastoral, una diakonía dirigida al bien de las Iglesias locales con miras a hacer cada vez más efectiva su unión con la Sede Apostólica. El Representante Pontificio y sus colaboradores deben ser, en los diferentes países, como el testimonio visible de la presencia del que ha sido elegido, en la sucesión de Pedro, para ser el fundamento de unidad y el centro de cohesión de toda la Iglesia, y ha recibido el carisma de confirmar a los hermanos (cf. Lc Lc 22,32).
En el desarrollo, pues, de vuestro trabajo, no exento de sacrificios, casi siempre oculto, tal vez no suficientemente apreciado, tened presente que sois «ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1), en la tarea específica y delicada de dar voz sensible, en las diversas partes del mundo, al que Jesús quiso roca de la Iglesia.
Por lo tanto, es fácil comprender cómo la Santa Sede sigue con solicitud vuestra preparación cultural, en el intento de aseguraros la fácil posesión de todos los instrumentos, nociones y conocimientos que serán necesarios para el ejercicio de vuestro apostolado. Sin embargo, lo que sobre todo está en el corazón del Papa y de esta Sede Apostólica es vuestra santificación, vuestra vida sacerdotal ejemplar y animada por convicciones profundas de fe, por una visión siempre teológica del mundo y de la historia, porque el sacerdote, como he dicho recientemente a los párrocos y al clero de Roma, «está situado en el centro mismo del misterio de Cristo, que abraza constantemente a la humanidad y al mundo, la creación visible e invisible». No podríais desarrollar con fruto vuestro particular ministerio, si no tuvierais el corazón lleno por la entrega a Cristo, por actuar vosotros también in persona Christi, para la salvación de los hermanos. Los conocimientos humanos, aunque necesarios, de las lenguas, costumbres, tradiciones e historia de los pueblos a los que iréis, resultarían vanos e ineficaces, si no lleváis en el corazón el espíritu de Cristo que, en conformidad con el designio salvífico del Padre, se entregó a Sí mismo por nosotros.
101 Quiero dirigir un augurio muy particular a cuantos, entre vosotros, están para dejar la Academia y asumir, dentro de poco, su primer destino en las diversas Representaciones Pontificias: el Señor sostenga vuestro trabajo con su gracia; el Papa, estad seguros, os acompaña con su benevolencia, afecto y oración.
Invocando sobre todos la protección de la Virgen Santísima, bendigo de corazón y con ánimo agradecido a vuestro amado presidente, a sus colaboradores, a todo el cuerpo docente y a cada uno de vosotros, con particular efusión, junto con vuestras familias, en prenda de abundantes dones y consuelos celestes.
Queridos jóvenes portadores de la antorcha:
Bienvenidos seáis a la Casa del Papa. que os acoge con gran simpatía y benevolencia, junto con vuestro celoso arzobispo, mons. Alberti. con el abad de Subiaco. padre Stanislao Andreotti, con las autoridades civiles y cuantos, eclesiásticos y laicos, constituyen el comité para las celebraciones del XV centenario del nacimiento de San Benito Abad y de su hermana Santa Escolástica, ilustres y venerados hijos de la noble tierra umbra, patria elegida de santos.
Estoy muy agradecido al señor alcalde de Ascoli Piceno por las palabras que ha querido dirigirme, y a todos vosotros por la delicada iniciativa de haber venido aquí a recibir mi bendición y felicitación antes de comenzar la marcha de la "Antorcha benedictina" que, llevándola en vuestras manos, pasará por todas las ciudades del Lacio y de Umbría, para llegar finalmente a Nursia. donde permanecerá encendida durante todo el tiempo de las fiestas en honor de los dos Santos nursianos.
Al encender y bendecir esta significativa antorcha, formulo el deseo de que en cada una de las ciudades y pueblos por donde pase, suscite sentimientos de fraternidad, de amistad y de paz: sentimientos de los que San Benito fue apóstol infatigable en medio de los pueblos de Europa, que lo vieron comprometido en la acción evangélica por un resurgir cristiano bajo el signo de la cruz y del arado, y del correspondiente lema emblemático: Ora et labora.
¡A la luz esplendente de esta antorcha puedan sentirse hermanos cuantos encontréis a lo largo de los caminos de vuestra caravana. y solucionar los motivos de las discordias y conflictos que hacen a los hombres enemigos entre sí. y los vuelva capaces de perdón recíproco y de respeto, de concordia y colaboración! Sea la vuestra verdaderamente antorcha de luz y de paz en un momento en que el egoísmo y la violencia —como he aludido— hacen notar más que nunca la necesidad de una mayor toma de conciencia de estos inestimables valores cristianos y sociales.
Y a vosotros, queridos jóvenes atletas, que trasladáis con orgullo religioso, y a la vez deportivo, esta antorcha benedictina, no puedo menos de dirigir un pensamiento especial de complacencia por la generosidad con que lleváis adelante y honráis la tradición cristiana de vuestra tierra y la ponéis en práctica, incluso en el singular y esforzado campo del deporte, no menos que en el de las virtudes cristianas, magistralmente descritas por San Benito cuando, en el capitulo IV de su Regla, recomienda al monje, y por lo tanto a cada cristiano, que no sea "soberbio, ni violento, ni comilón, ni soñoliento, ni perezoso, ni murmurador, ni detractor..., sino casto, manso, celoso, humilde, obediente". Tratad de conocer un poco mejor y un poco más las raíces de las que proviene una manera tan hermosa de vivir y testimoniar la propia fe religiosa. Continuad sobre este surco, límpidamente trazado por vuestro santo paisano, y llevadle la aportación de vuestra persona y de vuestra obra.
Este es el augurio que os deseo de todo corazón, rogando por vosotros y con vosotros a vuestro y mi San Benito para que os proteja siempre con su poderosa intercesión. Refuerzo estos deseos con la bendición apostólica que de corazón imparto a todos vosotros y a vuestras familias.
102 Queridos muchachos y muchachas:
Este encuentro vuestro con el Papa parece adquirir hoy un significado particular por la circunstancia en que se desarrolla: ¡La llegada de la primavera! Tal circunstancia da a mi saludo de "bienvenida", que os dirijo a cada uno con afecto paterno, una tonalidad más viva y distinta, porque trae a la mente vuestra condición: ¡Sois la primavera de la vida, la primavera de la Iglesia, la primavera de Dios! Llegue, pues, a vosotros mí afectuoso saludo y mi felicitación, tal como me lo sugiere el Libro Sagrado: «Floreced como rosal que crece junto al arroyo. Derramad suave aroma como incienso. Y floreced como el lirio, exhalad perfume suave y entonad cánticos de alabanza. Bendecid al Señor en todas sus obras» (Sir 39, 17-19).
Para que este deseo no se quede en pura expresión verbal, sino que se transforme en realidad consoladora, tened presente que la naturaleza no da nada bello sin esfuerzo y sin trabajo. El tiempo cuaresmal nos enseña precisamente cuál debe ser la actividad generosa del cristiano para que se registre la primavera del espíritu, el reflorecer del bien, el resucitar a la vida nueva con Jesús y en Jesús. Para la consecución de tan maravilloso fin, la Iglesia, Madre sabia y amorosa, nos indica los medios adecuados, que son justamente la oración, el ayuno, la limosna. Con la oración se entra en contacto, se establece un diálogo vivo e interesante con el Señor.
El ayuno, sobre el que quiero llamar hoy brevemente vuestra atención, es el segundo elemento necesario para la primavera del espíritu. Más que el simple abstenerse de alimentos o comida material, representa una realidad compleja y profunda. El ayuno es un símbolo, un signo, una llamada seria y estimulante para aceptar y realizar renuncias. ¿Qué renuncias? Renuncia del "yo", es decir, a tantos caprichos e aspiraciones malsanas; renuncia a los defectos propios, a la pasión impetuosa, a los deseos ilícitos. Ayuno es saber decir un "no" tajante y decidido a cuanto viene sugerido o solicitado por el orgullo, el egoísmo, el vicio, escuchando a la propia conciencia, respetando el bien ajeno, manteniéndose fieles a la santa ley de Dios. Ayuno significa poner un límite a tantos deseos, a veces buenos, para tener pleno dominio de sí, para aprender a regular los propios instintos, para entrenar a la voluntad en el bien. Gestos de este género, en algún tiempo, recibían el nombre de "florecillas". ¡Cambia el nombre, pero queda la sustancia! Eran y continúan siendo actos de renuncia, realizados por amor al Señor o a la Virgen, para conseguir un fin noble. ¡Eran y son un "deporte", un entrenamiento insustituible para salir victoriosos en las competiciones del espíritu! Finalmente, ayuno significa privarse de algo para subvenir a la necesidad del hermano, convirtiéndose así en ejercicio de bondad, de caridad.
El ayuno comprendido, realizado y vivido de este modo viene a ser penitencia, esto es, conversión a Dios, en cuanto purifica el corazón de tantas escorias de mal, embellece al alma de virtudes, entrena la voluntad para el bien. dilata el corazón para recibir la abundancia de la gracia divina. ¡En esta conversión la fe se hace más fuerte, la esperanza más alegre, la caridad más activa!
Convertidos a Dios, llenos del Espíritu del Señor, tendréis una alegría verdadera, profunda y desbordante; mostraréis una sonrisa genuina y seductora; veréis vuestra juventud como un don estupendo, digno de ser vivido en plenitud y autenticidad de vida humana y cristiana.
Con estas breves consideraciones que deseo susciten eco profundo en vuestro ánimo y en vuestra conducta, recibid, como testimonio de benevolencia grande y prenda de copiosas gracias celestes, mi paterna bendición que extiendo de corazón a vuestras familias y a todas las personas que os son queridas.
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Esta bendición es para todos, pero más en especial para nuestros amigos enfermos; ellos son el centro de nuestra audiencia y de nuestra comunidad; todos estamos agradecidos a sus oraciones y sacrificios, a los de sus padres y maestros. Mucho confiamos en la ayuda de los enfermos. ¡Alabado sea Jesucristo!
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