Discursos 1979 218


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS CAPITULARES DE LA ORDEN DE LOS HERMANOS MENORES

Jueves 21 de junio de 1979



Queridísimos hijos,
miembros del capítulo general de la Orden de los Hermanos Menores:

De buen grado os recibimos en este encuentro peculiar y os saludamos de corazón, a la vez que damos nuestra felicitación paterna al nuevo ministro general John Vaughn, y expresamos nuestra benevolencia al padre Costantino Koser, quien, después de mucho tiempo, se aleja de ese mismo importante cargo.

Os agradecemos la alegría que nos proporcionáis con este mismo encuentro. Pues vuestra presencia evoca las múltiples relaciones que hemos mantenido con los franciscanos y renueva en nuestra mente el recuerdo de los pasos que hemos andado, siguiendo los caminos en los que San Francisco dejó huellas preclaras: las huellas, decimos, del varón que ardía de modo singular en el amor de Cristo, ministro fiel de la Iglesia, amigo fraternal de los hombres Y de todas las criaturas.

219 Por lo que a esto respecta, nos complace recordar que, cuando desempeñábamos la función de cardenal arzobispo de Cracovia, por dos veces, en el aniversario de nuestra ordenación sacerdotal, subimos en piadosa peregrinación al monte Alverna, donde vuestro Seráfico Padre fue transformado en imagen de Cristo crucificado.

Después, elegido para el supremo ministerio de Romano Pontífice, que es como el vicario del amor de Cristo (cf. San Ambros., Expos. Evang. sec. Luc. X, 175; PL 15, 1848) , en los mismos comienzos, exactamente el 5 de noviembre del año pasado, fuimos a Asís, al sepulcro de San Francisco para pedirle que nos ayudara para acoger a todos los hombres de nuestro tiempo, según el designio del Corazón del Salvador.

Al recordar estos acontecimientos de nuestra vida, os rogamos que metáis dentro de vuestro corazón y vuestra alma las palabras con que comienza la primera Encíclica que hemos hecho pública recientemente: "Jesucristo, Redentor del hombre. es el centro del cosmos y de la historia". El contenido de estas palabras es el que se os debe anunciar; o sea, es necesario que vuestra Orden recobre las fuerzas originarias, con las que sea capaz de manifestar a Cristo en nuestro tiempo, y para que, a ejemplo de vuestro Seráfico Padre, haga patente el testimonio de amor a la Iglesia, que él dio de modo tan eximio.

A buscar el vigor primitivo os lleva, como muy bien creemos, el lugar mismo donde celebráis el capitulo general: es decir, nos referimos al "Convento" de Santa María de los Ángeles, donde —como dice San Buenaventura— vuestro ilustre Padre "comenzó humildemente, progresó virtuosamente, acabó felizmente" (Legenda maior, c.II, 8: Analecta Franciscana, X. Ad claras aquas 1926, pág. 566). Pues allí realizó plenamente la penitencia que se había propuesto desde el comienzo de su vida consagrada a Dios. En verdad, para llevar e cabo cualquier renovación espiritual. es necesario comenzar por la penitencia. que es lo mismo que metánoia, es decir, cambio de mente. Ciertamente con esta disposición llevan su vocación los hijos de San Francisco.

Siendo tan clara esta verdad, os exhortemos encarecidamente a que no tengáis duda alguna sobre vuestra identidad. ni busquéis o hagáis algo —tanto individualmente como en conjunto— que sea ajeno a esta norma que estableció vuestro Padre legislador para todo tiempo: "La Regla y la vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, observar el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. viviendo en obediencia, sin nada propio, y en castidad" (Regula, I: Opuscula.ed. C. Esser Bibl. Fransc. Ascet. M. Aevi. XII, Grottaferrata 1978, págs, 226 s.).

De le fidelidad a esta primitiva forma de vuestra vida depende también la fuerza de la parte que os corresponde en el ministerio salvífico de la Iglesia, en la medida en que empeñéis vuestras personas y obras en servicio del Evangelio, adhiriéndoos íntimamente al magisterio de la misma Iglesia.

Acoged, pues, la exhortación paterna que os ofrece hoy el Romano Pontífice: ¡amad a la Iglesia. como la amó San Francisco! Amadla más que a vosotros mismos, renunciando, si es preciso, incluso a los modos de pensar y vivir que, si quizá se apreciaban en tiempos pasados, ahora resultan menos aptos para promover el vigor vital de la Iglesia y para ampliar los espacios de su caridad.

Al renovar, pues, esta vocación eclesial vuestra, es necesario que secundéis el deseo del Seráfico Padre, que envió a sus hermanos por todas las partes del mundo, a fin de que anunciasen a los hombres la paz y la penitencia para la remisión de los pecados (cf. Thom. A. Celano, Vita I, p. 1, c. XII, 29: Analecta Franciscana mem., pág. 24). Tratad a los hombres en las condiciones mismas de su vida cotidiana: fomentad y cultivad esa semilla divina que hay en ellos (cf.
1Jn 3 1Jn 9), para que reconozcan y acepten al Hijo de Dios encarnado, y ellos mismos sean hechos hijos de Dios.

Como es sabido, nadie percibió tan profundamente como San Francisco, el carácter sagrado de la creación. El —por decirlo con palabras de nuestro venerado predecesor Pablo VI—, "habiendo dejado todo por el Señor, encuentra, gracias a la dama pobreza, algo por así decir de aquella bienaventuranza con que el mundo salió intacto de las manos del Creador. En medio de las mayores privaciones, medio ciego, él pudo cantar el inolvidable Cántico de las criaturas, la alabanza a nuestro hermano sol, a la naturaleza entera, convertida para él en un transparente y puro espejo de la gloria divina" (Gaudete in Dominum, IV: ASS 67, 1975. pág. 307. L'Osservatore Romano Edición en Lengua Española 25 de mayo 1975). Porque también entra en vuestra vocación enseñar a los hombres a referir las cosas de este mundo a la obra de la salvación y. cuando guiados por cierta inclinación natural, se detengan en esas mismas cosas, llevarlos a la esperanza que trasciende todo lo terreno.

Queridísimos franciscanos. Porque, cual religiosos, habéis sido puestos como en la cumbre más alta de la conciencia cristiana (cf. Pablo VI, Evangelica testificatio, 19: ASS 63, 1971, pág. 508), os hemos dicho estas palabras, para confirmaros, estimularos y animaros a un entusiasmo mayor de día en día, ya que es necesario que seáis cooperadores del Sucesor de San Pedro, "a quien se ha encomendado de modo singular el gran ministerio de propagar el nombre cristiano" (Lumen gentium LG 23).

¡Os guarde y proteja la Santa Madre de Dios! Ella ocupa un lugar privilegiado en vuestra tradición teológica, sobre todo por lo que respecta al misterio de su Inmaculada Concepción; por él se ha convertido en tipo humano perfectísimo de la Iglesia, la cual quiso Cristo, su fundador, que fuera "sin mancha o arruga. sino santa e inmaculada" (cf. Ef Ep 5,27).

220 Imitad a María que estaba totalmente sometida a la voluntad de Dios; escuchadla cuando os exhorta refiriéndose a su Hijo: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

Finalmente, para fortaleceros a fin de que respondáis siempre con amor a vuestra noble vocación franciscana, os damos con espíritu paterno y afectuoso la bendición apostólica, a los presentes y a toda vuestra familia religiosa.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS CAPITULARES DE LA CONGREGACIÓN

DE LOS SACERDOTES DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


(DEHONIANOS)


Viernes 22 de junio de 1979



Hermanos carísimos:

1. Quiero manifestaros mi más sincera alegría por este encuentro de hoy, y ante todo por la peculiar circunstancia que interesa a toda vuestra congregación: desde hace un mes, aproximadamente, celebráis el capítulo general, en el que habéis elegido el nuevo consejo general, así como el nuevo superior general (p. Antonio Panteghini), al que expreso mi más cordial y afectuosa felicitación. Además, ayudados por la oración de todos vuestros hermanos, esparcidos por todo el mundo, y animados por vuestro específico carisma, habéis meditado acerca de la vida de vuestra congregación, que desde hace un siglo contribuye con su espiritualidad e iniciativas apostólicas a la vida de todo el Pueblo de Dios.

Pero este encuentro vuestro con el Papa adquiere hoy un nuevo y especial significado, porque se desarrolla en la solemnidad litúrgica del Sacratísimo Corazón de Jesús, de que vuestro instituto ha tomado el nombre y la inspiración. Toda la Iglesia celebra hoy el amor divino y humano del Verbo Encarnado y el amor que el Padre y el Espíritu Santo tienen al hombre. Es ésta la fiesta del amor infinito de Dios, Uno y Trino, del que Jesús, con su costado abierto sobre la cruz (cf. Jn Jn 19,31-37), es la revelación suprema y definitiva.

2. Sois —y debéis serlo siempre— "Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús". Así lo quiso vuestro fundador, el siervo de Dios Léon Jean Dehón, que instituyó una congregación dedicada por entero al amor y a la reparación del Sagrado Corazón. Vuestro fundador, que vivió —como es sabido— de 1843 a 1925, en un período histórico de diversos y amplios cambios espirituales, culturales, políticos y sociales, supo ser un sacerdote de profunda e intensa vida interior y, al mismo tiempo, un apóstol incansable de la acción social, según las directrices de las grandes Encíclicas de mi predecesor León XIII.

"El espíritu de la congregación —escribía el p. Dehón a sus hijos en una de sus cartas circulares— es un amor ardiente hacia el Sagrado Corazón, una fiel imitación de sus virtudes, principalmente de la humildad, del celo, de la dulzura, del espíritu de inmolación; y es también un celo incansable por encontrarle amigos y reparadores, que le consuelen con el propio amor". Son éstas, palabras que sintetizan admirablemente todo el programa de vuestro instituto y mantienen intacta su fuerte raigambre y su perfecta actualidad.

Sea, por tanto, Jesucristo el centro de vuestra vida, de vuestros ideales, de vuestros intereses, de vuestros objetivos. Con la palabra, con la predicación, con los escritos, con los medios de comunicación social, difundid "la anchura, longitud, altura y profundidad" del amor de Cristo "que sobrepasa todo conocimiento" (cf. Ef Ep 3,18 y ss.); pero, especialmente, predicadlo y difundidlo con el ejemplo de vuestra vida sacerdotal y religiosa, animada por la fe, por la visión sobrenatural de la realidad y corroborada por la fidelidad, absoluta y llena de celo, a los consejos evangélicos de la pobreza, castidad y obediencia, que os configuran con Cristo. Reproducid en vuestro corazón —según la expresión feliz del p. Dehón— la "santidad del Corazón de Jesús".

3. De modo especial, en esta feliz circunstancia, quisiera recomendaros también dos aspectos típicos de la espiritualidad de vuestro fundador: el amor fiel a la Sede Apostólica y la devoción filial a la Virgen. Su obediencia a las directrices y a las decisiones de la Santa Sede fue siempre absolutamente incondicional, sin titubeo alguno, sin sutiles y cómodas distinciones, incluso —más aún, especialmente— cuando esas decisiones le costaban lágrimas y sacrificios.

Su devoción a la Virgen Santísima era límpida, serena, profunda. Deseo sinceramente que todos los hijos del p. Dehón sigan estos ejemplos, para dar comienzo al segundo siglo de vida de su congregación, con juvenil y renovado fervor apostólico, para gloria de Dios y edificación de la Iglesia.

221 Al nuevo superior general, al consejo general, a vosotros, padres capitulares y a todos vuestros hermanos esparcidos por todos los continentes, especialmente en las misiones, mi estímulo y la promesa de mis oraciones para que los sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús sean siempre fieles a su carisma fundacional y repitan siempre con gozo y entusiasmo: Vivat Cor lesu, per Cor Mariae!

Con mi especial bendición apostólica.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UNA DELEGACIÓN DE LA IGLESIA COPTO-ORTODOXA

DE ALEJANDRÍA


Sábado 23 de junio de 1979



Mis queridos hermanos en Cristo:

Os acojo con alegría, visitantes distinguidos y dignos delegados de mi hermano, Su Santidad el Patriarca de Alejandría, el Papa Shenouda III. Le estoy agradecido por haberos enviado y por las afectuosas palabras de saludo y amor fraterno que me ha dirigido a través de vosotros. Son fuente de esperanza y aliento.

¡Qué maravillosos son los caminos del Señor! Nos concede profesar hoy nuestra fe común en Jesucristo, su Divino Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que murió y resucitó y a través del Espíritu Santo vive en su Iglesia y guía la Iglesia, cuerpo del que El es la Cabeza. Nos gozamos juntos de que las dudas y sospechas del pasado se hayan vencido, de manera que de todo corazón podemos proclamar juntos de nuevo otra vez esta verdad fundamental de nuestra fe cristiana.

Desde los primerísimos días de mi elección a Obispo de Roma he considerado como una de mis tareas principales la de luchar por alcanzar la unidad de los que llevamos el santo nombre de cristianos. El escándalo de la división debe ser superado absolutamente, para que todos podamos hacer realidad en la vida de nuestras Iglesias y en el servicio al mundo, la oración del Señor de la Iglesia "que sean uno". He insistido ya en ello en muchas ocasiones. Os lo repito ahora, pues va implicada en ello la comunión entre dos Iglesias apostólicas tales como las nuestras.

Sé que uno de los temas fundamentales del movimiento ecuménico es la naturaleza de la comunión plena recíproca que estamos procurando, y la función que ha de desempeñar, por designio de Dios, el Obispo de Roma en el servicio a dicha comunión de fe y vida espiritual, que se nutre de los sacramentos y se expresa en la caridad fraterna. Se han hecho bastantes progresos en la profundización y esclarecimiento de esta cuestión. Mucho queda por hacer. Considero vuestra visita a mí y a la Sede de Roma, una contribución relevante a la solución definitiva de esta cuestión.

La Iglesia católica fundamenta su diálogo de verdad y caridad con la Iglesia Ortodoxa Copta en los principios proclamados por el Concilio Vaticano II, especialmente los contenidos en la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium y en el Decreto sobre ecumenismo, Unitatis redintegratio. Me complazco en hacer mías las afirmaciones de la Declaración conjunta firmada por mi venerado predecesor el Papa Pablo VI con el Papa Shenouda III en 1973, y el aliento que ha seguido prestando la Santa Sede a este diálogo a partir de aquella fecha.

En este diálogo es fundamental reconocer que la riqueza de esta unidad en la fe y la vida espiritual ha de expresarse de modos distintos. Unidad —tanto a nivel universal como local— no significa uniformidad o absorción de un grupo por otro. Está más bien al servicio de todos los grupos para ayudar a cada uno a vivir mejor los propios dones recibidos del Espíritu de Dios. Ello es estímulo para seguir adelante con confianza y seguridad bajo la guía del Espíritu Santo. Sea cual fuere la amargura heredada del pasado, las dudas que pueda haber hoy y las tensiones que puedan existir, el Señor Jesús nos llama a todos a avanzar con confianza mutua y amor mutuo. Si la verdadera unidad debe lograrse, ha de ser fruto de la cooperación de pastores a nivel local, y de la colaboración en todos los niveles de la vida de nuestras Iglesias, a fin de que nuestro pueblo crezca en la mutua comprensión, en la verdad y en el amor a cada uno. No intentando ninguno dominarse mutuamente, sino servirse recíprocamente, todos creceremos hacia esa perfección de unidad por la que Nuestro Señor oró la noche en que iba a ser entregado (Jn 17), y por la que el Apóstol Pablo nos exhorta a trabajar con diligencia (Ep 4,11-13).

Gracias de nuevo por haber venido. Mis pensamientos y oraciones van a mi hermano el Papa Shenouda III, a los obispos, clero y fieles de vuestras Iglesias, mientras junto con mis hermanos los obispos y fieles de la Iglesia católica de Egipto, oráis y trabajáis por la plena comunión eclesial que será el don de Dios a todos nosotros.



DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE OBISPOS INDIOS DE LA REGIÓN TAMIL NADU

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


222

Sábado 23 de junio de 1979



Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Es difícil acertar a expresar el gozo que siento al encontrarme entre mis hermanos obispos durante sus visitas ad Limina. Cada reunión es un encuentro con el Pastor de una Iglesia local, con el líder espiritual de una comunidad eclesial individual que tiene la propia identidad en el contexto de la unidad católica. La Iglesia una, santa, católica y apostólica vive en cada una de vuestras diócesis y en todas ellas juntas. Una visita ad Limina es sin duda alguna una celebración de la unidad católica y una manifestación de fidelidad a Jesucristo, "el Pastor soberano" (1P 5,4), de la Iglesia universal.

Como Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo deseo saludar hoy en vosotros a todos los católicos de la región de Tamil Nadu, y a los representados aquí por los obispos que se han unido a este grupo regional. Asimismo deseo rendir homenaje lleno de respeto a la cultura tan antigua de vuestro país, una cultura imbuida de sabiduría, rica en experiencia humana y repleta de valores espirituales que apuntan a Dios y a su providencia en la historia humana.

En un momento dado de la historia de vuestro pueblo le fue ofrecido un mensaje único y original de revelación, que fue aceptado libremente por aquellos que quisieron fundar su vida en "todo lo que Jesús hizo y enseñó hasta el día en que fue levantado al cielo" (Ac 1,1). Se predicó el nombre de Jesucristo y se proclamó su Evangelio entre vosotros. Su persona divina pasó a ser para muchos el centro de su vida, y su mensaje de bondad y humildad constituyó la motivación de sus actividades. A través de la acción del Espíritu Santo, la semilla de la Palabra de Dios sembrada en tierra buena, produjo frutos de santidad, justicia y amor. Y Dios sigue siendo alabado en las obras maravillosas que su gracia ha realizado en India.

La Palabra de Dios, que contiene la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo, comenzó a ser una gran herencia que había de guardarse y transmitirse. Fue aceptada como tesoro que había de pasar de generación en generación. En cuanto a Jesús, El habló como su Padre le había enseñado; no hizo nada de su iniciativa (cf. Jn Jn 8,28). Naturalmente Jesús insiste en el hecho de que habla con la autoridad de su Padre: "Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado" (Jn 7,16). La transmisión de estas enseñanzas está confiada a la acción del Espíritu Santo: ha de tener lugar siempre a través de la Iglesia. El Espíritu Santo, a quien el Padre envía en el nombre de Jesús, suscita en la Iglesia la actuación de su vocación en cuanto comunidad llamada a escuchar y guardar y llevar a la práctica la Palabra de Dios. La transmisión del Evangelio pasa a ser responsabilidad general de toda la comunidad, que vive y actúa bajo la guía del Espíritu Santo.

El mismo Espíritu Santo que penetra todo el Cuerpo de Cristo y lo afirma en la unidad, implanta en la comunidad un carisma de servicio especial —la función del obispo— que se transforma en el instrumento específico de salvaguardia y proclamación de la Palabra de Dios. Y esta tarea distintiva es la vuestra hoy, queridos hermanos que estáis llamados a gobernar la Iglesia junto con el Sucesor de Pedro y dentro de la unidad del Colegio Episcopal. Cada uno de vosotros tiene conciencia de la importancia y urgencia de las palabras de Pablo a Timoteo: "Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo que mora en nosotros" (2Tm 1,14). Este encargo constituye un aspecto vital de vuestro ministerio en la Iglesia y para bien de la Iglesia, que está destinada al servicio de la Palabra viva de Dios.

En el cumplimiento de vuestra tarea os ayudan vuestros sacerdotes en primer lugar, que sin duda son dignos de vuestro amor fraterno y atención pastoral. En cuanto compañeros vuestros de trabajo, también ellos tienen `"por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios" (Presbyterorum ordinis PO 4). Os ruego que les repitáis una y otra vez la importancia de la tarea que llevan a cabo en la actuación de la obra de la redención.

Sé que en vuestras Iglesias locales los catequistas desempeñan un papel muy particular en la gran tarea que incumbe a toda la comunidad, la tarea de transmitir la Palabra de Dios. Vuestra dirección en este campo es vital: ocuparse de la preparación doctrinal y espiritual de los catequistas, procurar que los catequistas, ellos mismos, estén formados en la palabra de Cristo e imbuidos del misterio del amor de Cristo, y que compartan su deseo de servicio. Guiados por vosotros, los catequistas comprenderán que en el meollo de su misión está la urgencia de comunicar a Cristo, es decir, de transmitir su palabra a los hermanos, y hacer brotar una respuesta sobrenatural de fe, esperanza y caridad. La comunidad de fieles crece hasta la madurez plena en Cristo Cabeza, sólo si acoge la Palabra de Dios. En el campo catequético el éxito presupone certeza de la responsabilidad general de la Iglesia, certeza de que todos los fieles están encargados por el Señor, a través del bautismo y la confirmación, de tomar parte en el apostolado de su Iglesia (cf. Lumen gentium LG 33). Estad seguros de que el Papa os sostiene y alienta en los esfuerzos por preparar, alentar y perfeccionar a vuestros catequistas. Y ruego al Espíritu Santo que os guíe hasta encontrar oportunidades nuevas de promover esta gran actividad apostólica en vuestras Iglesias locales.

La transmisión de la fe está vinculada de manera muy especial a la formación que se dé a los estudiantes para el sacerdocio. La fidelidad de la Iglesia a su vocación de escuchar, guardar y llevar a la práctica la Palabra de Dios, depende de la eficiencia de los seminarios. Esta es la razón porque el Concilio Vaticano II calificó con acierto a los seminarios de "corazón de la diócesis" (Optatam totius OT 5). Cada una de las comunidades eclesiales está impactada por la situación de los seminarios que forman a sus sacerdotes. Los efectos de la formación del seminario se prolongan a lo largo de generaciones. Por este motivo hablé hace poco en Roma a un grupo de rectores de seminarios, diciéndoles con claridad cuánto espero y oro por este aspecto importante de la vida de la Iglesia. En dicha ocasión afirmé: "En una palabra, la primera prioridad de los seminarios hoy en día es fa enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder... Un segundo punto de gran importancia... es el de la disciplina eclesiástica" (Discurso del 3 de marzo, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua española, 1 de abril de 1979, pág. 6). Y estos dos aspectos —doctrina y disciplina— los encomiendo hoy a vuestro celo pastoral a fin de que vigiléis para que sean mantenidos. Las vocaciones al sacerdocio son un gran don de Dios a la comunidad de su Iglesia. Como obispos que somos debemos constituir la voz del llamamiento de Cristo a los jóvenes; debemos animar a nuestra gente joven a acoger la vocación con valentía y generosidad; y debemos pedir "al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9,38).

Y con agudo sentido de responsabilidad debemos impulsar las vocaciones que ya hemos recibido, cuidando la doctrina y disciplina de nuestros seminarios. Esta solicitud, queridos hermanos, la manifesté el Jueves Santo pasado diciendo: "La plena revitalización de la vida de los seminarios en toda la Iglesia será la prueba mejor de la efectiva renovación hacia la que el Concilio ha orientado a la Iglesia" (Carta a los obispos, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de abril de 1979, pág. 8).

223 La acción catequética y los seminarios, son éstos sin duda alguna dos instrumentos privilegiados para que la Iglesia cumpla su misión de transmitir la Palabra de Dios. Me uno hoy a vuestros esfuerzos entusiastas en estos campos y a todas las demás iniciativas vuestras en pro del Evangelio.

Confío también en que encontraréis la simpatía y estima de todos los hombres y mujeres de buena voluntad en la cuestión de la libertad religiosa. El Concilio Vaticano II lanzó de nuevo a la Iglesia a defender la dignidad de la persona humana haciendo ver las exigencias de esta dignidad natural. Y declaró que la persona humana "tiene derecho a la libertad religiosa" (Dignitatis humanae
DH 2). En este documento el Concilio se siente vinculado a millones de personas de todo el mundo que con toda sinceridad abrazan, con todas sus implicaciones prácticas, el artículo 18 de la Declaración de los Derechos Humanos, de las Naciones Unidas: "Cada persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión...".

Con estas esperanzas y oraciones, queridos hermanos en el Episcopado, os manifiesto de nuevo mi profunda solidaridad con vosotros en Cristo y en su Iglesia. Pido a María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, que os mantenga gozosos y fuertes para gloria de su Hijo y servicio generoso de vuestro pueblo. En cuanto a lo demás, "pongamos los ojos en el autor y consumador de la fe" (He 12,2).


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS CAPITULARES COMBONIANOS

Sábado 23 de junio de 1979



Queridísimos hermanos:

1. Es para mí motivo de gran consuelo dar hoy la bienvenida en la casa del Padre a vosotros, beneméritos misioneros Combonianos, al comenzar vuestro capítulo general que tras el decreto promulgado ayer por el cardenal Prefecto de Propaganda Fide, ve a vuestras dos familias —la rama italiana y la alemana, divididas por las conocidas vicisitudes de 1923—reunidas nuevamente en la caridad del Corazón Sacratísimo de Jesús, de quien, por acertada iniciativa de vuestro venerado fundador, mons. Daniele Comboni, sois hijos elegidos, porque de él tomáis el nombre y en él os inspiráis, como "Congregación de Hijos del Sagrado Corazón de Jesús".

Os agradezco vivamente vuestra presencia y, todavía más, el hermoso testimonio evangélico que habéis dado, volviendo a la unidad en una sola familia religiosa, tal como la suscitó el carisma original del piadoso fundador, el cual, en su ansia misionera, tenía constantemente en los labios y en el corazón el Unum sint de la oración sacerdotal de Jesús al Padre celestial (cf. Jn Jn 17,11).

Es éste un válido motivo, queridos hermanos, para congratularme y felicitarme con vosotros. ¡Que Dios os bendiga por ello!

Un reconocido y reverente pensamiento dedico también a las espléndidas, mejor dicho, heroicas figuras de misioneros combonianos que durante los últimos años, incluso muy recientemente, han sabido dar testimonio de total abnegación por la causa de Cristo, hasta afrontar graves pruebas y el mismo sacrificio de la vida, honrando así a todo el instituto y mereciendo el elogio evangélico: "Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan... Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa" (Mt 5,11-12).

2. El capítulo general, que ayer comenzasteis, bajo la mirada y bendición de Jesús en la solemnidad litúrgica de su Sagrado Corazón, marca para vosotros el fin de una etapa coronada por muchos frutos y el comienzo, más que prometedor, de un nuevo período de servicio eclesial en los territorios de misión. Pues bien; la Iglesia espera mucho de vosotros, de vuestro ejemplo y de vuestra generosa dedicación apostólica. Deseo, por tanto, que las tareas de este capítulo sean una valiente puesta al día de las constituciones y de las reglas, para dar a vuestra congregación misionera aquella fisonomía espiritual, requerida por las enseñanzas del Concilio Vaticano II, por las necesidades de los tiempos y las exigencias de los lugares en que estáis llamados a ejercer el ministerio. En estos días de reflexión y debates, dejaos conducir sobre todo por la figura luminosa de Cristo "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29), el cual, por la salvación de las almas, de todas las almas sin diferencia de lenguas, razas y naciones .(cf. Act Ac 5,9), se hizo niño con los niños, pobre con los pobres, enfermo con los enfermos, camino para los descarriados, verdad para los que yerran, vida para todos los hombres; se hizo, en una palabra, "todo para todos" (cf. 1Co 15,28), como afirma San Pablo, para que todos pudiesen sentirlo cercano, benéfico y salvador, pudiendo decir con el mismo Apóstol de las Gentes: "El me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20).

3. Os habéis propuesto volver a los orígenes de vuestra congregación religiosa para vivir cada vez mejor vuestra vocación misionera según el espíritu inicial, que os infundió el fundador con su vida virtuosa y con su ejemplo de sacerdote celoso y obispo infatigable, totalmente consagrado a la salvación de los infieles en las dilatadas y lejanas tierras de África, convertida en su patria de elección. Procurad que nada altere lo que quiso imprimir sobre la faz de su instituto y vuestro.

224 La educación de los jóvenes, el cuidado de los enfermos, la asistencia a los pobres, la instrucción de los catecúmenos y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús "en quien se hallan escondidos todo los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col 2,3), deben seguir siendo, aun en la necesaria puesta al día, los rasgo característicos de vuestras comunidades religiosas. Es necesario, por tanto, que frente al riesgo del activismo, en lugar de la actividad, y de la agitación en lugar de la acción, a que un celo desordenado podría arrastrar también al misionero, se conceda la primacía a la vida interior, a la oración, a la meditación, al espíritu de pobreza y sacrificio, para no caer en la sutil tentación de uniformarse con el mundo, acaso con el pretexto de conocerlo mejor, pero en realidad con el peligro de quedar aprisionado entre sus redes. Recordando las palabras del Maestro: "Estáis en el mundo, pero no sois del mundo" (cf. Jn Jn 15,19), procurad ser, dondequiera que estuviereis, signos claros de Cristo, interior y exteriormente: en el modo de vivir y comportaros, incluso en la forma de vestir, que os saque del anonimato e indique vuestra presencia entre el pueblo.

Que en las sesiones de vuestro delicado trabajo, os sostenga el espíritu bendito de vuestro fundador; que él, tan abierto a las necesidades de las almas, pero siempre unido a Dios, os inspire y obtenga las gracias necesarias para una verdadera reforma de vuestra vida consagrada y para un adecuado conocimiento de las urgentes y múltiples necesidades del mundo misionero de hoy.

Sobre cada uno de vosotros, sobre vuestros trabajos y sobre vuestra reunificada congregación, descienda mi especial bendición apostólica, que ahora imparto con amor paternal.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEÑOR BRUNO BOTTAI,

EMBAJADOR DE ITALIA ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 25 de junio de 1979



Señor Embajador:

Le estoy verdaderamente agradecido por las deferentes expresiones de saludo que ha querido dirigirme, con palabras tan nobles y sugeridas por una profunda convicción, en el momento de dar comienzo, con la presentación de las Cartas Credenciales, a su misión de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Italiana ante la Santa Sede.

Tales expresiones, aun dentro de la brevedad impuesta por las circunstancias, impulsan mi espíritu a detenerse, aunque sólo sea unos momentos fugaces de pensativa pausa, en la evocativa consideración de aquellos misteriosos encuentros históricos y de aquellas coincidencias providenciales, que han llevado, en el transcurso de la era cristiana, a construir y tejer vínculos profundos entre la nación italiana y esta Sede Apostólica. Italia se ha encontrado beneficiada, de modo privilegiado, por una fuente de civilización y elevación de la dignidad del hombre, como lo es, en la mente de su divino Fundador, la Iglesia católica, que aquí en Roma tiene el fundamento visible de su unidad, en la persona del Vicario de Cristo.

Desde que San Pedro llegó a las orillas del Tíber, cuyas aguas rebosan de historia, y puso en esta ciudad, ya entonces maestra incomparable de civil convivencia, su Cátedra de Pastor de la urbe y del orbe, puede muy bien decirse que comenzó a irradiar desde este país hacia el mundo entero una profunda revolución espiritual, iniciada en Palestina.

¿Cómo no subrayar, con vigor y con grata satisfacción, las causas y las circunstancias que —como usted ha puesto de relieve con delicado acento— han contribuido a edificar, aun en los límites consentidos a una acción ejercida por hombres, esos valores espirituales, morales y civiles, que hacen respetado, honrado y amado al pueblo italiano en el concierto de las naciones? No se trata, ciertamente, de infravalorar los múltiples factores humanos, que tienen una incidencia peculiar, sino de resaltar que también ellos, en el espíritu del hombre, abierto por su naturaleza a exigencias y a metas trascendentales, son deudores de la fe cristiana, la cual, a veces de modo implícito, con pedagogía siempre discreta, se dirige toda ella, además de a elevar el hombre al orden sobrenatural, a extraer, desde lo profundo del mismo hombre, las más altas y valiosas potencialidades.

Cabeza humilde de la Iglesia universal, elegido además, por inescrutable designio, de la estirpe eslava, tras una serie, ininterrumpida durante varios siglos, de Papas italianos, al acoger al nuevo Embajador de una nación que ha sido objeto de tan particulares designios, movido por una oleada de recuerdos, emociones y pensamientos solemnes y graves, mientras rindo homenaje a las virtudes de los italianos, no puedo dejar de detenerme a considerar los dones que el Altísimo ha derramado con profunda liberalidad sobre este país.

A causa de la generosa profusión de sus tesoros de cultura, arte y laboriosidad, aun entre los sufrimientos que han acompañado su historia y la fatiga que ha costado construir su unidad, Italia es una gran patria, es un país que ha entrado en el corazón de los hombres. Pero sobre todo por causa de su historia cristiana, el país que usted se apresta a representar ofrece una nobleza de tradiciones, una riqueza de valores espirituales que le confieren especiales deberes y responsabilidades. El cristianismo está presente en su desarrollo cultural, ha animado su sensibilidad social, ha contribuido también, desde tiempos lejanos, a la formación de un sentimiento nacional, que ha enlazado entre sí las diversas poblaciones de la península. Me complace recordar en este momento las grandes figuras religiosas de Italia, como San Benito, San Francisco, Santa Catalina, Don Bosco y Don Orión que, además de haber sido testigos intrépidos del Evangelio, han trabajado al mismo tiempo por llevar a sus contemporáneos hacia metas de paz, bienestar y prosperidad.


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