Discursos 1979 122


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SR. JOSEPH CHARLES LEONARD YVON BEAULNE,

EMBAJADOR DE CANADÁ ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 7 de abril de 1979



Señor Embajador:

La actitud de Vuestra Excelencia al presentar las Cartas Credenciales me ha impresionado hondamente, y antes de nada deseo darle las gracias por sus propósitos que he apreciado mucho.

Deseo que encontréis grandes satisfacciones en el marco de la alta misión que iniciáis ante la Santa Sede; esas satisfacciones serán prolongación de las que habéis experimentado ya en el servicio a vuestro país ante instancias internacionales tales corno la UNESCO y la Comisión de Derechos Humanos; brotarán asimismo de que seréis testigo y protagonista de valores espirituales que garantizan un fundamento sólido a tales derechos.

Saludo respetuosamente a vuestra persona, y además al Excmo. Sr. Gobernador General y a todo el pueblo de Canadá. Guardo un recuerdo excelente de la gran hospitalidad de las gentes que me acogieron con ocasión de mis visitas a los emigrados polacos, y conozco también los méritos y recursos humanos y espirituales de vuestros compatriotas.

Habéis subrayado, Sr. Embajador, el vivo interés de vuestro Gobierno en promover en la teoría y lograr en la realidad práctica el respeto de las personas, la justicia social la paz y el desarme, la ayuda mutua en el desarrollo, tanto en el interior del país como en el escenario internacional. Tales objetivos hacen honor a vuestro país, y la Santa Sede no puede dejar de alegrarse de ello.

Ciertamente los católicos canadienses comparten con amplitud estas preocupaciones, corno lo atestiguan numerosos documentos del Episcopado referentes a la paz, la educación, la participación de bienes, la suerte de los niños, los pobres, los sin trabajo, los refugiados y los extranjeros; y la cooperación con los países más necesitados. Porque el hombre es el camino primario y fundamental de la Iglesia.

¿Qué podernos desear sino que este interés por la dignidad de todo hombre aumente, se consolide, se extienda a todos los ambientes y a todos los sistemas hasta los confines de la tierra, y se encarne en la vida diaria a través de medidas concretas y eficaces? El respeto de los derechos inviolables del hombre reclama garantías humanas y jurídicas en el seno de cada nación y en las relaciones entre naciones, y también revisión de comportamientos, a fin de que el respeto se haga realidad en la letra y en el espíritu. Requiere todavía más, convicciones sólidas y motivaciones de orden ético y espiritual que las ciencias son incapaces de proporcionar por sí mismas; es éste precisamente el drama de nuestra época tan orgullosa de sus conquistas técnicas —y con razón—, tan fuerte en riquezas materiales aquí y allá. tan imbuida casi siempre de miras humanistas, pero tan débil muchas veces al llevar a la práctica el espíritu de los derechos humanos y al educar al hombre en la perspectiva de sus deberes al mismo tiempo que de sus derechos.

Precisamente la fe cristiana —que tan bien ha arraigado en vuestro país marcando su civilización y orientando las costumbres e instituciones— saca el respeto de la dignidad de todo hombre y el dinamismo en servirle del amor que Dios Creador y Cristo Redentor han mostrado y muestran sin cesar a todo hombre por su salvación plena. Así, pues, la primera tarea de la Iglesia consiste en consolidar, difundir e irradiar esa fe con todos los medios espirituales y educativos que le son propios. Al hacerlo tiene la certeza también de asentar el fundamento mejor de la acción de los hombres en pro del bien de sus hermanos y de las comunidades humanas.

123 Estas perspectivas caracterizan los votos que hago hoy de todo corazón en la oración por el pueblo canadiense y sus gobernantes, con una intención especial por la Iglesia que está en Canadá.

Sé hasta qué, punto Vuestra Excelencia está familiarizado personalmente con estas consideraciones. Le deseo, por tanto, el cumplimiento feliz de su misión para que las relaciones entre Canadá y la Santa Sede sean cada vez más cordiales y fructíferas.


DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

AL NUEVO EMBAJADOR DE COLOMBIA

ANTE LA SANTA SEDE


9 de abril de 1979

: Señor Embajador,

SEA BIENVENIDO Vuestra Excelencia que, presentando hoy les Cartas Credenciales, da comienzo a su misión de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Colombia ante la Santa Sede.

Gracias por sus cordiales expresiones de reconocimiento y devoción hacia esta Sede Apostólica. A través de ellas, me es dado también comprobar de cerca la proximidad humana y religiosa de todo un nobilísimo Pueblo, Colombia, cuya trayectoria actual, al igual que su historia del pasado, sigue sin duda beneficiándose de un patrimonio cultural y moral, de una comunión en la fe, fruto de la secular presencia evangelizadora de la Iglesia.

A este respeto, deseo expresar mi sentida complacencia porque en su País se han sabido apreciar en gran medica tales valores del espíritu, en cuanto constituyen buena parte de un substrato sólido para el bien común y para el progreso, como ha quedado reflejado en el último y reciente Concordato firmado con la Santa Sede.

A1 decir esto, quiero reafirmar la decidida voluntad de colaboración y asimismo el propósito de servicio al hombre por parte de la Iglesia, en conformidad con la misión recibida de su divino Fundador. Este fue también y no podía ser otro mi pensamiento constante, durante mi primera visita pastoral a Latinoamérica: proclamar en alta voz el compromiso indeclinable de servir al hombre para dignificarlo conforme al designio de Dios, perfeccionarlo progresivamente mediante el esfuerzo de la propia inteligencia y voluntad, en definitiva para salvarlo.

En este sentido, séame permitido manifestar toda mi confianza tanto en la Jerarquía eclesiástica, come en los sacerdotes, religiosos y seglares colombianos.

Sé muy bien – y me congratulo por ello – que su actividad de apostolado, por el hecho de ser un consciente servicio eclesial en favor de la persona no desligada de sus necesidades reales y de sus legítimas aspiraciones, tiende en el orden temporal únicamente a “ impregnarlo de espíritu evangélico ”.

Tan lejos de este espíritu estaría el reducir la misión de la Iglesia a una simple tarea cultual o devocional, como el pretender asignarle un cometido, si no exclusivo al menos prioritario, de favorecer por todos los modos el cambio político-social.

124 La labor de la Iglesia se desarrolla en un marco más amplio e indiscriminado; su servicio desinteresado, animado por la caridad activa, se dirige ante todo a cultivar al hombre, primordialmente en aquello que lleva dentro de sí de más valor y que es fuente de su dignidad eminente: la imagen de Dios. Una imagen que para ser auténtica necesita proyectarse en todos los campos – profesional, familiar, cultural, social... – donde la persona humana crece y se ennoblece, afianzándose día a día en su experiencia directa, orientada a lograr una comunidad humana cada vez más justa, solidaria y pacífica.

Para que estos deseos se conviertan en una espléndida realidad en Colombia, imploro la constante ayuda del Altísimo, a la que encomiando la misión de Vuestra Excelencia, a les Autoridades y ciudadanos todos de su querido País.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A MÁS DE SEIS MIL ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS

PROCEDENTES DE TODO EL MUNDO


Martes Santo 10 de abril de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas:

A través de las palabras del presidente de vuestro congreso universitario, me habéis trazado un resumen completo de estas jornadas que estáis pasando en Roma, y me habéis hablado de las aspiraciones y de los ideales que arden en vosotros.

Os agradezco sinceramente las expresiones de afecto que habéis tenido para mí y para mí ministerio universal de Sucesor de Pedro.

Sé que estáis aquí nada menos que en representación de 217 universidades de todo el mundo, y esto es ya un signo positivo de la universalidad de la fe cristiana, aunque no siempre sea fácil vivirla. En efecto, conozco bien las inquietudes del mundo universitario, pero conozco también vuestro compromiso juvenil para asumir personalmente la responsabilidad que Cristo os confía: ser testigos suyos en los ambientes en que, a través del estudio, se elaboran la ciencia y la cultura.

En estos días reflexionáis sobre los esfuerzos que en el mundo se están realizando con el fin de desarrollar la unidad y la solidaridad entre los pueblos. Os preguntáis justamente sobre qué valores deban basarse estos esfuerzos, para no caer en el peligro de la retórica de palabras vacías. Y os preguntáis al mismo tiempo en nombre de qué ideales sea posible hermanar de veras culturas y pueblos tan diversos como, por ejemplo, los que veo que representáis vosotros.

Por esto, me conforta, desde luego, descubrir en vuestras miradas el deseo de buscar en Cristo la revelación de lo que Dios dice al hombre y de cómo el hombre debe responder a Dios.

Queridísimos, he aquí el punto central: debemos mirar a Cristo con toda nuestra atención. Sabemos que el designio de Dios es "recapitular en El todas las cosas" (Ep 1,10), mediante la singularidad de su persona y de su destino salvífico de muerte y de vida. Precisamente en estos días en los que revivimos su santa pasión, todo esto es más evidente: Cristo se nos muestra, efectivamente, con facciones aún más semejantes a las de nuestra débil naturaleza de hombres. La Iglesia nos señala a Jesús elevado en la cruz. "varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento" (Is 53,3), pero también resucitado de entre los muertos, "siempre vivo para interceder por nosotros" (He 7,23).

He aquí, pues, a quien el Papa os invita a mirar: Cristo crucificado por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación (cf. Rom Rm 4,25), el que viene a ser punto de convergencia universal e irresistible: "Si yo fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12,32).

125 Sé que vosotros ponéis vuestra esperanza en la cruz, que es para todos nosotros "bandera real" (himno litúrgico de Pasión). Continuad siendo impregnados, cada día y en cada circunstancia, por la sabiduría que nos viene sólo de la cruz pascual de Cristo. Tratad de sacar de esta experiencia una energía siempre nueva y purificadora. La cruz es el punto de apoyo, sobre el que se hace palanca para servir al hombre, así como para transmitir a tantísimos otros la alegría inmensa de ser cristianos.

En estos días, mientras contemplo a Cristo levantado y clavado en la cruz, vuelve frecuentemente a mi mente la expresión con que San Agustín comenta el pasaje del Evangelio de San Juan, hace poco recordado: "El leño de la cruz al que estaban clavados los miembros del Moribundo, vino a ser la cátedra del Maestro que enseña" (In Ioan. 119, 2). Reflexionad: ¿Qué voz, qué maestro del pensamiento puede fundar la unidad entre los hombres y las naciones, sino el que, dando la propia vida, ha obtenido para todos nosotros la adopción de hijos del mismo Padre? Precisamente esta filiación divina, que Cristo nos conquistó en la cruz y se realizó con el envío del Espíritu Santo a nuestros corazones, es el único fundamento sólido e indestructible de la unidad de una humanidad redimida.

Hijos míos, en vuestro congreso habéis puesto de relieve los sufrimientos y las contradicciones que perturban a la sociedad cuando se aleja de Dios. La sabiduría de Cristo os vuelve capaces de apremiaros a descubrir la fuente más profunda del mal que existe en el mundo. Y os estimula también a proclamar a todos los hombres, vuestros compañeros de estudio hoy y de trabajo mañana, la verdad que habéis aprendido de los labios del Maestro, y es que el mal proviene "del corazón de los hombres" (
Mc 7,21). No bastan, pues, los análisis sociológicos para traer la justicia y la paz. La raíz del mal está en lo interior del hombre. Por esto, el remedio parte también del corazón. Y —me complace repetirlo— la puerta de nuestro corazón sólo puede ser abierta por la Palabra grande y definitiva del amor de Cristo por nosotros, que es su muerte en la cruz.

Aquí es donde el Señor nos quiere conducir: dentro de nosotros. Todo este tiempo que procede a la Pascua es una invitación constante a la conversión del corazón. Esta es la verdadera sabiduría: "la plenitud de la sabiduría es temer al Señor" (Sir 1, 16).

Queridísimos, tened, pues, la valentía del arrepentimiento; y tened también la valentía de alcanzar la gracia de Dios por la confesión sacramental. ¡Esto os hará libres! Os dará la fuerza que necesitáis para las empresas que os esperan, en la sociedad y en la Iglesia, al servicio de los hombres. En efecto, el servicio auténtico del cristiano se califica a base de la presencia operante de la gracia de Dios en él y a través de él. La paz en el corazón del cristiano, por tanto, está unida inseparablemente a la alegría, que en griego (chará)es etimológicamente afín a la gracia (cháris). Toda la enseñanza de Jesús, comprendida su cruz, tiene precisamente esta finalidad: "para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (Jn 15,11). Cuando la alegría de un corazón cristiano se derrama en los demás hombres, allí engendra esperanza, optimismo, impulsos de generosidad en la fatiga cotidiana. contagiando a toda la sociedad.

Hijos míos, sólo si tenéis en vosotros esta gracia divina, que es alegría y paz, podréis construir algo válido para los hombres. Considerad, pues, vuestra vocación universitaria en esta magnífica perspectiva cristiana. El estudio hoy, la profesión mañana, se hacen para vosotros camino para encontrar a Dios y servir a los hombres, vuestros hermanos; esto es, se hacen camino de santidad, como se expresaba compendiosamente el queridísimo cardenal Albino Luciani, poco antes de ser llamado a esta Sede de Pedro con el nombre de Juan Pablo I: «Allí, en medio de la calle, en la oficina, en la fábrica, allí se hacen santos, a condición de que se cumpla el propio deber con competencia, por amor de Dios y con alegría; de modo que el trabajo cotidiano venga a ser no "el trágico cotidiano", sino como la sonrisa cotidiana» (Il Gazzettino, 23 de julio de 1978).

Finalmente, encomiendo a María Santísima, Trono de la Sabiduría, a la que encontramos estos días junto a la cruz Jesús (Jn 19,25), que os ayude a estar siempre a la escucha de esta sabiduría, que os dará a vosotros y al mundo la alegría inmensa de vivir con Cristo.

Y siempre, en cualquier ambiente donde os encontréis para vivir y testimoniar el Evangelio, os acompañe mi paterna bendición apostólica.


ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL TERMINAR EL «VÍA CRUCIS» EN EL COLISEO

Viernes Santo 13 de abril de 1979



1. Mientras recorremos el Vía Crucis pasando de una estación a otra, estamos siempre presentes en espíritu allí donde este camino tuvo su lugar "históricamente": allí donde se desarrolló, a lo largo de las calles de Jerusalén, desde el Pretorio de Pilato hasta la cima del Gólgota, es decir, del Calvario, fuera de las murallas.

Así, pues, también hoy hemos estado en espíritu allí, en la ciudad del "gran Rey", que como signo de su realeza ha escogido la corona de espinas en vez de la corona real, y la cruz en lugar del trono.

126 ¿No tenía razón Pilato cuando, presentándolo al pueblo que esperaba su condenación ante el Pretorio "por no contaminarse, para poder comer la Pascua" (Jn 18,28), en vez de decir "He aquí al rey", dijo "Ahí tenéis al hombre" (Jn 19,5)? Y así reveló el programa de su reino que quiere verse libre de los atributos del poder terreno para descubrir los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc Lc 2,35) y para acercarlos a la verdad y al amor que proviene de Dios.

"Mi reino no es de este mundo... Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18,36-37).

Este testimonio ha permanecido en las esquinas de las calles de Jerusalén, en los recodos del Vía Crucis, allí por donde caminaba, donde cayó por tres veces, donde aceptó la ayuda de Simón Cirineo y el velo de la Verónica, allí donde habló a algunas mujeres que se apiadaban de El.

Hoy día seguimos aún deseosos de este testimonio. Querernos conocer todos los detalles. Seguimos las huellas del Vía Crucis en Jerusalén y a la vez en tantos otros lugares de nuestra tierra; y cada vez nos parece repetir a este Condenado, a este Hombre de dolores: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

2. Haciendo el Vía Crucis en el Coliseo de Roma, estamos también sobre las huellas de Cristo, cuya cruz encontró sitio en los corazones de sus mártires y confesores. Ellos anunciaban a Cristo crucificado como "poder y sabiduría de Dios" (1Co 1,24). Tornaban cada día la cruz en unión con Cristo (cf. Lc Lc 9,23), y cuando era necesario morían como El en la cruz, o morían sobre la arena de la Roma antigua, devorados por las fieras, quemados vivos o torturados. El poder de Dios y la sabiduría de Dios revelados en la cruz, se manifestaban así más poderosamente en las debilidades humanas. Ellos no sólo aceptaban los sufrimientos y la muerte por Cristo, sino que se decidían como El por el amor a los perseguidores y a los enemigos: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34).

Por esto, sobre las ruinas del Coliseo se levanta la cruz.

Mirando hacia esta cruz, la cruz de los comienzos de la Iglesia en esta capital y la cruz de su historia, debemos sentir y expresar una solidaridad particularmente profunda con todos nuestros hermanos en la fe, que también en nuestra época son objeto de persecuciones y de discriminaciones en diversos lugares de la tierra. Pensemos ante todo en aquellos que están condenados, en cierto sentido, a la "muerte civil" por la denegación del derecho a vivir según la propia fe, el propio rito, según las propias condiciones religiosas. Mirando hacia la cruz en el Coliseo, pedimos a Cristo que no les falte —al igual que a aquellos que en otro tiempo sufrieron aquí el martirio— la fuerza del Espíritu, de que tienen necesidad los confesores y los mártires de nuestro tiempo.

Mirando a la cruz en el Coliseo sentimos una unión aún más profunda con ellos, una solidaridad aún más fuerte.

Al igual que Cristo tiene un lugar especial en nuestros corazones por su pasión, así también ellos. Tenemos el deber de hablar de esta pasión de sus confesores contemporáneos, y darles testimonio ante la conciencia de la humanidad entera, que proclama la causa del hombre, como finalidad principal de todo progreso. ¿Cómo conciliar estas afirmaciones con la lesión causada a tantos hombres, que —mirando a la cruz de Cristo— confiesan a Dios y anuncian su amor?

3. ¡Cristo Jesús! Estamos para terminar este santo día del Viernes Santo a los pies de tu cruz. Así como en otro tiempo, en Jerusalén, a los pies de tu cruz se encontraban tu Madre, Juan, Magdalena y otras mujeres, así también estamos aquí nosotros. Estamos profundamente emocionados por la importancia del momento. Nos faltan las palabras para expresar todo lo que sienten nuestros corazones. Ahora, en esta noche —cuando después de haberte bajado de la cruz, te han colocado en un sepulcro en la ladera del Calvario—, queremos suplicarte que permanezcas con nosotros mediante tu cruz: Tú que por la cruz te has separado de nosotros. Te suplicamos que permanezcas con la Iglesia; que permanezcas con la humanidad; que no te asustes si muchos pasan tal vez indiferentes al lado de tu cruz, si algunos se alejan y otros no se llegan a ella.

No obstante, tal vez hoy más que nunca el hombre tiene necesidad de esta fuerza y de esta sabiduría que eres Tú mismo, ¡Tú solo: mediante tu cruz!

127 Quédate, pues, con nosotros en este penetrante mysterium de tu muerte, con la que has revelado cuánto “ha amado Dios al mundo” (cf. Jn Jn 3,16). Quédate con nosotros y atráenos hacia Ti (cf. Jn Jn 12,32), Tú que caíste bajo el peso de esta cruz. Quédate con nosotros a través de tu Madre, a la que desde la cruz has encomendado particularmente a cada hombre (cf. Jn Jn 19,27).

¡Quédate con nosotros!

Stat crux, dum volvitur orbis! Sí, “¡la cruz está alzada sobre el mundo que avanza!”


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS AGENTES DE POLICÍA

Sábado 14 de abril de 1979



Queridísimos:

El sentimiento espontáneo que brota hoy en mi corazón es la alegría: he deseado este encuentro, que tiene lugar precisamente en la víspera del día más santo para la Iglesia: ¡la Pascua! En ella la liturgia nos invita a la alegría: "Este es el día que hizo el Señor; ¡alegrémonos y gocémonos!". Quería veros, saludaros personalmente, Agentes de la Seguridad Pública, que escoltáis mi coche todas las veces —¡y no son pocas!—que salgo de los muros vaticanos. Quería detenerme un poco con vosotros, en la calma serena, alejados del rápido y ensordecedor pasar como flechas de los coches, para abriros mi ánimo con gran sencillez.

Siento el deber de deciros: "¡Gracias!". Gracias por el interés que ponéis en esta tarea que os han confiado los superiores, y que vosotros cumplís con habilidad singular, con diligencia evidente, con dedicación reconocida; pero "gracias" sobre todo por los sentimientos de afecto hacia mi persona, que animan vuestro comportamiento, admirado por todos. Una vez más ¡gracias!

Este interés vuestro entra en vuestro deber cotidiano, de hombres, de ciudadanos, de cristianos. He aquí la reflexión que deseo proponer a vuestra meditación y a la de vuestros queridos familiares aquí presentes.

Cada uno de nosotros, en el ámbito de la sociedad, pero particularmente en el ámbito de la Iglesia, tiene una vocación y una responsabilidad. Cada uno de los cristianos en la comunidad del Pueblo de Dios debe contribuir a la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Este es el "servicio real" del que habla el Concilio Vaticano II (Lumen gentium LG 36), en virtud del cual, no sólo el Papa, los obispos, los sacerdotes, sino todos los cristianos, vale decir, los esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condiciones y profesiones diversas, deben construir su vida, como ya he dicho en mi primera Encíclica: "En la fidelidad a la propia vocación deben distinguirse los esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la institución sacramental del matrimonio" (Redemptor hominis, IV, 21).

En esta vigilia de Pascua, como suspendidos entre la memoria de la pasión de Jesús y de la resurrección corporal, os dirijo, por tanto, el ferviente deseo de que siempre "os mantengáis firmes a la confesión de la fe" (He 4,14): la le en Dios Padre, la fe en Jesucristo muerto y resucitado, la fe en la Iglesia; y que vuestra vida individual, familiar, social, en todas sus manifestaciones, sea perfectamente coherente con vuestra fe cristiana, de modo que seáis —como recomendaba Santiago— de aquellos que "ponen en práctica la Palabra y no se contentan con oírla" (Sant 1, 22).

Así, pues, el Papa podrá deciros, como San Pablo, con plena satisfacción: "Me alegro al ver vuestro buen concierto y la firmeza de vuestra fe en Cristo" (Col 2 Col 5).

128 ¡Felices Pascuas, hermanos y hermanas queridísimos! A vosotros, a vuestros padres, a vuestras esposas, a vuestros hijos, a todos vuestros seres queridos. ¡Felices Pascuas!

Con mi bendición apostólica.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE ESTUDIANTES Y PROFESORES BELGAS

Sábado 14 de abril de 1979



Me proporciona alegría saludar a los alumnos y profesores de los colegios católicos de Amberes, Brabante y Limburgo.

Os felicito por haber venido a vivir la Semana Santa en Roma. ¡Qué recuerdo inolvidable para vosotros! Y os agradezco la visita al Papa, que resulta para él tan simpática humanamente y tan confortadora espiritualmente.

Lo sabéis, el Señor Jesús me ha confiado misteriosamente todos sus discípulos. Todos tienen un lugar en mi corazón y cuentan con mi oración; pero sobre todo la generación que avanza, la vuestra, queridos jóvenes. Por esto quiero dejaros hoy tres consignas que serán como tres temas de reflexión.

Sed muchachos pletóricos de gozo y de seriedad, de atenciones con todos y de exigencia con vosotros mismos.

Sed discípulos ardorosos de Cristo que es el centro de toda la historia y de vuestra propia historia; discípulos muy humildes y muy intrépidos. más capaces cada vez de dar cuenta de su fe en El.

Sed constructores realistas y perseverantes de la sociedad un tanto cansada ya de sus caminos de materialismo práctico; y constructores de la comunidad cristiana, de la única Iglesia de Cristo.

Y quiero añadir también: que muchos de vosotros prestéis oídos al "Ven y sígueme" que Cristo Redentor lanza hoy sin duda alguna a los espíritus que están alerta, como lo hizo a los primeros Apóstoles y a todas las generaciones.

A vosotros, queridos jóvenes, a todos vuestros compañeros de colegio, a vuestros profesores y a vuestros padres, ¡feliz y santa fiesta de Pascua! Con mi bendición afectuosa.


MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE EDUCADORES CATÓLICOS

DE LOS ESTADOS UNIDOS




129 ¡Alabado sea Jesucristo!

Es un gozo para mí dirigirme a los miembros de la Asociación nacional de Educadores Católicos de Estados Unidos que militáis en ella a favor de la gran causa de la educación católica. Espero que mi mensaje de aliento y bendición llegue a través de vosotros a los numerosos centros católicos de enseñanza de vuestro país, a los estudiantes y profesores de estas instituciones, y a todos los colaboradores entregados generosamente a la educación católica. Con el Apóstol Pedro os envío mi saludo en la fe de Nuestro Señor Jesucristo: "Paz a todos vosotros los que estáis en Cristo" (
1P 5,14).

Como educadores católicos reunidos en la comunión de la Iglesia universal y en la oración, no hay duda de que compartiréis mutuamente valiosos puntos de vista que os ayudarán en vuestro importante trabajo, en vuestra misión eclesial. El Espíritu Santo está con vosotros y la Iglesia os agradece hondamente vuestra entrega. El Papa os habla para confirmaros en vuestra altísima tarea de educadores católicos, para ayudaros, dirigiros y sosteneros.

Entre las muchas reflexiones que podrían hacerse en este momento, hay especialmente tres puntos a los que quisiera referirme brevemente en los comienzos de mi pontificado. Son: la trascendencia de los centros católicos de enseñanza, la importancia de los profesores y educadores católicos y la naturaleza de la educación católica en sí misma. Se trata de temas desarrollados ya ampliamente por mis predecesores. Sin embargo, es importante en estos momentos que yo añada mi propio testimonio al de ellos con la esperanza de dar nuevo impulso a la educación católica en la vasta extensión de los Estados Unidos de América.

Con plena convicción ratifico y repito las palabras que dirigió Pablo VI hace algún tiempo a los obispos de vuestro país: "Nos son conocidas, hermanos, las dificultades que lleva consigo el mantenimiento de las escuelas católicas y la incertidumbre del futuro. Pero confiamos en la ayuda de Dios y en vuestra propia colaboración celosa y esfuerzos incansables, a fin de que las escuelas católicas puedan proseguir realizando, a pesar de los graves obstáculos actuales, su misión providencial de servicio a la auténtica educación católica y a vuestra patria" (15 de septiembre de 1975; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 28 de septiembre de 1975, pág. 2). Sí, los centros católicos de enseñanza deben seguir siendo un medio privilegiado de educación católica en América. Por ser instrumentos de apostolado, son merecedores de los mayores sacrificios.

Pero ningún centro católico de enseñanza puede ser eficiente sin profesores católicos entregados y convencidos del gran ideal de la educación católica. La Iglesia necesita hombres y mujeres que se propongan enseñar de palabra y con el ejemplo, que se propongan imbuir todo el ambiente educativo del espíritu de Cristo. Es ésta una gran vocación, y el mismo Señor recompensará a los que la siguen como educadores en la causa de la Palabra de Dios.

Para que los colegios católicos y los profesores católicos puedan de verdad aportar su colaboración insustituible a la Iglesia y al mundo, debe ser diáfana como el cristal la meta de la educación católica. Queridos hijos e hijas de la Iglesia católica, hermanos y hermanas en la fe: La educación católica consiste sobre todo en comunicar a Cristo, en coadyuvar a que se forme Cristo en la vida de los demás. Como dice el Concilio Vaticano II, los que han sido bautizados deben hacerse más conscientes cada día del don de la fe recibida, aprender a adorar a Dios Padre en espíritu y en verdad, formándose para vivir según el hombre nuevo en justicia y en la santidad de la verdad (cf. Gravissimum educationis GE 2).

Estos son sin duda alguna objetivos esenciales de la educación católica. El proponérselos e impulsarlos da sentido a la escuela católica, y pone en evidencia la dignidad de la vocación del educador católico.

Sí, se trata ante todo de comunicar a Cristo y ayudar a que su Evangelio ennoblecedor eche raíces en el corazón de los creyentes. Por ello, sed fuertes al perseguir estos objetivos. La causa de la educación católica es la causa de Jesucristo y de su Evangelio al servicio del hombre.

Y estad seguros de la solidaridad de toda la Iglesia y de la gracia confortadora de Nuestro Señor Jesucristo. En su nombre os envío mi bendición apostólica. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

El Vaticano, 16 de abril de 1979.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE SACERDOTES ITALIANOS DE BOLONIA,

ACOMPAÑADOS POR SU ARZOBISPO, EL CARDENAL POMA


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Jueves 19 de abril de 1979



Señor cardenal:

Alegran el encuentro de esta mañana estos sacerdotes jóvenes de su archidiócesis, a los que usted ha impuesto las manos en el curso del último decenio. Me parece leer en su rostro el legítimo orgullo de un padre que se ve rodeado por una numerosa y fuerte corona de hijos, con los que sabe que puede contar para hoy y para mañana. A usted, pues, señor cardenal, y a estos sacerdotes suyos, vaya mi saludo cordial con una franca y sincera bienvenida.

Para mí es siempre motivo de alegría muy especial el poder dialogar con los sacerdotes, porque me parece que puedo entrar inmediatamente en sintonía con ellos a causa de los ideales, esperanzas, experiencias alegres y tristes; en una palabra, a causa de la vocación que por providencial disposición divina nos une. En estos casos, siento espontáneamente el deseo de escuchar los problemas de cada uno, preguntar sobre las iniciativas apostólicas, las dificultades encontradas, los resultados obtenidos, los proyectos para el futuro. Querría poder conversar, en comunión fraterna de espíritu, sobre el misterio de la elección divina, sobre la grandeza de la misión a que hemos sido llamados, sobre las responsabilidades formidables de que somos portadores. Hablar de esto para reavivar en nosotros la conciencia del papel insustituible que el sacerdocio ministerial debe desarrollar en servicio del Pueblo de Dios.

He escrito algunos pensamientos sobre esta nuestra fundamental función eclesial en la Carta que he dirigido a todos los sacerdotes con ocasión de la reciente celebración litúrgica del Jueves Santo. Confío que la hayáis acogido, hijos queridísimos, con la misma apertura de corazón con que yo la he escrito; y deseo que se detenga en ella vuestra reflexión atenta, inteligente, disponible, de manera que sirva a todos de consuelo y estímulo para perseverar gozosamente en la donación de sí mismo a Cristo v a la Iglesia

Ahora sólo querría hacer notar cómo son dos las exigencias particulares que siente el clero, sobre todo el clero joven: la exigencia de autenticidad y la de cercanía al hombre de nuestro tiempo. Son dos exigencias dignas de toda consideración, porque expresan una voluntad sincera de coherencia con la propia misión.

Hojeando el texto de la mencionada Carta, os habréis dado cuenta que he indicado el criterio más válido de autenticidad sacerdotal en la semejanza con Cristo, "Buen Pastor" (cf. núm. Nb 5); y el modo más eficaz de actualizar una presencia "significativa" entre los hombres de hoy, en el compromiso de ofrecer a los otros el testimonio de una personalidad sacerdotal que sea para todos "un claro y límpido signo a la vez que una indicación" (cf. núm. Nb 7). En efecto, no es cediendo a las sugestiones de un fácil aseglaramiento expresado o en el abandono del traje eclesiástico o en la asimilación de costumbres mundanas o tomando un oficio profano; no es éste el camino para acercarse eficazmente al hombre de hoy. Esta asimilación quizá podría dar la impresión, a primera vista, de una facilidad de contacto; pero, ¿para qué valdría, si hubiese de ser "pagada" con la pérdida de la función específica evangelizadora y santificadora que hace del sacerdote la sal de la tierra y la luz del mundo? El peligro de que la sal se vuelva insípida o de que la luz sea sofocada, ya lo admitió claramente como hipótesis Jesús en el Evangelio (cf. Mt Mt 5,13-16). ¿Para qué serviría un sacerdote "asimilado" al mundo de tal forma que se convirtiera en elemento disfrazado del mismo y no ya en fermento transformador?

Estas son —estoy seguro de ello—también vuestras convicciones; y por eso el poder contemplar un grupo tan hermoso y prometedor de sacerdotes jóvenes. estrechados en torno a su obispo, me llena el alma de satisfacción. Así, pues, al reiteraros el agradecimiento por esta visita en la que adivino el testimonio de una voluntad intensa de comunión cada vez más estrecha con el Sucesor de Pedro, os aseguro gustosamente un recuerdo especial junto al altar del Señor, y en su nombre os doy a todos mi paterna bendición apostólica, extensiva a vuestras familias y a las almas confiadas a vuestro generoso ministerio.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE DIÁCONOS DE RATISBONA, ALEMANIA

Sábado 21 de abril de 1979



Excelencia,
muy estimado señor regente,
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Discursos 1979 122