Discursos 1979 387


DÍA DEL FERROVIARIO


EN LA ESTACIÓN TÉRMINI DE ROMA


Jueves 8 de noviembre de 1979



Queridísimos viajeros:

Aprovechando esta parada breve en la estación Términi, antes de llegar al depósito de locomotoras del barrio Salario para celebrar allí la Santa Misa con ocasión del Día del Ferroviario, deseo dirigir un saludo particularmente afectuoso a cuantos se hallan hoy en este punto de encuentro de pasajeros de la Roma cosmopolita, a donde yo también he llegado desde Polonia por voluntad misteriosa de Dios, igual que San Pedro desde Galilea en otro tiempo, como Obispo de la Urbe y Pastor de la Iglesia universal.

Deseo ante todo dedicar un saludo particular a cuantos se prodigan por el buen funcionamiento de esta estación y de los ferrocarriles: el Director general, los funcionarios de las distintas oficinas, los jefes de estación y jefes de tren, los conductores y maquinistas, todo el personal de conservación, reparación y limpieza. Recuerdo especialmente a los que prestan servicio de seguridad pública, atienden al orden social y moral y defienden a las personas que al hallarse solas y como perdidas en una estación tan grande como ésta, pueden encontrarse en situaciones peligrosas física o espiritualmente. Vaya a todos ellos mi reconocimiento y mi estímulo por este servicio delicado e importante en beneficio de la sociedad.

Mi pensamiento se extiende después a la inmensa multitud de viajeros que por motivos de trabajo o estudio, por razones sociales, religiosas o de turismo, se mueven por los caminos del mundo. Pienso sobre todo en los emigrantes que para proveer de lo necesario a la propia familia, se ven obligados a dejar la patria y los seres queridos, y someterse a sacrificios y privaciones en tierras desconocidas.

En los que viajan se refleja un aspecto de la vida de Jesús, que en su vida pública, en los tres años de predicación mesiánica, viajó constantemente de una región a otra, de una ciudad a otra de la antigua Palestina. Y como Jesús, que es nuestro "Camino" (cf. Jn Jn 14,6), así también hicieron los Apóstoles que se esparcieron por los caminos del mundo para anunciar la "Buena Nueva" a todas las naciones.

Sean los que fueren los motivos por los que os ponéis en viaje, sabed dar a éste una dimensión humana también, porque a través de los viajes, como dice el Concilio, "se afina el espíritu del hombre y los hombres se enriquecen con el conocimiento mutuo" (Gaudium et spes GS 61); en los viajes se ofrecen buenas ocasiones de establecer relaciones fraternas entre personas de toda condición y estado social, y de toda nacionalidad, para integrar así la propia formación cultural y sobre todo comprender las necesidades de los demás. Pues por la conversación y confrontación de ideas se adquiere mayor conciencia de la necesidad de solidaridad humana y de ayuda recíproca.

De modo especial deseo que sepáis dar dimensión espiritual a vuestros viajes, quiero decir, significado bíblico de peregrinación ideal a la tierra prometida. El significado que le daba también San Agustín cuando explicaba a sus fieles: "¿Qué significa caminar? Ir adelante rectamente, avanzar en santidad... Si avanzas es señal de que caminas, pero debes caminar en el bien, debes avanzar en la fe verdadera, debes ir adelante en la santidad" (Sermón 256, 3; PL 58, 1193).

388 Confío estos deseos a la Virgen Santísima, Señora del Camino, para que les dé mayor valor con su intercesión poderosa; y a la vez, prometiéndoos mi recuerdo en la oración, os doy de corazón a todos, a vuestras familias y a vuestros seres queridos que están lejos, mi bendición apostólica especial





CLAUSURA DE LA REUNIÓN PLENARIA

DEL SACRO COLEGIO CARDENALICIO

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Viernes 9 de noviembre de 1979



Venerables hermanos, miembros del Sacro Colegio:

1. "Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos" (Ps 132,1).

Hay en la vida de la Iglesia circunstancias y momentos especiales en los que comprendemos más a fondo la belleza y la verdad de estas palabras. Las experimentamos durante los dos cónclaves que vivimos juntos el año pasado, en una experiencia única de nuestra vida consagrada a Cristo y al Pueblo de Dios. Y las hemos experimentado también en estos días, en toda su riqueza y suavidad interior, cuando nos hemos reunido en este primer encuentro histórico, que yo he deseado tanto y que vosotros habéis facilitado con vuestra presencia y colaboración. "Los hermanos unidos". Nos hemos sentido hermanos, unidos por el mismo vínculo de una misma misión: cuando hemos orado, en torno al altar junto a la tumba de Pedro, el lunes 5 de noviembre, por los hermanos del. Sacro Colegio que en gran parte estuvieron a nuestro lado el año pasado y a quienes el Señor ha llamado a Sí; cuando nos hemos reunido en esta aula, donde se sentía aquel único deseo que nos apremia a todos "para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios" (Ep 4,12 s.).

Y nos sentimos hermanos especialmente hoy, en el vínculo de esta Iglesia nuestra de Roma, a la que estamos estrechísimamente ligados, yo como Pastor, vosotros como miembros autorizados del clero romano, al que pertenecéis por derecho nato en virtud de vuestros títulos y diaconías: hoy, repito, cuando la Iglesia universal celebra la dedicación de la Basílica de Letrán, madre y cabeza de todas las Iglesias, sede de la Cátedra del Obispo de Roma. Un reflejo de esa alegría que es propia de la Jerusalén celestial, se ha irradiado también y de modo especial sobre nosotros, aquí reunidos, al finalizar el encuentro precisamente en el día consagrado a la dedicación de la Cátedra de Roma.

2. Con estos sentimientos os doy las gracias de todo corazón: por haber venido a Roma desde todos los continentes, dejando por algunos días las solicitudes pastorales que os unen a vuestras Iglesias, a las que os vincula en Cristo un amor nupcial; por haber afrontado las molestias del viaje sin parar mientes en las exigencias del trabajo. Gracias por las intervenciones, sólidas y pensadas, que habéis tenido; por la armonía con que la asamblea y cada uno de los círculos han trabajado, respondiendo a la invitación hecha; por la positiva colaboración que habéis manifestado.

Pero sobre todo gracias por el clima que aquí se ha respirado: clima de fraternidad, de familia, de corresponsabilidad, de amor: "La caridad de Cristo nos apremia" (2Co 5,14).

3. Pienso que de este modo nuestra reunión ha contribuido:

— a recorrer en breve tiempo una importante etapa en el camino de la colegialidad, según el espíritu del Concilio Vaticano II;

— a la revitalización de esta preclara institución, que es el Colegio Cardenalicio, de acuerdo con su naturaleza y tradición.

389 Al daros las gracias, no puedo menos de pediros excusas, al mismo tiempo:

— por las dificultades que habéis debido afrontar;

— por las tareas que, dada su amplitud, parecían superar las posibilidades del tiempo, que se les podía dedicar.

Pero hemos comprobado que, incluso en un tiempo relativamente breve, se ha podido hacer no poco en esta tan competente asamblea.

4. Los elementos principales se reflejan en el comunicado final.

En cierto modo, este encuentro ha sido la introducción para un ulterior cambio de ideas y de solicitudes pastorales.

No cabe duda de que este encuentro ha tenido un carácter plenamente pastoral, animado por la "solicitud de todas las Iglesias" (cf.
2Co 11,28).

Teniendo presente el trabajo, que esperamos nos presentéis en los próximos meses, pensamos decir ahora que habéis realizado ya una gran obra, vosotros que sois —y ciertamente lo habéis sido de modo especial estos días— "mi alegría y mi corona", como dice el Apóstol (Ph 4,1).

5. No es mi intención tratar de nuevo los temas que han sido sometidos a vuestra reflexión, y sobre los que seguiréis reflexionando los próximos meses. Basta decir que, por cuanto respecta al ordenamiento de la Curia Romana, serán muy tenidas en cuenta las sugerencias, consejos y propuestas que, animados de un sincero amor por el bien de la Iglesia universal, habéis hecho y haréis llegar aquí, a fin de que ese organismo de la Curia Romana, tan articulado y complejo, pueda realizar un servicio cada vez más calificado, precioso y beneficioso a los obispos y a las Conferencias Episcopales de todo el mundo.

6. No se os ha pasado por alto el interés que personalmente, y con la ayuda de mis más inmediatos colaboradores, intento dedicar a los problemas de la cultura humana, de la ciencia y del arte, que fueron objeto de particular estudio por parte del Concilio Vaticano II, y que espera una aportación más solícita de todos nosotros, hombres de Iglesia. El Concilio puso en evidencia, en la Constitución Pastoral Gaudium et spes, la necesidad de promover el desarrollo de la cultura humana: "los cristianos —dice el documento—, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba; lo cual en nada disminuye, antes por el contrario aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el punto eminente que le corresponde en la vocación total del hombre" (Gaudium et spes GS 57).

A esta finalidad miran las solicitudes y las perspectivas que me he permitido haceros presentes y que explicó después el cardenal relator. Las intervenciones han dicho claramente cuáles son vuestras preocupaciones por el desarrollo a realizar en este campo vital, en el que se juega el destino de la Iglesia y del mundo en esta etapa final de nuestro siglo.

390 Por eso tendré muy en cuenta cuanto me haréis llegar sobre esta cuestión de tanta importancia.

7. Por lo que respecta al tercer tema, esto es, la cuestión "económica", parece oportuno decir lo siguiente:

a) continuando el intercambio de las informaciones —comenzado ya en el mes de agosto del año pasado, es decir, antes del Cónclave—, habéis podido conocer, venerables hermanos, de modo preciso, la situación de los problemas económicos de la Sede Apostólica;

b) esto es muy importante para que se forme en la Iglesia y en todo el mundo católico una recta opinión pública sobre esta cuestión. Esa leyenda sin fundamento difundida acerca de las finanzas de la Santa Sede, le ha acarreado no leve daño. Como en los tiempos antiguos, también en nuestros días surgen mitos. El único camino a seguir en esta cuestión es el de considerar objetivamente la cosa en sí misma. A este respecto debo daros las más expresivas gracias porque también en este campo estáis dispuestos generosamente a colaborar conforme a la tradición apostólica confirmada por la experiencia de todas las épocas de la Iglesia.

c) La Sede Apostólica, para poder servir con más eficacia a la misión universal de la Iglesia, para poder realizar el programa pastoral del Concilio, para trabajar en la evangelización, necesita también medios económicos. Estos medios objetivamente son muy exiguos en comparación con lo que se gasta hoy en el mundo, por ejemplo, en la carrera de armamentos.

Además, es un deber nuestro ante la historia, el mantener ese insigne monumento de la humanidad, que es la basílica de San Pedro, a la que se unen otras obras, por ejemplo los Museos Vaticanos.

Finalmente, me parece poder decir que, con la ayuda de Dios, se han logrado las finalidades para las que se había pensado convocar esta reunión extraordinaria de los padres cardenales.

Y precisamente a El, al "Padre de las luces" de quien "desciende todo buen don y toda dádiva perfecta" (Sant 1, 17) se eleva nuestra acción de gracias. A El confiamos nuestros propósitos y nuestros trabajos. A El pedimos la gracia de continuar con perseverancia en el camino emprendido para la elevación del hombre, para el verdadero progreso de los pueblos, para la paz universal. Adelántate con tu inspiración, y continúa ayudándonos.

María, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles, apoye nuestros deseos comunes y los haga fecundos con su protección. A Ella Virgen Madre de Dios —y lo digo recogiendo el deseo unánime manifestarlo en esta aula— me encomiendo de nuevo confiadamente y encomiendo también a toda esta asamblea de Pastores.

A todos vosotros, hermanos amadísimos, mi especial bendición.






A LA PONTIFICIA ACADEMIA DE LAS CIENCIAS CON MOTIVO DE LA CONMEMORACIÓN DEL NACIMIENTO DE ALBERT EINSTEIN


Sábado 10 de noviembre de 1979



391 Venerables hermanos,
excelencias,
señoras y señores:

1. Le agradezco sinceramente, Sr. Presidente, las palabras entusiastas y fervientes que me ha dirigido al comienzo de su discurso. Y con Su Excelencia y los Sres. Dirac y Weisskopf, miembros ambos de la Pontificia Academia de las Ciencias, me complazco en esta conmemoración solemne del centenario del nacimiento de Alberto Einstein.

La Sede Apostólica también quiere rendir el homenaje debido a Alberto Einstein por la aportación eminente que ha prestado al progreso de la ciencia, es decir, al conocimiento de la verdad presente en el misterio del universo.

Me siento plenamente solidario con mi predecesor Pío XI y con los que le han sucedido en la Cátedra de Pedro, que invitó a los miembros de la Pontificia Academia de las Ciencias, y con ellos a todos los científicos, a hacer «progresar cada vez más noble e intensamente las ciencias, sin pedirles nada más; y ello porque en esta mete excelente y en este trabajo noble consiste la misión de servir a la verdad, misión que les encomendamos...» (In multis solaciis, 28 de octubre de 1936: AAS 28 [1936] p.424).

2. La investigación de la verdad es la tarea de la ciencia fundamental. El investigador que se mueve en esta primera vertiente de la ciencia siente toda la fascinación de las palabras de San Agustín: «Intellectum valde ama» (Epist. 120, 3,13: PL 33,459): «ama mucho la inteligencia», y la función de conocer la verdad que le es propia. La ciencia pura es un bien digno de gran estima, pues es conocimiento, y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia. Ya antes de las aplicaciones técnicas se la debe honrar por sí misma, como parte integrante de la cultura. La ciencia fundamental es un bien universal que todo pueblo debe tener posibilidad de cultivar con plena libertad respecto de toda forma de servidumbre internacional o de colonialismo intelectual.

La investigación fundamental debe ser libre ante los poderes político y económico, que han de cooperar a su desarrollo sin entorpecer su creatividad o manipularla para sus propios fines. Pues al igual que todas las demás verdades, la verdad científica no tiene efectivamente que rendir cuentas más que a sí misma y a la Verdad suprema, que es Dios, creador del hombre y de todas las cosas.

3. En la segunda vertiente, la ciencia se proyecta a aplicaciones practicas, que encuentran su desarrollo pleno en las diversas tecnologías. En la fase de sus realizaciones concretes la ciencia es necesaria a la humanidad pare satisfacer las exigencias legitimas de la vida y vencer los males varios que la amenazan. No hay duda de que la ciencia aplicada ha prestado y seguirá prestando inmenso servicio al hombre por poco inspirada que esté en el amor, regulada por la sabiduría, acompañada de valentía que la defienda contra la injerencia indebida de todos los poderes tiránicos. La ciencia aplicada debe aliarse con la conciencia a fin de que en el trinomio ciencia-tecnología-conciencia se preste servicio a la causa del auténtico bien del hombre.

4. Como tuve ocasión de decir en mi Encíclica Redemptor hominis, desgraciadamente «el hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce... En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humane contemporánea» (Redemptor hominis
RH 15). El hombre debe salir victorioso de este drama, que amenaza degenerar en tragedia, y debe volver a encontrar su realeza auténtica sobre el mundo y su dominio pleno sobre las cosas que produce. Como escribí en la misma Encíclica, en la hora actual «el sentido esencial de esta "realeza" y este "dominio" del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia» (n. 16).

Esta triple superioridad se mantiene en la medida en que se conserve el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre. Al ejercer su misión de guardiana y abogada de una y otra trascendencia, la Iglesia piensa que está ayudando a la ciencia a conservar su pureza ideal en la vertiente de la investigación fundamental y a desempeñar su servicio al hombre en la vertiente de las aplicaciones prácticas.

392 5. Por otra parte, la Iglesia reconoce complacida que se ha beneficiado de la ciencia. A ésta, entre otras, hay que aplicar lo que dijo el Concilio a propósito de ciertos aspectos de la cultura moderna: «Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa... La agudización del espíritu crítico la purifica de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos, y exige, cada vez más, una adhesión verdaderamente personal y operante de la fe, lo cual trace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino» (Gaudium et spes GS 7).

La colaboración entre religión y ciencia moderna revierte en provecho de una y otra, sin violar en absoluto las autonomías respectivas. Del mismo modo que la religión exige la libertad religiosa, así la ciencia reivindica legítimamente la libertad de investigación. Después de haber afirmado con el Concilio Vaticano I la legítima libertad de las artes y disciplines humanas en el terreno de los propios principios y del método propio, el Concilio Ecuménico Vaticano II reconoce solemnemente "la autonomía legítima de la cultura, y especialmente de las ciencias" (Gaudium et spes GS 59). En esta ocasión de la conmemoración solemne de Einstein, quisiera reiterar de nuevo las declaraciones del Concilio sobre la autonomía de la ciencia en su función de investigación sobre la verdad inscrita en la creación por el dedo de Dios. La Iglesia, rebosante de admiración ante el genio del gran científico, en el que se revela la huella del Espíritu creador, y sin intervenir en manera alguna con juicios que no le atañen sobre la doctrine referente a los grandes sistemas del universo, al mismo tiempo propone esta ultima a la reflexión de los teólogos pare descubrir la armonía existente entre la verdad científica y la verdad revelada.

6. Señor Presidente: con toda razón ha dicho usted en su discurso que Galileo y Einstein caracterizaron una época. La grandeza de Galileo es de todos conocida, como la de Einstein; pero a diferencia del que honramos hoy ante el Colegio Cardenalicio en el Palacio Apostólico, el primero tuvo que sufrir mucho —no sabríamos ocultarlo— de parte de hombres y organismos de la Iglesia. El Concilio Vaticano II reconoció y deploró ciertas intervenciones indebidas: «Permítasenos deplorar —está escrito en el numero 36 de la Constitución conciliar Gaudium et spes— ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la autonomía legítima de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos. Actitudes que seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer oposición entre la ciencia y la fe». La referencia a Galileo se expresa claramente en la nota adjunta a este texto, la cual cite el volumen Vita e opere di Galileo Galilei, de Mons. Pio Paschini, editado por la Pontificia Academia de las Ciencias

Para ir más allá de esta tome de posición del Concilio, deseo que teólogos, sabios e historiadores, animados de espíritu de colaboración sincera, examinar a fondo el caso de Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos vengan de 1a parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esta tarea, que podrá hacer honor a la verdad de la. fe y de la ciencia y abrir la puerta a futuras colaboraciones.

7. Séame permitido, señores, presentar a vuestra atención y reflexión algunos puntos que me parecen importantes para volver a enfocar en su luz verdadera el asunto Galileo, en el que las concordancias entre religión y ciencia son más numerosas y, sobre todo, más importantes que las incomprensiones de las que surgió el conflicto áspero y doloroso, que se. prolongó en los siglos siguientes.

El hombre que con justo título ha sido calificado de fundador de la física moderna, declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás: «la Escritura santa y la naturaleza, al proceder ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda, en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios», según escribió en la carta al Hermano Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613 (Edition Nationale des oeuvres de Galilée, vol. V, p.282-285). El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: «La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanes y las de la fe tienen origen en un mismo Dios» (Gaudium et spes GS 36).

En su investigación científica, Galileo siente la presencia del Creador, que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu. A propósito de la invención de la lente de aproximación, escribe al comienzo del Sidereus Nuncius, recordando algunos de sus descubrimientos astronómicos: «Quae omnia ope Perspicilli a me excogitati divina prius illuminante gratia, paucis abhinc diebus reperta, que observata fuerunt» (Sidereus Nuncius, Venetiis, apud Thomas Baglionum, MDCX, fol.4). «Todo esto se ha descubierto y observado estos días gracias al "telescopio", que he inventado después de haber sido iluminado por la gracia divina».

La confesión galileica de la iluminación divina sobre el espíritu del científico encuentra eco en el texto ya citado de la Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: «Quien se esfuerza con perseverancia y humildad por penetrar en los secretos de la realidad, aun sin saberlo, está como llevado por la mano de Dios» (Gaudium et spes GS 36 Gaudium et spes ). La humildad en que insiste el texto conciliar es una virtud del espíritu tan necesaria en la investigación científica como en la adhesión a la fe. La humildad crea un clima favorable al diálogo entre el creyente y el científico y atrae la luz de Dios, conocido ya o todavía desconocido, pero amado tanto en un cave como en el otro por quien busca humildemente la verdad.

8. Galileo formuló normas importantes de carácter epistemológico que resultan indispensables pare poner de acuerdo la Sagrada Escritura y la ciencia. En su carta a la Gran Duquesa Madre de Toscana, Cristina de Lorena, reafirma la verdad de la Escritura: «La Sagrada Escritura no puede mentir jamás, pero a condición de penetrar en su sentido verdadero, el cual —no creo pueda negarse— está muchas veces escondido y es muy diferente de lo que parece indicar la mere significación de las palabras» (Edition Nationale des oeuvres de Galilée, vol. V, p. 315). Galileo introdujo el principio de la interpretación de los Libros sagrados, que va más allá del significado literal y está de acuerdo con la intención y el estilo de exportar propios de cada uno de ellos. Es preciso, como él mismo afirma, que «los sabios que la exponen den a conocer el significado verdadero».

El Magisterio eclesiástico admite la pluralidad de reglas de interpretación de la Sagrada Escritura. En efecto, en la Encíclica Divino Afflante Spiritu, de Pío XII, enseña la existencia de géneros literarios en los Libros sagrados, y de ahí la necesidad de interpretaciones acordes con el carácter de cada uno de ellos.

Las concordancias varias que he recordado no resuelven por sí solas todos los problemas del "caso Galileo", pero contribuyen a crear un punto de arranque favorable a la solución honrosa y un estado de ánimo propicio a la solución honrada y leal de los antiguos antagonismos.

393 La existencia de esta Pontificia Academia de las Ciencias, a la que de alguna manera estuvo vinculado Galileo a través de la institución antigua que precedió a ésta, y de la que hoy forman parte científicos eminentes, es un signo visible que muestra a los pueblos, sin forma alguna de discriminación racial o religiosa, la armonía profunda que puede existir entre las verdades de la ciencia y las verdades de la fe.

9. Además de la fundación de vuestra Academia Pontificia hecha por Pío XI, mi predecesor Juan XXIII quiso que la Iglesia contribuyera a promover el progreso científico y a recompensarlo con la institución de la Medalla de Pío XI. De acuerdo con la designación hecha por el Consejo de la Academia, me complazco en conferir esta alta distinción a un investigador joven, el Dr. Antonio Paes de Carvalho, cuyos trabajos de investigación fundamental constituyen una aportación importante al progreso de la ciencia y al bien de la humanidad.

10. Señor Presidente y señores académicos: Ante los eminentísimos cardenales aquí presentes, el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, los ilustres sabios y todas las personalidades que asisten a esta sesión académica, quisiera declarar que la Iglesia universal y la Iglesia de Roma, en unión con todas las que están en el mundo, conceder gran importancia a la función de la Pontificia Academia de las Ciencias.

El título de Pontificia conferido a esta Academia da a entender —y vosotros no lo ignoráis— el interés y aliento de la Iglesia, que se manifiestan de modos bien diferentes, por cierto, de los del antiguo mecenazgo, pero no por ello son menos profundos y eficaces. Como escribía el insigne y llorado Presidente de vuestra Academia Mons. Lemaître: «¿Podría, acaso, la Iglesia tener necesidad de la ciencia? No por cierto; la cruz y el Evangelio le bastan. Pero al cristiano nada humano le es ajeno. ¿Cómo podría desinteresarse la Iglesia de la más noble de las ocupaciones estrictamente humanas, la investigación de la verdad ?» (O. Godart-M. Heller, Les relations entre la science et la foi chez Georges Lemaître, Pontificia Academia Scientiarum, Commentarii, vol. III,
III 21,0 p.7).

En esta Academia, que es vuestra y mía, colaboran sabios creyentes y no creyentes, de acuerdo en la investigación de la verdad científica y en el respeto de las creencias ajenas. Séame permitido citar aquí de nuevo una página luminosa de monseñor Lemaître: «Los dos [el sabio creyente y el sabio no creyente] se esfuerzan por descifrar el palimpsesto profusamente imbricado de la naturaleza, donde las huellas de las distintas etapas de la larga evolución del mundo se han superpuesto y entremezclado. Acaso el creyente goza de la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es, en fin de cuentas, obra de un ser inteligente, y, por ello, que el problema planteado por la naturaleza ha sido planteado pare ser resuelto y que su dificultad está en proporción, sin dude, con la capacidad actual o futura de la humanidad. Es posible que esto no le aporte recursos nuevos en la investigación, pero contribuirá a mantenerlo en ese sano optimismo, sin el que no se puede mantener largo tiempo un esfuerzo sostenido» (Ibíd., p.11).

Deseo a todos este optimismo sano de que habla Mons. Lemaître, optimismo que tiene su origen misterioso y a la vez real en el Dios en que han puesto la fe o en el Dios desconocido, al que tiende la verdad, objeto de sus investigaciones esclarecidas.

Que la ciencia de que hacen profesión ustedes, señores académicos y señores científicos, en el terreno de la investigación pura y en el de la investigación aplicada, ayude a la humanidad, con el apoyo de la religión y de acuerdo con ella, a volver a encontrar el camino de la esperanza y alcanzar la mete final de la paz y la fe.






A LOS REPRESENTANTES DEL MOVIMIENTO "NOVA SPES"


Sábado 10 de noviembre de 1979



Venerable hermano,
señoras y señores,
queridos amigos:

394 Me complace mucho tener hoy esta reunión con vosotros, dignos miembros del Movimiento internacional "Nova spes", que se propone el fin específico de promover los valores humanos y el progreso humano. Sabéis sin duda alguna que llevo muy en el corazón estos objetivos, como creo haber demostrado ampliamente en mi Carta Encíclica "Redemptor hominis".

El apropiadísimo título que habéis dado al "Colloquium romanum" que estáis celebrando es una pregunta: "El hombre, ¿quién es realmente?". No hay duda de que éste es un tema fundamental, y el hecho de que se plantee en forma de pregunta hace pensar en la profundidad casi inagotable del tema respetándolo al mismo tiempo. En efecto, hay mucha verdad en la frase del antiguo filósofo griego, según la cual los seres humanos son "un grandísimo espectáculo unos para otros" (Epicurus, en Séneca Ad Luc 7, 11). Pero lo que él aplicaba sólo a las relaciones entre amigos, los cristianos admitimos muy gustosamente que sea igualmente verdad acerca de la naturaleza humana en general, evitando así el trivializarla o reducirla a una sola dimensión, porque precisamente en su horizonte inalcanzable reconocemos el reflejo de la infinitud de Dios y de su misterio insondable. La innata dignidad el hombre "imagen" de Dios (cf. Gen
Gn 1,27) consiste realmente en el hecho de que, según el Eclesiástico, Dios "puso su propia luz en sus corazones" (Ecl 17, 7), mientras que más tarde en el Hijo del Hombre reveló en forma humana al mismo Dios a quien nadie vio jamás (cf.Jn 1, 18), el cual "no se avergonzó de llamarlos hermanos" (He 2,11).

Por esta razón la pregunta sobre el hombre entraña la correlativa pregunta sobre Dios; la grandeza o pequeñez de cada hombre en último análisis dependen de hecho de la identidad de su Dios o de su ídolo. Hay entre los dos polos una interdependencia tal que también nosotros al dirigirnos al hombre de hoy, nos vemos obligados a repetir las palabras del antiguo apologista cristiano: "Mostradme vuestro hombre y os mostraré mi Dios" (Teófilo de Antioco, Ad Aut. 1, 2).

Queridos amigos: Sé que vuestra tarea va en esta línea clarísima de discusión leal del problema, amorosa determinación y apertura generosa. Por esta razón os deseo el mayor éxito posible en vuestros esfuerzos por garantizar el auténtico amor al hombre, un amor que brote de una actitud hondamente radicada de amor a la gloria de Dios.

Avalo estas esperanzas con mis oraciones, y os deseo de corazón todo lo mejor, asegurándoos a la vez mi honda estima.






A LOS PARTICIPANTES EN EL II CONGRESO MUNDIAL


DE LA PASTORAL DEL TURISMO


Sábado 10 de noviembre de 1979



Queridos hermanos en el Episcopado,
mis queridos amigos:

Gracias por haber tenido la amabilidad de invitarme a este encuentro. También me complace grandemente saludar a los observadores que han venido de otras comunidades cristianas que están también interpeladas por los problemas de la movilidad humana. Quisiera que para todos y cada uno de vosotros mi visita fuera signo de la importancia que el Pastor universal de la Iglesia confiere a la pastoral del turismo. Ya se trate de quienes hacen turismo o de cuantos lo organizan, todos ellos constituyen una fracción importante del pueblo cristiano y de la humanidad. Es asimismo, y cada vez más, un momento significativo de la vida de nuestros contemporáneos y necesita una evangelización específica.

Estas jornadas romanas os han permitido sobrevolar muchos "lugares" y tipos de turismo en los cinco continentes, y escuchar experiencias interesantes y muy diferentes. Individualmente y en común habéis tomado mayor conciencia de la movilidad actual y de sus exigencias pastorales. Además, habéis comunicado muchas ideas, planteado numerosos interrogantes y reunido un haz de deseos y resoluciones que al volver compartiréis con vuestros compañeros y colaboradores, sacerdotes, religiosos y laicos relacionados con el turismo.

Permitid que os brinde algunas sugerencias personales en señal de comunión profunda con vuestras preocupaciones y de fuerte estímulo a proseguir vuestro valioso trabajo.


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