Discursos 1979 225
225 Sí es cierto, como usted, señor Embajador, ha querido recordar, que el país atraviesa hoy momentos de dificultad, sin embargo la renovada conciencia de un patrimonio espiritual tan rico no podrá dejar de ofrecer a sus conciudadanos la fuerza, el valor y la creatividad para encontrar, aun con el sacrificio y la renuncia, el camino de un progreso digno y duradero. Se trata ciertamente de ser conscientes de los propios recursos interiores y de apelar a las más profundas idealidades del espíritu.
En este esfuerzo constante por aumentar el patrimonio auténticamente humano de la nación, el Estado italiano encontrará en la Iglesia católica un apoyo leal, una fuerza animadora que, en una visual religiosa más adecuada a las presentes necesidades, como se ha delineado a raíz del Concilio Ecuménico Vaticano II, se preocupa también de alimentar en los hijos de todos los pueblos los motivos profundos que justifiquen los sacrificios necesarios para preparar un mañana más próspero.
La voluntad y capacidad de afrontar tales sacrificios presuponen una sólida convicción moral para cuya formación la Iglesia no dejará de dedicarse con todo empeño, desde el momento que ello responde plenamente a su misión de recuperación, de liberación y de salvación de las conciencias. Frente al fenómeno de la violencia ciega y del terrorismo destructor, que todavía turban la sociedad italiana y difunden entre sus miembros alarmas angustiosas y temores paralizantes, la Iglesia católica, además de apartar los ánimos de la alucinante tentación de una respuesta también provocadora y opresiva, se preocupa de fomentar en los corazones, especialmente de los jóvenes, la apertura hacia grandes ideales de libertad, de justicia, de solidaridad fraterna, de amor, de desinteresado servicio al bien común.
Son éstas las virtudes que constituyen y garantizan la grandeza, la paz interna y el progreso social de un país; las virtudes que hoy, en el marco de una época invadida por sistemas agnósticos y materialistas, las conciencias sensibles e iluminadas buscan con ansia más intensa.
Los obispos de Italia, y el Papa en primer lugar, puesto que, por especial motivo, es deudor a Italia de su servicio pastoral, no dejarán de hacer todo lo posible para alentar, hacia la construcción de una sociedad más pacífica y justa, a las nuevas generaciones, que constituyen para mí objeto de especial atención y amor, manifestados desde el comienza de mi ministerio universal. La Iglesia, en efecto, como he tenido ocasión de subrayar repetidamente, se pone, por su naturaleza, al servicio del hombre, de su promoción, de su desarrollo, de sus derechos, de su progreso, según la antropología liberadora del mensaje evangélico, que pone en el centro de su más viva preocupación la liberación del hombre de cualquier forma de cautividad y opresión. Dios quiere un hombre libre, consciente de su propia dignidad espiritual y responsable del bien de todos.
La común solicitud del Estado y de la Iglesia por el bien del hombre y del ciudadano postula una armonía de relaciones y un espíritu de respetuosa amistad, que hasta ahora en Italia han sido salvaguardadas por el Concordato de Letrán. Es mi más vivo deseo, y estoy seguro de ello, que lo sigan siendo en el futuro, en virtud de ese mismo instrumento, en el cual —como usted ha recordado— una vez concluidos los correspondientes estudios y consultas bilaterales, serán introducidas aquellas modificaciones que parezcan convenientes dadas las diversas condiciones de los tiempos, valoradas con abierto espíritu a la luz del reciente Concilio Ecuménico y la transformación del cuadro constitucional de Italia.
Deseoso de manifestar mi afecto hacia Italia, que comencé a amar con profunda predilección ya desde los años de mis estudios juveniles y, en particular, durante el período de mi permanencia en Roma para completar mi formación teológica, anhelando además realizar con todo interés mi servicio pastoral de cara a un país tan cercano y de cuya cordial y jubilosa devoción me siento diariamente rodeado, invoco al Señor para que ilumine y conceda copiosos dones y gracias, a fin de que la vida política y privada de sus ciudadanos se alimente y dignifique con un profundo sentido de religiosidad, con el ejercicio de sólidas virtudes cristianas y humanas, y se alegre con un sereno bienestar.
A este deseo añado mis votos personales por el dignísimo Presidente de la República italiana, al cual dirijo en este momento el testimonio deferente de mi consideración por el prestigio y autoridad con que representa y gobierna la nación. Y mientras expreso a usted, señor Embajador, el deseo de una fructuosa misión y la más cordial bienvenida, envío de corazón a todo el pueblo italiano y a sus autoridades mi bendición apostólica.
Bienvenidos seáis, queridos hermanos, que venís a asociaros a la Iglesia de Roma para festejar a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Por aquel a quien representáis y por lo que representáis, vuestra presencia —en honor de la memoria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo— aumenta el gozo que experimentamos en esta fecha. Os estoy profundamente agradecido por ello.
El intercambio anual de Delegaciones entre Roma y Constantinopla para las fiestas de los Santos protectores de nuestra Iglesia no es simplemente la ocasión para un encuentro que podía convertirse en una costumbre.
226 La participación de una Delegación católica en la fiesta de San Andrés, hermano de San Pedro, en el Patriarcado Ecuménico, y la de una Delegación ortodoxa en Roma para la fiesta de San Pedro y San Pablo, con participación recíproca en la celebración litúrgica de la conmemoración de los Santos Apóstoles protectores de nuestras Iglesias, tienen una significación muy fecunda y están llenas de esperanza. La fe apostólica, depósito que se nos ha transmitido, es la base inquebrantable de todos nuestros contactos.
Estos contactos, que continúan intensificándose, nos acercan cada vez más a la plena unidad tan deseada. El tiempo, las circunstancias adversas, las debilidades y las faltas de los hombres colocaron, en el pasado, a nuestras Iglesias en una ignorancia mutua, cuando no en una abierta hostilidad. Actualmente, gracias a Dios y merced a la buena voluntad de hombres atentos a escuchar al Salvador, existe por ambas partes la resolución firme de hacer todo lo posible para restablecer la plena unidad. Los contactos entre las Iglesias, tanto por parte de quienes tienen en ellas especiales responsabilidades como de los propios fieles, contribuyen a que aprendamos a vivir conjuntamente en la oración, en las consultas de cara a soluciones comunes que hay que dar a los problemas que se plantean hoy a las Iglesias, en la ayuda mutua, en la vida fraternal. Por eso me produce una especial alegría este encuentro de hoy.
Al iniciar este año la Semana de Oración por la Unidad, yo había sugerido también hacer elevar hacia el Señor una oración de acción de gracias. Es Dios, en efecto, quien ha suscitado el deseo de unidad y ha bendecido nuestros intentos, haciéndonos tomar conciencia más clara de la profundidad de comunión existente entre nuestras Iglesias. El diálogo teológico que nos preparamos a iniciar tendrá, en este contexto, un papel determinante. Está llamado a resolver las dificultades doctrinales y canónicas que han constituido hasta ahora un impedimento a la unidad plena. Para este diálogo debemos implorar incesantemente la luz y la fuerza del Espíritu Santo que nos dará el valor para tomar decisiones.
Yo puedo aseguraros que la Iglesia católica aborda este diálogo con un ferviente deseo de restablecer la plena unidad, con toda franqueza y honradez respecto a sus hermanos ortodoxos, en un espíritu de obediencia al Señor, que fundó su Iglesia una y única y que la quiere plenamente unida, a fin de que sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de la humanidad entera, así como el medio más eficaz de la predicación del Reino de Dios entre los hombres.
Os doy gracias una vez más por vuestra presencia en Roma en estas solemnes circunstancias. A través de vuestras personas, yo saludo cordialmente a nuestro Venerado Hermano, el Patriarca Dimitrios, y os ruego que le participéis nuestro afecto y nuestra solidaridad.
Señor Presidente,
señoras, señores:
La tradición que os conduce a traerme el fruto de "Etrennes pontificales", figura entre aquellas que honran a la Asociación de Periodistas católicos de Bélgica, aquí representada por vuestra delegación, a la Unión de Periódicos católicos de Bélgica que se le ha sumado, y —me atrevo a decir— al pueblo belga que responde tan generosamente a vuestra llamada.
La empresa que lleváis a cabo año tras año con éxito creciente, revela en primer término vuestra adhesión leal a la Sede de Pedro, una adhesión de la que no teméis dar testimonio en vuestra prensa y que constituye de hecho un ejemplo elocuente ante vuestros compatriotas. Ello me emociona mucho. La comunión de espíritu y corazón con el Papa; la solidaridad con él en las necesidades inmensas que se presentan a su caridad, son notas apreciables del espíritu católico.
Os felicito, pues, y os doy las gracias; y más allá de vuestras personas doy las gracias a los muchos donantes que han entrado en esta inmensa cadena de solidaridad por medio de su respuesta y su ofrenda. Les doy las gracias en nombre de todos los que se van a beneficiar de su generosidad; y ¡podéis imaginar hasta qué punto se apela a la caridad del Papa!
227 En cuanto a vosotros, hago votos por el cumplimiento de vuestra función de periodistas. Es una tarea dura, ¡he tomado mayor conciencia de ello durante mis recientes viajes! Os aliento a servir de este modo a la verdad y fraternidad, con el espíritu libre, respetuoso de las convicciones de los otros y, a la vez, seguro de vuestras propias convicciones de hombres y de cristianos.
Bendigo de todo corazón vuestras personas y familias y la gran familia de los que se han sumado a vuestra campaña de "Etrennes pontificales", cuyos intérpretes estáis aquí.
Me ha impresionado también la evocación delicada que habéis hecho de los lazos de amistad y solidaridad que se han ido tejiendo desde antigua fecha entre los hijos de Bélgica y los hijos de Polonia. Dios bendiga al pueblo belga.
Queridos hermanos en el Episcopado,
hermanos y hermanas carísimos:
Con especial efusión de sentimientos os recibo hoy, agradeciéndoos el haber expresado vuestro deseo de tener este encuentro. Dirijo a todos mi saludo más cordial, viendo en vosotros y en los muchos miembros de las Obras Misionales Pontificias a quienes representáis, a personas particularmente activas de la Iglesia italiana, que han madurado el propio sentido de la responsabilidad en relación con las exigencias misioneras del Pueblo de Dios.
En el sexagésimo aniversario de la Encíclica Maximum illud, publicada por mi predecesor Benedicto XV, de venerable memoria, vuestra asamblea ha elegido oportunamente como propio tema de estudio "La misión en el corazón de la Iglesia".
La Iglesia, en efecto, nació misionera. En el mismo día del primer Pentecostés, según se cuenta en los Hechos de los Apóstoles (cap. 2), pueblos de diversa procedencia fueron espectadores y al mismo tiempo destinatarios y primeros beneficiarios de lo que el Espíritu de Dios realizó poderosamente en los discípulos recogidos en el Cenáculo de Jerusalén. Irresistiblemente investidos por aquel Espíritu, no podían dejar de proclamar en, diversas lenguas "las grandezas de Dios" (Ac 2,11). Con estos primeros heraldos sintoniza el Apóstol de las Gentes cuando afirma: "Si evangelizo... es que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara! (1Co 6,16)
Todo esto vale, en primer lugar y personalmente, para cada uno de los misioneros por su específica vocación. Pero vale también, por extensión, para toda la comunidad cristiana, cuyos miembros ya por la mera llamada bautismal deben "aparecer como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida" (Ph 2,15-16) ; es decir, deben irradiar e impartir aquel tesoro de fe y comunión que todo cristiano tiene.
Justamente, por tanto, se expresa el Concilio Vaticano II cuando dice: "La actividad misionera fluye de la misma naturaleza íntima de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica perfecciona dilatándola, con cuya apostolicidad se sustenta, cuyo sentido colegial de la jerarquía pone en práctica, cuya santidad testifica, difunde y promueve" (Ad gentes AGD 6). En este sentido de común participación debe leerse también la Encíclica del Papa Benedicto XV en la que, anticipándose a su tiempo, invitaba a los obispos a conceder algunas vocaciones sacerdotales diocesanas para las necesidades más amplias y urgentes de la Iglesia universal (cf. AAS, 11, 1919, pág. 452).
228 Así, pues, la misión no es un compromiso marginal ni, mucho menos, superfluo. Decir que está en el corazón de la Iglesia significa subrayar que se trata de una cuestión vital para la comunidad cristiana. No en balde San Pablo compara el anuncio del Evangelio con la acción de plantar (cf. 1Co 3,6), de echar los cimientos (ib., 3, 10), y de engendrar (ib., 4, 15). Imágenes, todas ellas, que describen otras tantas actividades de primordial importancia y que coinciden en evidenciar el valor básico de la misión evangelizadora. Y no son actividades que se realicen de una vez para siempre, ya que hay que cultivar la semilla sembrada, edificar la construcción iniciada, educar lo que ha nacido, "hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Ga 4,19). Esto requiere una constante y cuidadosa atención; en efecto, según la parábola de Jesús, no es por desgracia, imposible dormirse y favorecer así la intervención del "enemigo", sembrador de cizaña (Mt 13,25 y ss.).
Vosotros, miembros de las Obras Misionales Pontificias, sois ciertamente de aquellos que vigilan con diligencia y solicitud, para que la acción misionera de la Iglesia sea verdaderamente fecunda y continua y para que nunca disminuya en la Iglesia la conciencia viva de su responsabilidad a este respecto. Recibid, por tanto, mi aplauso y mi estímulo más cordiales, con el deseo sincero y confiado en las manos del Señor, de una eficacia cada vez mayor en vuestra celosa actividad.
En prenda de tales deseos, me complace impartir la más amplia bendición apostólica a todos vosotros, extendiéndola de modo especial a los beneméritos misioneros que trabajan en todo el mundo.
Venerables hermanos:
Nos alegramos profundamente de poder celebrar con vosotros este Consistorio, el primero desde que, por misterioso designio divino, fuimos elevado a la Sede de Pedro. Es un gran acontecimiento en la vida de la Iglesia. Se trata, en efecto, de crear nuevos cardenales, que formarán seguidamente parte del Sacro Colegio, y a quienes los Sumos Pontífices tienen como principales consejeros y colaboradores en el gobierno de la Iglesia Universal. Según las normas establecidas, les corresponde, sobre todo, el derecho y el deber de elegir el Romano Pontífice, Sucesor de aquel a quien Cristo constituyó "principio y fundamento visible de la unidad, de la fe y de la comunión" (Lumen gentium LG 18).
Aunque no sea muy grande el número de los que hoy se agregan en este Colegio —como sabéis, existen ciertos límites en el número cíe cardenales—, sin embargo, también estos venerables hermanos nuestros, que van a ser adscritos al Senado del Romano Pontífice, por decirlo así, representan en cierto modo la universalidad de la Iglesia.
1. No sin motivo ni significado hemos querido convocar está selecta reunión hoy, último día del mes de junio. Sabido es que nuestro predecesor, el Papa Pablo VI, de inolvidable memoria, reunía en estos mismos días a los cardenales en su presencia y les dirigía palabras muy importantes, a veces también con motivo de la creación de nuevos miembros del Sacro Colegio. Aprovechaba la ocasión del aniversario de su elección —que fue el 21 de junio—, o el del comienzo solemne de su pontificado, que fue el 30, o de su fiesta onomástica, que era el 24. Solía entonces pasar brevemente revista a los problemas internos de la Iglesia. Es cierto que ese mismo predecesor nuestro, siguiendo la costumbre de los últimos Romanos Pontífices, hablaba al Colegio de Cardenales también en las vísperas de la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo para tratar asuntos y cuestiones referentes a la Iglesia y al mundo; pero, generalmente, movido por motivos diversos a los del mes de junio y frecuentemente desarrollando una temática más amplia. Siguiendo, por tanto, lo que se ha convertido en una especie de tradición, enlazamos con el pontificado de este predecesor nuestro, al que nos unen también otros muchísimos vínculos, como hemos explicado más ampliamente en la Encíclica Redemptor hominis.Así que, hoy, evocamos con especial intensidad el pontificado de Pablo VI, del que solamente nos separa el brevísimo intervalo del ministerio de Juan Pablo I, como Sucesor de San Pedro.
El tiempo que ha seguido al Concilio Vaticano II, se distingue —como todos saben— por el hecho de que la Iglesia entera debe comprometerse a realizar las decisiones de ese mismo Sínodo universal. Las cuales no tienen otro objetivo que el de la renovación de la Iglesia. Es decir; hace falta —para usar las mismas palabras de nuestro insigne predecesor— que la Iglesia "se adapte a su divino Modelo, que es lo que constituye su fundamental deber" (AAS 55, 1963, pág. 850).
Tal renovación, según la mente del mismo Concilio, abarca muchos aspectos referentes a los hombres y a las cosas: el más importante se refiere al esfuerzo constante que la Iglesia debe hacer para profundizar continuamente la conciencia de su propia misión salvífica; que es también un perpetuo servicio a la causa fundamental del hombre, de las naciones, de toda la familia humana. Esta conciencia debe comportar la seguridad acerca de la tarea salvadora, que deriva de una fe firme y de una humildad sincera y nos hace capaces de realizar con gran espíritu la obra de renovación. Esta obra debe estar constantemente medida —por así decirlo— con el "metro universal" del Pueblo de Dios, el cual, mientras participa de la misión salvífica del mismo Cristo, la completa a la vez de diversos modos, según el "don" que cada. uno recibe, a fin de llevar la salvación a sí mismo y a los demás.
Es cierto que resulta, difícil medir rectamente, sólo con los elementos humanos de juicio, el proceso de esta renovación, entendida en sentido tan amplio. A veces, incluso puede suceder que nos equivoquemos al juzgar lo que acontece, porque la divina Providencia tiene sus propios caminos para conducir a los hombres, a la sociedad humana, a las naciones, a la Iglesia. De ello se sigue, necesariamente, que cualquier criterio para hacer el balance del estado de la Iglesia, es insuficiente: sin embargo, tenemos necesidad absoluta de tal balance, especialmente en determinados tiempos, como los actuales. Sucede, por tanto, que cuando hablamos y opinamos sobre ciertos acontecimientos, nos elevamos siempre y sobre todo a los amorosos designios de Dios y a sus santos juicios sobre la conducta humana.
229 3. Uno de los principales instrumentos para realizar esa renovación y unidad, propia de la Iglesia, tanto universal, como local —es decir, del Pueblo de Dios—, es, sin duda alguna, la colegialidad de los obispos. A este propósito, es justo destacar la Asamblea de los obispos en América Latina celebrada en Puebla. Sus frutos, de una conciencia más aguda sobre la misión de la Iglesia y sobre sus tareas de evangelización en América Latina, según las orientaciones del Concilio y de la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, comienzan ya a ser recogidos y abren el futuro a la esperanza. Ciertamente, los temas que se trataron allí son de suma actualidad para el presente y para el porvenir.
A dicha Asamblea tuvimos ocasión de aportar algo, habiendo presidido su inauguración. Conviene aquí repetir las palabras que nuestro predecesor Pablo VI pronunció en la clausura de la III sesión del Concilio Vaticano II, expresándose así sobre la colegialidad: "Esa íntima y esencial relación que hace del Episcopado un cuerpo unitario, que tiene en el Obispo Sucesor de Pedro no ya una potestad diversa y externa, sino su centro y su Cabeza" (AAS 56, 1964, pág. 1011).
Hay que añadir que en estos últimos meses la vida de la Iglesia ha registrado otros acontecimientos de esta índole, como el "simposio" del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, celebrado en Roma, para tratar sobre "los jóvenes y la fe". Estos acontecimientos han sido una manifestación significativa de la conciencia colegial y del deber que corresponde al ministerio pastoral de los obispos y de las Conferencias Episcopales. Ninguno, sin embargo, se puede comparar en importancia con la Asamblea de Puebla. Hemos constatado también con satisfacción el importante trabajo realizado por el Consejo Episcopal Latino Americano, o CELAM, en orden a la preparación de aquellas reuniones, y la intensa participación de muchos prelados.
4. La Asamblea de Puebla hizo también que nuestro primer viaje, desde que subimos al pontificado, fuese a México, pasando antes por la República de Santo Domingo. Pudimos así ver durante una semana la Iglesia establecida en aquellas regiones. Todavía recordamos, con gratísima memoria, a cuantos pudimos encontrar en aquellas especie de visita. Sobre todo, damos gracias a Dios y a su Madre, la cual, especialmente por medio del santuario de Guadalupe a Ella dedicado, se ha hecho clementísima Madre y Señora, no sólo de México, sino de toda América y especialmente de la América Latina. Concretamente recordamos al Presidente de la República de Santo Domingo y al Presidente de México, así como también a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas de ambas naciones.
Pero aquella visita a la Iglesia mexicana nos dio ocasión de tomar contacto, de modo casi continuo, con el pueblo católico de aquella nación, pueblo que, movido por el espíritu de fe, se agolpaba en torno a Nos con entusiasmo, por dondequiera que íbamos, por dondequiera que nos deteníamos. Vaya, por tanto, nuestro profundo reconocimiento a la divina Providencia que nos concedió, por medio de esta visita en los comienzos de nuestro pontificado, poder testimoniar el amor y reverencia de la Sede Apostólica hacia aquel pueblo que tantas dificultades ha experimentado por la fidelidad a Cristo y a su Iglesia. En el viaje hacia México, nos detuvimos también y celebramos la Santísima Eucaristía en el lugar donde se inició la evangelización de América; así como a la vuelta pudimos encontrarnos con la comunidad cristiana de las Islas Bahamas.
5. No menos grato nos resultó el reciente viaje a Polonia, en el que pudimos volver a ver nuestra patria en los días 2 al 10 de junio; es decir, visitar de nuevo la tierra, desde donde el Señor en sus inescrutables designios, nos llamó a la Cátedra Romana de San Pedro. El motivo principal del viaje fue el jubileo de San Estanislao; se cumplía el noveno siglo desde que el obispo de la sede de Cracovia (que Nos mismo, como heredero suyo, hemos regido hasta hace poco tiempo) sufrió el martirio a manos del rey.
Invitado por los obispos polacos, con el cardenal Stefan Wyszynski a la cabeza, hemos celebrado el jubileo junto con los ciudadanos de nuestra nación, siguiendo casi el curso histórico de la patria; ya que comienza en Gniezno y lleva hasta Cracovia, pasando a través de Monte Claro o "Jasna Góra". Nos detuvimos, en primer lugar, en Varsovia, actual capital de Polonia y, mientras estábamos en Cracovia, fuimos a celebrar la Santísima Eucarisía en Oswiecim/Auschwitz, que es algo así como el Gólgota de nuestra época donde en la celda blindada para los que habían de morir de hambre, llamada vulgarmente "bunker" del hambre, el beato Maximiliano Kolbe murió después de haber ofrecido su vida por un compañero.
Mientras hacíamos ese viaje. guiados por la historia, dimos nuevamente gracias a Dios, Uno y Trino, por el don del santo bautismo que nuestros conciudadanos recibieron hace mil años. Tuvimos, por otra parte, la oportunidad de saludar a los vecinos pueblos eslavos, que entraron a formar parte de la Iglesia por la misma época. En fin, pedimos los dones del Espíritu Santo para que perseveren en la fe y en la esperanza.
Teniendo todavía presente en nuestro recuerdo este servicio pontificio realizado en nuestra patria, queremos nuevamente subrayar el significado de la invitación que nos dirigieron las autoridades públicas. Con ello, no solamente reconocieron ser conscientes de que Nos —a quien ha tocado desempeñar la máxima función en la Iglesia católica— somos oriundo de su nación, sino que manifestaron también la dignidad e importancia que corresponden a la índole internacional de nuestra visita. Por eso, estamos muy agradecidos a las autoridades, tanto de la República como de la Iglesia, que han facilitado y luego, de modo especial, a la inmensa multitud de quienes, habiendo nacido en el mismo país en que hemos nacido Nos, vinieron a nuestro encuentro con espíritu de unidad religiosa.
6. Pablo VI, a quien no podemos olvidar, introdujo con sus numerosos viajes este modo de desarrollar el ministerio pontificio. ¡Que tales viajes puedan ayudar en el futuro a manifestar la unidad del Pueblo de Dios en los diversos lugares y naciones!
Paralelamente a estos acontecimientos que hemos recordado con gran alegría, ha seguido y sigue la obra constante y ordenada de la Iglesia, que se concentra sobre todo en las tareas que el Colegio Episcopal se propone desarrollar bajo la guía del Sucesor de San Pedro.
230 Instrumento muy particular de tal cooperación colegial, en lo que respecta a la Iglesia universal, resulta ser el Sínodo de los Obispos. Dentro de poco tiempo, será publicada una Exhortación Apostólica, en la que se recogen los frutos de los trabajos de la sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada en 1977, que tenía como tema la catequesis. Al mismo tiempo ya se está preparando la sesión siguiente, que se celebrará en él próximo año 1980 y que examinará el tema, ya debidamente aprobado: "Misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo". La Secretaría general del Sínodo de los Obispos, después de que el Consejo, elegido en la sesión precedente, las examinara en reunión plenaria, ha enviado a todas partes las. "Líneas generales" (Lineamenta)para que se realice una amplia consulta entre las Conferencias Episcopales.
7. Por lo que se refiere a los Ateneos Católicos a nivel universitario, se ha producido un hecho de especial importancia: la promulgación de la Constitución Apostólica Sapientia christiana que, a su debido tiempo, en ella previsto, sustituirá a la vigente Constitución Deus Scientiarum Dominus. Desde aquel momento no tendrán ya vigor las Normae quaedam emanadas en 1968, obligatorias durante el tiempo necesario para preparar la nueva Constitución, según la voluntad y la mente del Concilio Vaticano II.
Para elaborar esta Constitución se han empleado bastantes años; por no hablar de todo el trabajo realizado, baste sólo recordar que han sido consultadas todas las Conferencias Episcopales y todos los Ateneos Católicos a nivel universitario.
Esperamos, por tanto, que las disciplinas sagradas reciban nuevo impulso y sean capaces de consolidar la fe, dirigir bien la moral, ahuyentar los errores, con adhesión al Magisterio de la Iglesia.
8. Finalmente, no debemos olvidar sino recordarlo, al menos brevemente, el ecumenismo, que ha sido uno de los principales intentos del Concilio (cf. Unitatis redintegratio UR 1). En síntesis, puede decirse que en estos meses se han tenido varias reuniones con los representantes de las religiones cristianas todavía no unidas a nosotros en comunión plena; a la par que nos alegramos de corazón por ello, exhortamos insistentemente a todos —ya que la solicitud por realizar la unión afecta a toda la Iglesia (ib. 5)— a perseverar cada vez con mayor diligencia en el noble esfuerzo por rehacer esta unidad, querida por Cristo.
Y se puede también añadir que ha habido verdaderos contactos con los no cristianos, tratando de obedecer al Concilio Vaticano II, el cual ha ordenado que de eso modo "cooperemos a edificar el mundo en la verdadera paz" (cf. Gaudium et spes GS 92).
Esto es, venerables hermanos, cuanto el corazón nos impulsaba a decir. Que los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, cuya solemnidad celebramos ayer y que testimoniaron su amor a Cristo con su sangre, protejan esta Iglesia Romana y esta Sede Apostólica, con las cuales os une a vosotros un vínculo especial. Pero sobre todo pidamos la ayuda de la Madre de Dios, a la que recomendamos con especial confianza a vosotros y a todos nuestros hermanos e hijos. Y para fortaleceros en el excelso grado que ocupáis dentro de la Santa Iglesia, os impartimos con todo el corazón la bendición apostólica.
Y ahora nos complace recordar los nombres de los distinguidos prelados que hemos juzgado dignos de ser agregados a vuestro eminentísimo Colegio. en este sacro Consistorio:
— Agostino Casaroli, arzobispo titular de Cartago;
— Giuseppe Caprio, arzobispo titular de Apollonia;
— Marco Cé, patriarca de Venecia;
231 — Egano Righi-Lambertini, arzobispo titular de Doclea;
— Joseph-Mario Trinh van-Can, arzobispo de Hanoi;
— Ernesto Civardi, arzobispo titular de Sardica;
—Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo de México;
— Joseph Asajiro Satowaki, arzobispo de Nagasaki;
— Roger Etchegaray, arzobispo de Marsella;
— Anastasio Alberto Ballestrero, ocd., arzobispo de Turín;
— Tomás O'Fiaich, arzobispo de Armagh:
— Gerald Emmett Carter, arzobispo de Toronto;
— Franciszek Macharski, arzobispo de Cracovia;
— Wladyslaw Rubin, obispo titular de Serta.
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1. Nos ha hablado la Palabra de Dios con la fuerza adecuada al momento que vivimos. Puesto que, mientras estos nuestros venerados y queridos hermanos en el Episcopado, cuyos nombres son ya conocidos en la Iglesia y en el mundo, se disponen a recibir el signo de la dignidad cardenalicia, es necesario que el significado de esta dignidad sea para ellos y para nosotros claro y límpido a la luz de las palabras de Dios mismo. Por ello, escuchando con gratitud estas palabras, tornadas de la primera Carta de San Pedro y del Evangelio de San Mateo, meditemos un instante lo que el Señor quiere manifestarnos con ellas en este momento importante e insólito.
2. Ante todo, con las palabras del Apóstol, el Señor manifiesta la solicitud pastoral por la Iglesia, es decir, por el rebaño. ¡Palabras maravillosas! En ellas se revela el alma entera de aquel que "como testigo de la pasión de Cristo", se convirtió en el primer Pastor del rebaño. En su solicitud pastoral por la Iglesia, él tiene continuamente ante los ojos a Cristo, que se ha manifestado como Buen Pastor dando la propia vida por las ovejas y que, como Supremo Pastor, se revelará en aquella "gloria del Padre" (Jn 17,24) a la que nos conduce a todos nosotros. Fijando la mirada en El, en Cristo, el Apóstol, "anciano", Obispo de Roma, Pedro, comparte a su vez su solicitud pastoral con los otros, enseñándoles y al mismo tiempo indicando cómo deben comportarse, junto con él, como "ancianos y superiores". Fijémonos en su ejemplo personal, en su dedicación desinteresada, en su celo creador. Ser pastor del rebaño quiere decir vigilar para que el lobo no entre en el rebaño. Ser Pastor de las almas, quiere decir vigilar para que éstas no sean engañadas ni desorientadas, perdiendo el contacto vital con la fuente del amor mismo y de la verdad. Ser Pastor de las almas quiere decir, finalmente, fiarse. Fiarse sobre todo de Aquel que, con su propia sangre, adquirió un derecho divino sobre estas almas inmortales.
Aceptad hoy este mensaje del primer Obispo de Roma, vosotros, venerables y queridos hermanos, que de manera particular debéis convertiros en participantes de la solicitud pastoral de su indigno Sucesor. Cuanto más profundamente bebemos en las mismas fuentes evangélicas de esta solicitud, tanto más ella resultará eficaz y dichosa. El "tiempo" actual (kairós)de la Iglesia y del mundo exige que bebamos con particular diligencia en esas fuentes.
3. La Palabra de Dios que acabamos de escuchar, contiene una llamada a la valentía y a la fortaleza.A ellas nos invita Cristo de manera bien significativa. Hemos escuchado que El repite varias veces: "No tengáis miedo"; "no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla" (Mt 10,28); "no temáis a los hombres" (cf. Mt Mt 10,26). Y contemporáneamente, junto a estas llamadas decididas a la valentía, a la fortaleza, resuena la exhortación: "Temed"; "temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna" (Mt 10,28). Estas dos llamadas, aparentemente opuestas, están recíprocamente tan unidas entre sí, que la una deriva de la otra y la condiciona. Somos llamados a la fortaleza y, a la vez, al temor. Somos llamados a la fortaleza ante los hombres y, a la vez, al temor ante Dios, y éste debe ser el temor del amor, el temor filial. Y solamente cuando este temor penetra en nuestros corazones podemos ser realmente fuertes con la fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores. Fuertes con la fortaleza de los Pastores. La llamada a la fortaleza va unida, de modo muy especial, a la tradición del cardenalato, el cual; incluso con el color de las vestiduras, recuerda la sangre de los mártires.
4. Cristo nos pide sobre todo la fortaleza de confesar ante los hombres su verdad, su causa, sin mirar si ellos son benévolos o no ante esta causa, si abren a esa verdad los oídos y los corazones, o si "los cierran" para no escuchar. No podemos desanimarnos ante ningún programa que cierre los oídos y la inteligencia Debemos dar testimonio y anunciar el Evangelio en la más profunda obediencia al Espíritu de Verdad. El encontrará los caminos para llegar a lo profundo de las conciencias y de los corazones.
Nosotros, en cambio, debemos confesar la fe y dar testimonio con tal fuerza y capacidad que no caiga sobre nosotros la responsabilidad de que nuestra generación haya renegado de Cristo ante los hombres. Debemos también ser prudentes "como serpientes y sencillos como palomas" (Mt 10,16).
Debemos, finalmente, ser humildes.con esa humildad de la verdad interior que permite al hombre vivir y actuar con magnanimidad, ya que `"Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da la gracia" (Sant 4, 6). Esa magnanimidad, hecha de humildad y adquirida con la ayuda de la gracia de Dios, es una señal particular de nuestro servicio a la Iglesia.
5. Venerables y queridos hermanos: He aquí un programa. El programa rico y exigente que la Iglesia une a vuestra gran dignidad.
Aceptad este programa con la misma gran confianza con la que lo han aceptado vuestros predecesores en las mismas sedes episcopales, en los mismos puestos de la Curia Romana. Aceptadlo.
Tened presentes los grandes y magníficos ejemplos que ellos nos han dejado.
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